El autosabotaje
Mientras conducía, sentí pena por dejar a Rubí con una desconocida. Pero me resultaba muy extraño que mi padre no responda a mis llamados.
—Es raro que mi padre no te haya abierto la puerta —dije extrañado.
—No lo sé —agregó el rubio, agarrándose de manija del interior de mi auto.
—¿Cómo sabías que estaba en el bar? — exclamé ladeando mi cabeza.
—Me lo dijo Mathilde, ¿Por qué?
¡Qué coraje! ¿Verdad? —me dije—. ¡Voy rápido!
—Ella dijo que no sentía la energía emocional entre ustedes dos —dijo el rubio, sin más que agregar.
Bajamos del auto y abrí la puerta de vidrio translúcido de la gomería. Matheus se adelantó y se dirigió al fondo, donde estaba situado el taller automotriz. En ese lugar había estacionados unos cinco autos para la refacción.
—Quizás lo mejor sería ir directamente a la policía y contar lo que pasó aquí —inquirió Matheus con un semblante pálido como la nieve.
—¿Qué? —exclamé muerto de miedo.
—¡No entres! —chilló Matheus, agarrandome de mi jersey con mucha presión.
Mi padre estaba sentado en una silla en su oficina, con el cuerpo inmóvil y sus ojos desorbitados. Lo sacudí y su cuerpo estaba frío como el acero. Su mejillas habían perdido su ruboración natural. En su escritorio había una taza de té y un periódico deportivo.
Mi padre estaba muerto y yo estaba tratando desesperadamente de hallar una salida mental. Aunque no se presentó ninguna. Demetrius Strauss había dado un fin a su vida, sin una razón apremiante. ¡Y eso era vil e infame!
Matheus acostó a mi padre sobre el suelo de concreto.
—Desabotonále el jumper —gritó el rubio— , ¡rápido por favor!
—¡Dime que hay que hacer! —chillé desesperado.
—Aguanta que le tomo el pulso —gritó
—¿Tiene pulso?
—No. Hacé esto: comprimi hacia abajo aquí en el tórax hasta hundirlo cinco centímetros—dijo Matheus entre lágrimas—, siempre con los brazos extendidos.
—¡Ay carajo! —chillé.
—Ahora apoyá el talón de una mano en el centro inferior del esternón. Colocá el talón de la otra mano sobre la primera y entrelaza tus dedos —dijo el rubio aletargado—, está es la zona donde se deben realizar las compresiones.
—¡Matheus, pará! —repliqué, sin siquiera mirarlo a la cara.
—¡Es tu viejo! ¡Dejá de ser tan puto y ayúdame! —exclamó nervioso.
Lo miré por el rabillo de mi ojo y seguí sus instrucciones. Matheus se inclinó hacía mi con una mirada absorta y me pegó un bofetón, un sonoro y soberbio bofetón.
—¡Papá está mas duro que una mesa! — grité, aguantandome la furia.
—¿Sos su hijo o un obstáculo? —exclamó el rubio con el rostro deformado.
—Pero no tiene pulso, ¿Qué mas podemos hacer?
—¿Ves el telefono de esa pared? Vé y llama a la policía y a la ambulancia —ordenó mi amigo.
Enseguida, sin vacilación llamé a todos por teléfono, incluso a Lalo y a mi madre. Cuando vino el servicio médico, le volvieron a hacer rcp. Mi madre llegó rápidamente, caminó hacía el óbito silenciosa y absorta, sus manos temblaban ante el terror instintivo. Su semblante era tranquilo y frío, con una mirada cargada de un espíritu contemplativo.
Así concluyó el memorable combate, como una lucha encarnizada entre la vida y la muerte. Todos sumergidos hasta las entrañas, hasta que Dios nos lleve hacia el infinito.
....
Mi padre, Demetrius Strauss, trabajaba como mecánico muy cerca del barrio Chino y ahí fue cuando conoció a Sarah Cané.
Mi madre es el tipo de persona que al verla en una fotografía sientes que la conoces de toda la vida. Sus ojos azules siempre resaltaron en pálido rostro y es lo primero que enamoró a papá, según sus relatos.
Papá nunca actuó como un humano normal y siempre tuve el presentimiento que dado a su opresora actitud iba a terminar en tragedia. Y justo antes de la primavera, en 2003, sucedió.
Las cosas iban bien, teníamos trabajo y un techo digno de una familia normal. Pero esta vez tuve la sensación que había tenido en varias ocasiones cuando niño, en las que con inminencia uno desbordaba de adrenalina, al punto de que mi mente se adormecia y mi visión se tornaba borrosa por los nervios. Entonces uno queda paralizado sin poder reaccionar ante un percance de estas magnitudes.
