Capítulo 26 (parte 1): Como una estrella

El golpeteo de la lluvia fina contra el cristal, sería la canción ambiental que gobernaría aquella insípida tarde. 

El gris opaco fraguado en el cielo desde el balcón, contrarrestaría con una melena de mismo color, en sus tonos ya blanquecinos. 

Desde su acostumbrada butaca para las meriendas, Madeleine probaba suerte con uno de los postres favoritos de Celina. Ni siquiera la compota de manzana, haría que la anciana cambiara el nulo apetito que ya regía su costumbre. 

El gesto torcido en sus comisuras, obligaba a que ella bajara la cuchara hacia el cuenco de porcelana, y produjera un sonido metálico menguado por su contenido. 

Después vino un suspiro en el que aspiraba la fragancia inconfundible de la canela, junto a un leve resquicio a tierra mojada desde el exterior.

—Tienes que comer algo —le decía con voz complaciente—. No has tomado casi nada durante el almuerzo. No puedes estar así hasta que vuelva. 

Se tomaba una pausa en la que masajeaba su sien. 

—Volveré más tarde de lo que ya suelo venir.

No incumpliría su palabra con Axel. Celina no diría nada.

Había días que ni sentía, ni padecía. Era como un ser prácticamente inerte que solo se limitaba a respirar. Cansada, los ojos turquesas de Madi se dirigían hacia el ventanal cerrado, advirtiendo que bajo su marco, yacía otra maceta justo en la misma posición que el ausente ficus. 

No tenía mucha idea de jardinería. En cambio, apreciaba por la constitución de sus hojas, que eran mucho más anchas y rígidas que la anterior. La altura de su tronco central también era más consistente. 

El amor casi enfermizo de George por la botánica, era prácticamente proporcional a las ansias de Evans por cargárselas. Madi no comprendía el por qué tanto odio. Luego caía que en cada habitación de la casa, incluida la tienda, siempre había algo de verde y le medio exculpaba. 

El chasquido de la lluvia estrepitándose graciosamente contra los cimientos, la desintonizaban de sus pensamientos enfocándola en la realidad.

—¿Lo escuchas? —le preguntaba a sabiendas que no le respondería. 

Por lo que había oído en las noticias, la naturaleza seguiría hasta el amanecer con su misma danza calmada. 

—No tiene pinta de que vaya a parar. Pero tampoco irá a más.

Bajaba la cabeza y jugueteaba con la cuchara removiendo la textura cremosa. Mantendría el recipiente sobre sus pantalones negros deshilachados. 

—Para mañana sí que se avecina una gran tormenta.

Celina abría los ojos lentamente, mostrando al mundo una mirada vacía sin luz. 

—Mañana también tengo que trabajar hasta tarde —agazapaba su espalda mirándola—. No tienes que preocuparte. Estaré aquí antes de que todo eso pase.

Dejaba el bol sobre la mesa, y tomaba entre sus manos otras marcadas por su piel rugosa. 

—Estaremos solas. Evans tiene turno de madrugada. George y Arissa tampoco estarán.

Celina aceptaba el gesto cariñoso, apretando con fuerza los dedos de su nieta. 

—Podríamos rememorar los viejos tiempos. ¿Qué te parece?

Haría una pausa en la que no escucharía nada, aparte de más de silencio. 

—¿Recuerdas lo que solíamos hacer las tardes lluviosas de invierno en Lindubrel? —se le formaba una sonrisa difusa—. Nos quedábamos en el salón al calor de los pies de la chimenea. Te sentabas en tu sillón favorito. Yo me quedaba en el suelo acurrucada contra tus piernas y la mantita roja de papá. Solías acariciarme el pelo.

Madi mordía sus labios tragando saliva. 

—Te encantaba. Decías que era tan suave como la seda.

Pasaba sus pulgares por encima de sus nudillos huesudos. 

—Nos apasionaban los cuentos. Me pedías que leyera alguno, en el tiempo en el que esperábamos a que papá y mamá volvieran —se perdía en sus añoranzas.—Rara vez las acababa. Me quedaba dormida con el libro abierto y mi cabeza en tu regazo.

Celina se desprendía de las manos de su nieta, y alzaba su brazo temblón sin saber muy bien a dónde dirigirse. Madeleine le sonreía intuyendo qué era lo que quería. 

Haciendo la butaca a un lado, se arrodillaba y no tardaba en coronar las rodillas de su abuela, teniendo cuidado de que las suyas propias, no se hincaran contra las patas de la mecedora. 

