Capítulo 47 (parte 1): Por un deseo

El olor a alcohol navegaba en una taberna donde los barriles de vino, sidra, cebada e hidromiel, campaban a sus anchas tras un mostrador desaliñado. En el choque de las tazas, el ruido simbiótico entre la madera y el hierro, hacían colisionar unos acuerdos en los que salpicaba un líquido apestando su solería de tablones levantados. 

Las mesas llenas de grietas donde se sentaban sus asiduos, además de higiene cuestionable, hacia que los estruendos por los golpes en el calor de las discusiones, se agrandaran por sus vetas como las ramificaciones de los galaucos

No sería la primera vez que alguna se vencía derrotada en el suelo, como cualquier pieza caída en un tablero de ajedrez.

El paso del ave, lugar de encuentro para los más osados caballeros buscando fortuna en nuevas tierras, también era un lugar donde las grescas lo sentenciaban como el puerto directo para llegar a las manos. No hacía falta mucho para que se encendiese la llama de la bravuconería, y más de uno se revelase por poco malintencionada que fuese la sugerencia. 

Aislados en una de las esquinas cercanas a la barra, en su mitad, Duncan fijaba sus cejas finas sobre una taza a la que no le había pegado ni un sorbo. En el líquido claro, vibrante por los temblores que sacudían los estruendos de sus huéspedes, se reflectaba un techo masacrado por las telarañas que conformaban ya parte de la clientela fija. 

 A su costado, siendo un símil de su mano derecha, un rubio de la misma mirada anaranjada que su señor, arrugaba sus puños sobre una mesa pegajosa. La irritación en sus muecas desencajadas, le hacía un ser mucho más peligroso.

—No podemos continuar con esta incertidumbre, Duncan. Me enloquece no ver resultados. Hay que dar el siguiente paso. No podemos tolerar que esos malditos Receptores se crean los amos y señores de toda Adesterna —imponía una rabia atroz, dominante en el rechine de sus dientes—. Vos mismo dijisteis...

Duncan alzaba su mano haciéndole callar. Trataría de hacerle entrar en razón.

—No podéis pecar de impaciente, Eliot. Cómo habéis podido comprobar, somos una minoría. No todos los Cambiantes desean desobedecer las normas. La mayoría anhela sed de poder y también de resarcirse, pero no a costa de sangre derramada. La cobardía es un arma letal, que alimenta a las masas cegándolas en una ignorancia en la que terminan ahogándose.

Eliot le admiraría sin perder ni una sola palabra naciente de su boca. Duncan proseguiría.

—La necedad les engaña haciendo preferible vivir en la cotidianeidad, antes que alzar la voz y esperar a que el desenlace sea tan nefasto como esperaban. No están dispuestos a arriesgar más que lo que puedan obtener.

Postraba sus ojos clementina sobre su jarra, apreciando cómo su licor balanceante, se dejaban arrastrar por el barullo ajeno, sin dejarle que fuese él quién moviese sus aguas. 

Era precisamente así como sentía su estirpe. Ninguneada. Arrastrada por la marea caprichosa de los demás, sin poder hacer nada para evitarlo. Las envidias, el orgullo herido, los recelos, la soberbia...habían alcanzado tal límite, que Duncan se había cansado. 

No quería retomar las riendas que juzgaban su sangre haciéndose de respetar. Eso ya no le valía. Le era insuficiente. Tampoco lo era un perdón que llamaba a más mofas, en lugar de sosegar sus impulsos. 

La suspicacia le hacía aspirar a más, a cambiar las tornas y que fuesen precisamente los Cambiantes los que hiciesen que todos se meciesen al son que ellos ordenasen. Ellos serían sus malditas marionetas de tela, y no al revés. Después de tanta lucha se salvarían, saldrían a flote, y los únicos cuerpos sin vida entre tantos cadáveres, serían los de los malditos Receptores

¿Y por qué no? También el de aquel detestable Común, que tenía por costumbre evidenciarle siempre que la ocasión lo mereciese. Leandro estaba a la misma altura, que esos que se daban grandezas por su pretenciosa habilidad mental, provocando en secreto la burla de sus semejantes. Ellos serían los primeros en caer. 

