Canto número 1. ¿Los cuervos cantan en la lluvia?

Los cuervos no cantan en la lluvia.

De hecho, ningún cuervo canta.

Los observaba parados en las ramas del árbol frente a mi casa, tratando de refugiarse del aguacero que descendía del cielo como agujas heladas.

Al contacto con la brisa gélida, mi cuerpo se estremecía por los escalofríos; o eso era lo que quería creer. Me negaba a aceptar que mis temblores eran por miedo y angustia, al igual que me rehusaba a prestarle atención a las lágrimas en mis ojos, al moretón que empezaba a surgir en mi mandíbula y a las gotas de sangre que escurrían de mi nariz y caían al pavimento, diluidas por la lluvia.

Me aferraba a mí mismo, me mecía de adelante hacia atrás, mordiendo el interior de mi boca para reprimir un sollozo y un grito de cruda agonía que se arrastraba por mi garganta hasta rasgarla.

Los cuervos no cantan en la lluvia; yo tampoco lo haría.

Apoyé mis brazos cruzados sobre las rodillas y escondí la cara entre estos. Las gotas en mi cabello dejaron de escurrir, pero todavía había agua formando un pequeño camino desde mis ojos hasta el mentón. Solo eran lágrimas y, esta vez, no podía escapar de ellas.

Cerré los ojos con fuerza y me enterré las uñas en los antebrazos. Prefería mil veces padecer dolor físico que sufrir agonía en el alma. Daría cualquier cosa por olvidar, por apartar de mi mente, al menos por un instante, la realidad que me aquejaba y que todavía no acababa, sino que apenas comenzaba.

Y esa distracción llegó en forma del repentino parar de la lluvia y un graznido.

No, los cuervos nunca cantan, pero sí graznan.

Levanté el rostro de súbito, esperando encontrarme con que la precipitación se detuvo, pero en cambio, vi a alguien parado frente a mí. Era un chico de mi edad y cuya apariencia no delataba absolutamente nada en especial. Sostenía un paraguas transparente sobre mí.

Miré hacia arriba; todavía veía las gotas caer, pero estas no llegaban a mí, se detenían al colisionar contra el plástico transparente de aquella sombrilla tan particular. Nunca había visto nada igual, tan acostumbrado a los paraguas negros o de colores sólidos que no te permiten apreciar el firmamento.

Otro graznido de un cuervo me sacó de mi ensimismamiento y, al volverme hacia el desconocido, noté que este me ofrecía un pañuelo.

—Estás sangrando. —Señaló mi rostro.

Extrañado, mi primera reacción fue ponerme a la defensiva y apartarme.

—¿Por qué me ayudas? —pregunté de manera cortante.

Otro cuervo emitió un graznido. El chico se acuclilló frente a mí e insistió con el trozo de papel.

—Porque lo necesitas.

—No lo necesito.

Nunca nadie me había ayudado. No pensaba comenzar ahora.

—Que nunca hayas recibido algo no significa que no lo merezcas.

Fruncí aún más el ceño, pero antes de que pudiera replicar, el chico me tomó por la nuca y acercó mi rostro al pañuelo justo en el momento en que otra gota de sangre caía.

—Carajo —maldije por lo bajo y me hice con el pedazo de papel, limpiando la sangre.

El extraño me soltó y fijó su atención en el cielo.

—Parece que está parando de llover. —Apartó el paraguas que me cubría y lo cerró, colocando la punta en el pavimento y apoyando la mitad de su peso sobre este—. ¿Te sientes mejor?

Lo escudriñé. Era de estatura promedio, con cabello azabache alborotado que enmarcaba su rostro, y unos ojos oscuros que irradiaban una intensidad serena. A simple vista, su aspecto no destacaba por nada en especial, de seguro pasando desapercibido entre una multitud. Sin embargo, su presencia ejercía una extraña atracción, como si estuviera destinado a ser el centro de atención en cualquier situación.

Sacudí la cabeza con incredulidad.

—¿Por qué diablos te importa? —pregunté, frío y distante.

—No me malinterpretes, no es que solo me importes tú —contestó él, metiendo la mano que no sostenía el paraguas dentro de su bolsillo.

Me incorporé y vi por sobre el hombro del desconocido al cuervo en el árbol que ahora sacudía el agua de sus plumas.

—Eso era obvio —puntualicé.

El chico notó que no lo observaba y se volvió en dirección al cuervo.

—Dicen que son aves de mal agüero. ¿Tú qué crees?

—Mentira. —Conecté nuestras miradas—. No lo son.

—Entonces no crees en los malos presagios —aseveró, aunque yo no había afirmado tal cosa.

—No creo en lo que no puedo comprobar yo mismo. Es diferente.

El desconocido torció los labios, como si quisiera sonreír.

—¿Y si te dijera que solo te ayudé porque el mundo está por llegar a su fin?

Me quedé en silencio, siendo otro graznido del cuervo seguido del batir de sus alas lo único que llenó esa quietud. El chico frente a mí pasó de la intrascendencia a la completa extrañeza, un verdadero fenómeno que el destino me plantó junto con una interrogante incluso más bizarra.

—Creería que estás loco —contesté con franqueza.

Él sonrió. No, se carcajeó. Se reía tanto que incluso se dobló por la mitad y enjugó una lágrima de la comisura de su ojo.

Lo miré como a un demente hasta que volvió a incorporarse y soltó una exhalación que se condensó en el frío ambiente.

—Y yo te concedería toda la razón —concordó.

Estaba por interrogarlo, tal vez ofenderlo y marcharme sin más, pero me detuve cuando me percaté de que ya no temblaba. Ya no sentía el miedo de antes. Ya no rogaba que algo me distrajera.

Volví a ver al desconocido a los ojos, queriendo descifrarlo, comprenderlo, cualquier cosa que me otorgara respuestas y no más dudas.

—¿Quién eres? —pregunté.

Encogió los hombros.

—Solo un ave de mal presagio.

¡Les vuelvo a dar la bienvenida!

Este es solo el primero capítulo de este libro, pero créanme que ya hay ciertos detalles importantes escondidos por ahí. Son MUY sutiles 👀

En fin, todavía no tengo un horario de publicación definido, pero es seguro que el siguiente capítulo será publicado el próximo viernes. Mi objetivo es actualizar al menos dos veces por semana, realmente estoy emocionada con esta historia.

Así que, sin más cháchara innecesaria...

¡Muchas gracias por leer! 💜

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