Capítulo 64 (parte 2) : La invasión

—¡Maldita sea, concentraos! ¡¿De qué color son sus ojos?! —hallándose en el centro de la controversia, Duncan alentaría a que sus hienas particulares atosigaran a una Sabia, que se precipitaría en su juicio.

Soportando a duras penas el testimonio de un árbol del que Siena se secundaría, notarían que se paralizaba siendo algo completamente inverosímil. Intimidarla, ya era de por sí algo prácticamente impensable.

Retirando sus manos del tronco como si este le quemara, cortaría de raíz la conexión con las vivencias de un asesinato que había sido insufrible.

Que sus cuerpos permaneciesen tirados, sin que nadie les velara para evitar la desagradable estampa, no hacía más que fomentar un morbo en el que los Cambiantes se recreaban en su hazaña.

Los jadeos de Siena pondrían en antecedentes a unas gentes que, sin darle una tregua, esperaban un veredicto justo en ese mismo instante.

Lanzando una mirada por encima de sus gentes, Duncan insinuaría una sonrisa imperceptible al reparar, que Eliot llegaba justo a tiempo oculto entre las sombras.

Valiéndose de los mismos ropajes oscuros, el rubio se preocuparía de camuflar en los pliegues de su túnica, los salpiques granates que habían quedado perpetrados.

La oscuridad sería sus aliada y esa baza doble con la que contarían. Nadie le daría importancia tampoco a la suciedad manifiesta en su rostro, o el desaliño presente en sus mugrientas uñas gracias a un repulsivo asalto. Al menos no hasta que fuese lo suficientemente tarde.

Admirando por encima una escena que a más de uno le helara la sangre, los Cambiantes foráneos entendían que alguna de las brujas había sido la perpetradora de tal aberración, y que Duncan, ser de luz tan aclamado como Lein, sería el que daría el golpe de gloria acabando con su reinado.

Asintiéndole en una leve inclinación, el rubio esperaría impaciente a que su amo y señor, le diese la señal para empezar la rebelión.

Ajenos a una farsa que quedaría retratada para la posteridad, Leandro miraría a unos y a otros, tratando de descifrar la enigmática manera que tenía Siena de expresarse.

Mismo sentimiento compartido por un Santana, al que le estaba costando digerir la situación.

En esta ocasión, no había lugar a la confusión. Todo pintaba bastante mal, y no había que ser muy inteligente para intuir el por qué.

Lúa sería otra que masajearía sus cabellos castaños revueltos, conteniendo unos nervios que le hacían crispar su vientre. El calor de las antorchas, más que disipar el frío invernal, caldeaba un ambiente en el que se aceleraba una perfecta vorágine de sentimientos negativos.

Mientras tanto, los otros verían cómo la estúpida de Alana se conmocionaba por el estado de su máxima protectora, y cómo sin saber reaccionar, fueron las otras dos hechiceras, a ojos de los forasteros, las que socorrerían a Siena antes de que su menuda figura decidiese besar el suelo.

La inquietud también consumiría la personalidad de acero de Dione, y la templanza pacífica de Moira. Ni siquiera ellas sabían a qué atenerse. Concibiendo la presión que suponía que todos los ojos fuesen puestos en ella, la Arcana de las Sabias se ahogaba en su desesperación al verse sin ver escapatoria.

El olor solemne que emanaba aquellas tierras parecía enrarecerse a favor de otro irritante. El gusto ferroso y la humedad ahora impura de la nevisca, se enturbiaba con una resina arbórea, que se adormecía con el tufo de las fogatas en el aire.

Contemplando a Alana, le negaría reiterativamente con la cabeza, sabiendo lo que su maldito veredicto le acarrearía.

—Lo lamento... —se le escaparía de los labios, lanzando después una ojeada a Leandro en la que no sabía cómo sentirse—. Sus ojos...eran... se detenía —eran rojos —creaba un mutismo absoluto, en el que ni siquiera los sonidos del bosque, sus respiraciones, o el crujido de las grandes velas en sus mástiles serían interceptados.

Que Siena sentenciara a un linaje que no hacía más que acumular resentimientos, no ayudaría en absoluto a calmar las aguas. Alana experimentaría una punzada dolorosa en su pecho, creándole una conmoción en la que necesitaba sostenerse en algún punto para no caer.

