Canto número 8. ¿Los cuervos cantan razones?
Los cuervos no cantan razones.
Pero Kalen sí intentaba hacerlo.
Yo no me consideraba especial en ningún sentido, no gozaba de grandes talentos y mucho menos de una mente privilegiada y estable que pudiera recabar información, procesarla de manera prudente y reaccionar en consecuencia. No, en ese momento, me sentía paralizado, con incógnitas brotando en mi cabeza como malas hierbas, y aunque intentaba arrancarlas, seguían surgiendo una tras otra.
La patrona de los cuervos no nos castigó, ¿supongo que lo consideraba bueno? Pero ahora me encontraba frente a un catrín que me ofrecía una toalla para secarme. Su rostro era el de un esqueleto, sin ojos, sin nariz, sin carne; una criatura hecha solo de huesos que, por alguna razón, se movía por voluntad propia.
—Él es Ramiro —Kalen apareció a mi lado. Se había quitado la chaqueta, llevando solo la camisa blanca del uniforme, arremangada hasta los codos y desfajada. Su cabello aún goteaba un poco—. Digamos que es como nuestro mayordomo. No te preocupes, no te hará daño. Así que toma la toalla o sigue escurriéndote en el jardín.
Le lancé una mirada de desaprobación y luego dirigí mi atención hacia el catrín, Ramiro. Me resultaba extraño llamarlo así, ya que me recordaba vagamente a un viejo profesor de matemáticas que una vez me arrojó una tiza a la cabeza.
—Gracias... supongo. —Acepté la toalla, me sequé el rostro y luego el cabello. Estaba empapado.
Ramiro dejó caer los brazos y retrocedió unos pasos antes de dirigirse hacia donde se encontraba Ramona. Ella le sonrió al catrín y le enderezó el sombrero de copa.
—Inspirado en mi difunto esposo, tiene un aire amigable, ¿no te parece? —comentó ella.
«Perturbador. Cada vez más perturbador», pensé.
Opté por no responder la pregunta de Ramona por mi propio bien y, en cambio, me quité la chaqueta café que llevaba puesta. Por suerte, esta había absorbido casi toda el agua y lo que portaba debajo estaba más seco. Volteé hacia Kalen y le levanté una ceja.
—¿No crees que me debes un par de explicaciones? —inquirí.
Kalen esbozó una sonrisa burlona y me dio una palmada recia en la espalda.
—Vaya, estás tranquilo. Juré que te daría un ataque después de todo lo que pasó. ¡Qué bueno soy escogiendo a mi persona destinada!
—La persona destinada no se escoge, chamaco petulante —reprendió su abuela.
—¿Ya vas a explicarme qué diablos es eso de persona destinada? —pregunté a Kalen.
—¿Me creerías si te digo que lo olvidé?
—No, no te creería.
—Auch.
—Deja de darle largas. —Ramona se aproximó a nosotros—. Cuando haces un trato, se cumple. Es el modus vivendi de los Ávila.
—¿Modus vivendi?
—Ignórala, está medio senil.
Ramona le dio un zape en la cabeza.
—¡Ya basta contigo! —exclamó y luego me miró a mí—. Al que no debes hacerle caso es a este igualado. —Me quitó la chaqueta mojada y rozó una de mis manos con sus dedos—. Válgame X'Kau, estás helado, niño.
—Estaba bajo la lluvia. —Señalé como si fuera obvio.
Pero Ramona no parecía satisfecha con esa explicación; en cambio, me escudriñó, negando con la cabeza.
—No, esto es algo más profundo —aseguró y se aferró a mi mano, apretando—. ¿Sabes qué significa?
—No... —repliqué, cauteloso—. No tengo idea.
—Y tampoco quiere saberlo —intervino Kalen, separándonos y dedicándole a su abuela una mirada tensa.
Observé mi palma, aún más intrigado que antes.
—Pero sí quiero —admití.
—No, créeme que no quieres —insistió Kalen y me tomó del brazo—. Ven, me pediste explicaciones, ¿no? Te las daré afuera.
