Capítulo 63 (parte 2): Desvelando al enemigo

En los sonidos de un bosque colmado de magia insondable, se concentrarían los susurros insinuantes de unos seres propios de otro tiempo.

El runrún de las ramas agitadas por el viento, serían esos sortilegios a media voz, en la que sus arboledas de tallo retorcido se comunicaban a través de las cavidades huecas en su trenzado.

Al crispado de un lecho mullido, cuya nieve pintaba sus campos de un blanco perlado, se le adicionarían unas pisadas materializándose en la nada.

Recibirían como bienvenida la humedad de un prado que había perdido por completo su matiz oliváceo.

Accionadas como si les hubiesen empujado la espalda, varias manos se estampaban contra la fronda helada, notando cómo sus pulmones se contagiaban por un intensificado aroma a pino y a resina.

En unas respiraciones jadeantes vaporizándose en el ambiente, se erguirían como podían en aquellos ropajes pomposos, descubriendo que sus vestidos habían vuelto a ellas como sus formas originales.

Aparcando los restos níveos adheridos a sus extremidades, Moira era la primera en apreciar que el tono tostado que imponía su piel en una versión más contemporánea, había desaparecido imponiéndose otro más claro en su lugar.

Notaría, además, que su cabellera ondulada se había recortado considerablemente, mostrándose tupida por encima de los hombros. Tomándole del brazo, objetaría que los dedos de una pelirroja de cabellos finos, la miraba con una dulzura intacta en sus luceros cítricos.

Inclinando la espalda, le besaría sus nudillos con fervor, haciendo gala de una costumbre en la que Moira nunca se cansaría por mucho que pasasen los siglos. Ambas se sonreirían, faltando poco para la consolidación de otro beso que se detendría a medio camino.

Tras sus espaldas, advertirían el resuelle cavernario de una de las creaciones más míticas de sus tierras. Objetándole, repararían que el gran galauco, cuidador y protector de sus gentes, no presentaba ni de lejos la misma fachada que su interpretación más renovada.

Su cuerpo, de un gris metalizado, brillaba con unas escamas que se extendían hasta las ramas más altas de sus copas. El Dragón había perdido color. Pero ganaba dominancia en una altura en la que sobresalía por encima de sus descendientes más directos.

—¡Ag! Perfecto. ¿No había un lugar mejor para reaparecer? —con voz altiva y sacudiéndose las volandas de su vestido oscuro, Siena despegaría los retazos blancos que se habían adherido a la tela.

Su característico malhumor, era otra de las cosas que permanecerían, por y para siempre, en su increíble forma de ser. Si pensaba que el Dragón habría tenido el detalle de dejarles en el punto donde más les convenía, y no en el mismo lugar como si lo hubiesen atravesado, se equivocaba.

—¿No es aquí precisamente donde deberíamos estar? —siendo objeto de miras, las otras tres Arcanas se percatarían de que Madeleine era la única de las cuatro, que había conservado su apariencia actual.

Respirarían aliviadas al apreciar, que en su espalda se amoldaba una mochila que había sobrevivido a las adversidades de lo paradigmático.

Por el contrario, ver a sus acompañantes con su distintivo inédito, le crearía a la Receptora una sensación de euforia y a la misma vez de un temor indescifrable. Estaban jugándoselo todo a una carta, y no había lugar para perder un tiempo que no les sobraba.

—Sí y no —Siena tampoco abandonaría una ambigüedad en la que Madi se desesperaba.

La Sabia levaría los dedos hacia su frente, masajeando en el proceso unas sienes que empezaban a congelarse. Aunque no pudiese darse el lujo de permanecer con los brazos cruzados, necesitaba pensar.

El arranque de unas armonías lejanas agudizaría sus oídos, dándoles a entender que los acordes de los laudes les posicionarían en una hora en concreto.

La noche aún no había llegado, hallándose en los momentos de un atardecer que fenecía y que, a la misma vez, les daba esperanzas para revocarlo todo.

—Tenemos que encontrar a las Arcanas originales. ¡Vamos! —la disposición de Dione era lo que les haría falta para salir de aquel maldito hoyo de la inseguridad.

Alzando las enaguas de su vestido, hundiría con sus zapatos un terreno en el que dejaría la marca del nuevo itinerario. Moira le seguiría sin pestañear en un crujido acuoso, que levantaría ese olor arbóreo dormitando en sus sendas.

Siena lanzaría un gruñido alertando su frustración, antes de seguir la estela directa de una pelirroja a la que no le temblaba el pulso. Madi repararía en algo que sus acompañantes probablemente no habían tenido en cuenta, y podrían perjudicarles.

Deteniendo la marcha de sus zapatillas, notaría la brisa helada rozar sus mejillas y unos cabellos semilibres, que se levantaban solemnemente al compás de una canción que era invisible.

—¿No nos tropezaremos con Leandro? —Madi recordaba que al joven de cabellos rubios trigueños le habían ordenado recoger forraje para los corceles de los invitados.

Para hacer gala de buen anfitrión, sus gentes siempre se molestaban en preparar pasto fresco más que suficiente. Una sugerencia indirecta vestida por protocolo había bastado para que un inocente más estuviese en el momento, y en el lugar equivocado.

Algo que le había venido como anillo al dedo a un Duncan, que deseaba ajustar cuentas con él.

Su pregunta no haría que las otras detuviesen sus zancadas aceleradas. Muy al contrario, la dejarían atrás si seguía permaneciendo inmóvil.

—Aún es muy temprano. Seguramente estaría cuidando de la niña —Siena realizaría el apunte con desgana en su respiración agitada, quitándole importancia a algo en lo que no quería demorar.

—Esperad —sin moverse sin un solo milímetro, Madi volvería a interpelarlas, provocando que esta vez sí se detuviesen.

El pequeño parón haría que la Sabia volviese sus ojos en blanco. En total contraste, las otras dos mujeres parecían tener una mayor paciencia, dejándose retener bajo el espolvoreado de las ranuras de sus bocas.

—¿Estáis seguras de que lo que estáis haciendo no es un error?

Moira encauzaría la mirada hacia una pelirroja que después de varios segundos, haría lo mismo encontrándose con sus ojos alimonados.

Siena cruzaría sus brazos haciendo ondear las mangas anchas de su larga túnica, potenciando su nula conformidad.

—¿Qué es lo que quieres, Madeleine? —sería ella misma la que sin miramientos le replicaría.

—¿Creéis que detener a los Cambiantes lo arreglaría todo? —le contestaría siendo directa—. Sabéis perfectamente que esa no es la raíz del problema —arrugaría su ceño dándose veracidad—. Esta estúpida guerra viene de antes —realizaría un mohín inconsciente en el que señalaría el legendario galauco descansando tras sus espaldas.

La muerte de la Diosa había supuesto el principio del fin.

—Estáis muy equivocadas si pensáis que, si logramos salvar la vida a esos inocentes, todo habrá acabado. Sabéis tan bien como yo que esos malnacidos se las apañarán para que ocurra otra tragedia. Incluso puede que sea peor, y eso —lanzaría una sonrisa dolida —no lo veremos venir. Si queréis que vuestras memorias sean otras y cambiar los cuentos, vais por buen camino.

Mientras Siena hundía sus labios, Dione alzaba sus cejas dejando ir un vaho cargado de culpa. No más que la mirada baja de una Moira, que no se atrevía a alzarla más allá del ras del suelo.