Las náuseas plausibles en su estómago se acrecentaban solo con la idea de imaginar, que cualquiera al que representaba, podía haberse manchado las manos de sangre. Que ella fuese la que cubría la custodia de todo aquel con facción roja, indirectamente o no, la hacía la responsable de un delito en el que todos le señalarían.

El desprecio y la rabia serían los dos últimos toques que le quedarían a una bomba a punto de explosionar. Las miradas de todo ser viviente concentrándose en su persona, eran tan violentas, que Alana percibía una tensión capaz de rajar su yugular.

Más aún en unos forasteros, que viendo que la justicia haría colgar sus cabezas en una estaca, entendían que para salvarse y redimir sus más oscuros pecados, la hechicera de ojos amatistas era capaz de arrojar a su compañera a una muerte segura, solo para salvar su pellejo.

Teniendo lo que más ansiaba en una bandeja de oro, Duncan soslayaría insinuante a Eliot, que preparado para atacar, le apremiaría con un sutil cabeceo que fueran un poco más pacientes.

La fatídica señal en la que le ordenaba a los hombres de Lein sublevarse, no se haría de rogar por mucho más tiempo.

—¡Venganza! —expondría Duncan en un tono en el que prácticamente vociferaría—. ¡VENGANZA! —en su grito de guerra, volvería de desenfundar el arma que había querido usar antes con Leandro y que, por desgracia, no había podido consumar.

Confiado, apelaría a que aquel sucio e ingrato Común también le quedarían las horas contadas.

El escándalo montado por sus subordinados. El pánico. La supremacía de una razón que creían como acertada, y la conciencia ejecutora bajo un criterio basado en la conveniencia, fueron esos condicionantes que desencadenarían un caos sin solución.

Sintiendo una fe inamovible en la que nada, ni nadie podría detenerle, por primera vez en su rastrera existencia, Duncan se sentiría ese ser que mecía las aguas cómo él quería, y en la que los demás se veían atrasados sacando a flote sus cadáveres.

Asustada por un hombre que se relamía los labios solo con imaginar su sangre brotar, Alana retrocedería unos ligeros pasos hacia atrás completamente conmocionada.

El crujido de la aguanieve enterrándose en sus zapatos, no era más que parte de una sinfonía que se tornaría violenta. Viendo las pretensiones notables de actuar contra su mujer, Leandro tendría claro que no se lo iba a permitir.

Lanzándose sin pensarlo contra el Cambiante de cejas finas, pretendía hacerle un placaje por la espalda a expensas de un mal arranque.

Antes de que el joven de cabellos trigueños pudiese adivinar sus próximos movimientos, Duncan ya le había empujado arrebatadamente hacia atrás, hincándole con saña el codo en la boca de su estómago.

El impacto causado por un acto ruin haría que Leandro cerrase los ojos en un dolor desencajado, deambulante hacia atrás. Privado de visión, iría a parar contra uno de los troncos rígidos cercanos, golpeándose impulsivamente contra la cabeza.

El sonido hueco retumbado en sus sienes, delatarían ese acto macabro cuyo golpe quebraba su coronilla. Los gritos de asombro se harían eco en las cavidades huecas del boscaje.

En un parpadeo intermitente, el cuerpo de Leandro terminaría por desplomarse a lo largo del madero, dejando en el deslizado de su espalda, un rastro de sangre manchando toscamente la textura de su corteza.

El Común perdería los sentidos, antes de que sus piernas se tomasen con las raíces enterradas, engrosando el desnivel del suelo. Creyendo inverosímil algo que había sucedido en cuestión de segundos, Alana gritaría desesperada queriendo socorrerlo. Sus ojos escarlatas se extasiaban abriéndose por completo, rezando porque aquello no fuese verdad.

—¡¡No!! ¡¿Qué habéis hecho?! —impidiéndole avanzar, la pelirroja abandonaría a Siena, encargándose ahora de retener a Alana entre sus brazos. Advertía que las circunstancias no ameritaban que hubiese más heridos en la noche—. ¡Soltadme! ¡Dejadme ir, Dione! ¡Leandro! —Alana estiraría su mano por encima de su hombro queriendo alcanzarle—. ¡LEANDRO!