Inmediatamente después, sentía que las uñas de Celina pasaban gentilmente por sus mechones rubios rosáceos libres de accesorios. Por un momento, a Madeleine le parecía viajar en la máquina del tiempo, quedándose en ese pasado donde sí era feliz.

—Te acuerdas de eso, ¿verdad?

Sentía cómo en cuestión de segundos, se le formaba un nudo en la garganta tan ahogadizo, como una corbata mal anudada. 

—Todo era tan especial...tan real. No sabes lo que daría por...por volver atrás...

Se arremolinaba contra el vestido oscuro de Celina escondiendo la cara, haciendo una desigualdad notoria entre ella, y su jersey blanco trenzado de cuello alto. 

Sabía que su abuela no la vería llorar. Aunque la realidad en la que la anciana vivía fuese otra muy alterna, sí que notaría como otro cuerpo desde abajo, tambaleaba en una respiración contenida. Madeleine estaba cansada con la vida. 

Concretamente con mantenerse fuerte, de fingir lo que no sentía y ensalzar ese carácter distante que jamás había sido suyo. 

Manteniéndose en su guarida, continuaría rememorando.

—Había una historia sobre un lugar muy especial, en el pico más alto de una gran montaña. Se decía que su altitud era tal, que entre unos dólmenes cilíndricos de piedra que la coronaban, parecía que la tierra se conectaba directamente con el cielo. Los niños podían alcanzar las estrellas y ponerles nombres en secreto. Quien entrara en el círculo y descubriera cómo se llamaba al menos una de ellas, se le concedería un deseo. Esa nos gustó mucho. Tanto que el loco de papá, talló con sus herramientas unas cuantas en el techo.

Arrancaba una sonrisa dolorosa. 

—Mamá se enfadó mucho. Pero le dijimos que si acertaba el nombre que le habíamos puesto a las cinco, ella también podría pedir uno —su pecho se sobresaltaba—. Pero mamá... —balbuceaba costándole continuar—. Ella no llegó a...—soltaba un quejido directo desde las entrañas—. Mamá fue la que se convirtió en estrella. Ella, papá, el abuelo...y ahora...solo me quedas tú...

Las lágrimas salían solas, mojando una cara de la misma manera, que la lluvia empañaba los cristales. El sentimiento de soledad era tan atroz, que sus estímulos reaccionaban solos sin consentimiento. 

—No me dejes tú también, por favor....

La estrechaba más fuerte entre sus brazos, desahogándose después de tanto contenerse. 

Celina seguía con el masaje sobre su coronilla, perdiéndose en las ondulaciones naturales de su preciosa cabellera.

—Las mejores vistas se tienen...desde la cima —le oía decir ronca y frágil—. Como una estrella. 

Madi alzaba la cabeza, mirándola desde el suelo absorta sin dar crédito. Lo que a oídos de otros podía parecer una tontería, esa era una de las tantas bonitas reflexiones a las que habían llegado al leer aquella historia.

—Y para eso, primero hay que aprender a mirar desde abajo —emitía con el corazón en un puño—. Para observarlas, conocerlas, y algún día poder alcanzarlas. Solo para convertirnos en lo que siempre hemos querido ser.

Completaba las impresiones que tuvieron aquel día, no con las mismas palabras, pero sí con el mismo sentido. Sus ojos vidriosos estallaban en más lágrimas. Los momentos como estos, eran esos deseos que tanto le habría pedido a las mismas estrellas, si tan solo la escucharan. 

—¿Cómo puedes acordarte de eso, abuela? —limpiaba su nariz—. ¿Re...recuerdas el nombre de las cinco? —alzaba sus cejas en un gesto implorante—. Yo...yo las olvidé —enjuagaba su cara apretujándose las mejillas—. Tendría que hacer memoria...pero por más que lo intento, no las recuerdo...

Advertía que Celina bajaba sus párpados lentamente hasta sellarlos. Aquel movimiento efímero, era como el de una función de teatro que bajaba su telón. Ya no habría más momentos de lucidez, ni tampoco nada más que Madeleine pudiera hacer. 

—Por eso es tan difícil alcanzar todos esos sueños, ¿no?

Movía la cabeza por inercia e hincaba la barbilla contra su pecho. Expiraba y dejaba en su aliento todas esas oportunidades, a las que cada vez menos seguía aferrándose. 

—No. Claro que no. No tiene importancia.

Encogía sus hombros sobrepasada por sus sentimientos. 

