Canto número 5. ¿Los cuervos cantan recuerdos?

Los cuervos no cantan recuerdos.

Pero mi mente sí lo hacía.

Por lo general, los recuerdos se asemejan a películas antiguas, con un filtro superpuesto que les otorga un matiz especial según la situación. Los felices están suavizados, luminosos e inclinados hacia lo cálido; a veces incluso parecen capturados con una cámara de pocos fotogramas o una rápida secuencia de imágenes. Los tristes son lentos, neblinosos, con una tonalidad fría y distante. Sin embargo, las memorias más nítidas siempre son las trágicas, dolorosas y traumáticas, aquellas que quedan grabadas en la mente de manera indeleble.

Recordaba con vívido detalle un momento muy específico. Comenzaba cuando era apenas un niño de diez años, escuchando un fuerte golpe seguido de gritos y sollozos. Abrí la puerta de un tirón y salí corriendo de mi habitación, casi resbalando. Descendí las escaleras de tres en tres y presencié a mis padres gritando, empujándose y tironeándose como si fuera una demostración de fuerza. Mi padre tomó a mi madre por el antebrazo y la arrojó hacia la mesa de la sala, consiguiendo que ella se golpeara la cabeza contra una de las esquinas.

En ese instante, mi primer impulso fue intervenir. Mi padre parecía una bestia enfurecida, cegado por la ira, insultando a su propio hijo sin ningún miramiento y apartándome con un manotazo en la cara. El impacto fue tan contundente que perdí el equilibrio y caí al suelo de costado, con un ardor que se extendía a lo largo de mi rostro y lágrimas brotando en mis ojos. Cerré los párpados por un momento para aliviar el dolor, pero esos segundos bastaron para que se escuchara otro grito y, justo después, una detonación. Una sola bala disparada desde el cañón de una pistola fue suficiente para cambiarlo todo.

No todos los cambios son buenos.

Abrí los ojos, emergiendo de ese recuerdo disfrazado de pesadilla. Me encontraba acostado boca arriba, con el cuerpo tan tenso que, al relajarme, mis músculos protestaron. Exhalé y pasé el dorso de la mano por mi frente, percibiendo el sudor frío acumulado. Ahora que lo notaba, estaba empapado.

Me froté la cara, sintiéndome agotado a pesar de haber dormido al menos seis horas. Era ese tipo de cansancio que se arraigaba en los huesos y nublaba la mente.

A duras penas me puse en pie, solo impulsado por el deseo de tomar una ducha rápida para refrescarme. Mis manos temblaban mientras buscaba en el armario qué ponerme. Las apreté en un par de puños tensos, y luego mis ojos se dirigieron de manera instintiva hacia una pequeña caja metálica oculta en una esquina. Estaba cubierta de polvo y oxidada; no me había atrevido a tocarla en años.

«Y así seguirá», pensé, arrancando una camisa de un gancho y luego cerrando de un portazo.

Los secretos no son malos, y tampoco lo es rehusarse a reconocer su existencia.

Tomé la mochila del suelo de mi habitación y descendí al primer piso, bajando siempre de tres escalones en tres. Me dirigí directamente hacia la puerta, pero cuando estaba a punto de abrirla, escuché un carraspeo seguido de una voz ronca:

—Félix.

Maldije a mis adentros. Justo hoy, de entre todos los días, mi padre tenía que volver a dirigirse a mí. Hubo una vez que pasamos un mes entero sin intercambiar ni una palabra. ¿Por qué no podía ser así para siempre?

Retrocedí sobre mis pasos, aferrándome a la correa de mi mochila hasta casi enterrar las uñas.

—¿Qué? —pregunté, cauteloso.

Mi padre estaba recostado en el sofá frente a la televisión apagada, todavía llevaba puesto el overol café que utilizaba como uniforme en la gasolinera donde trabajaba de despachador. Junto a él había una caja de cervezas vacía, y sostenía una botella con un último trago hasta el fondo.

—¿Pagaste la maldita luz? —preguntó, arrastrando las palabras. Además de molesto, también estaba borracho.

Me alarmé y me acerqué al interruptor de la sala para comprobar que no había electricidad. Lo olvidé por completo.

