24- María
La mujer se abalanzó sobre mí como una fiera.
Tal vez había pensado que yo no sabía defenderme, pero estaba equivocada. Una vez en una fiesta, donde había polvo para volar (había droga, si sos corto de bocho* y no entendés qué es el polvo para volar) una piba completamente ida creyó que yo era la chica con la que se fue su novia, había querido atacarme y terminó con una botella rota en la cabeza y una linda cicatriz que lo comprueba.
La señora Weinmann estaba muy cerca mío.
No tuve tiempo a romperle algo en la cabeza, pero agarré su estúpida tetera y le aventé el contenido en la cara. Una gran porción de agua cayó sobre mis piernas y me quemó despidiendo una elegante voluta de vapor. Reprimí un gemido a la vez que retrocedí. La mujer estaba echada sobre la alfombra, aullando con el rostro quemado entre sus finos dedos. Se revolcaba.
El hombre contempló la escena por una fracción de segundo y se incorporó dispuesto a atraparme.
Deslicé de una patada la mesa de té y esta se dirigió hacia él. Tenía suerte de que estemos cerca porque el impacto lo derribó sobre la mesa, cuya base era una placa de vidrio que se quebró. El hombre se hundió en el agujero de esquirlas, las tazas de porcelana también se hicieron añicos y los fragmentos se incrustaron en su carne y rasgaron su fino saco.
No me dio tiempo a levantarme, todavía acostado en la mesa comenzó a arrastrarse hasta que aferró mis piernas y trató de tumbarme del sofá. Sus uñas se hundían en mi piel como un predador. Le di una patada en la cara y sentí su nariz crujir bajo la suela de mi bota.
Me incorporé. Quise huir, pero no dejaría a Ángel. Traté de levantarlo, pero estaba inconsciente y pesaba una tonelada. Lo tiré al suelo mientras observaba el cuerpo aturdido del señor Weinmann. Agarré los brazos de mi hermano y comencé a arrastrarlo.
La madre de Dante continuaba gimiendo, pero ya no se revolvía, estaba poniéndose de pie, a duras penas, aún con las manos cubriendo sus ojos.
Desesperada arrastré a Ángel por el pasillo. La señora Weinmann se aproximó dando ciegos tumbos, con las piernas temblorosas. Cerré la puerta del estudio, quedando sola en el corredor, los goznes temblando me hicieron saber que la estaba aporreando con insistencia. Aferré con todas mis fuerzas el picaporte que giraba frenético bajo mis manos.
—¡Cris! ¡Ángel! ¡Despertá! ¡Cris! ¡Ángel, por favor, volvé! —grité desesperada mientras le daba patadas y sostenía la puerta.
Busqué una traba o una llave no había ninguna. No podía sostener la cerradura por siempre, no podía encerrarlos por más tiempo.
De repente el picaporte comenzó a resbalarse de mis manos. Un miedo atroz me perforó el corazón mientras me preparaba para lo que no podía evitar por más fuerzas que involucrara. Los esposos estaban tirando de la puerta para abrirla, contemplé como comenzaba a ceder lenta y temblorosamente. Clavé con fuerza mis piernas contra el suelo.
—No, no, no, no, no, no, no.
Unas manos ocuparon la ranura que se expandía, dedos ensangrentados de hombre, jalaron con todas sus fuerzas y terminaron abriéndola. El impulso me aventó hacia ellos.
Unas manos húmedas y calientes me recibieron. La señora Weinmann me sujetaba fuertemente los brazos, clavaba sus uñas en mi carne, sentí la sangre escurriéndose por mi piel y ella por la suya porque echó una sonrisa risueña.
Su esposo fue por mi hermano, lo cargó para alejarlo de la puerta del estudio y lo tiró al piso con brutalidad, su cuerpo provocó un ruido que prometía doler cuando despertara.
Comenzó a arrastrarlo.
La señora colocó sus labios en mis oídos mientras me batía y trataba de liberarme. Sentí su aliento dándome cosquillas. La mujer temblaba mucho como si estuviera emocionada.
—Oh, que dulce nena. Llamaba a su hermano y a su amigo —susurró alborozada—. Gritá. Gritá que me encanta. Me gusta cuando gritan porque hay un momento que paran para tomar aire y en sus ojos se ve la más densa soledad cuando se dan cuenta que nadie va a venir.
Entonces sentí algo mojado y esponjoso en mi mejilla y supe que era su lengua. Me estaba lamiendo. Envuelta en repugnancia traté de liberarme, pero fue inútil.