—Pero desde luego que eso no nos asegura de que las nuevas sean mucho mejor. Ni siquiera detener a Duncan, o impedirles la entrada a los Cambiantes rebeldes simpatizantes de Lein, arreglaría el problema. ¿No os habéis planteado siquiera la posibilidad de que al interferir sea peor? Estaríamos cambiando el trascurso de toda la jodida historia.

Otearía a una y a otras intentando descifrar, por qué en sus semblantes se presentaba un halo mohíno que empezaba a detestar.

Era evidente que después de todo, las Arcanas seguían escondiéndoles unos secretos que no debían guardar. Por supuesto, Madeleine tampoco lo dejaría pasar.

El arrugado contradictorio alojándose en su entrecejo, hablaba más que el desagrado manifiesto en sus comisuras. Estaba cansada de unas reservas que empezaban a enervarle.

Jeani había sido muy cruda con eso de no venderlas ante la ignorancia, y ahora estaban pecando nuevamente de hipócritas.

—¿Desde cuando estás al mando? —Siena ladearía la cabeza llamando su atención.

—Desde que soy la descendiente directa de Alana. ¿Te parece esa buena respuesta? —la Receptora jugaría con la misma desconfianza que ellas, haciéndoles un flaco favor.

La pelirroja se hubiese reído, de no ser porque la tensión cortaba tanto, como los mismos haces del frío arrebatador. La Sabia estaba más que dispuesta a darle una respuesta que no le gustaría.

Pero sus palabras fenecían antes de salir por completo de sus labios. La morena adelantaría un paso tomando el liderazgo.

—Madeleine —Moira soltaría un jadeo, intentando encontrar esas palabras humildes que tratarían de calmarla, —confía en nosotras... —dejaría ir un silencio a conciencia, —por favor. Sabemos lo que hacemos —Dione la contemplaría, pintando una leve mueca en la que le expresaba que la adoraba.

La interpelada miraría a las otras tres, permitiéndoles otro momento en el que ninguna diría nada.

—Bien... —resoplaría con desdén —vosotras veréis —arrugaría su boca, llevando la lengua a un lateral desde su interior.

Luego asentiría con reproche guardándose ese desdén que la estaba consumiendo. Sabía que de nada valía argumentar. Su papel en la historia era otro. A pesar de que la responsabilidad que caía sobre sus espaldas era la de mayor envergadura, no era la que decidía por mucho que le estuviese matando.

El tiempo era ese factor decisivo que corría en sus contras, y prefería no ser la culpable de llegar tarde.

—¿Dónde estabais a esta hora? —agilizaría la conversación, aunque no le quitase hierro a un asunto que le escamaba bastante.

Siéndole más fácil moverse por una vestimenta más cómoda, Madeleine tomaría la iniciativa de amoldar sus huellas en el algodón calado, fundiéndose con otras que le habían adelantado el camino.

Su puesta en marcha fue aliciente suficiente para que las otras llegasen a reanudar la fatídica travesía. Pese a que aquella situación le hiciese la menor de las gracias, Madi trataría de no reírse por las malas ínfulas de Siena, al tener que cargar con su jocosa indumentaria.

No veía a Jeanette con un vestido por muy simple que fuera, aunque le pagaran por ello. El ambiente gélido congelando sus respiraciones, tampoco les hacía a las otras la tarea sencilla.

—Excelente pregunta —Moira le replicaría con naturalidad, obviando el pequeño roce—. ¿Tú recuerdas todo lo que hiciste en un día en específico? —le dedicaría de reojo una sonrisa en la que Madi comprendería que aquella pregunta no iría con sarcasmo.

—Sí, si ese día me marcó de por vida —le replicaría con una sonrisa desganada desafiándola.

—Alana jamás te habría dado esa respuesta, Moira —siguiéndole en el juego de restablecer ese lazo tenso que las unía, Dione empezaría a reírse cariñosamente.

—No importa. Adoro a ambas —le guiñaría un ojo a la Receptora encantándole que, aunque ambas fueran parecidas, tenían esos matices que las hacían ser únicas.

Madi le rehuiría en contacto visual, sin querer darle el beneplácito de la complicidad. La Revitalizadora continuaría.

—El día de la celebración suele ser el más agitado de todo el año. Ten en cuenta...que a pesar de preparar concienzudamente todos los preparativos con antelación..., siempre queda algo por hacer a última hora —realizaría altos en los que tragaría salvia, sin llegar a detener sus ajetreados pasos—. Las discrepancias ya solían estar a la orden. No queríamos darles motivos a nuestras gentes de tacharnos de inválidas..., cuando se suponía que era nuestra responsabilidad —su tono mermaba en una marcha a más agitada en cada momento—. El movernos de un lado a otro, preocupándonos de que todo fluyera a la perfección..., hace que la misión de encontrarnos sea más complicada.

Le declararía lo que las otras ya conocían de sobra.

En los chasquidos de sus pies y en el traqueteo saltarín de la mochila de Madi, llegarían a percibir los aleteos inquietos de algunas aves sobrevolando sus cabezas. Probablemente estarían asustadas por unas presencias con las que no contaban.

—Me encanta vuestro mensaje de amor y paz rancio. Da alguna que otra arcada... —Siena discreparía desde atrás cerrando la cola—. Pero no merece la pena continuar sin saber bien qué estamos haciendo... —espolvorearía vaho blanco desde las ranuras su nariz—. En lugar de adelantar, estamos perdiendo un tiempo que es crucial —se detendría imponiendo su criterio bajo resoples.

—¿Siena siempre ha sido así? —queriendo devolver de alguna forma todas las que le debía, Madeleine buscaría el apoyo momentáneo en las otras dos que, sin hacerle esperar, tornaban sus torsos al unísono y le asentían con un rotundo sí.

Siena gruñiría al preveer que no tendría fuerzas como para tener que batallar con tres ingratas. La Receptora se dirigiría hacia ella, observándola en un alzado de ceja bastante notorio.

—¿Qué se supone que deberíamos hacer entonces, su majestad? —la respuesta de la aludida no sería otra que la de parpadear hasta poner sus ojos en blanco.

No llegaría a articular una simple palabra. Se quedaría estoica al notar una presencia oculta que podría serles perjudicial.

Antes de que pudiese reaccionar, Siena percibiría que en su frente se estamparía, de malas maneras, un pequeño racimo de frutos silvestres que algún graciosillo había dejado caer a conciencia.

Llevándose las manos hacia la cara, terminaría por mancharse los dedos con su flujo rojizo tan viscoso como pegajoso.

Alzando inmediatamente después la cabeza hacia el cielo, impondría que estaba dispuesta a afrentarse con quien quiera que hubiese osado a lanzárselas.

Haciendo que las otras le imitasen, apreciarían a un pajarillo de tonos marrones terrosos, de buche blanco con puntitos pardos adornando sus costados.

Generando un sonido hueco con su pico, punzaría la rama donde sus pequeñas patas se sostenían, y alzaba sus plumas como si les reclamara. Arrancando el tallo débil anexado a su soporte, tomaría otro racimo y se lo volvería a arrojar.

Esta vez, con el ánimo de teñir sus preciosos cabellos rubios platinos de un rojo vivaz. Siendo más audaz, la Sabia lo retendría a tiempo entre sus yemas con una precisión aterradora.

No menos que su mirada lavanda acusadora, preparada para aniquilarle a la primera de cambio. El intruso lanzaría un graznido ronco, salpicando restos de escarcha con sus plumas sobre sus coronillas.

Desde su trono arbóreo les daba a entender, que no podían circular sin su permiso.

—Es un zorzal —Dione le sonreiría al pajarillo, haciéndole gracia que hubiese hecho diana en la que menos aguante tenía de las cuatro.

