Terapia
—Una vez le tiré un vaso de agua a mi padre a la cara.
Lea muestra una expresión cuidadosa. Sé que como terapeuta no puede dar su opinión, pero es una mujer muy expresiva.
Me han dado prioridad a la hora de la cita. Hacía poco más de un mes que no acudía y supongo que han querido protegerse en caso de que mi situación mental hubiese empeorado. No hace ni cinco minutos que estoy en la sala de mi psicóloga sentada, y he decidido ser yo quien establezca la ruta de conversación. No es que ella no sepa cómo tiene que hacer su trabajo, pero siento que estamos dando palos de ciego porque yo no soy más clara con mis demonios del pasado. El tema que estoy tocando ahora es peliagudo por varios motivos, y es que es algo que me tortura y avergüenza.
—¿Por qué se lo tiraste?
Niego con la cabeza.
No recuerdo por qué lo hice exactamente. Sé que por aquel entonces la situación en casa me desbordaba. Mi padre pareciera que quisiese llamar la atención, y yo creía que fingía estar peor de lo que estaba. ¡Dios, fui un monstruo de hija! Fui tan estúpida de creer que si le ponía actitud, mejoraría, que se podía paralizar su deterioro, que la muerte tendría un botón de pausa. Me escudé en esos cuentos de hadas en los que al final todo sale bien, y hay una cura. Sin embargo, a mi padre ya le habían amputado una pierna a causa de su enfermedad y tenía otros problemas subyacentes que de aquella me negué a ver.
Recuerdo el agua resbalando por su cara y empapando el cuello de su jersey. Su sorpresa por mi acción, y yo llena de rabia y satisfacción a partes iguales. Quería a mi padre y hoy me resulta inexplicable mi comportamiento. ¡Llegué a odiar tanto su actitud derrotista, sus inexistentes ganas de luchar, de no ponerle ganas a la vida! ¡A saber el infierno interno que estaría pasando, y yo no le dediqué ni un mínimo de comprensión ni apoyo! Fui un verdugo en vida, disfrazada de ser querido.
Deseo con todas mis fuerzas que después de la muerte haya algo, otro tipo de existencia que haga meritorio todo el sufrimiento que pasó aquí. Algo que haga que vea los problemas de la vida como algo primario y carente de lógica allí donde esté. Que sepa que lo quiero y lo quise y que me arrepiento de haber sido así. Que estoy trabajando para no parecerme más a esa clase de persona que tanto detesto; no obstante, en ocasiones creo que soy ese tipo de ser, uno cruel, egoísta y que disfruta con las desgracias ajenas. Alguien que solo alberga una espiral de odio y de autodestrucción, y que no merece ser amada porque corrompo tal sentimiento.
Por otra parte, si no hay nada, todo lo que aquí vivimos es un sinsentido, al igual que mi arrepentimiento y todas las relaciones interpersonales que tenemos. ¡Un absurdo! Un, mejor no haber nacido.
Lea me acerca la caja de pañuelos. Como siempre que toco un tema delicado, desbordo en llanto. ¿Qué clase de persona hace eso? Una no muy buena, ¡está claro!
—Creo que no paraba de quejarse por algo —¡Cómo si eso fuese excusa!—. Es algo que hoy me resulta incomprensible.
—¿Cómo vivías el día a día desde que tu padre enfermó? —pregunta.
—Solo iba de casa a clase y viceversa. Apenas quedaba con nadie. Cian era el único que me visitaba y con quien hacía vida social. —La única persona que se quedó cuando peor estuve, hasta la fecha—. Me sentía atrapada. La vida fuera de casa era diametralmente opuesta a la que me esperaba dentro.
»Fuera, el mundo seguía girando ajeno a mis problemas personales y seguía ofreciendo las mismas oportunidades. La gente se comportaba igual, los días seguían su rutina, todo era como antes de que se fuese a pique.
»Volver a casa era como entrar en una pesadilla. Una realidad que me espantaba porque mi padre dejó de vivir en el momento en que le cortaron la pierna. Mi madre y yo intentábamos tener fuerzas, pero nos arrastraba con él. Mi madre enseguida discutía con mi padre y supongo que yo la imité porque vi que esa conducta era la correcta —acabo justificándome.
—¿Crees que tu padre se sentía menos querido por esos comportamientos y esas discusiones?
¡Ahí le ha dado!
—Sería para pensarlo, ¿no crees? A una persona enferma se la cuida. ¡Nosotras lo martirizamos!
—¿Crees que no lo cuidabais?
—Bueno, le dábamos su medicación. Seguíamos la dieta que le habían recomendado, lo ayudábamos a asearse, pero nos faltó más paciencia. —Recapitulo—. ¡Mucha más paciencia!
—No todas las personas tenemos la misma resistencia emocional, ni sabemos abordar acontecimientos que trastocan nuestro modo de vida de repente. —Hace una pausa—. Vosotras no estabais preparadas.
—Eso no lo justifica —declaro.
—Seguramente tu padre veía lo difícil que os resultaba todo aquello y, aunque no dijese nada, sabía que lo queríais. ¡No lo abandonasteis a su suerte, os quedasteis con él hasta el final!
