Canto número 9. ¿Los cuervos cantan advertencias?
Los cuervos no cantan advertencias.
Pero yo sí era lo suficientemente observador para notarlas.
Los humanos experimentamos algo conocido como «presentimientos». Dada nuestra mala tendencia al pesimismo, a menudo tienden a ser negativos o fatalistas, pero también pueden ser positivos. Estos últimos son los más reconfortantes.
Por desgracia, no era una persona optimista, y solía anticipar los peores resultados, por lo que para mí, la mayoría de los presentimientos negativos servían como advertencias para evitar tragedias y desastres. Sin embargo, no siempre les prestaba atención.
En este momento, tenía un terrible presentimiento sobre el coche de Kalen. En realidad, era el Vocho de su abuela, un viejo vehículo rojo que de seguro era más viejo que la sumatoria de la edad de ambos. Después de vender mi camioneta a mi jefe, acepté la oferta de Kalen de llevarme en su auto todas las mañanas, ya que era la opción gratuita aparte de caminar.
Ahora lamentaba no haber optado por la tediosa caminata.
—Este cacharro se va a tronar un día de estos —sentencié, notando cómo la carrocería vibraba aparatosamente debajo de mí cada vez que pasábamos por un tope o un bache.
—Estás exagerando —desestimó Kalen—. Se mueve, nos lleva a donde necesitamos y tenemos radio. No sé qué más quieres.
Kalen esquivó con brusquedad un hoyo en la calle y me aferré al asiento, casi enterrando las uñas en él. No solo el coche era una pesadilla, sino que su conductor era un completo idiota al volante.
—¡Manejas de la fregada! —exclamé.
Kalen soltó una risa y, aprovechando el semáforo en rojo, encendió la radio tratando de sintonizar una estación que no estuviera plagada de ruido blanco y fragmentos de música.
Luego, chasqueó la lengua con frustración.
—¿Esto se puede arreglar? —preguntó.
—Solo soy asistente de mecánico, no tengo ni puta idea.
—Debes saber algo.
—Sé que deberías reemplazar esta carcacha.
—Es un clásico.
—Un clásico ni qué ocho cuartos.
Hace poco más de un mes, Kalen me reveló la verdad sobre los Cuervos del Presagio, y desde entonces, hemos sido amigos durante ese mismo período de tiempo. Todavía me parece extraño llamarlo así, pero no encuentro otra forma de describir nuestra relación. Me lleva a la escuela, charlamos en nuestros ratos libres, almorzamos juntos y, después de clases, nos dirigimos a la misma tienda de la esquina para comer algo y hacer la tarea en su coche. Es una amistad. Una agradable amistad hasta ahora.
Llegamos al colegio casi media hora antes de la campana. En el pasado, apenas llegaba cinco minutos previos a que sonara, pero desde que me junté con Kalen, él aparece en mi puerta con casi una hora de antelación, obligándome a madrugar.
«¿Qué diablos haces aquí a esta hora?», le pregunté la primera ocasión, saliendo en pijama y descalzo de mi casa.
«Los cuervos madrugan, por ende nosotros también», contestó.
Así comenzó esta rutina en la que yo no tenía voz ni voto. Desde que descubrí el gran secreto de la comunidad de los Cuervos del Presagio, mi vida se volvió un poco menos mundana, aburrida y desagradable, convirtiéndose en algo extraño. Kalen me sacaba de mi zona de confort para introducirme en la suya, donde me pedía las cosas más extrañas, como acompañarlo a las afueras de Kaux durante la luna llena, recolectar plumas de aves e incluso una vez me llamó en la madrugada para ayudarlo a buscar a un cuervo herido que se había electrocutado con un cable de alta tensión.
¿Por qué siempre aceptaba ayudarlo? No es que lo hiciera de corazón, sino que estaba obligado a aceptar debido a la condición que nos impuso la Patrona de los Cuervos. Para efectos prácticos, era el asistente de Kalen.