«Carajo».

—Iré a pagarla —dije entonces, con la intención de acabar ahí la conversación y marcharme.

—Es tu responsabilidad —reprendió mi padre.

Mordí el interior de mi boca.

—Una de las muchas —musité de manera imprudente. Me arrepentí en menos de diez segundos, el tiempo que le tomó a mi padre levantarse del sofá y encararme.

—¿Qué dijiste?

Era un hombre desagradable en todo el sentido de la palabra. Robusto, con el cabello crecido, la barba sin afeitar, arrugas que se formaban en su frente con cada oración que pronunciaba como gruñidos, dientes manchados que asomaba cuando mascullaba y unos ojos oscuros y vacíos.

—Yo soy el que se encarga de todo aquí —repliqué. Grave error.

El nombre de mi padre era Joel Rangel, y era un hombre mediocre.

—¿Quién te crees? —Dio otro paso hacia mí.

Un hombre cruel.

—Olvídalo. —El miedo comenzaba a hacerse presente y me hacía retroceder como un animal enjaulado.

—Dilo otra vez.

Un hombre violento.

—No —me rehusé.

La bofetada no tardó en llegar, siempre impactando en el mismo sitio: mi mejilla derecha, donde ya había un moretón causado por los nudillos del hombre que decía ser mi progenitor.

«El deber de los padres es protegerte, no herirte. Lo sabes, ¿verdad, Félix?» Eso fue lo que me dijo una profesora cuando tenía once años, la única que se percató de que algo iba mal y trató de actuar.

Pero yo era un cobarde. Igual que mi padre.

«Mi padre me protege», mentí.

¿Qué habría pasado si hubiera sido sincero?

Lo único que sé es que el «hubiera» es una falacia fantástica.

—Págala. —Fue lo último que salió de la boca de mi padre, aparte de su repugnante aliento a cerveza.
Desvié la mirada hacia el suelo y me marché en silencio. Me acaricié la mejilla adolorida y subí a mi camioneta. Lancé la mochila en el asiento del pasajero y salí de allí a toda velocidad, quemando los neumáticos.

No contaba con suficiente dinero para cubrir el pago de la luz; los gastos encarecían y mi sueldo se reducía. Trabajaba medio tiempo como ayudante en un taller mecánico, donde el salario era escaso, pero era el único lugar en Kaux que me daba empleo a pesar de mi falta de experiencia y mala reputación. El dueño solía ser amigo de mi padre en la adolescencia, lo cual me otorgaba un punto.

Mientras que la mayor parte del salario de mi padre se diluía en alcohol, cigarrillos y pastillas, el mío estaba destinado a cubrir los gastos de la casa y la comida. Ni de chiste me alcanzaría para todo.

—¡Me lleva la fregada! —Golpeé el volante con las palmas abiertas.

Me estacioné de manera descuidada cerca de un teléfono público, saqué un par de monedas de la guantera y las utilicé para hacer una llamada rápida.

—Taller mecánico de Charly —contestó una voz grave.

—Te vendo mi coche —dije sin rodeos—. ¿Cuánto me das por él?

—¿Félix?

—Sí, Charly, soy yo.

—¿No deberías estar en la escuela, chamaco?

—Tengo tiempo —me excusé—. ¿Recuerdas cuando me dijiste que te gustaría comprar y restaurar una camioneta como la mía?

Carlos, a quien todos llamábamos Charly, guardó silencio hasta que exhaló de manera exagerada.

—¿Otra vez necesitas lana?

Enredé el cable del teléfono en mi dedo, apretándolo tanto que me punzaba.

—¿La quieres o no?

Un silencio prolongado y tenso se instaló.

—Date una vuelta por el taller cuando tengas tiempo —dijo entonces—. Algo se nos ocurrirá.
No era la respuesta que esperaba; no quería ocurrencias, sino hechos.

—Estaré allí en diez —avisé, y colgué antes de darle oportunidad de protestar.

En realidad, no quería vender el coche. Era lo único que me quedaba de libertad, algo que me pertenecía, lo último que pude comprar cuando todo mi dinero todavía era mío y los gastos se cubrían con los pocos ahorros de mi padre.