Moira redimiría otra al saber que a Siena no le haría mucha ilusión unas mofas que no llegaban en un buen momento.

Mientras que la de ojos lavandas se limpiaba con desdén una frente profanada de pintura bermeja, Madeleine se quedaría mirando a los puntos marrones que moteaban sus plumillas blancas.

Era como un cielo cubierto de nieve, siendo profanado por unas lascas tan atrayentes, como las del Dragón o los vaionvec en sus patas.

—No. No es un simple zorzal —la Receptora soslayaría a sus compañeras en un gesto confiado, acercándose por inercia hacia la base del tronco perlado—. Es Zahir —sentenciaría, fijando con tremenda curiosidad a aquella avecilla que les traería esperanzas.

Sus sospechas se confirmarían, cuando después de pronunciado aquel nombre, el pájaro volvería a piar con mayor intensidad. Madeleine le analizaría con admiración.

—Nos está indicando el camino —como si de un sortilegio se tratara, no harían falta más para que el pajarillo izara con elegancia sus alas, elevándose en la inmensidad.

Planeando sin llegar a detenerse, les estaría obligando a acelerar un ritmo con el que no todas podrían gracias a sus tediosas indumentarias.

Eso no sin antes intercambiar un par de miradas en las que entendían, que la Receptora llevaba razón.

Dejándose llevar por una ayuda que podría salvarles, se frustrarían en sus arranques acelerados múltiples, acentuándolo en sus bufidos. Más al comprobar, que su guía les estaba obligando a dar la media vuelta.

Pese a desandar un camino que las devolvía directas hacia el Dragón, entendían que aquello era mejor que no dar palos de ciego.

Pasándole de largo sin detenerse en su encanto legendario, el zorzal esquivaría con destreza cada una de sus ramas, yendo directo hacia una arquería de columnas intachables.

Además de guarecer en una simetría perfecta al ser que gobernaba su habitáculo, la construcción poseía mucho mejor aspecto que su predecesor más coetáneo.

Conteniendo el aliento en una carrea bajo sus molestosas enaguas, tendrían cuidado de no tropezar con algún pequeño sobresaliente en el camino, sin quitarle ojo a su salvador volador.

Sobrepasando unos pilares que dejarían atrás en apenas unos segundos, las Arcanas se lamentaban de estar en unos cuerpos que no conservaban la mejor de las formas.

Madeleine era la que más fácil lo tendría.

Pese que su espalda recibiese los continuos golpeos de su mochila, sus zapatillas eran mucho más aptas que los otros calzados,

—Maldi...to pajarraco ¡Aaag! —Siena estaba haciendo muchos esfuerzos para no quedarse atrás.

—No negarás que es di...vertido —fiel a su descarada personalidad, a Dione le encantaba buscarle las cosquillas a una Sabia normalmente irritada.

La pelirroja reiría arrastrando a una morena a la que le costaba coordinar su respiración. Siena les contestaría con un jadeo sonoro, en el que Madi se percataba que el zorzal les llevaba directas hacia el esmirriado puente.

Esquivando los árboles que le entorpecían en el camino ladera abajo, comprobarían que efectivamente, les estaba conduciendo hasta el mismo río que les habían acompañado durante largas horas atrás.

Mucho más presentable, advertirían a medida que se acercaban, que la estética de la pasarela de barro se adecentaba en un arqueado algo más notorio. Su resistencia les impediría mojarse en las aguas de un río caudaloso en sus mejores años.

Cruzándolo en una fila desorganizada, Madeleine se les adelantaría teniendo mucha más soltura. Cerrando la hilera de un grupo que levantaba esporas blanquecinas por sus bocas, Siena no haría más que gruñir.

—¿Este camino...no nos lleva directo al lago? —la Receptora no era la única que había caído en el detalle.

—¡Claro! ¿Cómo hemos podido ser...tan estúpidas? —Moira se lamentaría, llevando sus ojos áureos a un firmamento que estaba perdiendo ante un tenue azul embaucador —A estas horas...posiblemente...estábamos enseñándole a Lúa y a Mirtha...cómo realizar el ritual...

—¿Pero el ritual no es...? —Madi titubearía—. ¿No es en la madrugada del veintiocho?

—¡Sí! —Dione le respondería con énfasis—. Precisamente para que...no hubiese interrupciones...y que cada una supiese lo que tenía que hacer..., se les enseñaba antes...cómo debían actuar. Solo para cerciorarnos...de que siguiesen el fastidioso protocolo.

La Cambiante le puntualizaría que para evitar unos errores que las dejasen en evidencia, repetían hasta la saciedad en mismo patrón cargante.

—Es lo que tiene la...ineptitud humana —Siena haría evidente el hartazgo que le ocasionaba que todos los años fueran lo mismo.

Para añadirle más dramatismo a una situación catatónica, ni siquiera izando el vuelo de su falda, se sentía con más libertad para danzar por un pasto completamente nacarado.

Llevando con hastío sus ojos claros al cielo, vería que el zorzal detendría su aleteo en uno de los galaucos, descansando por fin sus pequeñas patas.

No habían hecho más que un vasto movimiento alcanzando su encuentro, cuando apreciarían que en la distancia, tras la inmensa arboleda que aún defendían las aguas, se alzaban las voces discordantes de una atestada muchedumbre fisgona.

Despreocupados a la atención que pudiesen tener otros ojos, deducían desde sus posiciones, que los aldeanos atenderían con interés lo que se estaba operando en aquellos momentos bajo las aguas cálidas turquesas.

Deteniéndose por el temor que supondría ver a unas Arcanas en su versión más inédita, Madeleine percibiría que su pecho se asaltaba tambaleante por algo más que el continuo trote.

Apreciaría, además, la sangre bullir por sus piernas temblonas, noqueando por inercia un cuerpo, que le sería incapaz de manejar como si no le fuese el propio.

Su exhalación arrítmica le nublaría la visión presa de la incertidumbre, siéndole imposible el aceptar que aquello pudiese estar pasando y lo que tendría que presenciar una vez cruzasen lo que les separaba de la floresta.

—¿No será...peligroso? —dudaba seriamente que sus gentes les recibieran con los brazos abiertos. Dione y Moira también se detendrían, realizando un ligero descanso en sus hormigueantes y doloridos pies.

La morena gesticularía una mueca de dolor en su respiración jadeante, terminándola de disipar con una carantoña risueña de la pelirroja.

En una distancia cercana, el chasquido de los zapatos de Siena acotaría distancias dando tumbos, hundiéndose en otras huellas que terminaría haciendo suyas.

—No te atormentes... —las volandas de su vestido oscuro se agitarían a orillas de sus costados, acelerándose hacia una metra que le había sido desquiciante—. No podrán vernos.

Sin acongojarse por lo que tenían delante, y a pesar de no parecer que le quedaran fuerzas, la Sabia continuaría hacia el frente sin darles un intervalo para reaccionar.

Que fuera dejando a sus compañeras progresivamente atrás, provocaría en Madeleine el nerviosismo atronador instalándose en su estómago.

Más aún, cuando la Revitalizadora y la Cambiante se miraban entre sí diciéndoselo todo, sin necesidad de promulgar ni una sola palabra.

El zorzal rompería la tensión que Madi experimentaba, al agitar graciosamente sus plumas desde su cenit. Reforzaría el reclamo de sus atenciones con un graznido, en el que incluso las otras dos alzarían la cabeza.

El pequeño receso de paz menguaría, cuando el pajarillo abandonaba las ramas en su ligero balanceo, en una clara intención de indicarles una mejor posición.

