Canto número 37. ¿Los cuervos cantan ruegos?
Los cuervos no cantan ruegos.
Pero yo sí rogaría, rogaría a cualquiera que quisiera prestarme oídos y ayudarme.
Kalen no había regresado a casa todavía. Tenía un pésimo presentimiento, el peor en mucho tiempo.
En invierno, las temperaturas de Kaux descienden a niveles alarmantes, más durante la noche. No era aconsejable que estuvieras afuera, nunca era recomendable que viajaras de noche, en invierno, en un coche viejo y destartalado que era promesa de nada bueno y juramento de algún día causarte problemas.
«Estúpido Kalen». Pensaba entre mi nerviosismo, como si enojarme con él fuera a hacerme sentir menos ansioso, pero eso no iba a funcionar, pues en realidad lo único que se me venía a la cabeza eran imágenes fatalistas y un ruego que se repetía como disco rayado en mis oídos:
«Por favor que estés bien, por favor que estés bien, por favor...»
—Félix. —La voz de Marisol a mi lado me sacó de mi estupor. Me giré hacia ella, se estaba aferrando al volante con fuerza y en su cara apenas podía enmascarar la ansiedad que se la comía viva—. Lo encontraremos.
Sí, sabía que íbamos a encontrarlo, pero en qué estado era la cuestión. Cerré los ojos un momento y dejé escapar una exhalación para relajarme.
—Sí, lo encontraremos bien —añadí, porque eso era lo que ambos esperábamos, pero temíamos expresar en voz alta por miedo a que surtiera el efecto contrario. Malditas supersticiones.
Marisol asintió rápidamente, arrugando las cejas con consternación.
—Tal vez se detuvo a ayudar a alguien —sugirió.
—O se le acabó la gasolina.
—O un cuervo se llevó el vocho —bromeó Marisol, tratando de aligerar la tensión.
Ninguno de nosotros lo encontró gracioso.
Continuó conduciendo en silencio mientras yo volteaba a todos lados en busca de alguna señal del vocho rojo. La carretera estaba muy solitaria y oscura, era difícil ver algo aún con las luces altas del coche. Teníamos puesta la calefacción, pero incluso así el frío se colaba a la cabina del auto.
«Vamos, Kalen, por favor», rogué en mi cabeza. «Dame una señal y dime dónde estás».
Tal vez el universo no estaba tan en mi contra después de todo, pues justo encima de un letrero amarillo que al ser iluminado por los faros brillaba, vi un cuervo. Los cuervos no eran comunes en esta época y en este frío, pero ahí estaba, mirándome a los ojos.
—¡Detente! —ordené a Marisol.
Ella pisó el freno con fuerza, parando el coche de manera brusca.
—¡¿Lo viste?!
No respondí, en cambio me quité el cinturón de seguridad con manos temblorosas y abrí la puerta del coche para bajarme.
—¡¿Félix?!
Volví a ignorarla. Me subí el cierre de la chamarra hasta el cuello y corrí hacia el letrero donde estaba posado el cuervo. No parecía real y tal vez no lo era, se veía con un ligero toque transparente y un brillo violeta, semejante a aquel lazo del destino que nos unía a Kalen y a mí.
Sentía que estaba ahí por mí, para comunicarme algo, para ayudarme.
Acerqué mi mano hacia él con lentitud, no retrocedía, se mantenía firme y, cuando intenté tocarlo, no pude. Realmente no estaba ahí, era como un espíritu.
—Ayúdame —pedí con palpable desesperación—. Ayúdame, por favor.
Marisol se acercó a mí con pasos torpes, con cuidado para no resbalarse en el pavimento cubierto por una fina capa de escarcha. Hacía demasiado frío.
—¡Félix! —exclamó, deteniéndose a mi lado—. ¿Qué haces?
Ella no podía ver al cuervo, ignoraba por completo su presencia.
—Por favor, llévame con él, con Kalen —rogué al cuervo.
Marisol estaba muy confundida, pero la ignoré al ver cómo el cuervo graznaba y extendía las alas. Se echó a volar y supe que me estaba diciendo algo, lo sentí en la médula, lo escuché en el rincón más recóndito de mi mente.
«Sígueme».
Y así lo hice.
—¡Marisol, sígueme! —indiqué a la hermana de Kalen.