Kalen estacionó en el aparcamiento de la escuela y tiró del freno de mano del Vocho, lo que expulsó una nube de humo del tubo de escape trasero. La cabina del coche siempre olía a gasolina, así que sentí un gran alivio cuando por fin abrí la puerta y mis pulmones se llenaron de aire fresco.
—Aterrizamos —anunció Kalen, apeándose—. ¿Cuánto crees que me debes por el viaje?
—Un golpe en la cabeza, eso es lo que te mereces —repliqué, colgándome la mochila al hombro.
Descendí del coche y Kalen rodeó el vehículo para caminar a mi lado mientras buscaba algo en el bolsillo de su pantalón.
—Por cierto, pronto tendremos un pequeño trabajo —anunció.
—¿Acaso madrugar no es trabajo suficiente?
—Eso es rutina —replicó, sacando un par de chicles—, pero lo que se aproxima será una demostración de la noble labor de los Cuervos del Presagio.
Rodé los ojos con burla y solté un bufido.
—Claro, muy noble.
Caminamos hacia el edificio de la escuela y Kalen me ofreció un trozo de chicle de hierbabuena como disculpa por el terrible trayecto. Lo acepté, metiéndolo en mi boca y masticando con disimulo para evitar que algún profesor me obligara a escupirlo.
Sin embargo, como cada mañana, en lugar de entrar al edificio, tomamos un desvío hacia el patio trasero, llamado: «El jardín de las margaritas». Era un sitio amplio y rodeado de árboles florales, acompañados de bancos de piedra manchados de desperdicios de cuervos.
Kalen sacó una bolsa de plástico llena de insectos muertos de su mochila. Había escarabajos pequeños, gusanos, grillos e incluso cochinillas. No quería saber de dónde los sacaba. Se acercó a uno de los árboles y dijo:
—¿Quién quiere desayunar?
Alrededor de diez cuervos descendieron del árbol y se posaron ante sus pies, expectantes por la comida que él les traía todos los días sin falta. Yo solo lo observaba en silencio, reflexionando sobre cómo los trataba como si fueran viejos amigos en lugar de exóticas plagas.
—¿Quieres echarme una mano? —ofreció, arrodillado en el suelo y repartiendo los insectos de manera equitativa entre los cuervos.
—No me gustan los bichos.
—Les parece curiosa tu presencia, ¿sabes? —añadió—. Dicen que eres constante, pero demasiado apático.
Fruncí el entrecejo.
—¿Se supone que debo agradarle a una bola de pajarracos aprovechados?
Uno de los cuervos graznó, y por alguna razón, sentí como si me estuviera maldiciendo. Pasar tanto tiempo con Kalen comenzaba a afectarme.
Mientras tanto, Kalen se carcajeó.
—Eso no le gustó ni un poco. —Señaló, luego me tomó de la muñeca y me atrajo hacia abajo—. Ven, vas a disculparte.
—¡No voy a hacer eso!
—Claro que vas a hacerlo. —Kalen me forzó a agacharme.
No tuve más remedio que ceder. Exhalé, descolgué la mochila de mi hombro y la dejé caer al suelo junto a mis pies.
—¿Ahora qué?
—¿Alguna vez has tocado las plumas de un cuervo? —preguntó.
—No puedo ni acercarme demasiado.
Sonrió y deslizó su mano desde mi muñeca hasta mis dedos para guiarlos hacia uno de los cuervos.
—Acaricia a Aurora —indicó, refiriéndose al mismo cuervo que me había graznado por llamarlos pajarracos holgazanes.
—No —respondí, y mi primer impulso, como siempre, fue alejarme.
Era un reflejo; cada vez que algo fuera de lo común o un pequeño cambio amenazaba con perturbar el frágil equilibrio en el que me mantenía, mi primer instinto era rechazarlo y adoptar una postura defensiva, como un animal asustado.
«Tomar riesgos es parte de sentirse vivo, y tú, Félix, pareces haber decidido morir en vida», las palabras de mi abuelo siempre me atormentaban cuando me resistía a lo desconocido.