Rauda en una misión en la que sabía que podría salvarle, Moira se aposentaría a sus pies, dejando que su vestido se profanase con una nieve que le haría calar sus piernas.

Sacando nerviosa el saquito rojo, tomaría con sus dedos una de las tantas bayas de ocludena, mitigando el dolor con el arrugado leve de su ceño. Sus pequeños filamentos encerrando el fruto carnoso, siempre la hacía esclava de sus malas púas. Esperaba que, con su intervención, la Receptora consiguiera calmar además su ansiedad.

Fuera de combate por el espectro fatídico de sus visiones, Siena no sería capaz de reaccionar a ningún estímulo por muy en peligro que estuviesen. Permanecería prácticamente ausente, siendo la única que podría poner orden a aquella calamidad al ser la más respetada.

Santana era otro al que le costaba aceptar una realidad desafortunada. Para Lúa, cada paso en falso era un error más que costaría suplir.

Sin querer perder el tiempo, Duncan proseguiría con lo que tenía en mente, dispuesto también a encarar a Dione si hacía falta. Los sonidos cacofónicos de sus afines propagándose desde el fondo, ayudaban a que la presión helara la respiración.

Los hombres de Lein también se sumarían a los abucheos, sin esperar a que Eliot les diese permiso. Deseaban ver la sangre correr, y no pararían hasta ver sus propósitos conseguidos.

Era irónico que su deseo más oscuro les cegara, cuando según las consideraciones de su cabecilla, no habían dado la posibilidad de salvar a esos supuestos inocentes que no tenían culpa.

El rubio les sonreiría mostrándoles su sonrisa maquiavélica. Una que tornaría a inconforme al elevar la barbilla, y confirmar a grandes rasgos por encima del gentío, que no había ni rastro del otro líder. ¿Dónde se habría metido Lein?

—¡Alana no es la responsable! —ejecutando un paso al frente, Lúa la defendería generando los reproches malintencionados instantáneos de su misma facción.

Como cabía de esperar de una rastrera como ella, la Común se prestaba más a defender los derechos de un linaje traidor, en lugar de secundar a los suyos. Sabía que apenas abriese la boca, le lloverían las protestas.

Sería un bonito inicio, justo antes de proclamarse oficialmente como la Arcana representante de aquellos sin magia en las venas. Sin embargo y por mucho que les pesara a sus aldeanos, Lúa estaba ejerciendo perfectamente su papel de mediadora, incluso antes de firmar los pactos.

—¡Aparatos si os queda dignidad! —una mujer de piel morena le desafiaría, repudiándola como un estorbo que nos les beneficiaba en nada.

Viendo que a cada segundo que pasaba, más contaba con el beneplácito de los asistentes, Duncan pasaría completamente de la Común, avanzando con paso decidido a cortar el problema de raíz.

Haciéndola de menos, pasaría por el lado de Lúa empujando su hombro en un proceso, en el que haría frente de una vez por todas a su peor calamidad. Protegida a medias por los brazos de Dione, trataría de empuñar la daga hacia el pecho de Alana, encaminándola directa hacía su corazón.

A la pelirroja no le daría ningún miedo una pretensión, que sabía que, si se usaba ella misma de escudo, la Receptora saldría indemne y Duncan como el peor de los traidores.

Por el contrario, creyendo que ese sería su final, sin pensarlo ni un solo momento, Lúa se interponía en el momento justo, siendo el filo mortal el que terminaría incrustándose en su tórax.

Al grito naciente en su boca, se le adicionaría un plasma escandaloso que brotaría de sus labios, y de un vestido, que segregaría más sangre derramada sobre la nieve.

Escandalizando a los presentes por un acto indigno, Duncan gruñiría sacando con poco tacto una hoja, en la que Lúa permanecía tambaleante el lecho níveo.

—¡Lúa! ¡Lúúúúúúa! ¡Noooooo! —Alana desgañitaría la garganta, viendo como aquella mujer comenzaría a convulsionar, afincando sus dedos en una herida cuya hemorragia sería mortal.

