Canto número 39. ¿Los cuervos cantan aceptación?

Los cuervos no cantan aceptación.

Y yo tampoco era capaz de aceptar.

¿Cómo se supone que aceptaría que el chico que me salvó repetidas veces, el que me mostró el valor más intrínseco de la vida y quién me enseñó lo que en verdad significa amor, se había ido?

Estaba muerto.

Le había perdido todo el miedo a esa palabra, ya no la suavizaba diciendo que falleció o pasó a mejor vida, no, decía las cosas como eran: Kalen, mi Kalen, está muerto... Y jamás va a volver.

Procesaba su muerte, pero nada más. No aceptaba que había un proceso, un duelo y tampoco que ese horrible funeral fue nuestra despedida. No podía ser tan simple.

Ha pasado un mes desde su muerte y yo no he cambiado ni un ápice. Vivía de contrabando en mi casa embargada, me metía por una ventana trasera y dormía ahí, comía una vez al día porque ni siquiera recordaba hacerlo y me bañaba cada tres días en casa de Charly, quien siempre trataba de hablar conmigo, de ayudarme, pero yo lo ignoraba y rechazaba.

A menos que alguien tuviera el poder de regresarme a Kalen, nadie podía ayudarme.

Al inicio me arrastraba fuera de la cama tres de los cinco días de la semana para ir a la escuela, después ni siquiera encontré razones para seguir haciéndolo y con suerte iba una vez. Todo había dejado de importar.

—Félix —llamó mi jefe.

Estaba trabajando, era lo único que todavía hacía con cierta frecuencia porque sentía que se lo debía a Charly.

Me aparté del motor de un coche y lo miré sin decir palabra. Poco a poco también había perdido la motivación para hablar. Me alejé de todos y ellos terminaron por dejar de insistir. Volvía a ser el Félix de antes, el que tanto odiaba.

Charly parecía a punto de decirme algo, de seguro queriendo convencerme de comer más o de que habláramos de lo ocurrido, pero desistió y solo suspiró.

—Te ves cansado, ya puedes irte a casa —dijo.

Lo obedecí sin chistar. Me lavé las manos manchadas de grasa, me quité el overol sucio y, mientras iba saliendo del taller, escuché la voz de Farrera llamándome:

—Oye, Alessandro. —Se acercó a pesar de que no hice ni amagos de detenerme y escucharlo—. Te puedo dar un aventón.

Incluso él sentía un grado de lástima por mí, su trato se había vuelto menos cortante, sus apodos y sus intentos de molestarme ya no eran para esto último, sino para levantarme el ánimo de cierta manera.

—No lo necesito —respondí en voz baja y me marché sin permitirle agregar nada más.

Caminé de regreso a casa como cualquier otra tarde. Todo estaba tan solitario y silencioso, pues los cuervos se habían refugiado, la lluvia se había congelado y el chico que llenaba el vacío se había ido. Ya nada era constante ni seguro, ya no me quedaba absolutamente nada. Y eso dolía, dolía mucho.

Metí las manos en mis bolsillos y lloré, en silencio, lágrimas para mí mismo al recordar todo lo que nunca pude decirle a Kalen, lo que nunca pude expresarle o hacer por él. Nunca fui capaz de decirle a nadie lo mucho que lo amaba y, por ende, nadie jamás comprendería el grado de agonía que destrozaba mi alma fragmento por fragmento, día tras día.

Así era como pasaban dichos días, entre enojo, negación, tristeza y un enorme rencor hacia quien jugaba este cruel juego y había tirado tal ficha para mi detrimento.

¿Qué tenía que hacer para traerlo de regreso? ¿Para verlo, oírlo y sentirlo una vez más?

«Tú sabes que eso no es posible». La voz prudente que tanto odiaba había regresado, era la única que no cayó en el abismo del dolor.

Bufé de manera casi cruel. Sonaba como un demente, hablando conmigo mismo, pidiendo a algún ente superior, tal vez a X'Kau que me regresara a Kalen y este dolor se esfumara. Sonaba igual que el chico que, cuando conocí, llamé loco por creer en el fin del mundo.

Después de todo no estaba tan loco, sí se acabó el mundo. Él era mi mundo y desapareció. ¿Saben cómo se siente? Como mi propio fin.

No podía deshacerme de esos pensamientos. Un mes desde su muerte y todavía me atormentaba como si estuviera aquí, como si jamás se hubiese ido y una parte de mí guardaba la esperanza de que eso fuera verdad.

—Se fue —murmuré—. Se fue y tú lo sabes.