En sus últimos meses de vida, vino a vivir con mi padre y conmigo porque apenas podía valerse por sí mismo. Mi padre, tan desentendido y descuidado como siempre, lo dejaba bajo mi cuidado. Mi abuelo no solo compartía el nombre con él, Joel Rangel, sino que además tenía un carácter similar; también había maltratado a su hijo, perpetuando el ciclo de abuso. Era un hombre despreciable, pero al menos conmigo se controlaba, y podíamos mantener una relación algo tranquila.
«No me gustan los riesgos», le respondí en aquel entonces, apático como siempre.
Tres días después, murió mientras dormía. Yo lo encontré; pálido, frío, una carcasa de lo que fue. Lo cubrí con una sábana, le avisé a mi padre y me despedí con un simple adiós. No derramé ni una sola lágrima. Lo único que me quedaron fueron sus palabras.
—Félix. —Kalen me sacó del ensimismamiento. Su mirada era penetrante, como si pudiera leer mi alma. Era incómodo.
Volteé mi rostro hacia el otro lado, como si eso pudiera evitar que me analizara.
—¿Cómo la acaricio? —pregunté, dirigiéndome al cuervo.
Kalen me escudriñó durante unos instantes más antes de volver su atención al ave.
—Aurora es permisiva —aseguró—. Acerca tus dedos y espera. Eso es todo.
Asentí y seguí sus instrucciones. Estiré mi mano hacia el cuervo, acercando las yemas de mis dedos. No se asustaba como los demás pájaros cuando te aproximabas un poco, de seguro debido a la presencia de Kalen.
Aurora inclinó la cabeza de un lado a otro, como si estuviera considerando sus opciones. Al final, tomó su decisión y se acercó dando tres saltitos. Pegó su pequeño cuerpo contra mis dedos y me permitió acariciarla. Lo hice con delicadeza, fascinado por la suavidad de sus plumas negras tornasoladas.
—Son suaves —dije con una leve sonrisa, apenas perceptible.
Kalen asintió, él sí sonreía sin contenerse.
—Y te perdonó por llamarla pajarraca aprovechada —dijo—. Qué madura, Aurora.
Continué acariciándola.
—¿Todos tienen nombres?
—¡Por supuesto! —respondió como si fuera obvio—. Cada uno tiene su propia identidad.
—¿Y te los sabes todos?
—Todos y cada uno de ellos —afirmó—. Otra de nuestras responsabilidades como Cuervos del Presagio es cuidar de los hijos de X'Kau; conocemos sus nombres, cuántos hay, cuántos nacen, cuántos mueren. Absolutamente todo.
Aurora pareció cansarse de mis caricias y se apartó con un graznido, prefiriendo acudir a la comida que Kalen le ofrecía. Tal vez los cuervos eran más inteligentes de lo que pensaba, pero seguían siendo animales.
Retiré mi mano y miré de reojo a Kalen. Se veía tan relajado, como si esa fuera su verdadera naturaleza. No podía explicarlo.
—¿Por qué se llaman Cuervos del Presagio? —indagué, intrigado. Antes pensaba que era por el efecto místico del nombre, pero ahora estaba seguro de que había más detrás de ello. Siempre había algo más cuando se trataba de Kalen y su entorno.
Kalen se volvió hacia mí, nuestros ojos se encontraron. Esta vez, su mirada reflejaba sorpresa, curiosidad. Era como si estuviera viendo mi verdadero rostro, sin máscaras ni pretensiones.
—Tenemos visiones del futuro —respondió.
Su respuesta me sorprendió.
—¿Puedes ver el futuro?
—No a voluntad. —Dejó caer el resto de los insectos en el suelo para los cuervos y se puso de pie—. Son visiones que llegan a ti, X'Kau sabe qué mostrarte y cuándo. Por lo general están relacionadas con nuestras personas destinadas, pero hay ciertos casos... peculiares.
Eso tuvo perfecto sentido para mí. Cuando Kalen se apareció ante mí en esa tarde lluviosa y cuando me detuvo justo antes de darle una paliza a Farrera, parecía como si supiera lo que iba a suceder.