Dejándola ir, Dione permitiría que Alana se le escapase de sus brazos para atender a una joven, que no tardaría en caer moribunda. La captaría a medio camino, antes de encorvándose en un pasto que había cambiado reiteradamente su paleta de color.

Dándole la vuelta, se arrodillaría viendo esos ojos jengibres que tanto amaba, opacar los toques verdes que magnificaban su naturaleza ácida. Acariciándole la cabeza entre balbuceos vería, en el último suspiro, cómo a la Común le quedaría fuerzas para alzar sus dedos convulsionantes, y acariciar esos rasgos que adoraba con todo su ser.

Sus labios, manchados del mismo flujo que ahora la mejilla de Alana, le sonreirían diciéndoselo todo sin la necesidad de articular una sola palabra.

—¿Qué habéis hecho, bastardo? —sin pelos en la lengua y entornando sus dientes, Dione increparía a un hombre que permanecería impasible con la navaja metalizada, en su drástico brillo carmesí.

Si al final de la noche acababa con aquellas repugnantes mujeres, poco le importaba que le mancillara una honra que muchos terminarían elogiando. Sería como concederles ese último regalo de despedida a sus aliados, antes de que abandonasen sus purgadas tierras.

Percatándose de que seguía respirando, Moira abandonaría el cuerpo de Leandro, en pos de tomarle los signos vitales a una doncella que, inevitablemente, adormecía frágil sus párpados.

El llanto desconsolado de Alana no conmovería el corazón de ninguno de los de su comunidad. Menos aún, los de unos esbirros que comprendían que aquella Común estaba tan hechizada por la de facción escarlata, que su destino tarde o temprano no era otro que ese, sin sentir condescendencia.

—Tanto que os habéis esforzado en encontrar a un culpable, y el único asesino profanando nuestras tierras, sois vos —Moira sería en esta ocasión, la que trataría de expresar una inquina que la estaba destrozando.

A sabiendas de que poco podría hacer, no se daría por vencida en esa incertidumbre por mínima que fuese, de que Lúa pudiese aferrarse a la vida. A la desesperada, haría un nuevo uso de su ofrenda anhelado que pudiese ser suficiente. Manchándose los dedos de plasma, se encontraría con los de Alana, que no titubearía a la hora de socorrerla.

Por supuesto, de cara a los Cambiantes invitados, aquello no era más que una representación irrisoria que no conseguiría convencerles en lo más mínimo.

—Todos los presentes somos testigos de un repudio que nunca podréis abandonar —Moira continuaría amenazándole con ajusticiarle, rogando que los suyos tuviesen más lucidez.

—Sois tan inepta, que queréis enmascarar la verdad, tanto como lo hacen vuestras patéticas semejantes —la indiferencia con la que Duncan se expresaba era pasmosa.

Dione gruñiría al no pasar por alto que había ofendido a la Revitalizadora.

—Cualquiera con un par de ojos en la cara habrá sabido ver, que soy completamente inocente del delito que me acusáis. No es mi culpa que por el deseo de la heroicidad, y en su lamentable llamada de atención, esa sin raza se haya entrometido donde no le concernía.

No solo la ultrajaría llamándola patética. Haría que aquel acto de amor se enmascarase con la de una mártir que, teniendo pocas proezas, quería que se la recordara por una hazaña loable.

Para rematar, también la vejaba llamándole sin raza, siendo algo más que despectivo en la civilización. Algunos chasquidos de lengua inconformes por parte de los aludidos le delatarían que su soberbia podría hacerle un flaco favor.

—Ella misma ha sido la que ha decidido su mala fortuna —sin inmutarse, Duncan continuaría con una dureza, que dividirían las opiniones debatiéndose entre la ética y la objetividad.

Motivados por un frenesí en el que ya habían esperado demasiado, Eliot alentaría a los hombres de Lein a dar ese paso decisivo. El rubio comprendía que, aunque fuese una pena que el otro cabecilla se perdiese la función, lo iniciarían sin él.

Serían otros muchos incentivados por su propia voluntad, los que levantarían sus antorchas al cielo reclamando más justicia. El vínculo se había roto y nunca más se restablecería.