Fruncí el ceño.
—Sigue lloviendo.
Kalen se detuvo en vilo durante unos instantes y luego levantó el dedo índice.
—No, ya no.
—¡No le ocultes cosas, Kalen! —Ramona exhaló—. ¿Cuántas veces les he dicho que la muerte no es mala? —Señaló a Kalen con un dedo—. ¡Y tú deberías saberlo!
—No es el momento, abuela —puntualizó Kalen, tomándome por los hombros para empujarme fuera de la casa.
No comprendí nada de la conversación anterior. Supuse que Ramona era igual de sensible que Kalen, o que creían en locuras por decir cosas como que «la muerte no es mala» o al encontrar simbolismos en algo tan insignificante como un par de manos frías, cuya explicación podría reducirse a haber estado bajo la lluvia.
—Lamento lo de antes —dijo Kalen en cuanto salimos de la casa.
Ahora nos encontrábamos en el patio trasero. Era espacioso y, al igual que el resto del lugar, estaba repleto de flores, además de bugambilias que hacía un excelente trabajo ocultando los muros de ladrillo. Un par de lámparas colgantes emitían una luz áurea, muy reconfortante.
—¿Qué significa lo de las manos frías? —interrogué.
Kalen suspiró con hastío y, con desgana, extendió las palmas hacia mí.
—Dámelas. Tus manos.
Al principio dudé, pero al final colgué la toalla alrededor de mi cuello y decidí colocar mis manos sobre las de Kalen, con las palmas enfrentadas. Las suyas estaban más cálidas y parecían tener vida propia, como si tuvieran pulso.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
Kalen me apretó un poco.
—Mi abuela dice que las personas con las manos frías son aquellas que han presenciado o estado cerca de la muerte, tanto como para rozar tu piel —explicó con un tono serio.
Amplié los ojos. Los recuerdos regresaban para atormentarme, dándole más peso a sus palabras porque me había dejado claro que sus locuras eran verdad. Controlar cuervos, transformarse en uno, hacer predicciones del clima, su sensibilidad, la habilidad de saber más que cualquiera con un simple vistazo o tacto.
—¿En serio? —pregunté en voz baja.
Kalen disipó la seriedad de su rostro y la reemplazó con una sonrisa juguetona.
—No te preocupes, creo que en tu caso solo tienes frío. —Restregó mis manos, pasándome algo de calor—. Incluso estás temblando. ¿Prefieres que entremos?
No me había dado cuenta de que temblaba. A menudo, era incapaz de controlar mi propio cuerpo; la ansiedad se desencadenaba con los más pequeños estímulos. En este caso, la mera mención de la muerte y mi proximidad con ella.
Me solté del agarre de Kalen, retrocedí un paso y, en su lugar, me rasqué la nuca para aliviar la incomodidad.
—No, estoy bien —contesté sin elaborar más.
Kalen, por supuesto, se percató de la evasión.
—Eres como un muro. —Señaló.
—¿Y? —De inmediato me puse a la defensiva.
—Y todo muro puede ser derribado.
—No soy el puto muro de Berlín.
—Derribado hace tan solo unos meses, por cierto —replicó—. La gran barrera. Todo puede cambiar si se tiene la motivación suficiente, ¿no lo crees?
Permanecí en silencio. Rara vez había reflexionado sobre mis motivaciones; la única que parecía tener era evitar parecerme a mi padre debido al repudio que sentía hacia él. No ser como ese hombre implicaba graduarme, dejar Kaux y forjar mi propio camino en la vida. Pero resultaba más fácil decirlo que hacerlo.
—¿Y cuál es tu motivación, cuervo? —pregunté con un tono de burla.
Kalen bufó.
—Como si fuera a decírtelo —respondió—. Solo te reirías de mí.
—Eso es... muy probable —concedí al pensarlo con detenimiento.
—Es un noventa y ocho por ciento probable.
—¿Por qué no noventa y nueve?
