42- Cristiano
Llegamos arrastrándonos hasta la casa de Á.
Viajar en colectivo no fue la experiencia más agradable de mi vida, el chófer al vernos tan demacrados frunció el ceño y ofreció llevarnos al hospital, pero los tres gritamos:
—¡NO!
—Está bien —titubeó el conductor aferrando con fuerzas el volante—. Déjenme alcanzarlos a la comisaría...
—¡NO!
—Limítate a conducir —gruñó María.
Nos sentamos juntos en un asiento de dos. Yo estaba en el medio de los hermanos. María no me sacaba los ojos de encima. No quería hablar ni pensar de lo que sucedió en esa casa. Jamás.
Sí, fue horrible. Cambié. No había sido yo mismo el que disparó.
Me sentía como cuando Peter Parker comienza la transformación de chico de secundaria a hombre araña. Sentía como si viera el mundo por primera vez, me movía muy rápido, pero mis pensamientos iban tan lentos que no terminaban de crearse nunca. Tenía la mente en blanco, actuaba en modo automático, como si me hubiera ausentado y otra persona manejara mi cuerpo. Sentía que jamás volvería a pensar como antes.
Quería ignorar todo. Y tenía tanto miedo.
Ignorar lo que hice como cuando te pasa algo vergonzoso y querés fingir que no pasó pero eso no cambia nada.
Había matado al señor Weinmann. A una creación de Dios.
Pero ahora me sentía como olvidado, ya no tenía sentido rezar ni creer que todo tenía salvación porque ahora no sabía si yo podía tener arreglo. Y Dios, él había visto todo lo que me había pasado y no había hecho nada...
Estaban corrompidos y esas dos personas eran una porquería, pero igual. Si no les di la vida no estaba en mi derecho arrebatársela, pero eso no pensé en el sótano. Ahí abajo quería matarlos y lentamente. Quería que sufrieran. Porque ellos estaban quitándome mi vida y entonces pensé ¿Por qué la mía vale menos que la de ellos?
Incluso me engañé a mí mismo, me obligué a creer que estaba haciendo algo bueno al arrebatarles la vida, al borrarlos de la tierra. Estaba quitando maldad y eso era bueno.
¿Desde cuándo matar era algo bueno? Estaba cometiendo en un día todo lo que jamás juré hacer en una vida.
Eso era un cambio muy grande, un giro de 180º, sentía como si hubiese bajado en cohete a otro planeta. Sentía tantas cosas y ninguna me gustaba.
Pero lo peor de todo era que había sido en vano. Dante y Gemma vinieron con el disparate de que estábamos en el infierno y me decían encima que en realidad no había matado a nadie porque eran como unos bichos que sanaban si no los mataba un híbrido, que solamente los había lastimado porque cargaba un arma creada por un híbrido.
Resoplé.
No podía creer eso.
Y si era verdad, si estábamos en el infierno peleando con demonios, entonces gracias, habíamos terminado. Solamente quería volver a la casa de Á y descansar.
Desde que los abandonamos no habíamos dicho palabra alguna. Estábamos en un perpetuo silencio. Temblábamos. Pensábamos. Dudábamos.
También quería vomitar y lo hice cuando el colectivo arrancó con una sacudida. Mi estómago expulsó todo, sentí el sabor amargo en mi boca y el calor del líquido desbordándose.
Un asco. Si creí que no podría humillarme más esa noche estaba equivocado.
Á se levantó de un golpe y se alejó a la otra fila de asientos individuales. Agradecí dos cosas. La primera fue que el colectivo se encontrara un poco vacío. La segunda fue que María me sostuvo los hombros y me acarició la espalda. No dijo nada y eso también lo agradecí porque estaba avergonzado.
—Perdón por eso... los nervios. Supongo.
Cuando recordaba lo que la madre de Weinmann me había hecho se me revolvía otra vez el estómago. Quería olvidarlo. Tenía que olvidarlo o no podría recuperar mi mente jamás.