La hojarasca mustia en sus ramas, o los pequeños troncos desprotegidos varados en sus montes, favorecerían a que, en la locura, el fuego de sus antorchas reclamaran su extinción.

Sus envolturas rugosas en contacto con las llamas, sería ese alimento deseado por su hambre voraz. El bosque comenzaría a arder.

—¡Alana! ¡Corred! —voceaba Dione—. ¡HUID! —lo que vendría después, sería el altercado de varios Cambiantes que, conformándose con un trofeo menor, empezarían a ajusticiar a las otras hechiceras ese acto cobarde de creerles inferiores.

Que Santana acudiera en su rescate tratando de defenderlas, no sería tampoco un alivio al predecir, que a él también se le echarían encima. Su mirada cítrica conectando con la de ella, le expresaría que desapareciese sin mirar atrás.

Sabiendo que sería una víctima más en una velada desastrosa, Alana lanzaría un último vistazo a una mujer consumiéndose en la nieve, y a la que desde lo más profundo de sus entrañas, sabía que no volvería a ver.

Con lágrimas en los ojos y el corazón sobrecogido, comenzaría a trotar todo lo que la movilidad de su odioso vestido le pudiese conceder. El camino sería testigo del chasquido de unas huellas marcadas, dejando sin lugar a dudas, ese itinerario dónde le guiarían sus pies.

A su rastro, iría ensuciando a su vez, esos retazos de nieve que se maquillarían con el plasma de Lúa. Supondría un tremendo doble error de cara a unos persecutores, que ni en sueños la dejarían escapar.

Que sus ropajes se enredaran en los arbustos secos a su paso, sería otra carga de la que tendría que arrastrar, impidiéndole tomar una ventaja en la que pretendía zafarse. Sus piernas recibirían arañazos, su aliento se sobrecogería en su rocío blanco, y en su aceleración, tropezaría con las raíces dormidas enterradas en la maleza lechosa.

Las voces altivas calándole la espalda, le decían que por mucho que escapara, no encontraría un escondrijo lo suficientemente bueno, como para aplacar la sed de venganza. Las luces incandescentes de las antorchas la perseguirían en unas sombras que recorrerían sus pisadas, como unos auténticos perros de caza.

No había tiempo para pensar, ni tampoco para concebir cómo habían dado lugar a que algo así ocurriese. El agua cristalina condensándose en sus maravillosos ojos, escurrirían por una piel clara agravando una fisionomía, que siempre había sido impoluta.

En una de esas caídas torpes retrasando lo inevitable, la nevisca la abrazaría dejando que su figura se hundiese, y terminase rodando por una de las pendientes escarpadas. Su cuerpo recibiría en el remolque de un nuevo paradero, unas contusiones que lastimarían gran parte de sus extremidades.

Los rasguños lesionando su piel, haría que los jadeos de algo interminable, se fusionara con el rasgado de un vestido, que se haría en parte jirones en cada condenado enganche.

Queriendo ser esa mano ejecutora que pondría fin a su asquerosa supervivencia, Duncan encabezaría una tropa en la que su segundo al mando no estaba dispuesto a perderse.

Junto con los hombres de Lein persiguiéndola sobre las laderas, Eliot aprovecharía cualquier elemento arbóreo encontrado en el camino, para hacer de las suyas, y propagar unas llamas en la que además de dejarla expuesta, harían que su fauna y flora pereciese.

De nada valdría que la humedad nacarada bañase sus acicalados campos. El calor abrasante se propagaría muy rápido, dejando en su aberrante estela, una corriente bochornosa insoportable que tarde o temprano, terminaría por acorralarla.

Entreabriendo los párpados en esa inanición cegadora, Alana percibiría postrada en tierra firme, que las luces ardientes, cada vez más cerca, se expandirían sobre ella, como las mismas ramificaciones desnudas de unos árboles.

Sucumbiendo a las lenguas naranjas, el humo en su vapor negruzco la sofocaría, privándole de una visión mucho más esperanzadora. Llegaría a toser por un aire que se enrarecía, ensuciando sus pulmones con una agresividad enloquecedora.

