1- Gemma

 Ese día ya había empezado mal antes de que Dante pusiera su gélida y filosa navaja en mi cuello.

 Había tenido unos sueños apacibles, en la noche, pero lamentablemente desperté y ni bien lo hice escuché a la hermana Laurel dándome un sermón, diciéndome que debería levantarme mucho antes. Mencionó algo al estilo de «A quien madruga Dios lo ayuda»

 Estuve a punto de responderle que eso era una tontería, porque ella siempre se levantaba al alba y trabajaba en un orfanato sin ningún otro propósito en la vida que meterse en los asuntos de adolescentes, que no la querían y no tenían ningún futuro. Si esa era la ayuda que le dio Dios pues yo no la quería. Pero haberle dicho eso sólo la habría hecho enfurecerse más.

 Luego de eso desayuné apresurada con los demás chicos. Me dirigí al colegio y esperé a mi mejor amiga, María, en la esquina. La calle estaba húmeda y resplandecía ante la luz del amanecer.

 Aunque en Buenos Aires no nevaba nunca, ese día hacía tanto frío que sentía mis articulaciones rígidas como el hielo. A pesar de ello María enfilaba hacia mí con pantalones cortos, un abrigo que le iba por encima del muslo, botas, medias agujereadas por ella misma y mucho maquillaje oscuro en los párpados. Andaba con paso calmado, como si le diera igual lo que sucediera alrededor. Las suelas de sus botas a penas emitían un sonido al andar. La mitad de su cabellera era azul. Llevaba un cigarrillo en la mano y muchos más en los bolsillos. Su expresión agria denotaba que no estaba de humor.

 Las cenizas de la cabecilla de su cigarrillo descendieron al suelo dando piruetas. Observé cómo caían cuando ella llamó mi atención chasqueando los dedos delante de mi nariz:

—¿Eh, te pasa algo?

—No, nada.

—Entonces no te quedés mirando el vacío —dijo revoloteando los ojos—. Parecés una vieja perdida.

—Al menos tengo posibilidades de llegar a esa edad —dije desviando la mirada al cigarrillo y luego nuevamente hacia ella.

—¿Nos vamos a otro lugar? —preguntó cambiando el rumbo de la conversación, como si no le importara lo que yo pensara, lo cual era cierto, a María pocas cosas le importaban.

Comprimí los labios un poco incómoda. Las anteriores semanas nos habíamos escapado de las clases para vagabundear por las calles.

A veces entrabamos a los supermercados chinos y nos llevábamos unos tentempiés y bebidas, con alcohol en preferencia, escondiéndolas entre el abrigo y el cuerpo; Eso era lo mejor que traía el invierno, nadie notaba que robabas y eras rata*. Me gustaba la sensación de extraer las cosas que escondía en los pliegues de la campera y al sacarlas sentirlas calientes en la palma de mi mano, todavía con un pedazo de mí, de mi calor.

Además, la pasaba de maravilla con María, pero ya había postergado demasiado las clases y una parte de mí quería hacer lo correcto, aunque siempre se sintiera como si hicieras lo incorrecto.

Aunque de sentir yo no sé mucho, a veces creo que mi felicidad no es como la que sienten los otros, es más transparente y pasajera como el vapor que sale de una taza de té y se disipa al instante que lo ves.

—No, si querés anda vos a otro lado, pero yo voy a entrar al colegio —dije.

—Dah... no te hagas la...

—Es verdad, al menos un día, no sé, para variar, siento que es la que va. Creo que es lo mejor, tu mamá estaría feliz si entrás conmigo hoy.

—Ese es el punto, no quiero que esté feliz.

—No lo decís de verdad.

—No me conocés —espetó ceñuda.

Siempre decía eso para rematar una discusión. Sabía que yo no se lo discutiría porque era verdad, no la conocía ni ella me conocía a mí. Por ser mi mejor amiga lo único que sabía era su nombre. Nosotras éramos compañeras, pero de desventuras y silencio, de nada más. Sabía que si estaba en apuros no podía contar con ella y María podía esperar lo mismo de mí.

Aun así, estaba todos los días con ella, de amanecer a atardecer, hace más de un año. María era como el cielo, no podía imaginar un mundo sin un cielo, pero eso no quiere decir que haya estado en el cielo o lo conozca. Simplemente su compañía me venía bien y a ella le pasaba algo similar, así que irse a vagabundear sola no era una opción.

María resopló, puso los ojos en blanco, tiró el cigarrillo al suelo y entró al colegio que tenía las puertas cerradas porque las clases habían empezado hace ya media hora.

Las porteras llamaron a la directora y ella nos cagó a pedos* nuevamente por romper el récord en llegadas tarde. María se limitó a resoplar, poner los ojos en blanco, morderse el labio y hacer todo lo que estaba segura molestaría a la autoridad. Por mi parte, dediqué una disculpa demasiado artificial y me marché a clases con ella haciendo el mayor ruido posible en los pasillos.

Nos colamos a la clase de historia donde el profesor nos examinó por encima de los cristales de sus anteojos. Gruñó molesto y continuó mientras nosotras nos sentábamos en la primera fila porque los bancos del fondo se habían ocupado. María se elevó de puntillas y buscó algún asiento vacío, lo más alejado del pizarrón, pero al no encontrar nada me fulminó con la mirada, se descolgó la mochila y se desplomó en la silla. Por tener diecisiete años podía ser muy intimidante.

Las filas de atrás estaban ocupadas por Dante y sus amigos.

Dante era la persona más perversa y joven que pisó la tierra, después de los padres de María y ese hombre alemán con bigote raro del que todos hacen películas.

