Aceptando culpas


Todos necesitan sentir el amor, yo sé que es verdad. Algún día encontraré a alguien que se enamore de mí. Mis pensamientos eran volátiles, me sentía perdido en la vastedad de un páramo.

Quisiera poder decirle a mi madre que la noche había sido sensacional. Pero en realidad fue un rotundo fracaso. Uno arriesga hasta su reputación con tal de levantarse a una chica. No quiero perder, pero tampoco quiero lástima y compasión.

—Seguramente, Rubí pensó que estaba viviendo una primavera interior, con el líbido hasta la coronilla. Hay mujeres que son superficiales, piensan de modo errado. Es como que confunden a una enciclopedia con una biblia. Para ellas todo es igual. ¿Es así Matheus? —dije, mientras estaba frente al computador, en mi oficina.

Matheus estaba apoyado en mi escritorio, con una taza de café en la mano izquierda y un periódico en la mano derecha.

—Lo es —respondió el rubio.

—¿Estás oyendo? ¿O solo estas leyendo el rubro cincuenta y nueve del diario? —grité a voz en cuello.

—Sí. Recuerdo que mi padre había comprado una gran enciclopedia cuando tenía cuatro años, porque un vendedor golpeó la puerta de mi casa y le vendió tres tomos. Después todos los años, el mismo hombre volvía con un tomo actualizado. La actualización anual. Fueron tiempos buenos, me gustaba leer sobre los nuevos inventos y la tecnología lunar —respondió mi amigo, sin despegar la vista del diario.

—Entendí, pero lo decía en sentido
figurado —declaré, en un tono elevado.

Naturalmente, la habitación de Matheus estaba revestida de bibliotecas, tenía un gran escritorio de madera oscura y brillante, estilo francés con tapa de cuero negro. Su cuarto era como un estudio, había un juego de sofás color verde esmeralda e instrumentos de percusión colgados en la pared.

—¡Aja! deja de llorar y de sufrir, hay mujeres por todos lados. Incluso aquí, en el hipermercado —replicó Matheus.

—Probablemente tengas razón —dije—. Pero será imposible aplicar la seducción aquí.

—Quizás no. Pero no debés ser tan pesimista —susurró el rubio.

—¿Es una posibilidad real? —retruqué.

—Tal vez, tal vez no. ¿Por qué sos tan vueltero?

—Está bien. Consígame el teléfono de
Patty —sentencie.

—¡Ja! ¿Estás loco? —dijo mi amigo, volviendo por un instante a verme a los ojos.

—¿Y bien? —pregunté.

—No. Ni siquiera yo pude conversar con Patty Boyd —continuó— , la pelirroja hace las transacciones financieras y si alguien debería contentarla, ese debería ser yo.

—Por supuesto —agregué— ella si está dentro de tus perspectivas y estándares.

Matheus lanzó una mirada dubitativa, pero feroz.

—Ahora, Demetrius, según entiendo hay otra cuestión conexa que requiere nuesta atención —dijo el rubio.

—¿De que se trata —exclamé, mientras digitaba en la pc.

—¿Recuerdas las revistas? —preguntó el rubio curvando la comisura de sus labios.

—Así es.

—Cómo esto es un negocio redondo, necesito venderlas en la web para poder comprar nuevas ediciones. ¿Puedes encargarte de eso? —masculló mi amigo.

Acepté ayudarlo, también acepté las revistas. Las tenía conmigo, en mis manos. La cantidad de éxtasis que uno experimenta con estas rarezas, es algo que nunca había sentido previamente.

....

Tenía el día libre y decidí ir a la casa de mi tío Lalo. Llevé las revistas en una bolsa de nylon color azul para ver si tenía algún contacto, ya que él como Enchantè tenía muchos amigos raros.

Cuando llegué lo sorprendí en la cocina, lustrando una de sus armas. Y sí, a él le gustaban las armas y tenía varias en su casa. No sé si las había adquirido como protección, ya que su trabajo como transformista implicaba pasar por sitios donde la hostilidad era el pan de cada día.

Fuimos al fondo de su casa y me enseñó a martillarla, a cargarla, a sostenerla y apuntar. Lalo parecía emocionado de que me interesara por algo que a él le apasionaba y actuaba como si estaríamos pasando un buen momento. Yo pude sentir que él estaba orgulloso de mí o emocionado o algo.

Lo observé frente a la medianera cargando y descargando el arma. Me dijo que lo intentara. En mi mente pensaba que él estaba contento con su pasión, pero sabía que tenía que preguntarle por las revistas y eso en mi interior me avergonzaba.

Mi madre estaba en la casa de Lalo limpiando las escaleras con un trapo húmedo. A penas entramos con las armas en las manos su cara cambió. La mirada en los ojos azules de mamá fue difícil de describir, pude sentir su rabia. Ella tomó su bolso, me dijo que me alejara de las armas y luego salió por la puerta para regresar a la casa. No entendí cual era el problema exactamente. Sin entrar en detalles, le grité a mi madre que no se preocupara.

Después de eso, no lo quise posponer más y le entregué el paquete a mi tío.

—¡Oh!  ¿Este es tu quemante deleite, Demetrius?