—Porque siempre dejo un margen para el margen —explicó—. Un seguro del seguro.
—Claro —repliqué como si de verdad tuviese sentido, fijando después mis ojos en unos árboles de jacarandas que estaban en el patio—. ¿En serio son jacarandas?
Kalen asintió, acercándose a uno de ellos.
—Mi abuela dice que son árboles fieles, siempre florean, incluso si dura poco —explicó, agachándose para recoger una de las flores color lavanda que yacían en el suelo—. ¿Quieres beberte el líquido que tienen dentro?
—¿Qué? Claro que no —respondí con premura.
—Buena elección —felicitó Kalen—. Solo te estaba probando.
Seguí observando el árbol un poco más, metiendo las manos en los bolsillos de mi chaqueta para protegerlas del frío y también para disimular mis temblores que aún persistían. De reojo, observé a Kalen; se le veía cómodo, como si ese lugar fuera su refugio, la forma en que debería sentirse un hogar.
Sin embargo, las mismas preguntas seguían rondando en mi mente.
—¿Estás aguardando una invitación para explicarme todo? —cuestioné con molestia—. Sigo esperando.
—Divagas mucho, ¿sabes? Estaba esperando a que tú estuvieras listo para saber.
Era cierto. Estaba evitando escuchar la verdad porque una parte de mí seguía resistiéndose a aceptar lo que, por lógica, no debería ser real.
Mordí el interior de mi boca con tanta fuerza que casi la hice sangrar.
—Estoy aquí por una razón —repliqué con mi usual tono cortante.
Kalen asintió.
—¿Recuerdas lo que te conté acerca de X'Kau? —preguntó—. La leyenda.
Sí, la recordaba. No era algo que se borrara de mi mente de la noche a la mañana. Tengo una buena memoria, para bien y para mal.
—¿Qué hay con eso?
—Los Cuervos del Presagio somos personas elegidas por X'Kau para ayudar a los desafortunados. Poseemos la habilidad de percibir más que nadie, de recibir presagios, de ver a través de los ojos de los cuervos y de ser casi omnipresentes. Por supuesto, todo esto viene con un precio.
—¿Convertirte en cuervo? —indagué.
—Exacto —afirmó—. Lo normal es que nuestros cuerpos se debiliten cuando nos excedemos. Por lo general, solo nos sangra la nariz, nos dan jaquecas o incluso perdemos la consciencia durante unos minutos, pero en el peor de los casos, nos convertimos en cuervos.
Lo escudriñé de pies a cabeza, centrando mi atención en la palma de su mano, donde antes había un corte y ahora estaba vendada.
—¿Y cuál fue el sacrificio que hiciste para regresar a ser humano?
Su sonrisa irradiaba un misticismo intrigante.
—No creo que quieras detalles —contestó de manera ominosa—. De cualquier forma, estas habilidades vienen con una enorme responsabilidad. Debemos ayudar a las personas desdichadas.
—¿Son misioneros o algo así? —me burlé.
Sacudió la cabeza.
—Me preguntabas qué es una persona destinada. Eso es algo que todos nosotros poseemos, alguien a quien debemos ayudar por encima de cualquier otro —dijo mirándome fijamente—. Tú eres la mía. Mi deber es ayudarte, salvarte, si quieres ponerlo en términos más... dramáticos.
Fruncí el ceño.
—¿Salvarme? —Bufé—. ¿Acaso me voy a morir o algo así?
—No seas tonto, salvar no significa solo salvar de morir. Hay muchas otras desgracias que son peores, la muerte es... —Bajó el tono—. La muerte no es para tanto.
Sacudí la cabeza.
—Sigue sin tener sentido. ¿Cómo diablos podrías saber que yo soy tu persona destinada? —interrogué.
—Vaya, eres muy, pero muy difícil. ¿Todavía dudas a pesar de lo que has visto?
Fruncí los labios.
—No es que dude, es que no me basta.
Kalen suspiró.
—Bien, de acuerdo. Te mostraré la prueba irrefutable.