Su tez comenzaría a transpirar. Su garganta. Sus ojos. Cada partícula de su ser escocía. Toda su maldita complexión dolía con cada contusión hecha en el camino, y aun así, se negaba a darse por vencida.

Intentando localizarse en un bosque que medianamente conocía, entrevería en la fogarada, la sombra de un árbol gigantesco a pocos metros de distancia.

Irguiéndose en un balanceo desequilibrado, atendería que sus piernas eran incapaces de permanecer estables, y que lo mejor, era avanzar arrastrándose tanto como sus capacidades le permitían.

Trasladando consigo los rastros naturales en el siseo de su falda, otearía en la dificultad de su inhalación, el panorama por encima de su cabeza. Adivinaría en la tufarada brumosa irritando sus retinas, esas columnas y arcos mastodónticos que componía el armazón particular de sus dominios.

Llegando a él con mucho esfuerzo, vería que sus copas prefectas se enaltecían por encima de todo ser viviente, haciéndole el más significativo de aquellos parejes.

Apoyando su palma embarrada sobre su corteza escamosa, también lo haría su frente y su torso, ayudándose a ponerse malamente de pie. Siendo consciente de lo que podría acarrear en unas condiciones críticas, Alana concentraría parte de su poder Receptor, transfiriéndole al gran galauco una habilidad, que esperaba que lo aceptara.

La calima rojiza tímida saliente de sus dedos, afianzaría esa concesión de capacidades fusionándose con sus membranas. Sería gracias a esa cesión, lo que haría que posteriormente el árbol cambiase su apariencia, siendo mucho más fiel a su seudónimo.

Completamente exhausta, las ironías de la vida provocarían que cayese aplomada sobre su base, de la misma forma en lo había hecho la Diosa en su lecho agónico.

La historia continuaría repitiéndose una y otra vez en su maldito carrusel danzante, sin que nadie pudiese detenerlo a lo largo de los siglos. Justo como ese juguete en la tienda de Rajú, haciendo de sus corceles perpetuados en el tiempo una analogía absurda.

Diosa...os lo imploro...ayúdales —su tono temblaría incontrolablemente—. Ayúdanos...

Sintiendo los estragos de una humareda que la envolvía, la de cabellos blancos se acogería a los pies de un gigante, que no podría hacer nada más por ella. En una visión borrosa, las voces esquivas no las escuchaba nítidas, llegando a perderse débiles y etéreas en un aire tóxico.

No era capaz de moverse. Sus miembros expuestos no le reaccionaban. Su respiración se pausaba más a cada momento. Alana sería como uno de esos animalillos a punto de ser ejecutado.

En los albores distorsionados, el mundo se quedaría sin sonidos cuando ese golpe malintencionado, terminaría siendo ejecutado en su abdomen a la altura de su corsé.



—¡Madeleine! ¡Madeleine! ¡Despierta, por favor! ¡Despierta! —oiría una voz lejana que la reclamaba a tierra. Recobrándose, la del pelo rosáceo se erguiría sobresaltada.

Por sus movimientos arrebatados, repararía que sus piernas la localizaban sentada sobre una hojarasca crujiente.

Tocándose una cara empapada por la condensación, comprobaría inmediatamente después, dónde se encontraba sin hallar un punto notable que diferenciase la arboleda.

Tanteando los surcos de la nieve, adivinaría en el tacto helado, que no habría rastro de su mochila prestada. Vistas las circunstancias, ese sería ahora el menor de sus problemas.

En la oscuridad parcial de la noche, apreciaría una neblina densa en la que le costaría reconocer al joven que la acompañaba.

Acostumbrando sus pupilas, reconocería en el perfil macabro de la luna, sus mechones rubios ensuciados por la tierra, y el destello de sus ojos azules con una tonalidad opaca.

—¡Oh, gracias a Dios! Por fin despiertas, Madeleine —entonaría con alivio—. He...he pasado mucho miedo... —escucharle, e imaginar por lo que tendría que haber pasado, le hacía desmoronarse.

—¡Luca! —le abrazaría sin pensar, rodeando sus hombros en esa ansia de proteger a uno de los suyos. Notaría que el cuerpo del italiano temblaría aún más cuando se lo correspondía—. ¿Estás bien? —sentía un nudo horrible que le instaba a llorar—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están los demás? —balbucearía, notando en sus labios un gusto extraño sin saber identificar.

