La verdad sobre Matheus

Mi corazón se estremeció. Pensé, Demetrius pensó, que lo había dicho el rubio era falso. ¿Y sí lo era? Aún así tenía tanta curiosidad que quería preguntarle a Mathilde. Ella es la razón por la que aún tengo fe.

A la mañana siguiente la pasé a buscar por la puerta de su casa. Conduje en silencio con el peso del no saber. La rubia lucía pérdida, obnubilada, cabeceando para no caer dormida.

—¿Tenés sueño?

—Sí. Si alguna vez caigo enferma, pero realmente enferma, ¿qué harías?

—¿Por qué lo dices? ¿Qué ocurre?

Cuando frené en el semáforo, la miré.

—Si te enfermas te cuidaría —agregué—, no lo dudes.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Desde que Rubí se fué a Luxemburgo me tuve que hacer cargo de las aves —siseó.

—¡Ja! Recuerdo esa enorme jaula con esos dos loritos. ¿Tú los estás cuidando?

—Así es. La jaula está en mi sala de estar.

—¿Te pasa algo malo, Mathilde? 

—Sí y te diré por qué. ¡Esos putos loros parlotean de noche!

—Decime que es una broma —dije lanzando una carcajada.

—¡Ay, cállate subnormal!

—Entiendo que estás así porque hacen barullo, es que tu casa es algo diminuta— mascullé.

—Sí, tan diminuta como tu auto — sentenció, mientras estacionaba el coche.

—Mathilde, permítame entretenerme unos instantes; de todos modos puedes dejar la jaula en mi nueva casa.

Mathilde tomó su lápiz labial y un pequeño espejo de su cartera, y dijo:

—¿Nueva casa?

—Sí, mi nueva vivienda.

Descendimos del vehículo. Todo estaba oscuro y húmedo. Caminamos hacía el hipermercado con la lentitud de una tortuga.

—¡Vamos! Es tarde —exclamé con firmeza.

Apareció el sol. Parpadeé varias veces antes de entrar por las puertas.

—¿Donde vives ahora?

—Ocupo la casa de Lalo —afirmé.

Con una evidente vacilación, Mathilde paseó sus ojos y supuse que quería preguntarme algo.

—¿Vives solo? Digo, esa casa es bastante espaciosa para una sola persona —exclamó.

—Totalmente solo—. Cuando respondí sentí que me desinflaba por dentro.

—¡Qué genial! 

—Quizá me voy a ir a un tema demasiado inusual, pero ¿quisieras vivir conmigo?
dije con voz átona.

—No me digas que le tenés miedo a la oscuridad —dijo en un tono risible.

—¡Dios, que mujer insolente! —dije riéndome.

—No lo sé con certeza. Y me parece, que hay algo raro en todo esto. Es decir que estaríamos en una situación espasmódica.

—Dime que no quieres y listo —dije frunciendo el ceño.

—Tu propuesta es una contradicción que rebota en mi cabeza —agregó Mathilde.

—¿Por qué?

—Demetrius, esa casa es una trampa mortal, ¿sabías? Deberían haber hecho una limpia con ruda. No quiero dormir al lado del espíritu de Enchanté —cuestionó la rubia con la voz trémula.

—No lo sé. Estoy perplejo, no entiendo demasiado sobre ello.

—Lo voy a pensar. Si me ofreces techo, sería una buena idea para ahorrar algo de dinero.

—Exactamente. Pienso igual —. Mathilde se acercó y me dió un beso ligero con su rush colorado. Mi corazón galopaba y retumbaba dentro de mi pecho.

La miré fijamente a los ojos y parecía entusiasmada. Por más excitado que estaba en ese momento solo habría que esperar. Pero aún no había tenido el coraje para indagar sobre su sexualidad.

Finalmente Mathilde cedió, entonces comenzamos a hacer la mudanza. Ella tenía tanta ropa de color negro que me parecía increíble. Mientras colgábamos sus sombrías prendas de vestir en el placard, no pude evitar el recuerdo de Lalo.

Ahí mismo estaban guardados los trajes de lentejuelas; con sus adornos espectaculares, sus tapados de visón, sus tacones altos plateados y sus pelucas de cabello largo. Todo hacía alusión a Enchanté.

Recordé que cuando ella pisaba un escenario, este pasaba de ser monótono a una delicia veraniega. ¡Qué bellos momentos! Esto me recuerda a ese regocijo que experimentaba su público.

En realidad esos viejos tiempos siempre estarán presentes aunque los espectadores tengan un reemplazo en el antro de esta ciudad. Como Enchanté, él trabajó durante décadas, en todas partes y en todos los niveles. Sus números nunca aburrían y siempre marcaba nuevos récords.

Era un símbolo, quizás (no se podía esperar un entretenimiento más divertido), y ahora estoy contemplando su vestuario que ocasionalmente hacía bambolear a los tipejos del club nocturno.

Sin embargo me sentía apesadumbrado. La situación era deprimente. Mathilde estaba sentada a mi lado en el borde de la cama, colocando su ropa en las perchas de madera, moviendo sus pies descalzos.