—Pero no temáis, Eliot —determinaría, confiando en sus convinciones—. La venganza es como un veneno lento administrado en pequeñas dosis. Tan mezquino, súbito e imperceptible, que cuando se percaten de todas las semillas esparcidas en el camino acentuando nuestros logros, ya será demasiado tarde.

Su sentencia triunfal, hacía que su oyente sonriese perversamente al creerlo posible.

—Admiro vuestra gran seguridad —el rubio siempre tenía buenas alabanzas para él—. Entiendo por vuestras palabras, que vuestra mente inquieta sigue cavilando cualquier oportunidad. No pongo en tela de juicio el ingenio, del que tantas veces habéis hecho alarde en vuestro inestimable coraje. Más me sorprende que pasada la ceremonia y celebrados los pactos, sin pena ni gloria, ni más percance, os conservéis tan favorable a falta de unos aliados que bien nos hubiesen hecho falta.

—Por esa misma razón os auguro que seáis pacientes —le sosegaba—. Esos necios pajarracos saben bien lo que hacen. No es la primera vez que cumplen con la apestosa misión de aves mensajeras, como si le fueran la vida en ello. Esas misivas tarde o temprano serían leídas por gentes de nuestra misma condición. Entenderán que deben luchar por sus principios si quieren dejar de ser pisoteados.

Su compañero le asentiría, aceptando el posible plan. 

—Necesitamos refuerzos, Eliot. Más como los nuestros dispuestos a cambiar el sistema. Con un buen número de Cambiantes a nuestro lado, hambrientos de poder y con nuestro mismo anhelo, nadie podrá detenernos. La estúpida de Alana no aprenderá de sus errores, y seguramente volverá a cometer el mismo fallo. Ahí tendremos una nueva oportunidad para seguir enviando más misivas hasta que llegue el momento en el que todo, se les vuelva en contra.

Duncan aminoraría el tono al advertir, que al fondo se potenciaban las voces de un par de hombres un tanto molestos. No era de extrañar si aquel antro tenía de todo, menos buena reputación. 

—¿Os asegurasteis de esconder adecuadamente al asqueroso principito?

Le preguntaría, sabiendo que ese golpe bajo fragmentaría a la Receptora hasta dejarla hecha polvo.

—Tal y como ordenasteis —le complacía como el buen perro fiel que era.

—Si queréis seguir siendo de ayuda, vigilad a ese ingrato Común que lo único que hace es entorpecer.

Eliot no llegaría a contestarle. A unos metros, las voces de antes se alzaban de más espantando la concentración. Duncan también pondría las miras en ellos, remarcando en su gesto antipático la molestia que le ocasionaba sus fulgores internos. Necesitaban trazar un plan acorde con sus intereses, y dese luego que allí, no había cabida para el silencio. 

Tampoco podían arriesgarse a hablar de ciertos temas delicados, temiendo que cualquiera pudiese oírles. Por muy poco que le alentara visitar aquellas cuatro paredes hediondas, Eliot también sabía que las posibilidades se reducían, obligándoles a que ese fuera su lugar de encuentro. Nadie les pondría atención, ni habría suspicacias después. 

Después de todo, que alguien siempre estuviese dispuesto a estar a la gresca, les favorecía. Haciendo un alto viendo que su superior atendía a los otros hombres, Eliot dejaría el tiempo correr curioso por el tema de discusión.

—Os pido que os abstengáis de hacer cualquier comentario que podáis lamentar.

De barbas pelirrojas largas y enmarañadas, un señor Cambiante de mediana edad, señalaba a su contrincante con su dedo índice acusador. 

—Con palabras sucias, la única intención que conseguiréis, seréis la de deshonrar la gallardía que tanto sacrificio os ha costado levantar —su aliento apestaba a vino barato.

