Olor
—No debiste seguirme.
Como si me pudiera contestar, un pequeño brote verde se asoma de entre los labios muertos de Erick, diminutas hojas verdes comienzan a salir de las puntas. En cada parpadeo la extraña planta crece un poco más. Acaricio a la hierba maldita con las yemas de los dedos, esa que proviene del triste bosque que me susurra por las noches en cada sueño.
Agarro el brote con mis dedos, aprovecho que la planta se enreda alrededor de mí para arrancarla de un jalón. Truena, Erick tiembla. La aparto de su cuerpo, y este parece renegarlo, como si le hubiera dolido.
—Perdón. Ha sido mi culpa.
Detrás del lago que da al costado de la calle donde yace nuestro hogar, se levantan árboles que me hablaron en una lengua extraña cuando era un niño. Pese a las advertencias de mamá de no acercarme al mismo lugar que se llevó a su hermana, las voces de las hojas seguían llamándome. Pero fui débil.
Tomo el espejo entre mis manos, vacilo por un segundo. Lo tuve que pedir prestado, en la casa no tenemos alguno desde el incidente. Era un delirio vislumbrar lo que el bosque me había hecho y decidí ocultarme de mi propio reflejo. Quitar los espejos ayudó al principio, pero pasando el tiempo yo no podía verle la cara a mi hermano, no podía aguantar esa tristeza abismal cada vez que posaba los ojos sobre mí.
Si él pudiera ver esta escena, carcajearía, porque no puedo sostener el espejo por más de un segundo sin sentir escalofríos. Siempre fue así, contento. Tal vez demasiado contento. Él bromeó cuando me encontró debajo de los árboles, como si el bosque donde estábamos no fuera frío ni violento. Se puso risueño cuando nos preguntaron dónde habíamos estado, e incluso cuando mamá nos golpeó las mejillas él quedo con una sonrisa en el rostro. Todo le causaba tanta risa. Estaba tan feliz cuando se fue de la casa, a pesar de todas las cosas que le reclamé.
Incluso, con Erick aquí acostado, puedo apostar que carcajeó en el último segundo de su vida. Por eso carga esa risueña mueca de la cual las hierbas no quieren dejar de salir.
Normalmente se usa una fotografía para terminar el trabajo. A veces los familiares dan la orden para los toques finales, piden que se quite la barba, o piden cierto color de sombra en los párpados. Pero nosotros dos no tenemos a nadie, a nadie aparte de los troncos podridos del bosque, y hemos quemado todas las fotografías que nos quedaban. Así que hoy el espejo tiene que servir.
—Tú también las veías desde entonces, ¿no es así?
Pensé que las ramas no le habían hablado a él. Supuse que me pudo encontrar entre la tierra porque las voces no llegaban a él. Me sentía especial, me había adentrado a lo prohibido y me había adueñado del llamado. Luego desperté sobre las hojas muertas, lo vi jalándome, pensé que el bosque se había callado ante él, ya no habían gritos entre las hojas.
Otra hierba se asoma de entre su lagrimal. Me le quedo observando sin parpadear para ver si se atreve a crecer. No lo hace, por supuesto que no, solo saben crecer entre lo negro. Era ridículo creer que las ramas también le habían dejado marca a Erick porque le encantaba tanto relatar la pesadilla. Le encantaba hablar de lo oscuro que fue el bosque con nosotros, como si no le hubiera cortado ninguna de las espinas. Como si nunca le hubiera dolido.
Yo nunca podía hablar con tanta emoción acerca de aquellas lenguas. Cada vez que pensaba en las raíces, me quedaba pasmado. Recordaba ese estado oscuro en el que la tierra me sometió para arrancarme la voz.
Me arden los ojos, la hierba se mantiene quieta, escucho un pequeño susurro divertido. Como si Erick me retara, como si supiera que estoy perdiendo. Parpadeo, y crece. Parpadeo, y crece más.