Llegué al taller de Charly diez minutos después, tal como prometí. Él ya estaba esperándome afuera, con un cigarro en la boca. Al verme, giró la gorra que llevaba puesta para que la visera quedara hacia atrás, dejando su rostro al descubierto. Estacioné la camioneta junto a la suya y él comenzó de inmediato a inspeccionarla. Bajé del vehículo y lo miré con el ceño fruncido.

—¿Vas a quererla o no? —pregunté a mi jefe.

Charly tiró su cigarrillo al suelo y se cruzó de brazos al mismo tiempo que pisaba la colilla.

—¿Cuánto necesitas?

—No se trata de eso —mentí.

Charly no era estúpido; conocía a Joel Rangel y sus problemas de toda índole. Una vez lo detuvo para evitar que me diera una paliza por haber chocado su coche cuando todavía no tenía uno propio.

—Félix...

—Charly —acoté, cansado—. Por favor, solo... Solo dime si vas a comprarla o no.

Negó con la cabeza.

—Podríamos encontrar otra manera.

—No tengo tiempo para eso.

—¿Y un préstamo? —ofreció.

—¡No! —me apresuré a contestar, sonando alarmado.

Charly me miró con preocupación.

—No tienes que renunciar a tus cosas. Podría prestarte dinero, o tal vez...

—No puedo seguir aceptando favores —interrumpí—. Lo agradezco, en serio, pero ya no puedo.

Charly no batalló más por hacerme cambiar de opinión. Me ofreció una generosa suma de dinero por la camioneta; de seguro no lo valía, pero cuando se lo dije, no me permitió discutirle, insistiendo con que él era el experto en coches.

—Gracias —dije al final, sintiendo alivio por tener al menos una fracción de seguridad.

Charly suspiró y se quitó la vieja gorra negra de un equipo de fútbol, revelando apenas un poco de cabello debajo de esta.

—Sabes que puedes llamarme si necesitas algo —añadió.

Sabía que implícitamente quería decir: «Puedes llamarme si tu padre pierde la cabeza otra vez». Me daba vergüenza.

—Sí, gracias —repliqué por mera cortesía.

Salí del taller de Charly y pasé a pagar la luz antes de ir a la escuela. Kaux no era grande, así que las distancias no eran muy largas, pero para cuando llegué a la preparatoria, ya había perdido dos clases. Saqué un cigarrillo y lo encendí. En realidad, no me gustaban; los consumía para encajar con Farrera y su grupo, sin embargo me quitaban un poco el hambre que sentía por no haber cenado ni desayunado.

Llegué a la escuela justo cuando el tercer periodo estaba por comenzar. Tiré la colilla a la calle y me dirigí hacia el edificio de la preparatoria, pero antes de entrar, me detuve al escuchar a un par de chicas de secundaria cuchicheando entre sí.

—Está alimentando a los cuervos. —Señaló una.

Su amiga se carcajeó.

—Con pan blanco.

—Es un rarito.

Mis ojos se abrieron de par en par, sintiendo que sabía de quién estaban hablando, consciente de que solo una persona sería capaz de realizar esas rarezas. Lo confirmé cuando me aproximé a la escena. Y ahí estaba, Alec Ávila, alias Kalen, arrodillado en la acera, acariciando la cabeza de un cuervo con una mano mientras con la otra le ofrecía migajas de pan.

No tenía ni idea de que asistiéramos a la misma escuela. Nunca me había percatado de su existencia o, mejor dicho, jamás me molesté en notar a quienes me rodeaban, mucho menos a alguien que, a primera vista, parecía tan insignificante como Kalen.

Sacudí la cabeza. Por un lado, quería ignorarlo y continuar mi camino, pero por otro, como si una fuerza invisible nos uniera, no podía ni darle la espalda.

«Me lleva la chingada», maldije a mis adentros.

Me acerqué a Kalen y lo observé con el ceño fruncido. A pesar de las burlas de los demás, él sonreía mientras alimentaba al cuervo, ajeno a todo.

—No creo que sea bueno alimentarlos con eso —llamé su atención.

—Yo sé que no les pasará nada —aseveró sin siquiera voltear.