—Cielo, sabe a azúcar —susurró emocionada a su esposo.
Con una de mis piernas le di un golpe en su rodilla como era de esperar se flexionó y derribé su otra pierna. La mujer cayó sobre mí. Rodeé rápidamente sobre el suelo. Me incorporé y ella trató de alcanzar mis botas con sus manos.
Retrocedí hasta verme nuevamente en el interior del estudio. Se agarró del umbral de la puerta para incorporarse, sus dedos delgados rodeaban la madera. Aferré la puerta y la cerré sobre sus nudillos. Escuché el crujido. El aullido de la mujer se oyó del otro lado. Abrí nuevamente la puerta y la azoté con todas mis fuerzas para romper definitivamente el hueso.
La mujer estaba encogida en el suelo, gritando de dolor. La salté y me dirigí al hombre, con el cual no tenía muchas oportunidades. Pero él tenía a mi hermano. Continuaba arrastrándolo ajeno a todo.
—¡Soltálo!
El hombre me sonrió, busqué la navaja que siempre guardaba en mi bolsillo y trataba de no sacar nunca. La desenvainé y me aproximé hacia él. El señor dejó de arrastrar a Ángel y frunció el ceño como si se preguntara qué me pretendía con eso.
Avancé, pero no pude llegar a él. Alguien me agarró de la chaqueta y me aventó al suelo. Era la mujer. Tenía los dedos tan rotos como ramas. Sus manos temblaban y comenzaban a adquirir un color oscuro. Perdí la navaja. De repente no la tenía en mis dedos. Debía liberarme de ella, pero era mucho más grande que yo. Grande en todas proporciones.
Me incorporé y la aferré del cuero cabelludo. Sentí como su peinado elegante se disolvía en mis manos. Aporreé su cara contra la pared más cercana. El sonido fue gratificante y tan familiar que me dio escalofríos. Abrí un tajo en su frente y dejó una mancha de sangre en su hermosa pared blanca.
Soltó un lamento que sonó como esos quejidos que hacemos cuando paramos después de reír mucho.
La mujer se desplomó definitivamente en el suelo.
Su cabello castaño dorado se abrió como un abanico alrededor de su cabeza. La piel irritada, la herida manando sangre de su frente y sus dedos morados y en direcciones en las que no deberían estar, no le daba un aspecto muy fino.
El señor Weinmann soltó a Ángel y se ocupó de mí.
Se movía perezoso como si disfrutara el momento y quisiera postergarlo.
Estábamos en lados opuestos del pasillo, yo jadeaba agotada. Me temblaba el cuerpo.
Corrió hacia mí. Traté de eludirlo, no pude. Me agarró, me rodeó con ambos brazos y me presionó como si tratara de quitarme el aire.
Intenté zafarme, pero fue inútil, era muy fuerte. Vi sus dedos cubiertos de sangre. Varias partes de su traje estaban manchadas donde la porcelana había cortado su piel. Alcé mis piernas y di patadas al aire hasta que pude impulsarme con una pared. Él se tambaleó y forcejeando rompimos varias macetas del pasillo, ambas liberaron tierra y un ruido pedregoso.
A falta de navaja agarré el primer fragmento de cerámica de maceta que encontré. Le tajeé la cara, pero pareció no sentirlo, aunque su rostro se empapó de un momento a otro de sangre.
Mordí uno de sus dedos, él gimió como si lo gozara, como si le encantara que me defendiera. Me golpeó contra el suelo. No solo eso, sino que me tiró con fuerza. Se me fue el aire, sentí la cerámica y la tierra en mi piel y después lo sentí a él. Cayó sobre mí como si fuera el golpe mortal de un luchador profesional. El impacto dolió como si me echaran un saco de piedras encima.
Estaba sentado en mi pecho, observándome. Su peso me arrebataba el aire. Estaba como un tonto mirando mientras me revolvía debajo de su cuerpo. De repente vi la navaja, estaba casi enterrada en un montón de tierra negra. Él desvió sus ojos hacia donde mis dedos temblorosos se extendían. Podía tocar el filo de la hoja, pero aun así no lograba llegar a ella, sólo la hacía girar en su base como un molinete.
El hombre lentamente recogió el arma.
Agarró mi mano extendida, sujetándome de la muñeca para que no pudiera moverla. La prolongó sobre las pulidas y barnizadas tablas de madera como si quisiera sacarme el brazo entero de lugar. No supe por qué lo hacía hasta que la imagen de su esposa ocupó mi campo de visión. Sonrió hecha una fiera, con el cabello revuelto y la sangre manando de su herida pisó mis dedos. Presionó con todas sus fuerzas y giró la punta de su pie como si matara un insecto.