Tomó mi mano derecha con firmeza y, como siempre, mi primer impulso fue tensarme y resistirme.
—¿Qué haces?
—Cálmate —pidió, aunque sonaba más como una especie de orden—. Solo estoy tomando tu mano.
A regañadientes, le permití hacerlo. Me relajé lo mejor que pude mientras él juntaba nuestras palmas y puntas de los dedos. Yo estaba helado, él irradiaba calor. Cerró los ojos y poco después algo comenzó a emerger de nuestras manos entrelazadas: un resplandor violeta que se escapaba a través de los espacios entre los dedos y envolvía nuestros brazos, torsos, para luego elevarse hacia arriba, tomando la forma de una silueta cuasianimal, similar a un cuervo.
Me quedé boquiabierto. Aquella luz nos envolvía, nos abrazaba, y nos conectaba a Kalen y a mí como si fuéramos uno solo. Parecía agua, era transparente, pero brillaba con intensidad. Era...
—¿Qué es? —pregunté.
Para ese momento, Kalen ya había abierto los ojos y me observaba con intensidad, sus iris negros reflejaban el brillo morado que emanaba de entre nuestras manos entrelazadas.
—Un lazo del destino —contestó—. Nos une a ti y a mí. Es el símbolo irrefutable de que eres mi persona destinada y debo salvarte.
Ahí iba de nuevo con la misma retahíla, una que no terminaba de agradarme.
—No quiero que me salves como tu misión personal —dije de manera cortante y lo solté, desvaneciendo el lazo violeta.
La mirada intensa de Kalen había regresado, acompañada de una sonrisa confiada.
—Entonces sálvame tú a mí.
Arrugué el ceño.
—¿Ahora de qué hablas?
—Pues de que sea algo mutuo —explicó—. No quiero que sientas que es una especie de caridad o que lo hago por pena.
—¿Entonces para que eso funcione debo dejar que tú me salves para que tú te salves a ti mismo? —inquirí, sacudiendo la cabeza—. No seas ridículo.
—Ya te dije que es mi misión y es por tu bien —insistió—. ¿Acaso es tan difícil de creer? ¿No has visto todo lo inexplicable que ocurrió frente a ti?
Cerré los puños con fuerza. No es que desconfiara de él, es que me resistía a aceptar su explicación. Hacerlo sería otorgarle un voto de fe a lo imposible, a lo extraño, a lo «mágico». No creía en fantasías; esas creencias murieron hace mucho tiempo cuando descubrí que no existía un poder superior que castigaría los abusos de mi padre o me recompensaría por ser una buena persona. Me rendí, así de simple.
—No es que no te crea —musité, barriendo un pie por el pasto.
—¿Entonces qué es?
—Creo que ya lo sabes.
Kalen entornó los ojos.
—Creer no es malo —aseguró—. Es solo que tu percepción de las creencias es muy limitada.
—¿Y qué hay de la tuya? —Volví a conectar nuestras miradas.
—Tú lo dijiste, soy un loco, un tipo que controla a los cuervos y se convierte en uno —respondió—. Ahora dime, ¿en qué crees tú?
—En nada —contesté con franqueza.
—En ese caso, comienza por creer en que yo creo. No te pido que compartas mis creencias, sino que creas en mi convicción.
Arqueé una ceja.
—¿Es eso una especie de trabalenguas?
—Creo que no sabes la definición de un trabalenguas.
Rodé los ojos.
—Bien, entonces déjame ver si entendí. Quieres que crea en lo que tú crees, y lo que tú crees es que al salvarnos mutuamente, te permitiré entrometerte en mi vida con todas tus cosas sobrenaturales brujiles.
—Es una forma muy brusca de decirlo, yo lo llamaría formar una alianza. Además de que estás condicionado a ayudarme con mis labores —dijo—. Mejor seamos más informales y llamémoslo una amistad.