Nunca pude creer que él cargaba la misma penumbra en sus pensamientos. No quería creerlo. En sus relatos nunca hablaba de alguna marca que le doliera, ni de brotes que lo ahogaran en la noche.
La hierba se alza hasta tocar su frente. La corto con rabia y la dejo junto a la otra, cerca de las pinzas desordenadas en el banco metálico, lentamente se retuercen ante el frío, pero siento como si estuvieran sonriéndose una a la otra.
—Ese día que me perdí en la noche eterna, yo quería quedarme en los troncos a escuchar. Ya no había salida. Intenté regresar, pero el camino se había cerrado. Hiciste algo muy malo para poder salir, ¿verdad? No tenías que haberme seguido.
Coloco el espejo encima de su cabeza. Cae una vez. Me aturde el ruido que provoca contra la cama metálica. Respiro profundamente mientras agarro la bolsa de algodón para crear una cama que pueda sostener el espejo sin dañar a Erick. Vuelvo a colocarlo atrás de la oreja, se hunde poco a poco el reflejo hasta caer encima de él.
—Lo siento. Ojalá no te haya abrumado el formal. La vez que viniste—observo los labios cosidos— no dejabas de quejarte por el olor del líquido, que bueno, siempre fuiste un exagerado. Tampoco podías dejar de quejarte del tono de la luz, ni podías dejar de quejarte de la ropa que le coloqué a mi trabajo. Estaba anticuada, algo así dijiste. ¿Te gusta la ropa que he traído para ti?
Una vez, en la madrugada, años después de que nos perdiéramos, le vi de pie frente a la ventana que daba al bosque. Estaba medio desnudo, como ahora. La tenía abierta de par en par. El viento rugía y las cortinas lo cobijaban con tanta gracia. Los mismos brotes siniestros que yo no dejaba de soñar le colgaban a él de los brazos. Estaba sangrando, pero no se movía. Pensé que era una pesadilla mía y me acerqué a él intentando tapar las heridas. Le pregunté si le dolía, negó.
Me dijo que le había prometido algo al bosque.
Acaricio despacio su frente, vuelvo a ver el espejo antes de abrir el maquillaje. Intento hacerme una imagen de lo que somos, una que no nos haya robado el bosque. Tiemblo. Quedo perdido en el reflejo, por la corteza que siento entre las venas. Siento que me he quedado sin reflejo, siento que me he quedado sin nada. Regreso a él. Heredó de mamá esos huecos de entre las cejas, como si estuviera preocupado. Debí de haberle hecho caso a mamá.
—Estarías vivo, Erick. Estarías vivo.
Otra rama empieza a crecer debajo de la sutura que está cerca de su cuello, otra más aparece en las puntadas del estómago. Con fastidio me aferro al metal en silencio, cuando vino bromeó con llenar el cuarto de plantas para confundir a mi cabeza. Como si ya hubiera sabido desde hace tiempo que esto iba a pasar.
Peleamos porque intenté arrancarle los brotes que le nacieron esa noche que miró al bosque, me dijo que había sido mi culpa y debía vivir las consecuencias. Lo dijo mientras sangraba. lo dijo casi llorando. Se fue poco después. No hablamos más del bosque. No supe si seguía contando la anécdota con tanta alegría. Tampoco supe si seguía mirando hacia el lugar siniestro mientras le sangraban las heridas.
Y yo no quise saber de Erick. Toda mi vida había pensado que el bosque me había hablado a mí. Que aquella lengua extraña era parte de mí. Pero siempre fue a él. A él era a quién se dirigían las hojas.
Y él las entendía.
—Y ojalá no te haya abrumado mi silencio, la vez que nos perdimos te molestaste bastante porque no quería hablar—bajo el espejo—. Este es un proceso largo y duro. Hay que lavar para luego masajear. Drenar. Volver a llenar. Lo has visto. Fui demasiado lento, lo sé. Pero las ramas estorban, hacen que mis dedos vacilen. Ellas juguetean entre la piel como si quisieran revivirte. Luego se quiebran. Todo parece de porcelana. No quiero romperte más.