—¡¿Estás loco?! —gritó, pero me siguió, la desesperación la movía—. ¡No podemos meternos a esa terracería!
—¡Kalen está por aquí! —insistí. Me siguiera o no, yo confiaría en ese cuervo.
Corrí tan rápido como mis piernas me lo permitieron, con los pulmones ardiendo por respirar el aire frío y el sudor helado recorriendo mi frente. No me importaba la incomodidad, pues tenía un objetivo muy marcado: llegar a Kalen.
Recorrí aquella abandonada calle de terracería, parecía un atajo para reducir el tiempo de trayecto o incluso un camino que conducía a algún rancho o bosque.
Y, tras dar zancadas que parecían eternas, lo vi, vi el vocho varado en medio de aquella calle. Corrí como nunca antes, el último empuje antes de detenerme casi con tropiezos por lo resbaloso que estaba.
—¡Kalen! —exclamé al verlo a través del vidrio del auto.
Parecía dormido y eso solo me preocupó más. No sabía nada de medicina o qué podría estar mal, solo sabía que necesitaba llegar a él.
Abrí la puerta del coche, tronando porque también estaba recubierta de una fina capa de escarcha. Me limpié las manos húmedas en la ropa y luego tomé a Kalen por los hombros.
—¡Kalen! —llamé con urgencia—. ¡Despierta!
No quería agitarlo, ni siquiera moverlo por miedo a hacerle daño. Decían que no debías mover a personas inconscientes, ¿verdad? Podía ser peligroso, podía tener una herida en la cabeza.
Me apresuré a revisar su cabeza con cuidado, no había rastros de sangre, solo aquella vieja cicatriz de hace un año. No parecía tener una contusión. Lo sostuve con delicadeza entre mis brazos y acerqué mi rostro a su pecho, su corazón latía, lento, pero lo hacía. Puse un dedo debajo de su nariz y sentí su exhalación, tan fría como él.
—Kalen —insistí, no sé qué le había ocurrido y me estaba devorando el temor—. ¿Me escuchas?
No lo hacía, parecía estar en un sueño profundo y no sabía si era por hipotermia o si le había pasado otra cosa.
Estiré el brazo hacia la llave del vocho e intenté arrancarlo, pero no dio de sí. Lo había dejado varado, lo que siempre me temí tuvo que hacerse realidad cuando menos lo deseaba.
—Kalen, por favor —rogué, con la voz quebrada y mis brazos que lo sostenía temblando. Estaba helado, quería ayudarlo, protegerlo como él lo había hecho conmigo tantas veces antes, pero no sabía qué hacer—. Por favor, abre los ojos.
—¡Félix! —escuché a Marisol y su coche acercándose.
Sentí un poco de esperanza y saqué la cabeza del vocho por un instante.
—¡Marisol!
Se bajó corriendo y, al llegar a donde estábamos Kalen y yo, soltó una temblorosa exhalación.
—No puede ser —murmuró y se apresuró a tomarle el pulso y la respiración a su hermano—. ¿Estaba inconsciente desde que lo encontraste?
Asentí con urgencia.
—¡No puedo despertarlo!
Marisol colocó sus manos en las mejillas de su hermano. Estaba preocupada, pero se mantenía seria, enfocada, muy precisa con sus movimientos. No perdía la cabeza y lo agradecía, porque yo estaba a punto de perder la mía.
—Su temperatura corporal es muy baja —dijo y empezó a quitarse el abrigo que traía encima—. Hay que calentarlo. Creo que aún no está hipotérmico, pero no debe tardar. La inconsciencia prologada es lo que me preocupa.
—¿Por qué podría estar inconsciente? —pregunté, ayudándola a ponerle el abrigo encima. No reaccionaba en lo absoluto.
Marisol negó con la cabeza. Ya comenzaba a temblar.
—No hay rastros de un golpe en la cabeza, pero podría ser únicamente interno. No lo sé, no sé...
Noté que en realidad lo que temblaba de ella eran sus manos. Las tomé con una de las mías y le di un apretón. No podíamos entrar en pánico, no cuando la vida de Kalen dependía de nosotros.
—Busca ayuda —instruí, haciendo un enorme esfuerzo por estar tranquilo—. Busca a alguien, un teléfono, un local, lo que sea. Yo me quedaré con él y trataré de despertarlo.