—Vamos a fingir que son un drogón y estás pasando por la abstinencia —susurró.
—¿Por qué? ¿En eso tenés experiencia? —pregunté.
Traté de volver a nuestras charlas fingidas de esa mañana, pero no pude. Ella rio como si adorara que tratara, en vano, de ser rudo o un chico a su altura o alguien que no era.
Me abrazó la espalda, pero sentía que no estaba ahí conmigo. No había mencionado la discusión... si es que ese breve intercambio de palabras con Gemma era discusión. Sabía que ella estaba igual de decepcionada, confundida y cansada que yo.
—Te vas a poner bien —aseguró.
—Gracias por quedarte. Aunque esté hecho un lío.
Ella pareció dudar en decir las siguientes palabras. Se mordió el labio y susurró.
—Gra...cias... por... —Chasqueó la lengua y soltó las palabras de sopetón—. Gracias por cantarme. Allá abajo. Y por ofrecerte por mí a recibir la tortura. Fue lo más raro y leal que alguien haya hecho por mí mientras otra persona me daba la peor experiencia del mundo.
—Vos también me cantaste —dije recordándolo—. Te escuché, bien bajito, pero estabas ahí, siempre estabas ahí.
Todos los recuerdos del sótano se arremolinaban en mi mente como un torbellino. Se movían tan rápido que no llegaban a dañarme o alterarme, pero sabía que en unos días se quedarían quietos e irían por lo que quedaba de mi cabeza. Perdería la cordura.
Todavía estaba temblando, pero ahora parecían una mala pesadilla, muy lejana y difusa. Las manos de la mujer sobre mi cuerpo las sentía como si me hubiera dejado marcas. Marcas sucias. Jamás me había sentido tan violado. Sus dedos quemaban en mi piel, eran como algo desesperante, recuerdo con desesperación que los quería fuera pero no podía apartarlos y entonces un miedo atroz se apoderaba de mí.
También recordaba su voz. La de María. Mia. Su melodiosa voz cantándome en la oscuridad. Como si fuera un ángel diciéndome que todo estaría bien. Ella se ruborizó y miró para otro lado.
—Sí, bueno, no va a volver a pasar —comentó, regresando a sus bases de defensa emocional.
—Lo de los sicópatas juro que no, pero espero que vuelvas a cantar, tenés una linda voz, aparte, algunos dicen que te relaja, como que cantar es terapéutico o algo así, y por lo que vi en el día sos un manojo de nervios.
—Creo que ni toda la música del mundo podría relajarme —asintió.
—Algunos dicen que si decís palabrotas en voz alta también te desestresa. Ahora que lo pienso no sabía que habías estado todo el día tratando de calmarte.
—¿Querés que te muestre cómo se hace pendejo? —preguntó ella sonriendo.
Era absurdo hablar de eso, pero no sabía qué otra cosa hacer, quería retroceder las últimas cuatro horas y volver a hablar con ella con la normalidad de antes. Quería que todo se detuviera por un momento y dejara de correr porque yo estaba demasiado herido como para seguirle el ritmo al mundo.
—No gracias, tarada.
—Tarada tu abuela —masculló, sabía que en otra situación me hubiera mandado al carajo.
—¿Por qué tenés un Pangea dibujado en el hombro con lapicera?
Era el momento menos oportuno para esa pregunta, pero quería pensar en otra cosa que no fuera lo que acababa de pasar. Que había matado...
—En mi hombro —repitió, plegó a un lado el cuello de su campera y notó el dibujo como si se hubiera olvidado de él—. Ah, sí, lo hice antes de ayer, mientras esperaba el colectivo. Yo... lo aprendí en la escuela. Fue la única clase a la que presté atención en mi vida, bueno en realidad lo único que escuché fue que el mundo era así antes —Le dio golpecitos a su piel tersa y pálida, sus ojos azules me miraron animados.