Pero a pesar de mi adrenalina y mi incapacidad de poder actuar con noción por ese estado, pude sentir que su alma se desvaneció o que desapareció. Todo era un desastre, aunque sabía con certeza que ese día iba a llegar. Era cuestión de tiempo, así que no tuve remordimiento alguno.
Pensé que estaba preparado para su muerte, porque lo había imaginado muchas veces durante toda mi vida, pero cuando ocurrió no supe que hacer. Falleció de un paro cardiaco, una muerte súbita, según la autopsia.
Mi madre estaba con el corazón en la mano, sollozando sobre el cuerpo sin vida. Papá media 1.88 centímetros, su cabello era castaño lacio y su color de piel era clara. Casi no entraba en el cajón por su gran morfología. Aún así tenía una semi sonrisa dibujada en su rostro y eso me hizo sentir en paz.
Sabía que un día iba estar sentado en mi habitación leyendo su obituario. Siempre lo supe.
Cuando veía a mi madre, podía ver y sentir que era una madre amorosa, con una sonrisa verdadera, siempre estaba riendo, emanando una felicidad absoluta. Siempre estubo rodeada de gente que la amaba, tanto como ella los amaba a todos. Siempre fue esa clase de persona que pone las necesidades del otro, adelante de todo.
La muerte (o la alusión) hace que las personas seamos efímeras. Los muertos pueden aparecer en los sueños o en las alucinaciones visuales. Nosotros, los que aún somos mortales, nos sentimos vulnerables cuando la muerte pasa por nuestro lado. Tenemos miedo.
El placer cotidiano se esfuma y la angustia profunda acapara nuestros pensamientos.
Cuando se acerca el fin, todo se desvanece, la gente nos llora o tal vez agradecen que ya no estemos más en la tierra. El final de la vida se reduce a unas cuantas metáforas con aroma a petricor. Solo queda rezar en estos momentos, para que los muertos puedan entrar a reino de los cielos o al paraíso.
Tal vez cabría preguntarse: ¿Por qué mi destino es la muerte? ¿Por qué no podemos ser eternos? Mientras tanto, sobrevivamos al presente.
.....
A veces es necesario perder para aprender a diferenciar las cosas. Estaba seguro que este golpe nos haría cambiar nuestras perspectivas. Después de lo ocurrido, yo cambié. Los días posteriores a la muerte de papá, estuve bebiendo, apostando en el casino y persiguiendo mujeres en los bares.
Uno de mis trucos era lanzar un billete al suelo, para que las damas se inclinaran y asi poder ver de frente sus escotes. Mientras mis amigos trabajaban durante ocho horas al día, yo tenía un permiso por luto familiar, que duraba doce días consecutivos. Entonces salía a toda hora, bebía en bares diferentes y besaba a mujeres extrañas. También, si eran fáciles, regresaba a casa con ellas. Hice todo lo contrario de lo hacía normalmente.
Mi madre me dijo que había descubierto que usaba a los demás para mi propio beneficio. Ella oía las conversaciones que tenía con las damas que traía a mi hogar. Ella sabía que les mentía vilmente.
Lentamente, ya no precisaba la oscuridad de la noche para acechar o persuadir a las mujeres, podía hacer lo que quiera, incluso podía activar mi fetiche, sin que las mujeres lo tacharan de extraño o pervertido.
Eventualmente, me di cuenta que era guapo y que solo era cuestión de confianza, algo que no había sacado a la luz antes. Cuando salía a beber, siempre traía un arma conmigo, me gustaba mostrarla y hacerla girar con mi dedo, para aparentar ser muy rudo.
Me torné insolente y descortés hasta con mi propia madre. Estaba paranoico, pero como mi mamá lo predijo, una noche la policía me persiguió por sobrepasar los límites de velocidad. Me llevaron al celular y no pasé la prueba de alcohol. Después revisaron mi auto y encontraron el arma de mi padre.
Al lado del arma, la policía halló un manuscrito. Un cuaderno donde había narrado una historia que la había titulado:
" Una muerte, un duelo". En esas páginas había escrito como mi alma se había llegado de odio, y como la ira me había cegado después de la muerte de mi padre.
El oficial ingresó mi libreta como evidencia
¿Por qué razón? Nunca lo supe. Esa noche fuí arrestado y llevado a la comisaría para ser procesado.
Así estuve preso durante tres días en un calabozo, sin comida y sin agua. Sintiendo mi cuerpo crepitar. Muerto de frío, pensando que me iba a morir de inanición. Hasta que mi madre presentó los documentos del arma y pagó cuatrocientos pesos por mi fianza.
Así viví mis primeros días de luto, en un mundo extraño de barbarie monótona. En una oscura historia donde abundan los hiatos. Entonces, mis acciones recibieron una herida permanente.
Es así, que no hay consuelo mas hábil que nuestros propios pensamientos. La única victoria es poder haber terminado con toda la humillación que me estaba haciendo a mí mismo. Un auto sabotaje.
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