¿Alguna vez pensaste en algo y dijiste «Ah re,esto no tiene ningún lado positivo»? Bueno, Dante era eso. Era como una piedra, una traba en la oscuridad: traicionera y pétrea. Lo único bueno que tenía a su favor era que no te molestaba si no te necesitaba, actuaba como si fueras invisible, lo que me sentaba bien.

Para él, yo era invisible. Para mí, él era una mancha oscura y sucia.

Siempre llevaba una navaja con él, la afilaba, pulía y amaba. A veces observaba su reflejo en ella. Odiaba a cualquier ser viviente. Odiaba a los que escuchaban cumbia y a los que no. A los que vestían mal y a los que no. Aborrecía a las personas con dinero y mucho más a las que mendigaban.

Toda su ropa se la había robado a otras personas que tenían mejor suerte que él, hasta que sus mundos se cruzaron. Solía andar de noche y se regodeaba de ello. Invitaba a muchos chicos a que lo acompañaran a su rincón llamado panteón, en una calle que no conocía, donde hacían cosas que no mencionaban; a no ser que te unieras a sus reuniones nocturnas, porque si supieran otros lo que hacían acabarían con la cana*.

Él había estado en la cárcel en más de una ocasión, pero siempre terminaba por salir.

Lo único que ponía feliz a Dante era ver cómo las personas se corrompían y desmoronaban. Había llegado a esa conclusión cuando se partió de risa porque se enteró que Alicia Caballo pisó, con el auto de sus viejos, a una pareja de ciclistas mientras manejaba drogada con unas mierdas que él le había vendido.

Por suerte Dante estaba durmiendo cuando lo observé porque odiaba que lo miraras a los ojos. Tenía la cabeza recostada sobre sus brazos y su cabello rubio dorado era lo único que se observaba de su rostro.

María se colocó sus auriculares, puso los pies sobre el banco y cerró los ojos. Le corrí las botas cubiertas de barro para planchar un montón de hojas arrugadas que había encontrado olvidadas en el fondo de mi mochila. El profesor estaba dando una clase interesante que solamente un puñado de chicos escuchaba.

Hablaba de lo que sucedió después de la Guerra Mundial, me refiero a la segunda, la última. Dijo que el mundo acababa de salir del mayor desastre que el humano había causado hasta entonces.

Me abrumó que dijera hasta entonces como si el hombre fuera capaz de crear peores cosas que esa, pero también me dio risa. Fue una pequeña risilla cínica que no supe de dónde había venido, pero la reprimí al instante. María abrió un ojo para mirarme con cara rara y volvió a cerrarlos.

El profesor habló de cómo las tensiones políticas aumentaron luego de la guerra, que vinieron las Naciones Unidas y bla, bla, bla.

Lo único que entendí es que el mundo creyó estar seguro, pero en realidad actuaba como un niño que se cubre debajo de su frazada para que los monstruos no lo ataquen. Los monstruos no atacan al niño pero no porque la sábana fuera un escudo suficiente, solamente no se presentaron porque nunca estuvieron. Todos creían que estaban haciendo un buen trabajo con la organización actual pero solamente los monstruos se estaban ausentando. En cualquier momento atacarían y la manta no serviría de nada más que para limpiar la sangre.

Estaba pensando en esas cosas cuando sucedió.

Fue un rechinido de metal contra los azulejos del suelo: eran las patas del banco escolar siendo arrastradas. Dante se había incorporado transpirando a gota gorda. Gimió y sus amigos lo contemplaron extrañados. Algunos con expresión somnolienta porque se hallaban a media siesta cuando él se levantó repentinamente, otros esperaban lo que vendría, sabiendo que si venía de él no se trataba de nada bueno.

Dante examinó sus ropas oscuras y rotosas y las palpó como si estuvieran cubiertas de fuego. Le tembló el labio, sus ojos se humedecieron y retrocedió unos pasos murmurando una y otra vez:

—No, no, no, no, no, por favor, no...

—¿Algún problema señor Weinmann?

Todos emitieron una risilla tímida al escuchar su apellido alemán, algo que él detestaba tanto como ver a las madres paseando niños en la plaza, ya que siempre las ahuyentaba con gritos y amenazas.

Dante siempre había sido firme al hablar o mejor dicho al insultar porque sólo hablaba para eso, pero ahora se veía perdido, con los ojos destilando pánico. No había firmeza en él, temblaba como si moviera un cuerpo que no era suyo. Su piel bronceada estaba lívida, como la de un muerto.

—¿Qué es esto? —preguntó tocándose.

—Tu cuerpo.

—Es basura —opinó María.

Él no la escuchó, permaneció en silencio, petrificado. Había horror en su rostro como si odiara su cuerpo.

—Yo no debería estar acá —contestó en un susurró, escudriñando el entorno del salón, como si lo viera por primera vez.

—Yo tampoco debería estar acá —contestó María sentándose sobre el banco para observar mejor.

—Ah, se me olvidó —comentó uno de los amigos de Dante, Alan Olmos, gritando para que ella lo oyera—. Vos tendrías que estar en la ruta.

—En tiempos de pobreza de noche no es suficiente. Hay que trabajar de día —dedujo otro, uniéndose a la broma que era ella.

María revoloteó los ojos:

—Yo no puedo ser una puta porque el negocio me lo saca tu vieja —contraatacó ella.

—¡Silencio! —bramó el profesor entre el alborotó—. ¡Dante, séntate en tu lugar!

Entonces ahí vino lo extraño. 





Rata: una persona avara y mezquina. 

Cagar a pedos: retar, regañar.

la cana: se le dice así a la policía.

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