Me lo repetía hasta el cansancio, durante mis noches de insomnio o cuando despertaba de la misma pesadilla en donde sostenía su cuerpo sin vida en mis brazos. Me escondía debajo de las colchas y entre temblores y lágrimas me abrazaba a mí mismo para repetirme lo mismo:

Se fue.

No volverá.

Te dejó.

No quería caer en esa espiral de pánico, no a mitad de la calle, así que, con la respiración agitada, apresuré el paso para llegar a casa lo antes posible.

O ese era mi idílico plan, pues cuando llegué a la casa, vi a dos personas paradas en la entrada, tocando la puerta y el timbre.

Eran Silvia y Nicolás.

Quise esconderme, retroceder y esperar a que se fueran cuando nadie respondiera. ¿No se daban cuenta del mal estado en el que estaba la propiedad? Era claro como el agua que estaba abandonada.

Regresé sobre mis pasos con tanta discreción como pude, pero por no fijarme en donde pisaba, mi resbalé de la banqueta y, para mantener el equilibrio, tuve que plantar el pie en el suelo. En medio del sepulcral silencio, por supuesto que Nicolás lo escuchó y de inmediato se volvió en mi dirección, conectando nuestras miradas.

«Carajo».

Nicolás amplió ligeramente los ojos detrás de sus gafas y llamó la atención de su prima para después señalarme con la cabeza. Silvia no tuvo tanto tacto, se dio la vuelta de súbito y, al verme, corrió hacia mí.

«Por favor, ahora no». Rogué en mi interior.

—¡Félix! —exclamó al detenerse frente a mí—. ¡No te imaginas lo preocupados que nos tienes!

Mordí el interior de mi boca, retrocediendo un paso y evitando verlos a la cara.

—¿Por qué están aquí? —interrogué con un murmullo.

Los primos intercambiaron una mirada de consternación y luego Silvia dio un paso hacia adelante.

—Ya te lo dije, estamos preocupados —respondió con un tono de voz suave, como si hablara con un animal herido—. Y te extrañamos, Félix, mucho.

Nicolás asintió, subiendo las gafas por el tabique de su nariz.

—Me metí en los archivos de la escuela para saber dónde vivías —explicó—. Así dimos con este lugar, aunque cuando vimos la casa en este estado pensamos que estaba abandonada.

—Lo está —afirmé.

Silvia ladeó la cabeza.

—¿Quieres decir que no vives aquí?

—Vivo aquí —contesté—, pero está abandonada. Embargada.

Nicolás se alarmó ante la implicación, era demasiado correcto para procesar que me había metido de contrabando.

—Quieres decir que...

—Eso no importa —zanjó Silvia y dio otro paso hacia mí, arrugando las cejas y estirando una mano con la intención de tocarme—. Solo queremos saber si estás bien, Félix. No has ido a la escuela y...

—¿Te parece que estoy bien? —acoté de manera cortante—. ¡¿Te parece que algo en todo esto está bien?!

Nicolás frunció el entrecejo.

—Félix... —Silvia lo detuvo antes de que me confrontara.

Yo simplemente negué con la cabeza, al borde de explotar, tan furioso, tan frustrado. Todos parecían avanzar, seguir, y yo no entendía cómo se atrevían a hacer tal cosa.

—¡Nada de esto está bien! —grité—. ¡Todos parecen haberse olvidado de Kalen!

—Nadie se ha olvidado de él —aseguró Silvia—, pero tenemos que continuar. ¿O acaso crees que él habría querido esto?

¿Qué si él habría querido esto? ¿Qué clase de pregunta malvada era esa? Por supuesto que no habría deseado nada de esto.

Apreté los dientes con fuerza, casi haciéndolos chirriar, y cerré las manos en un par de puños.

—¡Lo que Kalen habría querido es no morir! —bramé.

Nicolás se tensó ante mi arrebato, pero Silvia no, ella mantenía su semblante firme, sin perturbarse por mis reacciones en lo absoluto.

—Estás equivocado —aseveró ella.

—¡¿Qué dijiste?!

Silvia sacudió la cabeza.

—El Kalen que yo conocí habría aceptado su destino y también estoy segura de que habría odiado verte así.

La cólera me burbujeaba en la sangre.

—¡Tú no lo entiendes, Silvia! —grité—. ¡No pretendas saberlo todo cuando no sabes absolutamente nada!

—¡No necesito saberlo todo, Félix! —sollozó, no estaba enojada, estaba dolida—. ¡Solo sé que tú estás sufriendo y ya no soporto verte así!

Se me formó un nudo en la garganta al recordar las palabras de Kalen cuando apenas nos conocíamos y me revelaba sus intenciones.

«No me gusta el sufrimiento en ninguna de sus formas. Ni propio, ni ajeno. Soy un debilucho, ¿eh?»

