2. La vía pacífica.
Salí de clase. Recibí algún empujón, pero el chico en seguida se apartó. Lo miré extrañada. Seguí su mirada y la vi.
Sonreí.
Me apresuré a llegar con ella y la abracé. Ella se quedó sorprendida.
–¿A qué ha venido eso?
–Acabas de salvarme de unos cuantos golpes. Gracias.
–No hay de qué, enanita. ¿Se mete contigo mucha gente?
–Antes todo el colegio. Mis padres intervinieron y ahora son sólo unos cuantos.
–¿Por ser lesbiana?
–Sí.
–Qué asco de gente.
–Lo sé.
–¿Y de verdad eres lesbiana?
–Sí.
Ella se quedó asintiendo, con gesto pensativo.
–¿Qué pasa? –le pregunté.
–Que eres bonita, enana.
Me sonrojé. Me reí por la vergüenza y me escondí detrás de mis manos. Ella soltó una carcajada.
–¿Seguro que eres ruda, cosita?
–A veces. –Aparté mis manos. Sonreí– Tú también eres muy guapa.
Observó a su al rededor, viendo a los tipos de ayer, y se fijó en mis ojos.
–¿Sabes? Puedo hacer algo para que no vuelvan a molestarte.
–¿El qué?
–¿Prefieres la vía violenta o la vía pacífica?
–La pacífica.
Asintió levemente. Tomó mi barbilla entre dos de sus dedos, levantándola y me besó. Me sorprendió el contacto de sus labios, pero tenía que admitir que era exquisito. Le correspondí acercándome más a ella, apoyando mis manos en ella para ponerme de puntillas. Ella se rió al separarse de mí. Me cogió en brazos, enrosqué mis piernas en su cintura para no caer.
–Es que eres diminuta –comentó entre risas.
–O que tú eres muy alta.
–No, tú eres diminuta. –La miré alzando una ceja– Bueno, un poco de las dos.
Volvió a besarme. Me dejé llevar, aprovechando el momento. La tía estaba muy buena y sabía cómo besar, para que negarlo.
–¿Y en qué se supone que esto va a ayudarme a que dejen de llamarme bollera?
–¿Crees que unos cobardicas como esos tendrían huevos para meterse con la novia de alguien como yo? Déjales creer que estás conmigo.
–Me gusta la idea.
–¿Sabes? Lo he pensado y creo que prefiero no llamarme Ruth.
–¿Entonces cómo?
–No lo sé. ¿Samara? O... No sé. Es que, ¿sabes? me gustaría tener un apodo que pueda usar como monitora de boxeo también. Quiero decir... Trabajar como Purificación Regina me quita credibilidad como boxista profesional.
Me reí.
–Quizá Regina, no suena tan mal.
–Me da asco. Que soy republicana, joder.
Solté una carcajada.
–Dime una cosa, ¿eres atea?
–Sí.
–Estás jodida.
Ella asintió riendo.
–Esto de buscarse un nombre es complicado, ¿eh?
La miré a los ojos, pensando. Sus ojos eran de un color marrón oscuro precioso, pero cuando les daban los rayos del sol se veían tonos verdes que los hacían parecer casi mágicos.
–¿Tengo bichos en los ojos o qué?
Me reí.
–No. Estoy pensando en qué nombre te pega, a ver si tus ojos me inspiran.
–Menudos delirios de artista.
Reí.
–Inspírame, que estoy pensando.
La besé. Ella sonrió de medio lado correspondiéndome.
–Atenea, diosa griega de la guerra justa.
–Me gusta la idea de llamarme como una diosa...
–Podemos buscar otros nombres en Internet. Suéltame.
Lo hizo. Me dirigí a un banco. Me senté. Ella se sentó a mi lado. Busqué en Internet con mi móvil.
–Scatha, mitología celta, significa 'la que provoca temor'.
–Me gusta.
–Pero si tú en el fondo eres una cosita tierna –la chinché tirando de su moflete.
Me sacó la lengua.
–No me conoces.
–Has venido sólo para que no me molesten.
–Sólo porque estaba muy aburrida en mi casa. ¿Hay alguno más?
–Sejmet, significa violento.
–Es impronunciable.
–Quejica.
–Ixtab, diosa del suicidio.
–No, no, no vaya a ser que la enfade y acabe suicidándome.
Me reí.
–Ishtar, dama bélica mesopotámica.
–Me gusta.
–¡Eh, este te queda perfecto! Gullveit, giganta que ocasionó la guerra.
Se rió.
–Es feo. Pero sí, soy una giganta impresionante.
–No hay más que tengan que ver con la guerra o cosas así. Las demás son diosas de la fertilidad, del amor y demás pamplinas.
–¿Scatha, Ishtar o Atenea?
–Purificación Regina. Tiene más presencia.
Me sacó la lengua.
–Ishtar o Atenea, diría yo –contesté.
–Pues estamos igual.
–Ishtar Atenea.
–No, estoy hasta el coño de nombres compuestos.
–Pues... No lo sé. Atenea lo conoce todo el mundo. Ishtar tiene un halo de más misterio.
–Me lo quedo.
Me reí.
–Vale. Oye, debería irme a casa.
–Claro. ¿Te acompaño a la parada? Me pilla de camino a casa.
–Claro.
–¿Por qué no me pasas tu número?
–¿Para que puedas tirarme la caña?
–Para que la diosa Ishtar pueda ir a protegerte cuando lo necesites.
Me reí.
–¿Por qué tanta amabilidad conmigo?
–Porque yo también fui la chiquilla que no sabía cómo huir.
–¿Tú?
–Yo.
–¿De quién?
Ella se quedó callada, con la vista perdida.
–Mi padre el gigante.
Me miró. Yo no sabía qué decir. Ella sacó su teléfono y me lo dio para que apuntara mi número, lo hice.
Llegamos a la parada.
–¿Quieres que venga mañana a recogerte?
–Hazlo cuando te apetezca. Suelo venir con mis amigos. Mira, son esos de allí.
Asintió con la cabeza.
–Vale. Yo me tengo que ir.
–¿No quieres que te los presente?
–No se me da muy bien la gente.
–Pues a mí me caes bien.
–Tú tienes delirios de artista.
Sonreí. Ella dio un beso rápido en mi frente.
–Adiós, enanita.
–Adiós, giganta.
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