—Son tonterías. Cuentos de niños con fábulas éticas, solo para recordar a los que ya no están —erguía sus rodillas y se ponía pesarosamente de pie—. Tengo que irme. Llegaré tarde.

Decía dándole la espalda para acercarse a la entrada, y tomar su mochila tirada en el suelo.

Antes de marcharse, volvía sobre sus pasos y le daba un beso fuerte en su frente. Cerraba sus ojos dejando salir las últimas lágrimas que nacían de ellos, y no despegó sus labios pasados unos segundos después. 

Celina esperó a que su pelo rubio dejara de hacer contacto con su cara, y que sus zapatillas de tela blanca se alejaran lo suficiente para arrancar su voz endeble.

—Desde abajo.

Soltaba la anciana, deteniéndola antes de que bajara el primer escalón. 

—Desde abajo. Mira siempre desde abajo.

Madeleine giraba sobre sí, dejando que Celina siguiera con su jerga aparentemente sin sentido. 

—El Dragón despertará de sus sueños —realizaba un inciso roto por la llovizna—. Los luceros. Los luceros y el Dragón —en sus rasgos sin emoción, no se leía nada nuevo.

—Intentaré no tardar mucho.

Su nieta le ofrecía una sonrisa rota, con el rostro aún desencajado. 

—Te quiero, abuela.

Decía antes de encaminarse hasta la planta baja, conteniendo un quejido en su tráquea.

Debería de haberlo aceptado hace mucho tiempo. Nada era, ni sería jamás lo que una vez había sido. Pero Madeleine se negaba a la evidencia. La verdadera Celina ya no existía. Solo quedaban esos recuerdos tan lejanos, que parecían una invención de su propia cabeza para no volverse loca. 

De ahí buscaba la fuerza, porque si lo pensaba seriamente, su abuela era una más de esas estrellas que ya le habían abandonado. Incluso Mr. Tofu lo sentía más lejano, al descubrir que posiblemente tuviese otra dueña. Lo peor de todo no era sentirse sola. 

Era el no entender el por qué a muchas cosas, y que tampoco quisieran explicárselo. Tragándose la rabia que nacía de toda esa desesperación, avanzaba cada maldito escalón como una losa que se sumaba a sus espaldas, dejando la habitación atrás.

Un gato de pelaje sedoso dejaba su escondite, para codearse con los recovecos formados por los inmuebles. Sigiloso, avanzaba rápido sin generar ni un simple ruido, llegando a la altura de unas piernas descubiertas por su vestido. 

Esperó unos segundos más, y cuando entendía que su ama no volvería, se subía de un salto al regazo de la anciana. Allí, hundía las almohadillas de sus patas sobre ella, sin generarle ninguna expectación, ni sobresalto. 

Para quien no lo supiera, pensaría que la nula interacción de Celina, se debía a la escasa percepción que tenía de su alrededor. Para ambos, era algo que solía ser algo que ocurría con frecuencia. 

Sus ojos felinos de colores dispares, se centraban en otros ocultos tras sus escasas pestañas. Celina seguía permaneciendo quieta, como si no se percatase de la nueva compañía.

—Lo siento —ella le escuchaba decir—. No hay más que pueda hacer.

El angora esperaba algún estímulo de su parte, siendo este el contacto de una mano que iría a parar a su lomo, y ascendería hasta sus orejas. 

—La suerte está echada —el minino concluiría.  

Celina continuaría con el alisado torpe, discontinuo y lento de su pelaje. Al hacerlo, perpetraba sin querer sus ropas oscuras con sus filamentos blancos. Dejaría pasar unos segundos más antes de asentir con fuerza. Entendía perfectamente el por qué lo decía, y lo que muy seguramente sucedería. El minino pegaría su cabeza contra su pecho.

—Cuida de ella —decía sin abrir la boca, como un mensaje telepático—. Cuida de Alana. 

* * *

Habiendo descendido todas las escaleras, la joven de pelo rosáceo se paralizaba antes de abrir la puerta que comunicaba con la tienda. Al otro lado, se escuchaban las voces de sus queridísimos tíos hablando entre sí. 

La táctica de escuchar a escondidas era una carta que ya había usado. Pero de la misma forma que sin saber cómo Evans conocía todos sus pasos, el matrimonio sabía cuando callar en el momento justo. 