—¡Tranquila! No te preocupes. Jeanette ha conseguido salvarnos a todos —trataría de aliviarla con su cariz dulce—. Intentamos despertarte. Pero no había manera de que volvieses en sí. Deberíamos ponernos en marcha y actuar lo más antes posible. Los otros nos están esperando —le generaría unas prisas inconscientes, donde evidenciaría además que iban a contrarreloj.

Despegándose de las hojas, Madi vería que, sin esfuerzo, el italiano se incorporaba invitándola a que ella también se pusiese en marcha. Arrastrada por el apremio de acabar con esta locura, más los estragos del sueño circulando por su sistema, Madeleine no se lo pensó a la hora de reanudar el camino.

Débil, le seguiría tanto como sus piernas se lo permitían en el crujido de la angosta senda. El velo ambiental de la noche seguiría estropeando su visión, siendo inaudito que su frío no llegara a calarle los huesos.

Viendo en silencio cómo su compañero se desenvolvía, se le formaría un nudo en la garganta al comprobar, que no realizaba ni un simple cojeo. Para redondear lo tétrico en los destellos nocturnos, se percataría al acercársele con dificultad, que al camarero le faltaban sus dos lunares más característicos.

—¿Luca? —le nombraría en un tono evidente de reticencia, siendo captado a la primera.

—¿Sí, principessa? ¿Qué sucede? ¿Sientes frío? —notándose más despierta, sería ahora cuando atendería que en él, escaseaba su característico acento italiano. Parándose ante un juego en el que no quería seguir, Madi apretaría sus dedos formando unos puños que envalentonarían su tremendo coraje.

—¿Quién demonios eres? —sonriéndole en un gesto bobalicón, él ensancharía su mueca hasta hacerla carcajada.

Posicionándose tras ella, el individuo la empujaría por la espalda, haciéndola tropezar hacia delante de una manera impetuosa.

Lo que vendría a continuación, sería el iluminado de unas antorchas que se encenderían una a una, dejando visibles a unos jóvenes que se habían convertido en sus rehenes.

Sin saber dónde enfocar la atención, Madeleine se volvería loca tratando de reconocer en las siluetas difusas, a quién pertenecían esos gritos que le desgarraban los tímpanos.

Atados y llenos de contusiones, comprobaría con tremendo horror, que Serena, Chester y Jeanette habían vuelto a sus formas originales. Debatían su propia lucha particular, en deshacerse de las cuerdas que le obligaban a permanecer echados sobre el terreno.

Sus bocas eran vetadas por una mordaza adhesiva que les impedía vocalizar, siendo ese uno de los muchos actos cobardes que las Sombras impondría ver a la Receptora.

No muy lejanas a las Arcanas y en las mismas lamentables condiciones, detectaría en las ráfagas borrosas a una pelirroja pidiendo clemencia en sus ojos cafés. Por las brechas en su rostro y cabeza, Madi sospecharía que habían forcejeado con ella en el intento de salvarlas.

Sintiendo que el corazón quería salirse de su pecho, comprobaría que la temeridad de lo inhumano iba más allá, cuando otras personas varadas en el suelo, presas al igual que las primeras, poseían unos sacos de fibra en la cabeza.

Además de dificultarles una respiración mundana en sus escasos agujeros, le privarían al mundo de adivinar sus verdaderas identidades.

Antes de que Madi pudiese levantarse o siquiera deslizarse hasta la posición de sus compañeros, Luca la tomaba del cuello de su jersey rosa hacia atrás. Padeciendo la repelente fricción del tejido apresando su garganta, llegaría a darle esa vomitiva sensación de que la estaba ahorcando.

A los sonidos tétricos infundados por el horror, se les unía ese olor rancio herbáceo que se levantaba en cada maldito tramo de su arrastre.

—Atrévete a tocarlos y ten por cuenta, que no dudaremos en matarlos —le advertiría él con sorna.