—No sería menos que la vergüenza de veros culpable del delito del que os acuso.

Le rebatía un hombre moreno con entradas en sus sienes y nariz voluminosa. Sus ojos naranjas centelleantes le amenazaban pese a compartir el mismo linaje. 

—Sois un vil traidor, que aprovechasteis la oportunidad para adjudicaros unos terrenos que no son de vuestra propiedad. ¡Reclamaré a las autoridades lo que haga falta para que se haga justicia!

Corroboraría la fuerza de sus fundamentos, con un golpe seco en la mesa a puño cerrado. 

Pese al ruido generado por la discordia ambiental, ambos se hacían con el centro de atención de miradas y comentarios irrisorios. Con cero discreción, había algunos que incluso se giraban atendiendo en qué posición se decantarían después de tanta refriega.

—¡Esos terrenos me pertenecen!

Vehemente, el de las barbas se erguiría hacia adelante apabullándole con su mirada atronadora. Le atufaría con su vahído y le bañaría con su saliva pulverizada.

—¡Os equivocáis! Esas tierras fueron labradas con el sudor de mi frente día tras día ¡Fuisteis vos las que las reclamasteis sabiendo que con mi ausencia, os daría vía libre! ¡Cualquier mozo o doncella sabría que tengo razón solo con mostrarlas!

Justo después de su sentencia, se izaban voces alentando más su veredicto que el de su opresor. 

Enervado, y sin quitarle sus ojos incisivos de encima, el otro Cambiante tomaría su jarra de manera arrebatada, salpicando de tinte cárdeno una mesa grasienta. Tomaría un sorbo calentándole la garganta, y después pasaría el dorso de su mano limpiando sus barbas chorreantes. 

Era probable que hiciera tiempo muerto para encontrar la contrapartida que le daría una razón que no tenía. 

Cansado de las interminables riñas sinsentido, Eliot conformaría la réplica que no le había hecho antes, al ver que Duncan había desertado de seguir atendiendo a los borrachos de turno.

—Os comprendo cuando ponéis en duda la virtud de ese fanfarrón. Soy el primero que si no lo hubiese visto útil, no lo hubiese involucrado.

Le afirmaría, teniendo la constancia de que ahora sería Duncan quien acaparara su mirada anaranjada. Ambos sabían que Bruno terminaría siendo una pieza completamente desechable, pero que por el momento, les valía como un suplente de fácil reemplazo. 

Contarle a un estúpido Común sus planes podría ser muy arriesgado. Sin embargo, no había nada mejor que acordar un pacto jugoso de beneficio mutuo, para mantener su maldita boca cerrada. 

—Bruno es fácil de manipular. Tal es su magnitud, que cree que algún día puede llegar a ser uno de los nuestros. ¿Podría ser más ignorante? ¿Él? ¿Un sin raza? —Eliot se jactaba, soltando una risa retorcida dándose valor—. En lo único en lo que podría presumir, es en su buen adiestramiento con el arco. Aunque suene irritante decirlo, ha sido gracias a su habilidad por el que todos los vaionvec fueron interceptados y las misivas fueron cambiadas.

Por supuesto que ese mérito no se lo iba a reconocer en su presencia. Hacerlo, sería darle unas agallas que necesitaban cortar de raíz tan pronto afloraban.

—¡Sois un mísero ladrón y un cobarde! ¿Cómo osáis a llamaros caballero?

El tono del hombre de nariz voluminosa, imperaría siendo el proveedor del escándalo. 

Adornaría sus palabras con un bonito estruendo en la pobre mesa, produciendo una grieta escalofriante que se sumaba a la colección. Daba igual las voces, quién tuviese la razón o si llegaban a las manos. Nadie nunca hacía nada.

—¡Repetid vuestra sentencia si tenéis valor!

El de las barbas se crecía, faltando poco para escupirle.

—Hagamos que Alana se siga retorciendo de dolor en la angustia de su culpabilidad.