Ponía la mano en el pomo y antes de accionarla, alisaba sus mejillas eliminando cualquier resto de debilidad. Tampoco tenía mucho sentido ocultarlo. Con ellos los secretos no llegaban muy lejos. Inspirando lentamente, finalmente la abría e irrumpía en la habitación. 

Esa sería una de las pocas veces en las que agraciadamente no habría que fingir. No había clientes, y eso se traducía a que no había necesidad de interpretar sus respectivos papeles. Ni ella era la sobrina ideal, ni ellos los tíos carismáticos.

—Buenas tardes.

Avanzaba Madi diligente, directa hacía la salida con la cabeza baja sin hacer contacto visual. No estaba para el malhumor de George, ni para las carantoñas de Arissa que no creía reales.

—¡Madi, espera! —como siempre, ella tenía algo qué decir—. Está lloviendo, ¿quieres que te acerque? —se desmarcaba rápido detrás del mostrador, haciendo que su bata impoluta ondeara. 

Madeleine pasaba de largo sin prestarle atención, siendo George el único que no se sorprendía de su actitud arisca. Con los brazos cruzados, alzaba la mano únicamente par empujar su montura azul.

—No, gracias. Puedo apañármelas sola.

La dejaba con las ganas de insistir, haciendo que en su salida, la campanilla resonara desde el techo en un sonido estridente. 

Un vez la puerta acababa cerrándose y la melodía se fuera apagando, las manecillas del reloj se volvían a empastar con la lluvia. Arissa giraba su torso mirando con preocupación la encimera. 

Intuía cuál era su respuesta y por eso el haberle preparado un paraguas de mano. Dudaba que Madi se hubiese preocupado de llevar uno encima.

—Te lo dije. No merece la pena esforzarse tanto —George la retaba y ella afligía sus muecas.

—No sé qué más hacer —derrotada, se quitaba sus gafas salmón y se restregaba los ojos.

—Vamos, Ari. Estoy seguro que por muy poco que sea, nos tiene afecto —la intentaba animar.

—No, George, es normal —su mirada de un verde manzana le penetraba—. La estamos engañando.

—Es por su bien.

Agazapaba la espalda, posicionaba sus brazos sobre de la tarima y proseguiría.

—No hacemos otra cosa que no sea protegerla—friccionaba su barba poblada—. Todo a su tiempo.

—Sí, ya —alzaba las cejas marcando el descontento. 

Luego volvía a su puesto guardando el paraguas.

—Anda, no te preocupes.

Esperaba a que sus hombros hicieran un ligero roce, para darle un empujón cariñoso. 

—No es que no quiera que la lleves. Es que seguramente prefiera otro tipo de compañía. Ya sabes —ladeaba su cabeza hacia la calle, antes de fruncir ligeramente el ceño. 

Arissa inclinaba su espalda y al ver tras el ventanal, se le formaba una sonrisa natural. George cambiaría su humor, poniéndolo de manifiesto en sus palabras.  

—No deberíamos permitir que se relacione con cualquiera. Es peligroso. Hasta que no se demuestre lo contrario, no podemos confiar en nadie —por el contrario, ella se volteaba aprensiva.

—Déjala, al menos por hoy —meditaba, queriendo enterrar una gran preocupación—. Nos esperan tiempos difíciles, George —recogía nerviosa algunos mechones de su pelo—. Aunque Madi es fuerte, es mejor que sonría ahora. No sabemos cuando volverá a hacerlo.

Él lo afirmaba dejándolo correr, no sin antes alzar otra mirada tras la cristalera del establecimiento.    

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-> ¡Hola a todos! ¿Qué tal estáis? 😊💖

-> Decidme, ¿qué os ha parecido este capítulo? 😁

-> ¡Tenemos otro cuento a la vista! ¿Tendrá alguna relación con las leyendas anteriores? 😲

-> ¿Qué pensáis sobre las palabras de Celina? ¿A qué podría referirse? ¿Os esperabais la "relación" entre ella y Mr. Tofu?¿Qué querrá decir él con "la suerte está echada"?

-> ¿Por qué Evans parece saberlo todo / por qué los tíos actúan así? 🤔

-> ¿Quién estará fuera esperando a Madi? 🙈

Quería comentaros que el capítulo 30 es el final de la primera temporada ¡¡y nos vamos acercando!! Tengo muchas sorpresas ¡Ojalá os gusten!

Nos vemos la semana que viene con la segunda parte del capítulo 26

(Puede que conozcamos algunos datos más sobre "Las sombras" 💣)

😍❤️ ¡¡Pasad un fin de semana muy bonito!! 😍❤️


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