—Había un único continente, sin fronteras.
—Sip.
—¿Y eso?
Frunció el ceño.
—No quiero contar la historia. Es que no me gusta hablar de mí.
—Qué triste porque es lo único que quiero escuchar.
Ella humedeció los labios.
—Está bien, lo cuento, pero por esta vez nada más. El Pangea ¿Qué pensás cuando ves el mundo así?
—En unidad. Algo antiguo.
—Eso es lo que la gente cree, bueno, cuando vi la imagen creí... la gente lo primero que piensa es en unión —Meneó la cabeza no encontraba las palabras indicadas—, pero yo pensé en soledad. Si el Pangea... si ese continente fuera una persona estaría completamente sola en el mundo. Además, lo gracioso es que después se dividió, pero en cierta medida los continentes siguen solos porque se separan, crean fronteras entre ellos, límites que es delito atravesar sin permiso... como si nacer en un lugar del planeta te castigara a tener que morir ahí también.
Me resultaba rarísimo que una chica de la calle que solía no pensar en la gente, en realidad, pensara tanto en la soledad.
—Es como que no tiene solución ¿No? No importa si todo está unido, separado o no sé fusionado, siempre seguirá estando solo. Es como que va a cometer el mismo error no importa lo que haga. Es como yo: sin nada bueno. Sin solución.
—María Dubanowski vos tenés mucho más para ofrecer de lo que pensás. Fuiste lo único lindo que tuve en el día.
—No te hagas el chamuyero*, no es el momento, cara de pija.
—Bueno algo agradable para mí —admití encogiéndome de hombros y enderezándome un poco—. No sé qué pensarán los demás.
Ella aflojó la postura y me miró a los ojos.
—Los demás nunca piensan nada bueno.
—Qué bueno que no somos los demás.
Ella se recostó contra la ventana. Olía a sudor, sangre, tierra y té. O tal vez el olor a tierra era yo.
—Lo decía de verdad —susurró sin mirarme, las luces de los autos de la calle le iluminaban la cara—. Allá en la casa. Fuiste como un pilar. Siempre odié que la gente compare a más gente con cosas. Esos que dicen: «sos mi corazón, mi ancla, mi salvavidas» Son cosas que dice la gente fea o los pito corto. Pero hoy pensé diferente porque a veces cumplimos las funciones de cosas... como jarabe o medicina o pilares. Porque no se me ocurre otra manera de llamarte esta noche.
»Me hubiera derrumbado si no estabas ahí. Y lo digo con sinceridad, porque cuando algo se derrumba nunca puede volver a ser construido, tal vez se puede poner una imitación de lo que antes fue en el mismo lugar, pero la estructura original, cada ladrillo único, cayó para siempre y se desvaneció. Puede que no te conozca mucho, pero sos mi pilar Cris, esta noche sos mi pilar, no dejaste que me destruyera.
—Respondería algo que me haga quedar como un galán, pero no puedo si en cada frenada mi vómito va de un lugar a otro.
Ella rio y dijo que en su vida había visto cosas muchos más desagradables y asquerosas. Temí por eso.
Nos dirigimos al final del colectivo y después de unas manzanas nos bajamos.
Caminamos hacia la villa. Á tenía en sus manos un manojo de llaves. Lo que me gustó del lugar era que la gente no preguntaba por qué estabas hecho boleta*. Ahí era común. Lo que tanto no me gustó fue que muchos callaban al mirarnos pasar, provocándonos, preguntándose si le traeríamos problemas o si éramos perseguidos por la policía.
Entramos al departamento.
Chamuyero: Persona que chamuya// chamuyo: es parte del argot lunfardo argentino y se refiere a la conversación que le hace un hombre a una mujer para llevarla a la cama, o la conversación trivial que hacen las personas para llenar huecos de silencio.
Hecho boleta: arruinado.
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