—Siempre supiste lo que ocurriría —musité mientras me levantaba también—. ¿No es así?
Kalen sonrió, una sonrisa tan enigmática como su comunidad de Cuervos del Presagio.
—X'Kau busca que limpiemos su reputación, la de todos los cuervos, erróneamente conocidos como aves de mal agüero —agregó—. Debo decirte que le alegra saber que tú no piensas que son pájaros de mal presagio.
Fruncí el ceño, aún más confundido que antes.
—Espera, puedes hablar con...
—¡Oigan ustedes! —exclamó una voz detrás de nosotros.
Kalen se giró primero, vencido por su curiosidad. Yo tenía la mala costumbre de ignorar este tipo de llamados porque, al menos en los terrenos de la escuela, de alguna manera siempre terminaban en golpes y detenciones. Sin embargo, lo que captó mi atención fue que la voz pertenecía a una mujer.
—¿Nos hablas a nosotros? —preguntó Kalen.
Incliné apenas la cabeza para echar un vistazo a la dueña de la voz desde mi visión periférica. Era una chica de nuestra edad, de tez morena y cabello negro recogido en un despeinado chongo adornado con múltiples pasadores de colores. Lo más llamativo era cómo había modificado su suéter azul marino del uniforme, doblando los bordes para acortarlo y bordado con diversos patrones florales e incluso un colibrí.
—Son los dueños del Vocho rojo, ¿no? —interrogó.
Como era habitual, repasé en mi mente lo que habíamos hecho y cómo podría afectarnos. No llegamos tarde, no dañamos ninguna propiedad escolar y no ocupamos dos espacios de estacionamiento en lugar de uno. Entonces, ¿cuál era el problema?
—Sí, es...
—¿Por qué preguntas? —interrumpí a Kalen, avanzando un paso. No tenía intención de volver a ser acusado por algo que no había hecho.
—Asesinos —siseó la chica.
Kalen se alarmó de inmediato.
—¡¿Disculpa?! —exclamó.
Nos señaló con el dedo índice.
—¡Son asesinos del medio ambiente!
Rodé los ojos.
—Tienes que estar bromeando.
—¡Nunca bromeo con esto! —aseveró.
Kalen todavía estaba procesando cómo nos llamó.
—¿De verdad acabas de llamarnos asesinos? —inquirió.
—Está loca —añadí.
—¡¿Les parece una locura el terrorismo ambiental?! —exclamó.
—Sí —respondí, monótono.
—¡No! —contestó Kalen, nervioso.
La chica se volvió hacia él.
—Veo que alguien todavía posee algo de empatía en este lugar —comentó, esbozando una media sonrisa—. Dime, ¿sabes qué tipo de contaminante emite tu cacharro?
Kalen se rascó la nuca.
—¿Por qué esto se siente peor que un examen? —Soltó una risa nerviosa.
—No vamos a responder eso —repliqué para sacarlo del aprieto—. ¿Se te ofrece algo?
—Dejen de usar ese Vocho —ordenó—. Están matando al planeta. Si seguimos así, dentro de cincuenta años no tendremos ni siquiera oxígeno. ¡Viviremos conectados a una máquina que nos lo dé!
No pude contener la risa, y Kalen a mi lado me miró con pánico, como si la chica frente a nosotros, alocada, fuera a saltarme encima por burlarme.
—Eres una de esas ambientalistas extremas, ¿verdad?
—¡No soy extrema! —exclamó—. Solo veo por el bien de las futuras generaciones.
—Vaya, pues felicidades —dije con sarcasmo—. ¿Cómo dijiste que te llamas?
—Nunca lo dije.
—Pues dilo.
—Félix —advirtió Kalen entre dientes, negando con la cabeza.
—Mi nombre es Silvia Oviedo.
—Bien, Silvia Oviedo, nos aseguraremos de votar por ti cuando te postules para presidenta de los derechos de la tierra —me burlé.
—No te quieras pasar de chistoso —advirtió ella.
