10- Cristiano



 Mentalmente recé todo lo que pude, se me revolvían las oraciones como si ellas estuvieran corriendo en círculos, formando un huracán.

 Mis ojos iban de un lado a otro, no sabían con qué cosa horrorizarse más.

 ¿Alguna vez viste esas películas de terror exageradas dónde alguien es atacado y le disparan, lo apuñalan o no sé... es comido por un zombi, entonces su cuerpo expulsa tantos chorros de pintura roja que te hace dudar si un cuerpo humano haría eso o si los productores compraron mucha sangre falsa y tenían que utilizarla en alguna escena? Bueno, yo sí había visto esas películas, a escondidas ya que a mi papá le desagradaban y mi madre siempre que las miraba daba un montón de datos médicos tan aburridos que le quitaba la acción a la trama.

 En ese momento sentía que me encontraba encerrado en una de esas películas.

 La estancia era rectangular, una ampulosa escalera de pino ascendía al piso superior. Las paredes, cada maldita pared, incluida el rellano de la escalera, estaba forrada de armas: cuchillos, rifles, hachas, atizadores, martillos, mazas con púas y todo tipo de cosas filosas o pesadas. Sólo había una única mesa en el centro. La mesa contaba con correas de cuero y hebillas de cobre. Era para sostener a una persona. La madera estaba arañada, cuchillada y cubierta de sangre, pero esa era la única cosa que menos sangre tenía en la habitación.

 El lugar parecía haber sido una licuadora de carne. Había sangre por todos lados, en las herramientas y las paredes, charcos de sangre en el suelo y trozos de carne. Carne roja, fresca, molida, quemada y pisada, estaba desperdigada por el suelo, las paredes o adherida al techo como si la hubiesen disparado con un cañón de aire comprimido. La luz del exterior dibujaba el marco de la puerta en el suelo, la sangre la reflejaba como un espejo carmesí. El lugar comenzaba a oler mal.

 Olía a humo, obviamente sangre, metal herrumbroso y sal.

 Sentí que me convertía instantáneamente en vegetariano.

 El estómago se me revolvió tanto que deseé arrancarlo de mi cuerpo con una de las herramientas. Estaba asqueado, tan asqueado que seguí a la puerta exterior a Á. Él trastabilló hacia la salida, dando tumbos con sus piernas dormidas. Cuando salió respiró unas bocanadas de aire, arqueó su columna y colocó las palmas de sus manos en las rodillas.

 —Oh, siento que voy a vomitar. Ahí viene —Levantó sus ojos azules hacia los míos y frunció el ceño—. Qué asco —cerró sus ojos tratando de desvanecer las imágenes de su cabeza—. Ahí viene. Sé que viene, espéralo, no... sí, sí viene.

 No quería esperar su vómito, bastante fluidos había tenido con la sangre.

 Me desplomé contra la pared de la calle, casi me desmayaba por el miedo... bah, la impresión. Que mi mamá fuera cirujana no significaba que yo también podía soportar esas cosas. Siempre había sido demasiado blando.

 Miré tras mi espalda.

 María no había salido.

 Hice acopió de toda mi fuerza y me aproximé para volver a entrar, me dio cagazo, suspiré, cerré los ojos, agarré el crucifijo que tenía colgado del cuello y crucé la puerta de metal que ya me lamentaba de haber abierto.

 María estaba plantada en el medio de la habitación tan quieta como si quisiera convertirse en un cadáver. Apoyé una mano reconfortante sobre su hombro y ella me apartó de un golpe de muñeca.

 Se volteó rapidamente hacia mí, con violencia. La pupila de su ojo estaba contraída, tenía el vello del cuerpo erizado, su ropa negra se mezclaba con la penumbra carmín del lugar. Estaba hermosa, oscura y siniestra. Tenía miedo, podía verlo en sus ojos y ella lo examinaba de los míos:

 —Está muerta —susurró—. Digo... este... la habitación... si ya no se murió se va a morir muy pronto. No podemos... la... la perdí —parecía no querer terminar la frase.

 Sí, sí, a mí también se me cruzó por la cabeza eso cuando vi el lugar, pero simplemente me negué a creerlo. Hay veces que las personas se guían por corazonadas o tienen mucha fe en algo y creen lo que sea.

 Yo sabía de creer. La fe era como estar en una tormenta en alta mar, cansado de nadar y escuchar la sirena de un faro sin ver la luz, muchos pensarían que había sido el viento, pero el que tiene fe cree otra cosa. Cree, aunque sea casi inútil, cree que la costa está cerca, lo hace porque de otro modo su cansancio lo vencerá y dejará de nadar. Cree porque si no se ahogará.

 Bueno, yo sentía algo parecido en ese momento. Simplemente me negaba a creer que Gemma estaba muerta, aunque mis ojos se toparan con un cementerio fresco no lo creería. Pensé que si Gemma estaba muerta yo lo sabría. María lo sabría.

 —No dejes que esto te haga dudar —dije señalando la habitación de tortura—. Ese chico Dante... ¿no dijo tu hermano que fue acusado de tráfico de animales? Tal vez la sangre ni siquiera es humana. Por ahí esto es teatro de una secta ¡Que secta! Por ahí lo montó él mismo, tal vez ni siquiera mató animales tal vez compró toda esta decoración del terror en una carnicería. Es más, puede que sea pintura —Esa parte sí que era mentira porque el lugar olía completamente a sangre— ¡Por favor! Una sala de tortura en plena calle, las personas escucharían. Tal vez este lugar sea una carnicería a la antigua. Tal vez solo maten animales.