Eliot también pasaría de las blasfemias habladas en el centro de la controversia, intentando centrarse en lo importante. Tomaría un sorbo de su taza, observando de reojo cómo Duncan, sin llegar a responderle, meditaba. El rubio continuaría regodeándose.  

—Os puedo garantizar que cada día que pasa, más se consume en su propio infierno.

Alzaría sus manos de uñas sucias, hacia una jarra sirviéndose más vino directo a su jarra. No tardaría en paladear de nuevo el sabor amargo y ácido de aquel elixir, que podría ser creado por la misma Diosa.

La puerta se abría dejando que se colara un aire agradable, enturbiando el calor fraguado por los efectos etílicos y el cargante vaho a humanidad. 

El recién llegado era un chiquillo de cabellos castaños y mirada púrpura, que sin pensarlo mucho, sorteaba todo cuando encontraba a su paso. El jaleo generado por las discusiones y por unos sorbos insaciables, le habían hecho escabullirse hasta la barra sin que nadie lo reparara. 

Bajo sus ropas, se adivinaba que escondía algo al abultarse el tejido de su abrigo.

—Buenas tardes las que os acompañen, Kramer.

Saludaba al mesero de una manera tan cordial, que parecía sospechoso. 

El aludido encorvaba una ceja, mostrando unos dientes irregulares con su sonrisa torcida. En su posición desgarbada, se apreciaba que su espalda se encorvaba gracias a la malformación de sus huesos, realzando su prominentemente joroba.

—No está permitida la entrada a los chiquillos, Orgi. Este es un lugar solo para caballeros. Antes de que vuestra madre os alerte, volved por dónde habéis venido.

Pretendía así vetarle.

—¡Vamos, Kramer! Nadie se va a enterar de tal argucia. Tan solo necesito un poco de cebada. Nada más.

Lo decía como si no tuviese importancia. Su naturalidad creaba jocosidad al dueño de la taberna.

—Tenéis agallas, Orgi. Lástima que aún os quede mucho por crecer. Iros si sabéis lo que os conviene.

Daría por finalizada una conversación que no iría a más.

—¡No soy un...!

—¡Croac...croac!

El sonido característico proveniente de su gabán, delataría al pequeño polizón.

—¡Sshhhh! ¡Calla, Yen-yen! 

Aún estando la causa estaba pedida, Orgi no se iba a dejar vencer.

—¿Habéis traído un arlequie? —Kramer alzaría sus cejas pobladas, haciéndole mucho menos paciente—. Lo que faltaba ya. Que un ser apestoso se pusiese a brincar encima de mis mesas y molestar a mi clientela.

Hacía gracia que el mismo dueño lo dijese, cuando era el primero que no sabía lo que era la pulcritud. Incluso a él le hacía falta un buen aseo. 

—No deseo problemas por una maldita y asquerosa sabandija —Kramer se encolerizaría—. Iros. Es la última vez que os lo aviso —le advertía hosco.

—¡Ag! ¡Si pensáis que era para mí, os equivocáis! ¡Yen-yen está herido y necesito mitigar sus heridas!

Su pequeña voz estridente, fue el suficiente reclamo para que Duncan, le alertara por encima incluso de la disputa colérica de los otros dos. 

—La cebada es buena para su piel rugosa y...

—Si tanto os importa vuestro ridículo acompañante, pedidle a Moira un par de bayas de ocludena.

El mesero se mofaría en su cara con su acostumbrada sonrisa rancia. Orgi acaloraría su énfasis desmedido.

—¿Pensáis que soy un ingenuo? ¡Las bayas no le sirven!

Kramer le negaría haciendo oídos sordos, haciendo pasar su petición como una necedad que le invitaba a carcajear. 

—¡Os vais a lamentar por esto!

Viendo las de perder, Orgi se desligaba de la barra echo una completa furia. En cambio, Duncan advertiría en él una ocasión que podría ser irrepetible, por no decir la única que podría salvarles.