Dame ese periódico, Mathilde. Voy echar un vistazo al obituario de Lalo.

¿Otra vez? —respondió Mathilde, arqueando una ceja.

Es que me gusta como ha quedado la publicación —dije, mientras cerraba las puertas del placard.

Bueno, bueno, dejémoslo ahí. Dudo que mi cabeza pueda soportar tu trauma en este momento —atronó la rubia.

¡Mathilde! ¿Esa muestra agresiva de tu mala educación es el resultado de estar viviendo sola durante tantos años?

Cállate, subnormal —dijo Mathilde, pasando frenéticamente las hojas de una revista.

La rubia se recostó boca abajo con los pies hacia arriba.

¡Dejá de hamacar los pies y ponte unas medias! —rechisté enervado.

Demetrius, hace muchísimo calor. ¡No rompas las pelotas! —respondió encolerizada.

Mejor dormite, así no tengo que escucharte —mascullé.

¡Qué coraje! A los hombres les gusta que los traten así —chilló la rubia, mientras se colocaba un par de calcetines rojos.

Había comenzado a lloviznar. De golpe me di cuenta que había dejado el televisor y la radio de Mathilde en el patio. En verdad— y odio decir que fue mi culpa— me arrimé al marco de la puerta y vi que estaba todo empapado. Me temblaban las piernas.

¡Ja! ¡Que mierda! —inquirió ella mientras asomaba su cabeza por una de las ventanas que dan hacia el patio.

Lo secaré con una toalla y con el aire caliente de un secador de pelo —dije tartamudeando.

Es buena idea. Hazlo. ¿Y luego qué?

Después veré si no hacen cortocircuito.

No sé. Tal vez exploten si los enchufás al toma corriente —interpeló ella.

—Bueno, si no funcionan podemos comprar un nuevo televisor —sugerí.

¿Con que guita? —cuestionó la rubia, mordiendo su labio superior— , yo no voy a comer guisado por siempre para que podamos ahorrar el dinero suficiente para reemplazar todo esto.

Cálmese, tengo algunos objetos de valor para vender —dije con esfuerzo.

En ese momento escuchamos un extraño ruido que provenía de la otra habitación. Era como el sonido de unas campanillas metálicas. Mathilde abrió los ojos como plato, luego hizo un paso para atrás y éste desapareció mágicamente. Su rostro se había inmutado y guardó silencio.

Aquellos sonidos extraños, no hicieron más que recordarme que Lalo no estaba. Al mirar la cara de espanto de mi compañera me hizo pensar que sería buena idea hacer una limpieza espiritual en la casa.

En aquel momento sentí pánico como si fuese una puntada de dolor en mi pecho. Necesitaba tener la cabeza fría.

Con la miraba indescifrable, la rubia se quedó inmovilizada observándome y me pregunté a mi mismo si estaba dispuesta a vivir en esta casa.

—Ese ruido viene de la casa de al lado. Los vecinos son Yoruba —mentí, pensando con rapidez—. Así llaman a las entidades.

—¿Verdad? —exclamó, tartamudeando.

—Sí, tranquila —aludí, evitando el contacto visual.

—¿Los vecinos hacen pactos con el diablo? —preguntó aletargada— , ¿qué ocurre?

—Nada importante. Ellos hacen ceremonias umbandistas y comienzan con el llamado al Exus. Por eso usan las campanillas — acoté.

—¡Ay, carajo! —dijo resoplando con temor.

—Mejor olvídalo.

—Demetrius, no hacés más que asustarme y ¿querés que te diga algo? Dime todo lo que sabes antes que agarre mis cosas y parta de aquí —dijo, sin vacilación o temor.

—Estás muy nerviosa. Mírate, tiemblas como una hoja.

—Me pregunto por qué. Soy una mujer joven, llena de diversión, serena, alegre y atractiva...

—¿Y que hay con eso? —indagué.

—Lo único que quiero es un poco de paz. Me duelen las piernas por estar de pie durante horas en la caja —dijo jadeante y sofocada.

—¡Qué his-té-ri-ca es-tás!

—¿Qué queres que te diga, amoroso? ¿Qué me gusta dormir en la vieja habitación de un muerto? —exclamó, con voz teatral.

—¡Pobre Mathilde!

— ¿Pobre? ¡Sos un memo! Un chico de veinticuatro años, en sus cabales, no invita a su mejor amiga a dormir en el cuarto de un finado.

—¿Por qué? No seas miedosa. Con este temperamento violento, no creo que consigas un potencial esposo —dije, curvando la comisura de mis labios.

—¡Ja!  Mirá que divino que sos. Si me invitaste a vivir aquí y lloraste como una magdalena para que aceptase —respondió con una risa sonora.

—Ay, Mathilde. Vos siempre con tus zalamerias —contesté, para ponerla en ridículo.

—No te quedes ahí mirándome como un idiota hipnotizado. Tomá tu auto y andá a ver si la santería está abierta —vociferó a todo volumen.

—¿Es muy urgente? —pregunté abochornado.

—¿Qué carajo me decís? ¿Acaso no te espanta?  No pienso vivir con todos estos espíritus de mierda flotando en esta casa.