Haciendo de tripas corazón y un nudo por garganta, la Receptora entendía que debía continuar, incluso cuando Moira y Dione lo hacían sin esperar a que les siguiese.

Colándose en los mástiles arborescentes de tallajes desnudos, más allá de la menuda silueta de Siena, comprobarían que, tras los dominios del bosque, se avistaban las luces anaranjadas de unas fogosas antorchas.

Contorneando los cantos de una laguna cautivadora y dispuestas en sus estacas altas de madera, las llamas febriles marcaban las sombras de una noche que estaría al caer.

Les ofrecería junto a su candor, ese aire solemne a tostado, mezclándose con el frescor húmedo invernal. Continuando por la vereda que les llevaría hacia lo inevitable, se pararían en seco contemplando en primer plano, a un redil de masas susurrantes dándoles la espalda.

Alojándose en los costados del lago, la muchedumbre vislumbraría en un centro común ese objeto de interés, por el que todos se habían prestado a acudir.

Sumergiendo sus vestidos de tonos claros, y adentrándose más allá de las orillas, presenciarían a las cinco mujeres originales, cuyas aguas llegaban a humedecer tanto sus ropas, como la parte superior de sus extremidades.

Contraponiéndose una preciosa cascada cíclica en su runrún ambiental, Siena, Moira y Dione se dispondrían en un arco de medialuna, encarándose hacia la arboleda. Rodeando a la de facción roja, verían a la Arcana Receptora dirigiéndose hacia las otras dos doncellas sin magia en sus venas.

Madeleine se quedaría perpleja admirando las facciones delicadas de una Alana, que poseía la mayor de las bellezas hecha persona.

La dulzura acentuada en sus rasgos angelicales, le hacía ser esa deidad pura llena de inocencia, que ni incluso habiendo pasado las peores de las peripecias, nadie podría arrebatar. Poder verla de forma tan directa y sentirla tan real, hacía que incluso se le erizase la piel por instinto.

Bautizando las ofrendas bajo la atenta mirada de la antigua y predecesora Arcana de los Comunes, advertirían la sonrisa conciliadora de Alana hacia la mujer de cabellos cortos castaños.

Juntando las palmas de sus manos, ahuecaría la cuna hecha entre las puntas de sus dedos y sus muñecas, permitiendo que el agua verdosa se escurriese por las fisuras de sus articulaciones. El cloqueo cristalino volviendo a su cauce, relajaba un ambiente que distaba mucho de ser un ensayo apaciguador.

Alana esperaría paciente a que la dueña de otros ojos, concretamente unos jengibres emuladores de la tierra y su floresta, captara entre los suyos temblorosos, un contenido que esperaba verter.

Permitiría que los pequeños riachuelos que se escapaban de su retención llegasen a calar los dedos de Lúa. Le desvelaría entre los diminutos pétalos flotantes de linum, su propia aguja de bordar marcada por el metal gris reluciente.

El atractivo asilvestrado de la joven Común haría que Madeleine sintiese latir su corazón a un ritmo acelerado sin ninguna razón aparente.

La sensibilidad que sentían las otras dos mujeres tampoco pasaba desapercibida incluso para el peor de los ciegos.

Habiéndola recibido con una ligera reverencia unánime la que se maquillaban sus pómulos, Alana pretendería ejercer la misma operación con otra ofrenda, que ya había realizado su cometido, y sería arrojada en la profundidad de sus aguas, una vez la ceremonia real acabase.

Era así como las manos de una joven de cuerpo robusto, y cabellos largos ataviados en unas trenzas enroscadas en su coronilla, esperarían pacientes su turno.

Por algún motivo, el rostro de aquella doncella se leía cierta contradicción frente a una Arcana, con la que, a pesar de no encajar del todo, admiraba.

Oteando sus rasgos en la medida de lo posible, Madeleine captaba que, de una forma u otra, la que respondía con el nombre de Mirtha, le era un tanto familiar.

En efecto, tal y como Jeani le había asegurado el día anterior, después de la entrega unánime de las otras tres Arcanas, ahora en las manos de la Receptora, se presentarían unos ribetes bermejos sobresaliendo de sus delicados dedos.

Queriendo deleitarse con otras personas a las que quizás conocía, Madi terminaría sintiendo un pellizco apretándole el estómago.

Al desviar la mirada, comprobaría que entre los asistentes se hallaba un joven de barba mal recortada, acentuándose en él ese aire a canalla que le hacía muy atractivo.

Verle tan nítidamente sin la bruma aterciopelada de los sueños, le hacía quitarle aún más esa coraza a un Evans que, en realidad, era más cándido de lo que aparentaba.

Embelesándose por la gracia de la Arcana de cabellos blancos, Santana sonreiría a la nada, a sabiendas de que aquel amor era prohibido, y que no tendría más remedio que aceptar que no sería para él.

Un chiquillo de mechones azabaches tan brillantes como el mineral, llamaría la atención al otro Cambiante, avisándole que era momento de desertar. Después de la marcha de Nazeli, Noa estaba más unido a Santana que nunca.

Madeleine se percataría, que no muy lejos del par, Orgi e Isa eran otros dos de los asistentes de un público, que no habían querido perderse la función.

Conteniendo la respiración por un instante en su pecho, pensaba que allí les tenía; a los futuros salvadores de aquellas tierras sin que ellos pudieran saberlo.

Divagando en sus pensamientos, puntualizaría en un detalle clave que reafirmaría en su recorrido visual.

Madeleine no sería la única en reparar que ni Duncan, ni ninguno de sus esbirros, parecía estar por la labor de acudir a una actuación que posiblemente les abrumaba.

Lástima que la razón de peso para no asistir, fuera más lejos que un ambiente que les suponía soporífero. Como cabía de esperar de unas mentes maquiavélicas, posiblemente estarían dando los últimos retoques a sus retorcidos planes.

Habiendo realizado su cometido, y que cada una guardaba su respectiva ofrenda, Mirtha sería la primera en avanzar a tierra firme, tanto como la corpulencia de su cuerpo le permitía.

Agitando las aguas bajo el salpique de sus pies, haría rebotar en sus pasos torpes y tambaleantes, un busto en el que se remarcaba su generoso canalillo.

Siguiéndole de cerca, Lúa haría lo mismo ayudando a la primera, a que las piedras ocultas bajo el agua no fueran un gran impedimento para sobresalir hacia la endiablada superficie.

Mirando de reojo el perfil danzante de Lúa, Alana se quedaría en las formas de su espalda, dejando ir una sonrisa dolida que tan solo sus compañeras originales interceptarían.

Sabiendo que el tiempo apremiaba, y que aún quedaba mucho por hacer, las Arcanas serían otras que pretendían abandonar a la mayor brevedad unos dominios a los que regresarían más tarde.

—Vamos. El ensayo ha finalizado —la Siena más actual, les alentaría a dejar atrás su escondite, e inmiscuirse de lleno en lo que habían venido a hacer.

A sabiendas que ningún ojo avizor podría delatarles, la sensación de angustia de exponerse ante una gente tan esquiva le hacía sentir a Madeleine tremendamente insegura.

Alivio o no, la muchedumbre también comenzaba a desperdigarse sabiendo que a la función protocolaria entre bambalinas, había llegado su fin.

Avanzando tanto como podía, Siena sería la primera en desmarcarse del grupo, seguido de una pelirroja que sabía perfectamente lo que había en juego.