Suspiré. No es que nunca haya tenido amigos. Los tuve cuando era pequeño, ingenuo, cuando lo único que importaba era tener el mejor juguete y divertirme. Sin embargo, a medida que crecí y maduré, me di cuenta de que incluso los niños más agradables podían convertirse en los mayores imbéciles.
Al menos Kalen, por ahora, no lo era. Pero ¿cuánto tiempo duraría antes de llevarme una decepción?
—No tengo malas intenciones, ¿sabes? —añadió Kalen. Otra vez parecía que oía mis pensamientos—. Todo lo contrario.
Negué con la cabeza.
—Es que no puedo creerlo. No puedo creer en lo sobrenatural, en la magia, eso... Eso no va conmigo —expliqué—. Si me dijeras en este momento que la paleta que me diste tenía algo y estoy alucinando, lo creería mucho más rápido que todo esto.
Está de más decir que no creo en los milagros, en las manifestaciones, en la fe y, por supuesto, tampoco en la magia y lo sobrenatural. Simplemente no podía creer que las cosas se dieran porque sí; creía en el esfuerzo y la recompensa que este traía. Las ganancias nunca venían solas, y que ahora un chico que conocí hace menos de una semana afirmara que su misión era salvarme de la desgracia, era incapaz de concebirlo. Era el tipo de deseo extravagante e imposible que tenía de niño cuando buscaba una escapatoria, una solución mágica para dejar de sufrir.
—Dame una oportunidad —pidió Kalen entonces—. Hagamos un trato, si eso te da más confianza.
—¿Un trato?
—Déjame mostrarte que no todo se reduce a lo imposible y lo posible. Si fallo, no volverás a verme. Puedes maldecirme, golpearme, lo que quieras, y después me iré de tu vida con todas mis locuras brujiles, cómo tú las llamas.
—¿Y eso en qué me beneficia?
Kalen sonrió de manera astuta.
—En que yo estoy seguro de que no llegaremos a ese extremo y, por el contrario, te salvaré —afirmó—. Todos queremos ser salvados. Incluyéndote.
Hice un mohín. Mi curiosidad luchaba contra mis miedos, contra mi inherente terror al fracaso y al abandono, ya que cada vez que veía un resquicio de luz en una habitación oscura, siempre desaparecía. Pero... ¿Y si esta vez fuera diferente?
«Tomar riesgos es parte de sentirse vivo, y tú, Félix, pareces haber decidido morir en vida». Resonó la voz de mi abuelo en mi mente, recordando nuestras últimas conversaciones antes de su muerte. Era casi tan desalentador como mi padre.
Quería demostrar que estaban equivocados. Solo una vez.
—Estableceremos límites, ¿de acuerdo? —advertí.
—Amistades condicionadas, mis favoritas —bromeó Kalen y luego alzó una ceja—. Aunque sí recuerdas lo que dijo la patrona, ¿no?
«De ahora en adelante, asistirás a Alec Ávila con su deber como Cuervo del Presagio». Esas fueron sus palabras.
—Lo dije entonces y lo repito: no entendí ni madres.
Kalen se carcajeó.
—Pues, en resumen, serás algo así como mi asistente —explicó—. Solo así te permitirán saber el secreto de la comunidad.
Estaba a punto de discutir, pero en ese momento escuché un maullido y, al bajar la mirada, vi al gato de antes. Su pelaje seguía blanco prístino a pesar de la lluvia, y sus ojos mostraban una heterocromía única, con uno azul y otro amarillo. Fruncí el ceño ante su repentina aparición; parecía un presagio de algo.
«No hables como él». Me reprendí y en cambio lo señalé con extrañeza.
—¿Acaso también te siguen los gatos? —pregunté.
Kalen también lo observó; el felino rodeaba su pierna, enredando su cola alrededor de su pantorrilla. Él se limitó a sonreír.
—No, solo los cuervos. —Volvió a verme a los ojos con desbordante confianza—. Los cuervos que cantan presagios.
¿He mencionado cuánto amo este libro? Creo que es mi favorito del momento 💜
¡Muchísimas gracias por leer!
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