—Yo no vine a mostrártelas. Un amigo me encargó el trabajo de venderlas ¿Sabés de alguien? —exclamé, temblando de miedo.

Lalo, las hojeó y aseveró:

—Es cierto, sobrino...trabajo en la noche... hay muchos pervertidos sueltos... ¿Como es que conseguiste esto?

—Un amigo las compró a un sujeto que conoció en las salas de chat —agregué—, un matador de piojos que venden estas cosas.

Levantó su cabeza y dijo:

—Me encantan estos tacones. Creo que son importados.

—Créame... eres muy valiente para aceptar tu lado femenino —mascullé levemente.

—Gracias. Soy cincuenta por ciento hombre, cincuenta por ciento mujer. No tengo problema con travestirme para ganar guita.

—¿Cometiste muchas macanas? — pregunté.

—No son macanas. Realmente son pecados...disparates...y no quisiera arrepentirme pero no puedo... quisiera confesarme en la parroquia del barrio... pero tengo una mala fama terrible.

—Piensa en papá que está con Dios y no peques más, porque tu alma es blanca como la de los ángeles que habitan en el cielo.

Quería seguir motivando a mi tío, pero el silencio nos rodeó vertiginosamente.

—Demetrius, me halagas. No sabía que pensabas eso de mí —inquirió Lalo—, tu padre nunca me quiso y siempre creyó que era una muy mala influencia para ti.

—¿Te das cuenta, Lalo? Haz sonreído —dije afectuosamente.

—Gracias. ¿Certeza de que no sos fetichista de pies? —exclamó friamente.

Lo que no quería que sucediera ocurrió, después de todo. No me sentía en absoluto molesto, pero estaba temblando por el miedo pueril.

....

A veces me cuesta salir y a cada momento pienso muy bien lo que estoy haciendo. El nerviosismo invade mi cuerpo, cuando los problemas se exceden.

Mi tío me había preguntado si era fetichista. Desde entonces los días eran vertiginosos y los ataques de pánico no querían ceder, sintiéndome cada vez peor.

Empecé a trabajar nuevamente, puesto que ya era lunes, y eso ayudaba a distraerme un poco. Aún me sentía mentalmente inestable (en parte por no tener coraje para admitir las cosas con Lalo). Lamento no haberme podido abrir, sé que él me entendería perfectamente.

Aunque, Lalo me compró las revistas y dijo que las iba a revender entre sus amigos del antro. Me sorprendió y eso me sacó un peso de encima y nadie podía prever que él me daría una mano. Ni siquiera yo, que soy tan suspicaz y taimado, y que desde que le entregué el paquete en sus manos le transmití mis temores.

Por momentos tengo terror de que le cuente a mi madre y a la vez siento culpa por aceptar el trato de Matheus. ¿Estaré equivocándome? ¿Debo confiar en Lalo?

Era el mediodía y había llegado la hora de almorzar. Esperé ansioso a Matheus que entrase por la puerta con su taza de café humeante.

—Matheus, ya tengo el dinero. Ya vendí tus patéticas revistas importadas.

—¡De lujo! —exclamó chasqueando la lengua.

—Las vendí por cien pesos. A diez pesos cada una.

—¿De verás? —fue la seca respuesta del rubio.

—Si, de verdad. Me pregunto por qué.

—Esta bien;  permítame explicarme querido amigo. Esas revistas son australianas y las compré a doce pesos por unidad. ¿No lo sabías?

—No. ¿Por qué debía saberlo? 

—¡Qué hipocresía! Del precio nadie se olvida. Evidentemente no quería seguir hablando de el infortunado hecho.

—Matheus, tomá el dinero y cerrá la boca —dije, mientras le entregaba la plata en su regazo.

—Hola, amigos —gritó Mathilde desde el marco de la puerta —¿Qué les pasa?

—Nada, no sucede nada, siéntate aquí — dijo Matheus, mientras le acomodaba la charola con un plato de spaguettis instantáneos.

—Ahora bien; el viernes es mi cumpleaños —preguntó Mathilde. Luego hubo una pausa.

—¿Quieres festejar? —exclamé.

—Por supuesto.

— Matheus —dije finalmente— , ésto es ridículo. Supongo que traté de ayudarte. Se las vendí a Lalo.

—¿Qué ocurre?  —exclamó la rubia, elevando una ceja.

—Nada... es que éste boludo vendió las revistas por menos dinero del que yo
quería —chilló Matheus.

—¿Hablas de esas revistas de mierda? — preguntó la rubia.

—Definitivamente —agregué.

Mathilde alargó su mano sobre la mesa, para tocar la mía, y sentí un escozor en mi espalda.

—Matheus, vos estás forrado en guita. Déjalo en paz —gritó la cajera con los ojos humedecidos.

—¡Ja! Puedo suponer que...—dijo Matheus mientras bebía de su taza.

—¿Qué? —respondió, ella.

—Supongo que Demetrius te agrada demasiado y es por eso que siempre te interpones entre Rubí y él —masculló el rubio.

—Esa es una cuestión de opinión — respondió —odio admitirlo, pero la respuesta es que sí.

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