—Aunque la espera sea tediosa, hay algo que sí podríamos hacer.

El hombre de melena negra y cejas finas, provocaría que en su bocanada, Eliot alzara sus ojos por encima del metal. Su sonrisa retorcida, sería el culmen para llamar una atención que cada segundo se agrandaba. Eliot dejaría de beber, premonizando que algo bueno estaría por llegar. Duncan le dejaría con la intriga. 

—Si los cuentos de esa asquerosa e insensata vieja son ciertos, hay algo que podemos obrar a nuestro favor —expresaría convincente.

—Os suplico que seáis más claro —no sabía por qué, pero sin escuchar el plan, el rubio preveía que le iba a encantar la idea.

—Si los deseos son posibles al conocer el nombre de alguno de esos...insignificantes luceros —derrocharía aversión —no tendría ni que deciros cuál sería nuestro deseo, ¿cierto, Eliot?

—Nunca dejáis de sorprenderme con vuestra perspicacia. Soy todo oídos.

—Solo tenéis que alargar la demora unos bastos minutos más.

Cambiaría su foco hacia un niño que pasaba de largo justo por su mesa. Pillándole desprevenido, Duncan le atraparía del brazo con fuerza. 

—Perdonad.

Sorprendido, Orgi antepondría su mirada en unos dedos largos y menudos, haciéndole bastante presión en su antebrazo. Se tornaría esquivo cuando apreciaba el linaje de quien lo había atrapado. 

—Si mi agudeza no nubla mi juicio, ¿entendería bien que deseabais una cebada?

Orgi abría sus ojos púrpuras enormes, guardando la desconfianza hacia esos otros encarnados en el atardecer.

—Si tratáis de hacer uso de lo que sabéis para amonestarme, os adelanto que estáis perdiendo el tiempo. Lo negaré y tendréis las de perder condenándoos a ser un repugnante mentiroso.

Se zafaría de su arresto con un basto tirón, en el que acomodaría sus ropas y comprobaba de soslayo, que su amado arlequie no se había lastimado ante tal arrebato. Su pretensión sería el de salir de allí, ya que Kramer le había negado lo que quería, y aquel olor pestilente ya había oprimido lo suficiente sus pequeños pulmones.

—No nos estamos entendiendo. Si deseáis una cebada, yo mismo os la puedo conceder.

Inclinaría su barbilla hacia una taza intacta, poniéndole en bandeja de oro lo que tanto ansiaba. 

—¿Qué estáis dispuesto hacer para conseguirla? ¿Os veis capaces de subir el pico más alto de la montaña?

Le sonreía de manera que incluso siendo radiante, imponía el peor de los miedos. Por supuesto que eso a Orgi no le iba a detener. Duncan elevaba su mano firmando así un posible acuerdo, en el que no podría echarse atrás.

Le estaba dando su palabra y si pecaba de ser un niño cuando se refería a él mismo como un adulto, no podía retractarse después en ese apalabrado entre caballeros. Inspirando hondo, su mano  finalmente se alzaba también y estrechaba con desagrado aquel acuerdo que aunque no le apeteciera, el fin lo merecía. 

Lo que no sabía Orgi es que con ese apretón de manos, sentenciaría aún más si cabía, a un linaje cuya Arcana estaba totalmente desbastada.

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-> ¡Hola a todos! ¿Qué tal? ❤️

Esta primera parte del capítulo es más cortita, porque en la segunda cambiamos de escenario aunque sea una secuencia lineal. 

Seguiremos por tanto en Adesterna 😉 

-> Contadme, ¿qué os ha parecido? 💬

(Os recuerdo que los niños son los únicos que pueden ponerle nombre a los luceros. Imaginareís por tanto, que Duncan ha querido aprovechar este recurso para hacer de las suyas 😓) 

-> ¿Crees que lo conseguirá? 🤔

¡A continuación publicaré la segunda parte del capítulo 47! 

🌟 ~¡Nos vemos! ~ 🌟

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