Me molestaba esta actitud suya, así que bufé de manera exagerada y enarqué una ceja en señal de incredulidad.

—¿X'Kau te lo dijo o algo por el estilo?

Kalen ahora sí conectó nuestras miradas. Por un instante, me arrepentí; sus ojos negros como espejos me resultaban incómodos por la capacidad de reflejarme tan bien. Veía la burla en mi rostro y la inseguridad aunada a esta. Mejor aparté la vista.

—¿Viste estrellas anoche? —cuestionó Kalen, también apartando la mirada de mí, quizás percibiendo mi incomodidad.

—Un mar de ellas —mentí con desgano—. Tan brillantes que parecían soles.

Kalen soltó una carcajada y se incorporó, pero el cuervo a su lado siguió comiendo las migajas a sus pies.

—¿Ahora me crees?

—¿Creerte qué? —pregunté—. De seguro viste el reporte del clima y ya sabías que estaría nublado.

Kalen me ignoró y colocó dos dedos bajo su mentón, parecía estar pensando.

—Supongo que tendré que ser más extravagante, todo sea por mi persona destinada —murmuró y, sin vacilar, se echó a andar hacia el edificio de la escuela.

Le seguí el paso con largas zancadas. Otra vez insistía con eso de la «persona destinada».

—¿Qué diablos significa eso?

Kalen caminó por el pasillo y, justo cuando parecía que iba a contestarme, nos topamos con una persona indeseable. Al menos para mí.

—Señor Rangel, qué oportuna coincidencia —saludó la directora de la escuela. Era la hija del fundador, una mujer ya en la tercera edad, de porte elegante y un rostro amable. No era una mala persona, pero...

—Directora Liliana —saludó Kalen—. Buenos días.

—Buenos días, señor Ávila. —Esbozó una suave sonrisa—. ¿Otra vez alimentando a los cuervos?

Kalen se encogió de hombros.

—Ellos vienen a mí. No puedo rechazarlos.

La directora asintió y se volvió hacia mí.

—Señor Rangel, me gustaría hablar con usted —dijo, su tono denotaba tensión. Anticipé alguna reprimenda.

Me aferré con fuerza a la desgastada correa de mi mochila y solo asentí con rigidez.

Así fue cómo terminé en la oficina de la directora, sentado frente a su escritorio, con una pierna temblando fuera de mi control mientras leía y releía la placa dorada en la mesa para mantener la cabeza ocupada.

«Liliana Bolaños», repetía una y otra vez.

—Ya cálmate —susurró Kalen.

Se había colado en la reunión solo siendo amable y pidiéndolo. Me molestaba que se entrometiera tanto en mi vida, y lo demostré dedicándole una mirada de puro enojo.

—¿Por qué estás aquí? —pregunté.

—Te estoy ayudando —contestó—. Ayudar a los desgraciados, ese es mi deber. ¿No te lo dije?

Estaba a punto de replicar, pero me callé en cuanto la puerta de la oficina se abrió y por ella entró la directora Liliana.

—Pase, señor Oviedo, por favor —pidió.

Me petrifiqué al ver que el tal señor Oviedo era Nicolás Oviedo, el patético chico al que Farrera, compañía y yo siempre íbamos a atormentar para robarle su escaso sueldo.

Todavía se veía pálido por lo que sucedió ayer. No lo culpaba; le habían apuntado con un arma.

—Mira lo que trajo el viento... —murmuró Kalen.

Le di una discreta patada en el tobillo y, cuando me miró, le negué con la cabeza. Teníamos que ser cuidadosos con nuestras palabras.

Pero Kalen no estaba nervioso; por el contrario, esbozó una astuta sonrisa y se inclinó hacia mí para susurrar:

—No digas nada. Déjamelo a mí.

Quería objetar, decirle que no le seguiría la corriente porque no confiaba en él, pero... Eso no sería honesto. Kalen era peculiar, un ser singular con manías aún más absurdas, aunque por alguna razón emanaba seguridad. Era algo que yo nunca experimentaba.

—Por favor, toma asiento, Nicolás —pidió la directora, señalando la silla a mi lado que Kalen acababa de desocupar. Él permaneció al fondo, escuchando. ¿Cuál era su plan?