Dejándola ir, Madi caería de espaldas en un lecho dónde sus cabellos rubios se fusionaban con una nieve endeble. Llegaría a toser, sintiendo los estragos de unas lágrimas que por nada del mundo quería derramar. Sin rendirse, empinaría su torso valiéndose malamente de sus codos, tratando de encontrar en la penumbra al resto de los suyos.

Marvin. Axel. Gina. Paolo. Liam. El verdadero Luca. ¡¿Qué habían hecho con ellos?!

Imaginar sus caritas enterradas en polvo y sangre, le haría emitir un grito de impotencia que cruzaría el firmamento. Con él, la última antorcha imperante en el fondo haciéndose visible, cegándole de lleno en sus ojos rubís.

Protegiéndose de su resplandor, pondría una mano por delante abriendo entremedias sus dedos. Descubriría un sinfín de siluetas ocultas en unas togas, que recurrirían a sus viejas tradiciones.

Pasando por su lado con una sonrisa siniestra, el italiano irreal avanzaría hasta acoplarse al fondo en una bruma que, disipándose, haría de él otra copia más del montón de las Sombras. En una visibilidad más arraigada a la lamentable realidad, la Receptora se percataría que, tras sus lúgubres contornos, el Dragón volvería a hacerles compañía.

Habiendo perdido el tinte de sus escamas danzantes en el aire, ahora parecía que volvía a dormir, recuperando el mismo aspecto desmejorado que sus raíces más antiguas. Rodeándoles, la prisión de arcos y columnas en sus piedras relegadas al olvido, les mantendría cautivos en una jaula en la que no habría escapatoria.

El sonido de la madera retorciéndose sobre sí misma, no era más que ese mal augurio de que el final había llegado. Junto a ella, el tortuoso toque continuo de algo más llamando su atención.

El aliento de Madi se cortaría al reparar, que delante de todas aquellas figuras sin una personalidad arraigada, se hubiese destacado una central, anteponiéndose unos pasos por delante de sus semejantes.

A los lamentos de unas mordazas, o el vapuleo inútil por querer liberarse de sus cárceles, se le adjuntaría ese mismo ruido vibrante, delatándole que se trataba de un bastón realizando impactos sobre el pasto lechoso.

—Buenas noches, Madeleine —le diría una voz en su matiz grave.

Tragando saliva, ella intentaría levantarse a duras penas, tratando de hacer cara a ese enemigo al que deseaban ajusticiar. Lamentablemente, no tendría las fuerzas necesarias para hacerlo.

Desvelando sus verdaderos matices, la figura se desprendería de la capucha sin vergüenza, enseñándole en los halos anaranjados en un contraluz mediador, unos rasgos que la dejarían helada.

Sus cabellos rojizos despeinados. Esos ojos canela atrayentes con motas verdes. La fusión de sus pecas en su nariz o sus anillas plateadas. Madeleine no podría creerlo. Negaría incluso a la nada como si con eso solucionase lo que no tenía salida. No. No podía ser real.

—Por fin nos vemos las caras, hada —le sonreiría arrebatadamente, acentuando sus característicos hoyuelos hasta el punto de que a ella se le cayese el mundo encima. Su mirada de suficiencia, esa que jamás le había de dedicado, se alzaba orgulloso sin consideración, regodeándose al verla completamente indefensa—. ¿Por dónde prefieres que empecemos? —preguntaría con una templanza pasiva que abochornaba.

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-> ¡Hola a todos! 🌼  ¿Qué tal vais? 😁 

--> ¡Ya estamos casi en la recta final! 👏🏼 👏🏼 👏🏼  (emoción y nervios a partes iguales 🎉🥳  🙈 ) ¿Qué os ha parecido esta parte del capítulo? ¡Hay muchas emociones! ❄️🍃 🔥 🐲 

-> ¿Por qué pensáis que Lein ha podido desaparecer? 👤 🟠  ¿Os esperábais este final con el líder de las Sombras? 🎸🙊  ¿Ha habido algún otro dato que os haya llamado la atención? 🔎 ✨ 

-> ¿Cómo creeís que van a salir las Arcanas airosas de esta? 🟠 🟣 🔴 🟡 ¡Lo descubriremos muy pronto en el próximo capítulo! 🤗 💖  

-> 🌸 ¡Tened un buen día! ☀️  

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