31- Gemma.
—Décime quién es inocente.
—Hay niños...
—Que crecerán y se convertirán en Creadores de la Destrucción, los Purificadores la supervisan, todo el desastre de este mundo ellos lo controlan, pero nosotros somos los que creamos, los condenados somos los Creadores de la Destrucción.
—No todos los niños se vuelven malos...
—Décile eso a ella.
Dante me tendió el periódico en el apartado de la chica que se había suicidado en el hospital después de ser abusada. Leí un poco y el hombre acababa de salir de la cárcel por buen comportamiento. Había violado a otra chica, pero la ley no lo había tomado como caso serio porque ella había usado ropa de lencería y significaba provocación de su parte. El hombre llevaba una semana libre cuando decidió...
Habían puesto una foto de ella, era hermosa, estaba sonriendo con su melena oscura cayendo a un costado, ella misma se había tomado la foto, atrás se encontraba una anciana que había sido capturada desprevenida, estaba peinando sus rizos. La chica reía feliz como si pensara «Esta fotografía valdrá oro». Pero en el momento que la capturó jamás se habría imaginado que aparecería en un diario porque ella se suicidaría después de ser violada por quién sabe cuánto tiempo. Había sido encontrada muy lastimada con profundos cortes en la vagina, en la cara golpeada, los brazos...
Desvié la mirada. Yo no tenía por qué leer eso.
—Está muerta Gemma, todo lo que alguna vez fue se acabó. Él abusó de ella hasta que la quebró. La rompió de todas las maneras posibles y su sufrimiento ni siquiera valió la primera plana. No hay solemnidad en su muerte, solamente un caótico desastre sin sentido, resumido en veinte reglones. Nada en este lugar tiene sentido. Todo es vacío...
—¡Ya cállate!
Noté que me había mordido la lengua y tenía los ojos cansados.
Ese chico era la voz perdida en un mar de desgracias.
Aquella voz todo el mundo la tenía dentro, llegaba el momento en la vida de uno en donde pensaba «Qué mundo horrible» pero rápidamente acallaba aquella vocecita. Ahora, ese sonido estaba encarnado en una persona que me murmuraba datos fatalistas sin descanso.
—¡Quiero que te calles! —dije con la voz quebrada y cerré los ojos tratando de olvidar la fotografía, pero no podía.
Las cosas que decía eran tan horribles. Me faltaba el aire como si llorara, pero no había ninguna lágrima deslizándose de mis ojos ¿Estaba lloriqueando en mi interior? Me gustaba pensar que sí. Las orejas me picaban. Negué con la cabeza.
Sentía que acababa de aterrizar en un mundo diferente al de esa mañana. Lloraba en mi interior porque sabía que él tenía razón y porque todo lo que me dijo no podía conmoverme.
—Por favor... no sigas.
—Quería que me creyeras, no que te pusieras así —se disculpó—. Pero estoy asustado, no conozco este mundo. Allá, de donde vengo, todo es tan diferente. Dante me habló por horas, pero solo soñé unos minutos. Cuando desperté estaba en la clase, en ese extraño edificio sin color y frío. Entonces me di cuenta de que era verdad. Había despertado en el infierno.
Miró fuera de las ventanillas.
—Allá no hay edificios grandes, ni ciudades como estas. No sé dónde estoy —Enterró su cara en las manos y lloriqueó—. Me quiero ir. Me quiero ir ahora.
No sabía qué decirle.
Me miró.
—Gemma, por favor, por favor, por favor. Ayúdame.
—¿Cómo? —pregunté.
—Necesito encontrar a Edén Larbalestier. Dante estaba a punto de decirme dónde podía encontrarla, dijo que dejó todo lo que necesitaba saber en un cuaderno, pero cuando estaba por decirme dónde estaba escondido el cuaderno, desperté. Creo que se tuvo que ir, me dejó en su cuerpo, él se fue a abrir los portales de salida y yo... no sé dónde buscar ¿Qué hago?
Tragué saliva.
—No sé.
Sí sabía, pero no se lo diría.
—Sóltame, Dante, no dejes que me convierta en un dato triste más.
Masificación. Había leído de eso en el colegio. Un muerto era una tragedia, varios muertos eran un dato y yo entraría en el número de víctimas por femicidio. No quería ser un número.
—Decime los lugares que frecuenta Dante. Su casa.
—No sé, te dije que no sé.
—Sí que sabés... había un lugar en específico, me habló de eso cuando mencionó su trabajo en el infierno como Protector del caos. Era...
—El callejón —murmuré.
—¿Qué es un callejón?
—Como un pasillo entre dos edificios —respondí sin creerme su incertidumbre sobre este mundo.
—¿El panteón?
—Sí.
Había escuchado hablar de ese lugar, muchas veces. Humedecí mis labios aferrándome a una esperanza vana.
—Si te llevo allá ¿Me soltás y me dejás ir?
Sus ojos chispearon de entusiasmo.
—Sí.
Me recosté sobre el asiento del auto, me dolían las manos que colgaban del cinturón. Cerré los ojos y traté de calmarme. Por suerte, era buena serenándome, lo había aprendido con los ataques de mamá, buscaba mi remanso de paz y me quedaba encerrada ahí. Pero mi paz era llana, a veces insípida y dolorosa, como acostarse sin abrigo en un suelo de hielo.
El sufrimiento era algo que conocía.
—Bueno. Entonces arrancá el auto.
Dante sonrió a medio lado y encendió el auto.
Lo único que pensaba era ¿Cómo sabe manejar y no sabe qué es un callejón?
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