Escuché mis huesos crujir, pero el sonido fue eclipsado por mis aullidos de dolor. Había tanto dolor que no podía sentir otra cosa, hasta que la furia ocupó su lugar. Qué original, había roto sus manos y ella rompía las mías.
—Puta barata —le grité tragándome mis aullidos—. ¡Conchuda de mierda!
Jadeé, recosté mi mejilla sobre la tierra y seguí.
—Buscá una manera original de lastimarme ¿Qué vas a hacerme ahora? ¿Vas a quemar mi cara? ¿Eh? ¡Sorete! Suerte encontrando una plantita que te arregle ahora lo que te quedó de piel.
Tenía miedo, y no era nada comparado con el dolor, me vibraba la garganta y me crujían los huesos, pero esa era la única manera que había aprendido a reaccionar contra el miedo: lo encaraba.
Iba a darme otra patada, pero su esposo negó con la cabeza.
—Suficiente —dijo y se dirigió al final del pasillo mientras su esposa me aferraba con más fuerza, rodeándome con sus brazos ya que sus manos estaban rotas.
El señor Weinmann estaba arrastrando nuevamente a Ángel hacia el final del pasillo donde había una amplia escalera de palisandro. La mujer me empujó y a pesar de que clavaba mis pies en el suelo y trataba de liberarme ella me cargaba como si fuera un saco de tierra.
En el principio de la escalera había una lujosa alfombra con dibujos de flores. El hombre enrolló apresurado el tapiz y reveló una puerta cuadrada incrustada en la madera del suelo. La abrió y pude ver una escalera oscura.
Escalera secreta que descendía a una cámara.
Comenzó a bajar a Ángel. A alejarlo de mí.
—¡No! ¡Ángel! ¡No lo toques! ¡Ángel!
El hombre arrastró a mi hermano por la escalera que descendía a las tinieblas mientras decía:
—¿Sabías que los gemelos son la misma alma, pero en dos cuerpos diferentes? Nos divertimos mucho creándolos porque cuando uno de los dos muere el otro tiene que vivir medio muerto también. Siempre incompleto, buscando una pieza que nunca más encontrará.
Escuchaba cómo lo arrastraba escaleras abajo, lo estaba golpeando con cada peldaño, le hacía daño.
No era la chica más lista del mundo y por ahí jamás había aprobado un examen honestamente, pero sabía qué era un sótano y había visto demasiadas películas clichés norteamericanas para saber qué hacían los locos en ese lugar.
La mujer decidió que podía liberarme y me tiró por las escaleras. Rodé por unos momentos sintiendo cómo los peldaños de acero sacudían mis huesos y me azotaban como látigos de piedra. Vi un remolino de oscuridad. De repente dejé de chocar y caí contra algo gélido y duro. Era el suelo. Sentí que todos mis músculos se habían vuelto de cemento. No podía moverme, sólo podía sentir el dolor y la frialdad del suelo contra mi mejilla.
—Cris... —murmuré, pero ni yo pude oírme.
Alguien me agarró por los hombros y me levantó del suelo. El aire ahí estaba estancado, olía a encierro y algo pudriéndose. Me tiraron al piso otra vez. Traté de moverme pero nada más logré que algo en mi crujiera y doliera mucho. Una oleada, un calor abrazador me recorrió la pierna, era como que calentaran agujas y las incrustaran en mi musculo. De repente algo me rodeó la otra pierna, era duro, frío y emitía un ruido metálico.
—Hay un auto estacionado a una cuadra —informó el puto Weinmann a su esposa. Abrí los ojos, una luz en lo alto me encandiló, la silueta de la pareja recortaba la luz y ambos bailaban. Sus imágenes se movían como una fotografía que no había sido bien capturada—. Es un taxi. Le voy a decir que se quedan a dormir en lo de mi hijo y que puede irse.
—Voy a llamar al resto —dijo su esposa—. Pero antes tenemos que divertirnos.
Su esposo asintió. La mujer se inclinó hacia mí. Rodeó sus dedos alrededor de mi cabello, me levantó, gruñí de dolor, no le iba dar la satisfacción de escucharme gritar o verme llorar.
—Ya vuelvo preciosa, dame dos minutos —me susurró al oído—. Mientras te dejo un amiguito.
Me soltó bruscamente y me tiró algo pesado y cálido sobre mi cuerpo. Ambos me abandonaron allí. Subieron las escaleras y se marcharon.
Bocho: cabeza.
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