Previamente a dejarla sola descendiendo por la ligera pendiente, Moira sonreiría dulcemente a la Receptora, diciéndole una vez más que confiara en ellas. Comprendiendo que nada sería fácil, Madi contemplaría al conjunto de mujeres aunándose una tras otras sin temor.

A sabiendas de los innumerables secretos que ocultaban, por lo menos esta vez, podía confiar en ellas. Antes de mover uno solo de sus pies, alzaría su cabeza hacia el cielo por última vez, encontrando en sus ramas altas a un zorzal que había permanecido expectante a todos sus movimientos.

—Gracias por todo, Zahir —le susurra, sabiendo que su reclamo le llegaría tan claro, como si le hubiese tenido más cerca.

El pajarillo piaría, ahuecando unas alas que se pondría sin demora en funcionamiento. Moviendo su cola parda, vertería sobre Madeleine pequeños restos de nieve sobre su cabeza, al igual que los vaionvec originales habían venerado a su antepasado.

Ella le sonreiría, entendiendo claramente una referencia que traspasaría mucho más allá que los confines del tiempo. Viendo su misión finalizada, el zorzal se alzaría en el aire, camino de un bosque en el que terminaría fundiéndose en su tul impoluto.

Tomando el coraje que siempre había definido a su persona, Madeleine apretaría los puños visualizando el frente abierto. No se perdería que, al situarse en los cantos del lago, Jeanette había llegado a rozar con sus ropajes a una Lúa, que recién pisaba tierra.

Teniendo mucho más tacto, las otras dos esperaban su momento en un margen preparadas para intervenir en el momento justo.

El acto reflejo de la Común, no sería otro que el de acariciar sus brazos al sentir un escalofrío indescifrable. Más aun teniendo en cuenta que las aguas eran siempre cálidas por su misteriosa magia.

—Os habéis enfriado, Lúa —que Mirtha la reclamase al no haberle pasado inadvertido, hacía que Alana se alarmase.

Oteando su alrededor, la Receptora comprobaría por sí misma, que la escasa maleza prácticamente desértica en su halo invernal, no se mecía por el viento.

Bajando la vista, realizaría una doble comprobación al vaticinar, que las aguas tampoco se enturbiaban, lejos de las ondas que sus compañeras estaban provocando en su ascenso.

—No os inquietéis —la Común le sonreiría quitándole importancia—. Ha debido ser un leve airecillo proveniente de las montañas.

Mientras que las otras Arcanas se reirían siguiendo la estela hacia un terreno más llano, Alana esbozaría una mueca inconforme, siendo la última integrante que permanecería rezagada.

Intuyendo que sería objeto de preocupación, abandonaría inconforme las linfas que humedecían su cuerpo, terminando de copiar a sus acompañantes.

Apenas sus pies terminaban de desdibujarse de los restos acuosos, sus zapatos comenzarían a hacerse más visibles en un tejido completamente ablandado.

Dejando que continuaran una senda que les ascendía hacia un terreno igual de húmedo por su nieve, el grupo comenzaría a empinar sus rodillas en una arenisca, que se adherían sin compasión a sus tobillos.

Sus vestidos más ligeros, prestos para la ocasión, pese a no tener la contundencia que regía sus indumentarias habituales, que estuviesen pegados a sus extremidades, les hacía el paseo mucho más engorroso.

La perfecta imagen de la unidad se rompería con la voz cortante de una Jeanette, que trastocaría a la vigente Arcana de las Receptoras.

—¡Madeleine! —la llamaría sobresaltándola de malas formas—. ¡Trata de generar una barrera! —le pediría con rapidez—. ¡Ahora! —el ímpetu en su entonación produciría eco.

—¿Cómo se supone que quieres que haga eso? —ejecutaría nerviosa en la aprensión del momento. Aún le quedaba mucho por aprender ¿No le estaba pidiendo demasiado?

—¡Canaliza tu poder mental y expúlsalo! ¡Ya!

Esperaba que, aunque no controlara sus poderes, y le costara horrores modularlos, de alguna manera pudiese evitar la mirada de un posible fisgón volteando su cabeza.

No podían correr el riesgo de que sus planes se viniesen abajo, solo porque alguien metiese las narices donde no debía.

Haciéndole caso y sin rechistar, Madi abandonaría la protección del galauco aproximándose con cautela a unas mujeres que le infundían respeto. Sabiendo que no las tocaría al mantener el suficiente margen, bajaría sus pestañas claras concentrándose.

Resoplaría subiendo unos codos cuyos brazos, se flexionarían a la altura de su bonita fisionomía. Fabricando un aura rojiza concentrada en sus huellas dactilares, sentía cómo sus falsas llamas adormecían su piel, irradiando un calor suficientemente notable.

Entendía que este era uno de esos pequeños entrenamientos como tantos había hecho durante el viaje, y que le serviría como un avance en el que rogaba que diese frutos.

Si eso era posible, podrían desabrigar de una vez por todas el pesimismo de perder una batalla antes de empezar.

Confiando en esas proezas que podría llegar a alcanzar, Madeleine estiraría sus antebrazos hacia adelante con tal ímpetu, que conseguiría levantar el polvo níveo de la superficie.

Daría con ello el precioso espectáculo de una ilusión, en la que una lluvia de finos copos volátiles, harían un recorrido a la inversa desde la línea rasante del suelo.

Una brisa anormal azotaría los cuerpos de las Arcanas originales, helando unos rostros que se detendrían a mitad de camino. El rocío vapuleado en un aire denso, harían que en sus gustos se aferrara la falsa sensación de estar saboreando salinas, como el salpique del mar.

Alzando su brazo hacia arriba, Jeanette aprovecharía el momento de confusión para iniciar su principal objetivo. Realizando un chasquido contundente con su pulgar, haría del anillo de Rajú una reliquia brillante en la creciente luminiscencia anaranjada de las antorchas.

Después, vendría el sonido hueco de unos cuerpos venciéndose hacia la gravedad, cayendo estrambóticamente sobre una arenisca que amortiguaría cualquier fractura posible.

—¡Dione! ¡Rápido! ¡Despertarán en seguida! —entendiendo de sobra cuál era su cometido, la Sabia ordenaría a la pelirroja que operase por sí sola dejándola actuar a su criterio.

Agachándose hacia el cuerpo durmiente de Moira, sería a ella a la que primeramente le tomaría por su mano. A continuación, produciría un ademán en el que invitaría a su amada a que le acompañara a acuclillarse en su descenso a tierra.

Haciéndole coincidir las líneas de vida de sus palmas con la de su yo más antiguo, la morena terminaría por solapar sus dedos componiendo una forma idéntica en la que se ensamblaban.

Su antecesora era ese molde auténtico donde encajaba a la perfección. En una postura más alta, y apresando entre sus manos las de las otras dos mujeres, Dione cerraría sus ojos tratando de concentrar en sus palmas una bruma anaranjada.

Las extremidades de la dos Moiras cobijabas entre las suyas, parecían solaparse haciéndose uno en una metamorfosis, en la que estaban siendo completamente anexionadas.

Que aquella habilidad mutable fuera factible por su obra, solo era posible por ser la representante de una facción, cuyas habilidades en el tiempo, habían trascendido con creces a la de su matriz.

Misma percepción para una Madeleine que, con los brazos aún extendidos, comprendía que el poder de los Cambiantes al fin y al cabo era el más temerario.

No cambiaría de parecer, cuando verificaba que la neblina anaranjada se expandiría simultáneamente como la pólvora en los cuerpos de ambas doncellas, devorando a su paso toda partícula de carne que se encontrase en el camino.

Contemplar aquel espectáculo de primera mano, resultaba tan sorprendente como aterrador.