Silvia tenía razón, Kalen habría odiado verme de esta manera, sufriendo tanto por él. De repente lo imaginé riendo, burlándose de mí y diciendo algo como:

«¿Sufrir por mí? Ay, Félix, eso es un desperdicio de tiempo».

La mera imagen me quebró en llanto. Todo el enojo se disipó y fue reemplazado por esa profunda tristeza que era la que más me hacía sufrir, de la que más quería deshacerme.

Lo extrañaba mucho, demasiado, y ya no soportaba este dolor, este vacío que el primer chico que amé dejó en mí.

Silvia también se puso a llorar ante mi reacción y Nicolás, siendo el único que se mantenía estable, suspiró.

—Silvia tiene razón, Félix —añadió—. Estamos preocupados por ti. Tal vez no seamos unos amigos tan cercanos como tú y Kalen lo fueron, pero estamos aquí.

Lloré aún más, cubriendo mi rostro con una mano como si eso me fuera a salvarme de la vergüenza.

—Lo siento —murmuré, no sabía por qué me disculpaba, no lo tenía claro, pero sentía que era correcto.

Silvia sollozó y se abalanzó hacia mí con los brazos extendidos para estrecharme con fuerza. Hundió su cabeza en mi hombro y susurró palabras de consuelo tanto para mí como para ella:

—Saldremos de esta. Encontraremos la manera de... de dejarlo ir en paz. Yo lo sé.

No pude resistirme a abrazarla de regreso. Necesitaba esa calidez, ese tacto, desahogar con alguien más mis penas en lugar de soportarlas por mi cuenta.

Realmente deseaba que ella tuviera la razón y pudiera dejarlo ir en paz porque ahora mismo... Ahora mismo lo sentía imposible.

(...)

Pasó una semana de eso. Silvia y Nicolás seguían haciéndome visitas frecuentes dado que todavía no encontraba la motivación para asistir a la escuela. Me había abierto un poco más con ellos, respondía con más que solo monosílabos, pero el dolor seguía muy latente.

Estaba otra vez en ese estado de extraño adormecimiento, me movía por la vida de manera automática y mi rutina se había vuelto un lamentable ciclo sin fin. Despertar, comer, trabajar, dormir. El sufrimiento era el único que se paseaba con libertad, apareciendo en los peores momentos debido a pequeños gatillo como objetos, palabras o incluso sonidos que me recordaban a Kalen.

Ya no buscaba cuervos en los árboles de Kaux, ya no escuchaba música, ya no me atrevía a salir cuando llovía. Había tantas cosas que evitaba con tal de no sufrir.

Hoy era domingo y lo que pensé que sería un día sin peligro alguno, se destrozó cuando, al asomarme por la ventana de mi cuarto, vi un maldito vocho rojo estacionado frente a la casa.

El maldito vocho rojo que provocó todo esto en primer lugar.

Salí corriendo de la casa y, al acercarme al coche, vi una nota pegada al parabrisas. Reconocía la letra manuscrita de Ramona y esta contenía un muy simple mensaje:

«Él hubiera querido que lo tuvieras».

Se refería al vocho, aquella carcacha que nos dejaba varados, aquella porquería de auto que se descompuso a media calle y fue el precursor de la muerte de Kalen. Yo no lo quería, no quería este recordatorio.

Arrugué la nota para luego aventarla a la calle. Regresé a la casa, tomé un par de cosas y volví al vehículo. Abrí la puerta del carro, viendo que ahí estaban las llaves sobre el asiento del conductor. Las tomé, me metí a la cabina y arranqué el vocho.

No lo conservaría, haría lo que se debió haber hecho con este maldito coche desde hace mucho tiempo.

Conduje de manera brusca por las calles de Kaux, andando sin un rumbo claro, pero sí con un objetivo. Pisé el acelerador, sintiendo el retumbe de la carrocería, escuchando como pequeñas detonaciones el humo que salía del tubo de escape. Ni siquiera me atreví a prender la radio, solo quería terminar con esto.

Finalmente vi un terreno baldío, no había gente en las cercanías, solo era pasto alto y tierras abandonadas. Me metí, sacudiéndome con todo y coche por andar en un sitio que no era apto para el vehículo.

Me metí lo suficiente en el terreno y me bajé. Saqué el bidón de gasolina que había traído conmigo y le extraje el combustible al coche para después vertirla sobre la carrocería.

También traje conmigo un viejo encendedor de cuando solía fumar. Agradecí que todavía tuviera combustible y, con la rabia, el enojo que estuve conteniendo durante todo este tiempo, lo encendí y lo aventé al coche empapado en gasolina soltando un grito ahogado.