—Pero yo... —irrumpo de nuevo en otro sollozo.
—Seguir arrastrando esa carga no te ayudará ni te hará ningún bien. ¿Qué tal si —Ahora es cuando ella me propondrá una alternativa que aminore este peso— le escribes una carta diciéndole lo que sientes?
Vale, ¡se le ha ido la olla!
—Puede parecer una tontería, pero te aseguro que ayuda. Escribe una carta con todo lo que llevas dentro, eso que te carcome, y léesela. Después puedes quemarla; verás como te sientes mejor. —Me resulta una completa majadería—. ¿Qué tienes que perder?
Nada. La verdad es que no pierdo nada intentándolo por muy ridícula que me haga sentir la idea.
El silencio se prolonga unos segundos, y Lea dispone otra charla.
—Cuéntame qué ha pasado en tu vida en todas estas semanas que no nos hemos visto.
Cojo una buena bocanada de aire y la suelto despacio. No me ha recriminado en ningún momento mi abandono de la terapia, aunque solo fueran unas pocas semanas. Supongo que el que esté aquí es algo a tener en cuenta. De todas maneras soy yo quien decide, es algo que debo meterme en la cabeza; no estoy aquí obligada, sino porque fue mi decisión.
—¡Pues creo que me van las tías! Al menos una.
Lea alza las cejas. ¡Suerte que hoy tengo dos horas de cháchara con ella, sino no creo que la pueda poner al corriente de todo lo que estoy experimentando!
—¡Vamos, que no estoy segura de mi orientación sexual! —aclaro, por si quedase alguna duda.
Mi psicóloga asiente despacio macerando mis palabras.
—¿Y eso te supone un problema? —Lo dice más como una afirmación que una pregunta, pero noto cómo va a ir con pies de plomo. ¡Joder, necesito que ella me desenrede!
—Pues sí. ¡Joder, que es lo único que creía tener claro!
—¿Qué sucedería si te gustasen las mujeres? —cuestiona.
¡Agh! ¡Cómo odio esta clase de preguntas! Esto lo podía hacer yo en mi casa. Por cosas como estas es que siento que estoy tirando el dinero en la terapia.
—Nada, supongo.
—¿Entonces por qué te supone un problema?
¡Me la cargo, hostia!
—Porque ya no estoy segura de quién soy o quién me hace ser. —Aprieto los labios—. Siento que estoy perdiendo el norte. ¿Y si esto es vicio?
—¿Crees que tu orientación sexual te define como persona? —De nuevo, ya tiene su respuesta, pero quiere que yo lo exponga con claridad.
—Pues un poco sí —admito. ¿Es horrible pensarlo?
—¿Te dejará de gustar pintar si te atraen las mujeres?
—No.
—¿Tal vez odiarás a los hombres por ello?
Lo medito un segundo. ¿Podría pasar?
—De momento no los odio. —Aunque por Cian ya no siento absolutamente nada.
El recuerdo fugaz de Senén, en cambio, alude a nuestros últimos encuentros, en los que mi cuerpo reaccionó a su proximidad.
—¿Empezarás a matar gatitos?
—¿Qué? —espeto.
Lea sonríe y avala con un gesto sus palabras.
—¿Entonces en qué te hace ser distinta el que ahora sientas atracción física por las mujeres?
Vale, dicho así es ridícula mi preocupación. ¡Absurda en exceso! Luego, ¿por qué me intranquiliza?
—Nadie tiene derecho a juzgarnos por aquello que nos gusta. Si tal vez lo que temes es no ser aceptada por otras personas, el problema lo tienen ellos, no tú.
¡Tan contundente como de costumbre! Tiene razón, lo sé, pero hay algo que me frena.
—¿Y cómo me acepto yo? —La pregunta escapa de mis labios de improviso, sorprendiéndonos a ambas.
Se trata de eso, que no me siento cómoda con la idea. Es más sencillo seguir con mi heterosexualidad, aunque ahora ya sé que soy bisexual. ¿Y si inicio una relación con Calha? ¿Y si es mi pareja ideal? ¿Y si es todo lo que estoy buscando? ¿Y si es esa persona? Renunciaré a ciertas cosas. A tener hijos en común. Biológicamente es imposible que podamos tener un hijo de ambas. Y será normal que quiera saber quién es su padre si nos animamos a ello. La sociedad ha evolucionado mucho, pero no lo suficiente. ¿Le crearía algún trauma a nuestra descendencia que seamos dos mujeres? ¿Se burlarían de ellos en el cole? No me gustaría que ninguno de mis hijos tuviese que estar aquí el día de mañana por algo que yo haya hecho mal.
No verbalizo nada de esto, sé lo fatal que suena solo pensarlo. Jamás he tenido problemas con las personas homosexuales, pero es distinto si yo lo soy. Y soy consciente de que es muy hipócrita por mi parte.
—Siendo más indulgente contigo misma. No le tienes que dar explicaciones a nadie de lo que haces y dejas de hacer.
Suena fácil, como todo lo que se habla aquí, pero la amabilidad no va conmigo. A veces me pregunto si Lea me escucha cuando le hablo.