Sabiendo que su poder acabaría por consumarse por sí solo, Dione abandonaría a Moria para centrarse en el cuerpo de su siguiente víctima.

Respetando su repudio a un tacto del que renegaba, la pelirroja tuvo el detalle de captura la manga de la túnica de la Sabia, permitiéndole que ella hiciese parte del trabajo. De nada serviría cuando para fundirlas, necesitaba recurrir a lo físico.

Atareadas por unas prisas notables, ninguna se había percatado que yaciente en la arena, había una Arcana seminconsciente, que no había sucumbido a los estragos de la magia.

Resistiéndose tanto como podía a la adversidad, había logrado arrastrarse con unas piernas que permanecían doblemente caladas por el manto níveo.

Madeleine sería la primera en objetar, que Alana había conseguido filtrar parte del encantamiento de Siena, y que estaba haciendo grandes esfuerzos para no dejarse vencer.

En su cabeza, sobre sus cabellos blancos desordenados, vislumbraría una aureola rojiza que mantenía su poder vivo, ayudándole a subsistir ante un sueño fulminante.

En sus luceros rubís, se adivinaba el sufrimiento al tener que luchar contra una fuerza que estaba siendo más grande que ella.

Que Mirtha y Lúa se le antepusieran en el juego de un mal dominó, había hecho ese doble bloque por el que había sido ignorada durante esos breves segundos.

Queriendo socorrerla, Madi echaría un breve vistazo al frente temiendo que, al pecar de insensata, algún curioso se percatara de que las Arcanas yacían inconscientes sobre el terreno.

Todo el esfuerzo hubiese sido en vano.

Comprobando que las gentes no tenían intenciones de volver sobre sus pasos, dejaría que su muro se resquebrajarse a propósito hasta perder toda su vitalidad.

Gracias al breve inciso de duda, no pudo llegar a su cometido. Entorpeciéndole el paso, el cuerpo de Moira se levantaba con pesadumbre del lecho arenoso, sacudiendo su toga de los restos naturales. Mirándose bien, tantearía sus muslos, sus caderas y las facciones de su rostro.

Se percataría de que la fusión había sido completa y que ahora el viejo y nuevo cuerpo, eran uno solo. Levantándose con gruñidos cargantes, Siena sería otra que acabaría incorporándose, molestándose por un vestido que a pesar de ser más liviano que el anterior, se pegaba a su piel produciéndole angustia.

Al contrario que sus aliadas, Dione no había necesitado tanto tiempo de adherencia, al gestarse en un proceso propio.

—Sabía...sabía que eráis vos... —la voz endeble de Alana proveniente desde el suelo haría que las otras Arcanas se tornaran en una vuelta, en la que veían a la de cabellos blanquecinos en un estado moribundo—. Lo habéis logrado.

Agradándole verla con sus propios ojos, Moira no dudaría en sortear los cuerpos de las Comunes, ejerciendo un rodeo en el que, hincando sus rodillas en el terreno, abrazaría a la Receptora con el mayor de los cariños.

Con una gran debilidad a flor de piel se dejaría fluir sin el reparo de un sentimentalismo que necesitaba ser expresado. Dione la seguiría, imitándola en un acto en el que una vez las alcanzaba, dejaría sus piernas caer abarcándola por completo en su otro costado.

Alana sollozaría, dejando que sus lágrimas se escaparan y recorrieran los relieves de unas mejillas en su tono rosáceo lívido. Su risa dulce y llena de una pureza sin igual, era una de esas cosas por la que la hacían tan sumamente única.

De pie y enterrando en vano esa sensibilidad que la misma Receptora le invocaba, Siena abriría la boca estupefacta, notando cómo sus ojos lavandas, esos tan indescifrables como enigmáticos, se nublaban por la oportunidad irrepetible de verla con vida.

—Siena —su delicado tono y la forma en cómo la reclamaba, se consolidaría en la invitación de su mano temblando en el aire.

Esperaba que se uniera al abrazo grupal y que, por una vez, se olvidara de la repulsión que le suponía tocar a otra persona. Con ella nunca tuvo secretos. Tampoco había necesidad de fingir que adoraba a su fiel predilecta y todo lo que ella representaba.

Entendiendo que había ciertas concesiones en la vida, y que algunas eran inimitables, Siena terminaría por restar esa mínima distancia en unos pasos titubeantes.

Hundiendo como podía unos labios en los que redimiría una mueca dolorosa, la Sabia se abandonaría ante la conmoción que la removía. Vencida, concluiría postrándose ante ella, rellenando ese hueco central en el que las cuatro volvían a estar juntas.

La sonrisa fugaz ancladas en sus rostros de ojos variopintos anegándose en su agua, valía todo el oro del mundo.

Madeleine sentiría una punzada mordiéndole el corazón, siendo la misma que sin su consentimiento, produciría que la visión se le empezase a emborronar.

Antes de que pudiese darse cuenta, sus luceros vivos engendrados por la misma mujer que se postraba ante ella, se encharcaban haciendo un símil con las emociones que las otras mujeres estaban viviendo.

Deseaba atesorarla por siempre y que ningún mal llegara a asolarla.

Entendía la gran importancia que tenía su presencia, y también el por qué estaban haciendo todo esto. El único pecado de la mujer de cabellos albinos era haber tenido fe en una humanidad que estaba corrompida desde sus cimientos.

Haciéndose a un lado, Siena dejaría que Alana viese a su representación más actual, hecha de su propio hueso.

Fijando sus iris rubís a otros que le analizaban de pie, Alana se ayudaría de los hombros de sus compañeras para permanecer de pie, valiéndose de sus inestables piernas.

Sabía que el hechizo que Siena estaba imponiendo, afectaba a sus acompañantes Comunes, y que, si cesaba, ambas despertarían llegándoles a crear una gran conmoción.

—Madeleine —la nombraría con la mirada cristalizada. Los vapores blancos frágiles que espolvoreaban sus orificios delataban su poca entereza—. Mi hermosa y preciada Madeleine...

—¿Puedes? ¿Puedes verme? —notaría cómo sus lágrimas surcaban sus mejillas heladas, y cómo sus mucosas descenderían por sus labios mojándolos. El albor de las antorchas se encargaría de intensificar ese brillo plateado que cruzaban sus facciones.

—¿Con qué honor creéis que pudiese presentarme ante vos, si... si no reconociera a mi propia descendencia?

Aproximándose en unas zancadas bastante cortas, Alana se bastaría por sí sola para alcanzarla y atreverse a tocarla.

Rozando con dulzura su barbilla, comprobaría que, sin lugar a equivocaciones, eran como dos gotas de agua supliendo esos pequeños matices que las diferenciaban.

Levantándose torpemente, las otras Arcanas también secundarían el gran parecido, manifestando en el encuentro una emoción difícil de asimilar.

—Lo siento... —verla tan de cerca, le impondría a la de cabellos rosáceos una impresión inconmensurable—. Lo siento tanto. Alana, yo... —no le daría vergüenza venirse abajo.

Tampoco que la viese llorar desconsoladamente, por mucho que detestara mostrar flaqueza.

—¡Shhh! No lo sintáis —limpiaría los rastros de sus riachuelos, usando sus finos pulgares—. Soy yo la que lamento no haber sido una buena guía. De haberos creado confusión. De asustaros. De haceros pagar una lucha a la que se le tenía que haber puesto remedio antes...

Madi le contradeciría, haciéndole ver que ella no tenía la culpa, y que era una más de tantas víctimas.