—Gracias —dijo Nicolás. Su voz seguía siendo igual de pequeña y débil.

—Señor Rangel —la directora Liliana captó mi atención, apoyando las manos sobre su escritorio—. Su compañero me comentó que anoche, al finalizar su turno en una miscelánea, usted le robó todo su dinero. ¿Es eso cierto?

Vi de reojo a Nicolás, pero él ni siquiera se dignaba a mirarme. Yo no fui quien le había robado directamente, y ayer fui yo el que saltó para defenderlo cuando Farrera le apuntó con un arma. Si me acusaba a mí, era porque estaba siendo amenazado. De nuevo.

Estaba a punto de responder, pero en cuanto abrí la boca, Kalen dio un paso adelante e intervino.

—Eso es mentira.

La directora lo miró con curiosidad.

—¿Qué le hace decir eso?

—Yo estaba con Félix ayer por la noche —respondió—. Vi todo lo que pasó.

Liliana no parecía dudar de Kalen, era difícil, en su voz no se percibía vacilación alguna.

—¿Qué fue lo que ocurrió entonces? —indagó ella.

Nicolás lucía tan pálido que parecía transparente. Estaba a nada de desmoronarse ahí mismo.

—¿Conoce a Santiago Farrera? —preguntó Kalen.

—Tengo entendido que es amigo del señor Rangel —contestó—. Una banda muy problemática.

—Farrera era quien estaba robándole a Nicolás —explicó Kalen—. Félix solo trató de defenderlo.

La directora frunció el ceño y dirigió su atención hacia Nicolás. Se veía espantado. Dada su reacción, era innegable que lo que decía Kalen era la verdad.

—¿Eso es cierto, Oviedo? —interrogó.

Nicolás solo pudo mirarnos de soslayo, sometido bajo el peso de nuestro juicio. De repente, sentí lástima por él, a pesar de que estuvo tan dispuesto a acusarme falsamente después de que yo lo salvara.

—Sí, es cierto —admitió.

La directora suspiró.

—Bien, lo discutiremos en un minuto. —Se volvió de nuevo hacia mí—. Ya puede retirarse, señor Rangel.

Salí de ahí sin dudarlo ni un momento. Era la primera vez que terminaba ileso de este tipo de situaciones. Me dejó un sabor extraño en la boca, uno bueno pero peculiar.

Mientras caminaba por el pasillo, noté que Kalen iba detrás de mí. Le debía un agradecimiento por sacarme de un aprieto que podría haber resultado en una expulsión, pero ¿cómo lo logró? ¿Por qué fue tan sencillo?

—Oye. —Me detuve. Él también se paró, quedando justo a mi lado. Era unos pocos centímetros más bajo que yo—. ¿Cómo lo hiciste?

—¿Qué cosa? —inquirió, sacando al mismo tiempo una paleta de Manita de la Suerte del bolsillo de su chaqueta azul marino que llevaba sobre el uniforme escolar—. ¿Quieres? Tengo otra.

Negué con la cabeza, arrugando las cejas.

—¿Cómo la convenciste? —indagué—. Ni siquiera dudó.

Kalen retiró la envoltura de la paleta y soltó una carcajada mientras la lamía.

—Solo dije la verdad.

—No dijiste toda la verdad. Tal vez yo no le robé a Nicolás directamente, pero fui cómplice, estaba ahí con Farrera y los demás.

—Si te das cuenta, en ningún momento mentí. —Me señaló con el caramelo—. Solo relaté mi versión de los hechos.

—Y te creyó.

—Y me creyó —coincidió, tomándome la mano con fuerza y colocando la otra paleta en ella—. Cómetela, está buena. ¿O vas a decirme que odias lo dulce?

—De verdad no te entiendo. No me conoces, yo no te conozco, y aquí sigues —comenté, abriendo el empaque de la paleta porque, de hecho, no había comido nada desde anoche—. ¿Te retaron a acercarte a mí o algo así?

—Frío. —Miró su dulce con una media sonrisa—. La mía dice: «hoy ligarás». ¿Qué dice la tuya?