Se prendió en llamas al instante.

Vi el fuego ante a mis ojos, como el rojo del vocho parecía volverse más intenso al calor de las flamas, pero también me vi a mí mismo. Me vi en el reflejo del vidrio, noté las lágrimas que escurrían por mi rostro, pruebas del dolor y el arrepentimiento.

Sentí que estaba viendo los ojos de Kalen y se me partió el corazón.

Sollocé, cayendo de cuclillas, golpeando el suelo con un puño y luego abrazándome a mí mismo con fuerza cuando me azotaron las memorias.

El recuerdo de cuando conocí a Kalen durante esa tarde lluviosa.

Cuando me reveló que yo era su persona destinada.

Cuando juntos salvamos a otros.

Cuando me introdujo a su familia.

Cuando me enseñó que podía ser una mejor persona.

Cuando me salvó de la desgracia en incontables ocasiones.

Cuando nos besamos.

Cuando me dijo que me amaba.

Cuando me sonrió por última vez.

Dolía, dolía tanto.

Perder a alguien era tan doloroso porque tenía que aceptar que jamás volvería a verlo, a escucharlo y sentirlo y, aunque en el fondo yo sabía que él, que Kalen estaba ahí, no podía evitar sufrir por mí mismo.

No sufrimos por los que se van, sufrimos por nosotros que nos quedamos atrás, solos para enfrentar la adversidad.

—Como lo siento, Kalen... —susurré entre lágrimas, viendo el vocho incendiado.

Tal vez esta era mi manera de afrontarlo, de darle un cierre, el inicio de un largo camino hacia la aceptación.

Me senté por completo en el pasto, sintiendo el calor del fuego cerca de mí, pero sin apartar mi vista del brillante y destructivo espectáculo.

Hasta que sentí una mano posarse sobre mi hombro.

Reconocí ese tacto, ni siquiera me sobresalté por ello, solo cerré los ojos y exhalé de manera trémula.

—¿Es normal que duela tanto? —pregunté.

Ramona se paró a mi lado, sin apartar su mano de mi hombro.

—Lo es —respondió.

Mordí el interior de mi boca para reprimir otro sollozo que amenazaba con rasgar mi garganta.

—Lamento haberlo quemado —musité—. El vocho.

Ramona negó con la cabeza, viendo su viejo coche siendo consumido por el fuego.

—Ya sabía que lo harías —aseguró y volteó a verme—. Al igual que presentía que Kalen no... No estaba realmente aquí desde hace algún tiempo.

Amplié los ojos y la vi con una mezcla de confusión y desesperación.

—¿Él sabía que esto ocurriría? —interrogué—. ¿Sabía que iba a morir?

Noté las lágrimas en los ojos de Ramona, pero ella solo encogió los hombros.

—Ya no hay manera de comprobarlo —dijo seguido de un suspiro—. Solo sé que los presagios están repletos de misticismo.

Volví a bajar la cabeza. Todo en este mundo, en esta vida que nos tocaba interpretar estaba tan llena de misticismo, de dudas y de temores.

Siempre he dudado acerca de mí mismo, siempre he temido sobre demasiadas cosas y los misterios son algo que abundan en mi mente día con día, sin embargo, incluso ahora, tenía algo muy en claro, algo que sonaba tan simple, pero era tan definitivo, tan seguro y tan, pero tan puro.

—Lo amaba —admití entonces, a Ramona, al vocho en llamas, a mí mismo, a Kalen, a todos y a nadie—. Lo amo.

Ramona le dio otro apretón a mi hombro y me dedicó una sonrisa llorosa.

—Y lo amarás siempre —afirmó.

Eso era verdad.

Yo amé, amo y amaría a Alec Ávila, a mi querido Kalen, hasta que yo también dejara de respirar.

Y eso... Eso era suficiente por ahora.

Limpié las lágrimas en mi rostro con la manga de mi chaqueta y me puse de pie, tomando la mano de Ramona entre las las mías y mirándola a los ojos con una sonrisa, una sonrisa que no pretendía que fuera como la de Kalen, sino mía, solo mía y para todos los demás, incluido él, en donde sea que estuviera.

—Vamos a casa —dije.

Ramona asintió y, esta vez, ella resguardó mis manos entre las suyas.

—Vamos a casa, Félix.

El dolor seguiría ahí, pero también la memoria de Kalen y sus deseos que ahora vivían a través de nosotros, a través de mí.

Y yo, teniendo todavía un largo camino por recorrer, siempre les daría fuerza.

Ya solo falta un capítulo y el epílogo. Todavía quedan un par de cabos sueltos por resolver 👀

¡Muchísimas gracias por leer! 💜

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