Tallo con la navaja el tronco. Hago pequeñas incisiones para removerlo, se endurece, no quiere ser removido. Crece más. Me talla las manos, hace romper mis guantes. Es por él. Tiene que ser por él.
—Y yo no quería perturbarte con el drenado, no quería hablarte ahí, no podía. Sé que no te gusta el hecho de que los fluidos terminen en el drenaje, pero es lo que toca. No puedo ir cargando por ahí bolsas con tu sangre y...—me punza el índice derecho—¿Por qué me seguiste hasta el bosque?
Volteo a mis manos, debajo del guante derecho, en todos los dedos, algo empieza a rasgar el látex, se retuercen ante el plástico, quieren hacerme ceder. Un líquido rojo se esparce dentro. Duele.
—¿Por qué tú?
Rompo el sello de la base, compré tonos claros para él, siempre fuimos muy pálidos. Fue en la única parte del trabajo en la que se quedó callado. Dijo que a pesar de estar tocando carne muerta mis manos parecían revivirla. Y luego me dijo que quizá yo no sabía diferenciar la vida de la muerte. No lo entendí.
Vuelvo al espejo.
—Lo vivo nunca muere, eso lo aprendimos en el bosque, ¿no fue así? Lo dijiste mientras observaste uno de los cuerpos.
Cuando menos me había dado cuenta, el cuerpo que Erick había tocado tenía una corona de flores que lo arrullaba. Esas también las arranqué, a esas también las odie.
Salen del cuerpo otros tres brotes. El árbol está reclamando el cuerpo. Las corto de nuevo, las reniego. Abro la base y coloreo su rostro. De mis manos caen las gotas que alimentan a los pequeños brotes que nacieron en sus mejillas. Débil, fui débil. Agarro la navaja de afeitar de la mesa y raspo las plantasr, una corteza se crea debajo de las hierbas cada vez que paso el filo. Débil.
—Querías que yo lo hiciera, y jugaste con ello. Me pediste que te reviviera. Te maté desde hace mucho tiempo, ¿ahora qué quieres que haga?
Cuando estuvo aquí, tuve tantas ganas de preguntarle lo que había hecho en el bosque, quería saber lo que le había prometido a la oscuridad, lo que me había alejado de él. Pero me detuvo el terror en sus ojos. Aquí, en medio de los cuerpos, me dijo repentinamente que no quería ser cremado. Me dijo que quería ser devuelto a la tierra.
Cuando terminé mi trabajo y lo observó, repitió: Lo vivo nunca muere.
—No tenías que sacarme de ahí, sabías que el bosque nos iba a castigar—tomo su cabeza con ambas manos—. No tenías que hacerlo.
Las puntadas de los labios son enterradas bajo el follaje de las plantas. La mesa tiembla, cruje, como si un gran peso estuviera venciéndola. Por más que intento arrancar las ramas, estas crecen y crecen. Lo encontré de frente a la ventana del bosque oscuro, con el corazón hecho de piedra, y el cuerpo lleno de hojas muertas.
La voz del bosque se propaga entre las paredes, me está reclamando. Las cortezas que jalaban la piel de mis brazos, se desvanecen poco a poco. Me aferro a él, a su lengua extraña y a su piel dura. Lo abrazo. Lo jalo de entre las hojas, pero no viene. Le prometió al bosque algo oscuro. Escucho de entre sus labios las lenguas que jamás se irguieron ante mí.
Dejo que la enredadera suba por mi, con cada lágrima crece para envolverme en ella. Lo vivo no puede morir, lo muerto no puede vivir. El bosque no me quería a mí, lo quería a él.
Y yo se lo entregué.
—Perdón.
Parpadeo.
El árbol desaparece. Solo quedan en la mesa las hebras que le he quitado, han dejado de sonreír, el espejo se ha tronado en miles de fragmentos, todos tan oscuros que se traga el propio reflejo. Un cuerpo más se queda sobre la mesa, espero a ver si algún brote verde le nace de entre los labios.
Pero lo muerto no puede vivir.
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