—Mathilde, a mi ya no me asusta nada.

—Eso decís... Pero bien que te quedaste duro como hielo cuando oíste esas campanillas — rechistó encolerizada.

—Bueno al fin y al cabo ya estás aquí y... no estaría de más que me trates bien —agregué nervioso—, y si tienes miedo puedes dormir en mi habitación.

—Está bien. Es que el ambiente de esta casa me tiene agitada. Y ya soy mayorcita para dormir en tu cama.

—Lo sé, lo sé —susurré.

Después de unos minutos de silencio, Mathilde se arregló su blusa y dijo:

—¡Estoy apunto de estallar!  Me quedo aquí, porque puse en alquiler el departamento de mi hermana —bramó la rubia.

—¿Y tu casa? —pregunté con curiosidad.

—Mi casa la está ocupando en este momento mi hermano Math... Nada, mejor olvídalo.

Unas ideas no prudentes predominaron en mi mente mientras duraba la conversación, y, a decir verdad, quería preguntarle si Matheus era realmente su hermano; pero al minuto siguiente ella comenzando a discutir sobre las telarañas que habían en las esquinas de los cielorrasos. No obstante estaba por explotar. Mathilde había pisado el palito sin querer y mi mente comenzaba a unir todas esas coincidencias como si se tratara de algoritmos.

La rubia hablaba a mil revoluciones y yo comenzaba a sufrir el agotamiento mental. Y entonces, para no dejar pasar más tiempo, se me acercó y me plantó un beso de novela.

—Bien, amor —me dijo, dándome una palmada en mi espalda—, ¿como te sientes cariño? Me figuro que te asusté un poquito con ese beso, ¿eh?

—¿El beso? —repuse, extrañado—.¿Matheus es tu hermano?

—¡Cállate, subnormal! —replicó la rubia—.¡Yo me equivoqué!... Demetrius vamos a cocinar antes que se haga tarde. ¿Qué quieres cenar esta noche?

—A ver... ustedes tres son rubios de ojos claros. Rubí y tú, tienen treinta y un años y Matheus tiene treinta —le dije—.¡Ustedes son hermanos!

—¡Estás demente! —chilló la rubia, mientras encendía un cigarrillo.

—Yo no miento.

—¡Vos sos un canalla! ¡Sí!, andá y contárselo a todos y verás...

—Se lo puedo preguntar a la madre de Matheus. Perdón, tu mamá —aullé.

—¿Qué? Esa vieja no es mi madre.

Mathilde me miraba con los ojos llenos de ira, sin querer creer que había metido la pata... Estaba desesperada, loca y blasfema.

—Vos no tienes capital, y aquí yo seré la que pague los impuestos y compre los víveres. Pero haremos de cuenta que no dije nada, para no andar armando embrollos —dijo jadeante y agitada.

Me hice el desentendido y lancé una carcajada, brindándole una latita de cerveza. Después me senté en la silla de la cocina.

—Ahora que estás pacífica puedes decirme por qué fingen ser amigos, si en realidad son hermanos de sangre —mascullé.

—Bueno, conversemos —dijo muy sería, con el ceño fruncido —. Pero antes debes jurar que no divulgarás nada de lo que te digo...¿Vas a jurarlo, Demetrius?

Le iba a decir que sí, pero no me dejó y puso su dedo en mi boca. Se río y miró con los ojos brillantes como espejos.

—Está bien, lo juro —dije y mentí.

¡Madre mía! Estoy aturdida porque un jovenzuelo se asustó terriblemente cuando dije algo que no debía —agregó con la voz temblorosa y aguda.

Satisfecho de ese descubrimiento, me puse de pie para abrir la heladera.

—Creo que tanto drama me ha dado sed — dije con voz teatral.

—Ahora mi hermano no va a confiar nunca más en mí —afirmó.

—Relájate amiga, solo es una verdad incómoda.

—Mi pícaro amigo es más inteligente de lo que todos creemos —dijo mirándome a los ojos.

—Tengo una duda ¿Por qué tienen distinto apellido? —exclamé.

—Verás, somos hermanos por parte de padre. Pero él lleva el apellido de papá y Rubí y yo, el de mamá —inquirió Mathilde.

Vos decís que Matheus tiene el apellido de tu padre. ¿Por qué él fue reconocido?

—Viste... es una mierda. Según los dichos de mi madre, el hombre no quiso brindarnos su paternidad. Parece que para entonces, el tipo pensaba que mi madre le era infiel — respondió con el rostro triste.

—Ahora lo entiendo —le dije entonces — ¿por qué te enfadaste tanto con Matheus?

—¿Te refieres a cuando huyó con Patty?
¿el día que se desmayó Monique?

—Exactamente. Cuando inventaste que Monique estaba embarazada —dije con voz impostada.

—Que sea mi medio hermano, no significa que pueda ser un hijo de puta ¿eh?

Ciertamente, ella tenía razón. Mathilde había comenzado a flaquear frente a mí. Por primera vez en la vida. Me consolaba el hecho de que nadie era perfecto y que todos tienen un muerto en el placard.

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