 Para mí esa idea era tan macabra como la anterior, pero por ahí no para María. No parecía el tipo de chica que le importaran los animales. Descuartizar animales era tétrico, pero pensar que estaba sobre la sangre que antes corrían por la venas de un maestro o panadero también resultaba perturbador.

 —Podés tener razón —bisbiseó.

 No, no tenía nada de razón o lógica, pero nos mentimos por un ratito, para seguir nadando.

 María elevó sus ojos hacia mí, comprimió los labios y me dedicó una mirada agradecida que se esfumó tan rápido como apareció. Entonces volvió la María que había conocido ese día.

 Agarró una repisa de armas, literalmente apiladas una sobre otras y las volcó con furia sobre el piso, gruñendo como una fiera. Pateó algunas del suelo y cuando se descargó completamente quedó en silencio.

 Hice nota mental de nunca asustarla. Estaba loca y fuera de control.

 —¿Gemma? —preguntó Á tocando con la punta de su bota un trozo de carne blanca y espumosa—. Perdón, no es gracioso —se disculpó aclarándose la garganta al ver nuestras miradas torvas—, es que suelo hacer chistes inapropiados cuando estoy muy nervioso y asustado.

 Hablaba muy bajo y supe por qué. No sabíamos si había alguien en el edificio. Tal vez continuaba lleno. Si era así ya nos habían escuchado por el berrinche colérico de María.

 Á se acercó sigilosamente hacia nosotros, me sacó el teléfono celular del bolsillo, marcó el 911 y lo depositó en mis manos.

 —Esto es lo que vamos a hacer. Vigilamos el lugar, buscamos a la famosa Gemma y si no encontramos nada de ella, llamás con tu teléfono —dijo señalándome el pecho— a la policía...

 —Pero dijiste que Dante ya tenía denuncias por esto y alguien lo estaba encubriendo...

 —Sí, pero esto es otra escala, acá hay litros y litros de sangre o sea ¿Me explico? No es normal. No pueden encubrir esto

 —Pero si Dante...

 —¡Ya sé lo que dije! —susurró en un tono más alto, oprimiendo los puños—. Pero tenemos que tener un respaldo, perdón ¿dije tenemos? Quise decir tienen que tener un respaldo porque si encontramos restos humanos en este lugar, por moral y para dormir por las noches, tendrán que marcar ese número y cuando eso pase en la historia que vas a contar no apareceré yo —exclamó apuntándose con ambas manos.

 —¿Pero y el equipo de búsqueda? —pregunté susurrando también.

 —El equipo de búsqueda murió junto con la persona que ahora reviste las paredes. Y tranquilos —exclamó totalmente nervioso, tragó saliva—. Gemma no está muerta y no es la decoración de este lugar. El tiempo no ajusta, no pudo haberlo hecho tan rápido. Y que sepa Gemma no tiene cien litros de sangre en el cuerpo. No —Negó con la cabeza—. Esto —recorrió el recinto con sus ojos—, son muchas personas y aunque parece reciente no creo que Dante lo haya hecho solo. Teniendo en cuenta que lo vieron marcharse solo y loco del colegio no creo que lo haya hecho él.

 El callejón.

 Teníamos que revisar el callejón. Ambos hermanos parecieron leerme el pensamiento, asintieron y subieron las escaleras. Á antes de subir se dirigió a la pared y descolgó tres calibres, todas las armas estaban enganchadas. Los limpió con la remera, a medida que subíamos, y me dio uno.

 Me pareció exagerado y negué con la cabeza. No era el chico más santo del mundo, pero no era partidario del asesinato, aunque fuera en defensa propia, bajo ninguna medida se debía matar.

 Era una regla simple, yo no daba vida, yo no la quitaba.

 Á hizo oídos sordos e insistió, negué otra vez, insistió y María nos pidió encrespada que termináramos con eso de una vez.

 —Dámela a mí Ángel.

  —¿Sabés disparar? —le pregunté.

 —Sí —respondió tajante.

 —¿Sabés disparar al blanco?

 Ella sonrió como si la hubiera descubierto. Era una sonrisa sincera y me sorprendió que yo la haya creado. No sé si era por la morbosidad del lugar o que estaba llena de desesperanza, pero, aunque seguía gruñona y violenta, había bajado todas sus barreras y sólo quedaba la mitad de la agresividad que traía con ella antes de entrar.

 Quién diría que necesitáramos tres segundos en una habitación como aquella para llevarnos todos mejor.

 —¿Eso importa? De seguro que no.

 —Oigan no quería abrir una polémica entre nosotros —terció Á—. Solamente lo hice por seguridad ¿Soy el único que lo volvía loco y le saltaba los nervios dejar atrás una pared atestada de armas y no llevarse ninguna para inspeccionar un lugar que se desconoce y puede estar repleto de asesinos?

 —Sí —admití.

 —Qué sé yo —eludió María—. Si muero hoy la verdad que no pierdo mucho.

 Yo sí, por suerte. Tenía mucho que perder, pero eso no era algo bueno.

 —Es bueno saber que viajo con personas prudentes —masculló Á sin paciencia.

 Callamos. Alzamos la mirada y subimos. 

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