—Habéis actuado con una valentía admirable. Supisteis abriros camino ante una verdad que prometía ser la más dolorosa. Más cuando frente a la adversidad, todas las puertas se os cerraban sin dejaros contemplar la luz. Fuisteis muy paciente. Bondadosa. Le habéis dado la oportunidad a otros de entender su singular naturaleza.

Lanzaría un vistazo hacia atrás, quedándose en una Siena bastante vulnerable.

—No os lamentéis por haber recorrido una travesía llena de espinas en la que os habéis caído. Sentiros dichosa por ser digna de una línea de sangre enormemente agradecida, de que vos, seáis su sucesora legítima, Madeleine.

Ella le sonreiría, sintiendo un frescor asilvestrado naciente en su interior. Sin saber cómo, conseguía limpiarle de una manera puramente espiritual.

—No tengo palabras para agradeceros en trabajo tan encomiable que habéis hecho.

—Temo que mis poderes no sean suficientes —le objetaría—. No queda tiempo y... —negaría, guardándose para sí todas esas miles de preguntas que se atoraban en su garganta. La conmoción de una imagen que nunca hubiese creído ver, haría que simplemente se limitase a balbucear.

—Creed en vos, Madeleine. Sois mucho más de lo que veis a simple vista. Si eso no os es suficiente, me encargaré yo misma de ayudaros en todo lo que mi mano pueda alcanzar. Considerarlo una promesa que no estoy dispuesta a romper. Allá donde vayáis, siempre os acompañaré.

Acariciaba su carita, adecentando todos los rastros que pudiesen quedar.

Entendiendo que había otras cuestiones sin resolver, Alana se daba la vuelta contemplando a sus compañeras de toda una vida. Repararía en algo en concreto que le haría empalidecer.

—¿Dónde se halla la presente Lúa? —veía que no les había acompañado en la larga travesía.

—No hemos podido encontrarla —la morena sería la que se encargaría de responderle.

—Ya habíamos contemplado que ese podría ser un gran problema —la pelirroja secundaría la causa, generando una pausa a conciencia—. Creemos que las Sombras la tienen retenida en contra de su voluntad. Los Comunes siempre estuvieron en desventaja.

Reafirmaría lo que ninguna de las presentes se hubiese atrevido a decir. Alana cabecearía con cierto amargor.

—¿Creéis que será suficiente? —entendiendo que la Sabia poseía un mayor conocimiento, Alana se dirigiría desesperanzada hacia la de ojos lavandas.

Después, lanzaría una mirada rápida hacia una Lúa soñolienta varada en la arenisca, siendo ajena a todo lo que pasaba.

—No lo sabremos hasta que el duelo final comience —Siena pretendería contentarla así.

—Entonces, sospecho que esta será una de más de tantas despedidas. Al menos por lo que concierne en estos momentos —la sonrisa emborronada de Alana se truncaba de más, producto de la incertidumbre y un miedo que no la dejaba en paz.

Dirigiéndose nuevamente hacia la otra Receptora, le tomaría de las manos apresándolas con su calor. Por un tacto mucho más directo, Madeleine percibiría en esta ocasión la fragilidad manifiesta en su figura.

—Me siento orgullosa de vos. De lo que sois. De hasta dónde habéis llegado. Gracias por haber escuchado las súplicas de una doncella, que lo único que quería, era que conocieseis vuestras raíces.

Aun imponiéndole la hermosa belleza que ella irradiaba, Madeline se atrevería a abrazarla para sorpresa de una antecesora, que mantendría sus brazos elevados a medio camino.

Aceptando el gesto inesperado, cerraría los ojos rodeando tiernamente la otra espalda antepuesta por su mochila. También llegaría a acariciarle sus cabellos rosáceos sujetos por su precioso pasador.

Amaba que la aceptara, y que no le guardase resentimientos después de todo lo que había sufrido. Por su parte, Madi recordaría una promesa que deseaba cumplir.

—Alana, tengo algo que decirte... —ella se le apartaría complaciente—. Que deciros —rectificaría con una tos ligera—. Santana... Bueno, él...

—Lo sé —le sonreiría con un matiz bermejo pintando en instantes sus mejillas—. Era y seguirá siendo un buen hombre allá donde su essencia le guie. Más no era... Él no era la persona que alimentaba la llama de mi corazón —sus ojos tan aclamados como la sangre, la traicionarían cuando se desviaban hacia una joven que seguía yaciendo en el suelo—. ¿Me concederíais un poco más de vuestro tiempo? Necesito despedirme de alguien más.

Madeleine le asentiría dejando que, con un gran esfuerzo, se diera la vuelta y pasara por delante de sus otras compañeras. Encontrando asilo en el terreno, se agacharía hasta que su espalda la hiciese toparse con un rostro, que había admirado por mucho tiempo en silencio.

—Hasta que la Diosa nos conceda el beneplácito de volver a coincidir, Lúa —le otorgaría una entonación suave, dándole un beso profundo en sus mejillas.

Bajaría incluso lentamente sus párpados, como si así pudiese sentirlo con mayor intensidad. Incorporándose con un bochorno notable por lo que acababa de hacer, se adelantaría presentándose ante Madeleine alzando una de sus manos.

Ella no entendería cuál sería su propósito, hasta que Siena abría la boca.

—No necesitas que Dione te ayude a hacer la fusión. Has traspasado el Dragón, y tienes la suficiente capacidad para desarrollar tu poder Cambiante. Ninguna de nuestras niñeras tiene que asistirte —sentenciaría cruzando los brazos, queriendo validar un gesto que ganase autoridad frente a la fragilidad que la comprometía—. Alana es el último fragmento de essencia que te falta, para tener el poder original de la Diosa, Madeleine.

Ella abriría los ojos, entendiendo que la principal finalidad por la que estaban allí no era otra que esa.

Si la necesitaban como un arma legítima para cambiar el sistema, no podía hacerlo de otra manera que no fuera teniendo una capacidad plena. ¿Cómo no lo había visto antes?

Sus pensamientos se agolparían resolviendo alguna que otra incógnita. ¿Por eso Evans le había dejado caer que volvería a verla?

Por un acto reflejo prácticamente simultáneo, sus rasgos se encararían con la de facción púrpura. Siena lo sabía y no le había dicho nada. No sería la única. Las otras Arcanas también parecían estar al tanto. Incluso la misma Alana era como si hubiese dado por hecho que todo aquello sucedería. ¿Cómo era eso posible?

—¿Estáis preparada? —la propia Receptora le haría despertar de sus divagaciones, alentándola con una sonrisa emborronada por sus ojos rubís.

Siéndole incapaz de ver cómo su adepta más fiel iba a desaparecer de un momento a otro, Siena prefería darse la vuelta e ir camino de un lago, que empezaría a oscurecer sus aguas.

A la línea fina anaranjada impuesta en el horizonte, solo le quedaban un par de tragos en un mar, que sería embebido tras las montañas. Tragando saliva, Madeleine miraría a una Alana a la que le hubiese gustado retener por más tiempo

—Recordad. Siempre estaré con vos —accediendo a una petición unánime, Madeleine llevaría su palma a la de la otra Arcana, realizando el mismo ejercicio que Dione había hecho con las otras.

Viendo los diminutos afluentes recorriendo los ojos alimonados de Moira, la pelirroja la abrazaría desde sus posiciones rezagadas, haciéndole carantoñas a una frente, que acabaría encontrando su lugar en el hombro.

La fusión comenzaría a hacer efecto en una calima cítrica, condensándose en las articulaciones de ambas extremidades. La aureola roja aún presente en la cabeza de Alana, iría perdiendo fuerza venciéndose ante un poder al que iría entregándose.