Estaba a punto de replicar, de meterme en una discusión ridícula, pero eso jamás iba a suceder si Kalen se hallaba a mi lado para impedirlo. Colocó una mano sobre mi hombro y me obligó a retroceder, tomando él el control de la situación.
—Disculpa a Félix —pidió—. Tiene la mala costumbre de pensar solo en sí mismo y en lo que le afecta. El fin del mundo no le da miedo.
«Ya va a empezar con esa pendejada», pensé, rodando los ojos.
—El deterioro ambiental nos afecta a todos —aseguró Silvia—. Y sí que puede llevar al fin del mundo.
—Sí, tienes razón —concedió Kalen—, pero lo que sucede es que no tenemos otro medio de transporte. Tal vez pueda hallar la forma de arreglar el Vocho, aunque...
—No soy intransigente —acotó ella—. No tienes que tratarme con pinzas. Sé que la mayoría no tiene opción, es solo que...
—Quieres hacer algo bueno —completó Kalen, sonriendo—. Lo entiendo, y la verdad admiro que seas tan devota a tu causa.
Los ojos de la chica se iluminaron con ilusión al escuchar a Kalen decir eso. El idiota del cuervo con piernas tenía esa habilidad; sus palabras penetraban en tu mente de tal manera que te hacían sentir, al menos por un instante, que importabas un poco más que los demás.
No es que yo lo haya experimentado, claro está.
—¿De verdad? —preguntó ella, bajando por completo su barrera de animosidad para reemplazarla con desconcierto—. Nunca nadie me había dicho eso. La mayoría solo me tira a loca, como tu amigo de ahí.
A mí aún me observaba con el mismo desprecio. Opté por desviar la mirada.
—Sí, bueno, a Félix le gusta hacerse el rudo —comentó Kalen, haciendo desdeñosos aspavientos con una mano—. Realmente es un perro que ladra pero no muerde.
—Sigo aquí, Kalen —murmuré.
Kalen me ignoró por completo y en su lugar miró a Silvia con una sonrisa amigable.
—Veré qué podemos hacer respecto al coche —aseguró y luego la escudriñó—. ¿Corrígeme si me equivoco, pero eres del grupo de teatro?
La emoción se reflejó aún más en el rostro de Silvia.
—¿Cómo lo...?
—¡Silvia! —Un grito la interrumpió, haciéndola sobresaltarse.
Yo también me espanté por el grito inesperado y, al buscar la fuente, me encontré con un chico de expresión petulante, llamativos ojos celestes y cabello claro a juego. En definitiva no era de por aquí; incluso parecía ser un par de años mayor que nosotros. Volví la mirada hacia Kalen para ver si se había dado cuenta, pero él seguía concentrado en el tipo gritón.
El desconocido nos observaba desde la distancia, en especial a Silvia, y le hizo una seña con la cabeza para que se acercara.
Ella suspiró.
—Tengo que irme. —Mostró una sonrisa incómoda—. Revisen ese Vocho, ¿de acuerdo?
—Claro —contestó Kalen, pero ella ya nos había dado la espalda.
El timbre sonó y recogí mi mochila del suelo, listo para marcharme, pero Kalen, en cambio, mantuvo los ojos fijos en Silvia y el chico que le había gritado. Él la tomó del brazo y la jaló consigo.
—Kalen —llamé—. Debemos irnos.
Kalen por fin les quitó la mirada de encima, asintiendo.
—Sí, vámonos.
Él se fue primero y yo, antes de seguirlo, me volví una vez más hacia el chico y Silvia. Él la había llevado a uno de los árboles, ocultándose detrás del tronco, y parecían estar discutiendo hasta que él le hizo otra seña para que lo siguiera. Silvia dudó por un instante, pero se notaba que, en esta situación, no tenía la opción de negarse.
El chico se encaminó hacia la salida del colegio y Silvia lo siguió unos pasos detrás, incómoda.
¿Recuerdan lo que dije acerca de los malos presentimientos?
Este era uno de esos.
Ya iba siendo hora de introducir otras cosillas a la trama 👀
¡Muchísimas gracias por leer! 💜
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