Lamí la paleta y vi leí la frase en el caramelo rojo.

—«Hoy es tu día». —Volví a observarlo—. ¿No tienes amigos y por eso te juntas conmigo?

—Muy frío.

—Entonces solo eres pendejo.

—¿Tanto te cuesta aceptar que a alguien le agradas?

—¡No puedo agradarte si no me conoces! —exclamé—. Simplemente apareciste un día y me ayudaste. ¡Eso fue todo!

—Al menos sabía tu nombre.

—¡Eso no es nada!

—¡Sí lo es! —refutó—. ¿No es prueba suficiente de que me interesas?

—¡¿Por qué?!

—¡Porque eres más desgraciado que un maldito hongo en el bosque!

—¡Entonces es por lástima!

—¡No!

—¡¿Entonces qué es?!

—¡Ya te dije que eres mi persona destinada!

—¡No has querido explicarme qué es eso! —Kalen se rio. Eso solo me enojó más—. ¡¿Qué es tan gracioso?!

—Tú, tú eres gracioso. Como un mal chiste que no es chistoso por ser un chiste, sino por lo terrible que es.

—¿Qué tienes? ¿Doce años? —inquirí, y apenas lo dije, lo señalé con un dedo acusatorio—. Y no te atrevas a preguntar: «¿en una escala del uno al diez?»

Kalen alzó una ceja.

—¿Cómo sabías que iba a decir eso? —preguntó—. ¿Tú también eres un favorecido por los dioses?

—Eso no existe —afirmé, reanudando mi caminar.

—Está bien. Tú ganas. —Me siguió—. Te explicaré todo. No, te lo demostraré.

Suspiré mientras abría las puertas del edificio escolar para marcharme. Ya había perdido la mitad del día y no quería quedarme más.

—¿No tienes clases? —pregunté.

—Te demostraré que todo lo que dije es verdad. Si miento sobre algo, no volveré a hablarte jamás.

—Por mí bien, deberías preocuparte por ti. Pareces obsesionado conmigo.

—No estoy preocupado.

—Estás en exceso seguro de tus delirios.

—Sé que no son mentiras, así que no tengo nada que temer.

Lo miré a los ojos y ahí estaba otra vez, la misma determinación que mostró desde que lo conocí, la misma voz autoritaria y llena de confianza, tan diferente a la mía que parecía distante, una distancia que intentaba ocultar la angustia que se había asentado dentro de mí.

—Vas a estrellarte de jeta contra el pavimento —advertí—. Y lo vas a lamentar.

Kalen esbozó una sonrisa desafiante mientras retrocedía, manteniendo su mirada fija en mí conforme avanzaba en dirección al amplio y, a esta hora, desierto estacionamiento de la escuela. Extendió los brazos hacia el cielo y movió los labios, pero ningún sonido salió de ellos.

Di un paso vacilante hacia él, pero en ese instante, fui sorprendido por el graznido de un cuervo que pasó volando tan cerca de mí que me rozó la mejilla. Me agaché, y otras tres aves se unieron. Se posaron sobre los brazos de Kalen, y los pájaros que llegaron después se agruparon en un círculo a su alrededor. Había entre veinte y treinta cuervos reunidos ante él.

Quedé boquiabierto, y cuando volví mi atención hacia el rostro de Kalen para preguntarle qué demonios estaba pasando, me asusté aún más al ver que sus ojos eran completamente negros. A pesar de eso, parecía verme, pues me señaló y, con una voz distante, preguntó:

—¿Quién lo lamenta ahora, Félix?

¡No pensé que este capítulo quedaría tan largo!

En fin, ¿final cliffhanger? Final cliffhanger, son mi especialidad jajajaja.

¡Muchísimas gracias por leer! 💜

Significado de palabras:
Me lleva la fregada: es como decir "me lleva el diablo". Se usa para expresar mucha molestia.
Chamaco: se refiere a joven, muchacho, niño, etc.
Lana: en este contexto se refiere a dinero.
Pan Bimbo: una marca de pan originaria de México.
Paleta manita de la suerte: una paleta de caramelo en forma de mano con un mensaje.
Jeta: cara, específicamente la nariz y la boca.

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