Quitándose las lágrimas de sus ojos lavandas sin que nadie se percatara, Siena adentraría sus pies en el chapoteo del agua, contemplando después cómo en sus dedos, resplandecía el emblemático anillo de Rajú.

Por mucho que le doliera deshacerse de aquella reliquia, debía hacerlo antes de que fuese demasiado tarde. No podían arriesgarse a tener que volver expresamente para eso, y con ello, acortaría un tiempo muy valioso. Serían lanzadas dentro del plazo.

Admirándolo por última vez, se perdería a conciencia cómo Alana iría desapareciendo, hincándose sus propias uñas al reafirmar, que todo estaba siendo mucho más doloroso de lo que pensaba.

Volviendo su cabeza al frente, Siena libraría el anillo con cierta aprensión de su dedo. Lo soslayaría antes de posicionarlo sobre sus labios, apretándolos dulcemente contra la madera.

El murmullo de unas palabras imperceptibles camuflándolas en su roce, harían fluir un hilo rojizo adsorbiéndose en su textura fibrosa.

En ese proceso en el que además las tenía de espaldas, la Sabia no llegaría a contemplar cómo uno de sus seres más queridos se terminaba de evaporar.

La de cabellos blanquecinos llegaría a formar parte del todo y de la nada a la vez. En los últimos restos apreciables en un humo disipado en briznas etéreas, Alana se inclinaba dándole otro a su descendiente en la mejilla, justo antes de desaparecer por completo.

Madeleine no tardaría en doblegar sus rodillas sobre la arenisca blanca, noqueada por todas las sensaciones capturadas en el momento.

Sufriría en su soledad, los estragos de recibir esa pieza faltante que completaba el puzle de su anatomía hechicera. Siendo socorrida por Moira y Dione, la levantarían teniendo la constancia de que se sentiría igual de aturdida que el mismo día en que Celina la abandonó.

Deducían para bien, que su cabeza le ardería pidiendo incluso clemencia. Sus venas más notables mutarían de un verde lívido, a mostrarse excesivamente rojas bajo su piel clara.

—Terminemos con esto —siendo tajante, Siena esperaría a que las otras se le acercasen, antes de lanzar el anillo retenido entre sus yemas.

Sabía que una vez lo lanzara, no solo no lo volvería a ver. Sino que el efecto sedante que padecían las Comunes, duraría unos cuantos minutos. Ventaja o no, seguirían sin verlas.

Sujetando a Madi por ambos brazos, la ayudarían a incorporarse y avanzar tanto como pudiese por la tenue ladera.

El terceto se quedaría en la orilla, viendo cómo en una posición un poco más adelantada, Siena sostendría una sortija que conservaría los últimos suspiros que le quedaban bajo su protección.

—Madeleine, tenemos que lanzar las cintas. Es el momento —le pediría que fuese ella misma la que las lanzase a la deriva.

Dedicándole de reojo una mirada a sus acompañantes, Siena izaría su brazo, apretaría su puño y lanzaría un anillo que acabaría hundiéndose en una salpicadura perfecta. El sonido verberaría en el espacio, creando unas ondas que llegarían a encontrarse con sus pies.

Con las pocas capacidades que su sistema le permitían, Madi lograría sacar la cinta rojiza de su mochila preparada para la ocasión. Admiraría en su poca resistencia, el tejido fino y suave de un complemento, que le haría cosquillas a medida que lo deslizaba por sus dedos.

La Receptora estaba dispuesta a arrojarla, cuando de la nada, aparecía un pequeño objeto metálico delante de sus narices.

Compuesto por una pequeña placa central, y ensamblado a ligeras caderas en sus laterales, deducirían por su forma de qué se podía tratarse. Salpicándoles en el choque inquieto de sus aguas, apreciarían que la lámina plateada estaba manchada burdamente de sangre, antes de hundirse ligeramente.

Por muchos reflejos que hubiesen tenido para capturarla, lamentablemente, todo objeto bañado por la gran masa de agua desde su superficie era considerada como ofrenda y se desintegraba sin vuelta atrás.

—¿Qué diablos es eso? —Dione sería la primera de las cuatro en reaccionar.

Lograrían descifrar en su contorno, que la alhaja de plata llevaba un distintivo grabado. No hacía falta que dijesen nada para que todas dedujesen a quién pertenecía.

—Reina... —Moira llegaría a murmurar el nombre tallado en su textura afilada.

—Es la pulsera de Lydia —delataría la Sabia a las demás—. Las Sombras los han atrapado —diría sin duda alguna, haciendo que las otras presentes se pensaran lo peor—. Está dándonos su señal —era lo última petición que le había hecho a la pelirroja antes de abandonarla.

—¡Mierda! ¿Y ahora qué? —Madeleine se restregaría el semblante, tratando de recobrar la poca energía que le quedaba. Nadie llegaría a contestarle o a imponer una simple solución.

Por una magia extraña, casi imperceptible, las voluminosas luces de las antorchas se apagarían de inmediato en un susurro grotesco. A continuación, el cielo comenzaría a opacarse de forma misteriosa a una velocidad vertiginosa.

El vaporoso azul visitando la atmosfera, se reconvertiría en una oscuridad absoluta, obligándoles a inclinar sobresaltadas sus nucas. En un espacio donde no sabían dónde mirar, descubrirían para su tremendo horror que, sin previo aviso, sus tierras comenzarían a ser absorbidas por la peor de las tinieblas.

La tinta mal diluida sobre un paisaje que estaba poseyendo su horizonte, acabaría usurpando por completo los colores de su gran lienzo, a cambio de una mala pincelada.

Teniéndole como referente, en el pico más alto de la montaña los vaionvec se perdían. Con ellos, la cadena montañosa y su arboleda en la extensa lengua negruzca.

Esparciéndose como una polvareda levantada por sus escombros, apagaría todo sonido a su paso, capándolos de un pésimo golpe. Supondría ese caos de la mano de la destrucción. No habría escapatoria.

La marea negra avanzaría hacia ellas pudriendo todo aquello cuanto tocaba, tanto, que ni siquiera les dio la posibilidad de mirarse a sí mismas, y preguntarse qué estaba pasando.

Cuando quisieron darse cuenta, sus ojos se obnubilaban sin ver absolutamente nada. En sus paladares, quedaría un gusto ferroso inexplicable arrancado por una falta considerable de aire.

Por mucho que sus cuerdas vocales se desgañitasen, no habría cabida para algo más que no fuese el silencio. El tiempo. El escenario perfecto. Todo se congelaría por mano de una ola que suponía el más mortífero de los venenos.

Las Sombras estaban ganando una más de tantas batallas, a expensas de una guerra en la que a cada paso que daban, menos esperanzas quedaban de ganarla.

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🌻 ¡Muy buenas a todos! 🌻  ¿Cómo os va? 😄 💕  

-> ¿Os ha hecho ilusión ver que Zahir está de vuelta? 🐦 🪶 

-> ¿Esperábais que esto pudiese suceder?  🪄 🌳🙈 

🎉  ¡Ahora Madi posee todos los poderes de la Diosa original! 🥳 

-> ¿Os ha parecido emotivo el encuentro de todas las Arcanas?

Alana siempre fue muy dulce 🥰 

-> ¿Qué pensais que ha podido pasar al final? Parece ser que las Sombras nunca se cansan de ponerle la zancadilla a nuestras Arcanas. ¿Podrán hacerle frente?  ⚔️ ❓

✨ ¡El final cada vez está más cerca! 🌟

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