Marisol, aunque se notaba que no quería dejar a su hermano, se forzó a asentir entre lágrimas.
—Cuídalo, no tardaré. Vi una gasolinera cerca de aquí, deben tener un teléfono —farfulló y, antes de irse, le dio un suave beso en la frente a Kalen—. Resiste, por favor.
Marisol me dio un rápido apretón en el hombro y corrió lejos de nosotros y hacia su coche. Arrancó y se fue de ahí en busca de ayuda.
Pasaron largos minutos y en ese tiempo, mientras protegía a Kalen para que entrara en calor, intenté arrancar el coche otra vez, pero el vocho no daba de sí en lo absoluto.
Me enfoqué entonces completamente en Kalen, abrazándolo contra mi pecho, restregando sus brazos para hacerlo entrar en calor. Tenía la cabeza recargada sobre mi pecho y parecía tan... pacífico. No parecía estar adolorido ni sufriendo, sino que se veía como si estuviera sumido en un profundo sueño.
—Kalen —llamé a su oído—. Soy yo, Félix.
No recibí respuesta. Se me formó un nudo en la garganta.
—Escucha mi voz y despierta, solo abre los ojos por un segundo —pedí—. Di un chiste malo, sonríe, haz lo que quieras, pero demuéstrame que estás bien, que estarás bien.
Lo abracé con más fuerza, hundiendo mi cabeza entre su hombro y cuello.
—Tu familia no te perdonará que te rindas así, ¿me oíste? Ramona estará muy enfadada, te dará de palazos en la cabeza y tu madre te dará el regaño de tu vida —dije con la voz quebrada—. Yo tampoco te lo perdonaré, me enojaré tanto que no... Que no me quedaré en las noches contigo escuchando tus malos chistes y teorías del fin del mundo.
Ya no aguantaba las lágrimas y las dejé salir, acercando a Kalen a mi pecho, sollozando en silencio mientras lo estrechaba.
—Por favor, Kalen —rogué, una plegaria como nunca antes, tan desesperada—. Por favor no te vayas, no me dejes, solo abre los ojos.
A lo lejos escuché el agudo sonido de unas sirenas. Levanté la cabeza, rogando que Marisol hubiese conseguido un teléfono y llamado a una ambulancia. Sentí un gramo de esperanza y esta aumentó cuando, al bajar la mirada hacia Kalen, me encontré con sus párpados abiertos.
Me veía con ese par de intensos ojos negros. No podía ver mi reflejo, pero no hacía falta para saber que yo estaba asustado, tan asustado por el chico que amaba.
—Kalen —llamé con delicadeza, sonriendo entre lágrimas y pasando el dorso de mi mano por su mejilla—. ¿Puedes oírme?
Kalen no contestó, pero por la forma en que me miraba fijamente, supe que sí estaba escuchando.
—Estarás bien —aseguré y pegué mi frente contra la helada suya—. Solo resiste, ¿sí?
Kalen solo me miraba a los ojos y luego sentí sus dedos enredándose torpemente en mi cabello. Me apresuré a tomar su mano y detenerlo.
—Quédate quieto, guarda tus fuerzas —dije, besando sus nudillos.
Pero Kalen insistía, insistía en apretar mi mano y luego esbozar una sonrisa. Era esa misma sonrisa repleta de confianza que tan bien le conocía, que tanto le envidiaba tanto como anhelaba. Aquella sonrisa que jamás quería que se desvaneciera y, sin embargo, lo hizo.
—¿Kalen? —pregunté, asustándome al sentir cómo sus fuerzas disminuían—. ¡Kalen!
Ahí lo comprendí, esa sonrisa no era porque se sentía confiado de sí mismo, era para mí, era una forma de decirme:
«Todo estará bien, Félix».
—¡No! —exclamé con desesperación.
Kalen soltó mi mano y cerró los párpados.
—¡No, Kalen, por favor! —rogué entre sollozos.
Vi las luces azules y rojas de la ambulancia, oía sus sirenas como si las tuviera dentro de los oídos, estaban tan cerca, pero yo solo podía enfocarme en Kalen en mis brazos.
Un Kalen que ya había dejado de respirar.
¡Muchísimas gracias por leer! 💜
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