—Me han enseñado toda mi vida a exigirme más y no quedarme en lo cómodo —digo desapasionadamente—. A alcanzar la perfección, porque yo podía.
—¿Te sientes ahora así?
—Siento que todo el mundo me exige cosas, como si tuviese que anular quien soy porque no acabase de encajar en ninguna parte. ¿Por qué eres así, Venec? Eso no está bien, Venec. ¡Cambia, Venec! —Entrecierro los ojos—. Soy como una niña buscando que me digan qué debo hacer, qué está bien. No me siento suficiente nunca. He conseguido cosas increíbles, como mi exposición del otro día en la galería de Ariz Mackintosh, pero aún me percibo como una farsante, como si no me lo mereciera del todo.
»Me han inculcado tener que ser mejor, que ya no sé dónde he de parar. Es un techo que no parece que vaya a tocar nunca.
Lea me mira fijamente atendiendo a mi discurso.
—Cuando mi padre enfermó me sentí a la deriva. Pero tuve que ser fuerte, tirar para delante, ser madura, ser buena, hacerlo bien y no venirme abajo porque todos los estábamos pasando mal. —Me río por lo que voy a decir—. Dejé de sentir. Mis sentimientos no importaban y eran egoístas.
»Y ver a mi padre así... —Encaro a Lea—. ¿Sabes? No creo que mi padre hubiese tenido una vida plena y provechosa, le faltaron demasiadas cosas por vivir. ¿Así que qué sentido tenía ser la mejor en todo? Lo vi en él. Ser buena persona no se recompensa en nada, a las personas buenas les ocurren las desgracias más horribles.
¿Cómo es que estoy otra vez hablando de mi padre? Mi terapeuta me deja desahogarme.
—Y cuando murió me cabreé; con el mundo, porque no hay esperanzas. Tener fe es una pérdida de tiempo para gente como yo, ilusa, que aún cree que la vida tiene algo bueno que ofrecer. ¡Pues es mentira! —Me enfado a medida que hablo—. ¡No me pude despedir! Ni siquiera el destino quiso ser benévolo en eso. Se murió sin avisarme de que no nos quedaba más tiempo juntos. Un día me levanté, como otro cualquiera, y él ya se había ido sin hacer ruido.
Me callo, sorbiendo los mocos. Ya no sé cuántos pañuelos le llevo gastados a Lea en esta consulta.
—Tampoco pude llorarlo como me gustaría, había que ser mesurada en cómo prodigaba mi dolor. Qué locura, ¿no? —La amargura embarga mi risa—. Como era joven lo superaría antes, como era joven encontraría mi vía de escapa en..., no sé, en la bebida, los amigos, tal vez drogándome, con el sexo... Como era joven no debería sentirlo con la misma intensidad, porque soy gilipollas o algo así. Como aún me queda mucha vida por delante, no debería encallarme en el desgarro del dolor, en saber lo que es sufrir, en sentir como solo lo hacen los adultos. Porque una pérdida así no te hace madurar de golpe ni dejarte de tonterías, ¡para nada!, es como repetir curso o que se te rompa el brazo.
»¡La gente es estúpida! Sus opiniones arbitrarias y condicionadas por sus experiencias vitales o por lo que la la sociedad espera que ha de ser el comportamiento típico en el sentir, me asquea.
»Me repugnan todos aquellos que lloraron de una manera afectada para que vieran su «dolor», y el paripé que montaban cuando ni mi madre ni yo lo hacíamos. Los que nos juzgaron por incinerarlo, por no querer flores, por no ver que era mi padre y su ausencia es irreparable. Fue quien me crio. Los recuerdos más trascendentes de mi infancia fueron con él, y la manera en que veo hoy el mundo es en parte por sus enseñanzas. Su ausencia aún duele. —Hipeo—. Hay veces que recuerdo algo y digo: «Tengo que preguntarle esto a papá», y me doy cuenta de que no podré hacerlo. Son unas milésimas de segundo en las que olvido que no está.
Enfoco mi mirada en mi terapeuta.
—¿Sabes que a él le encantaba que pintara? Se sentiría muy orgulloso de ver lo que he conseguido. Estoy segura. —Lea sonríe. Yo emito lo siguiente como una revelación para ambas—. Mi primer ataque de pánico fue un mes antes de que él muriese.
—¿Cómo fue?
Lo medito apenas.
—Era el último curso de secundaria, en la época final de exámenes. Esa noche había estado despierta hasta las dos de la madrugada haciendo un trabajo para aprobar una asignatura, así que ese día estaba más cansada de lo normal. —Evoco el momento sin dificultad—. Estaba en una de las últimas horas escuchando una canción que nos había puesto la profesora y yo me dejé llevar. Estaba tranquila, o eso creía, y de repente mi visión tornó distinta. No sentía mi mano cuando la tocaba y veía todo como en un sueño. Me asusté y salí corriendo del aula.
»Tras salir por la puerta volví en mí, pero me sentí atemorizada por lo que acaba de experimentar. Fue una sensación de irrealidad tan grande que me dio miedo volver a experimentarla.
¿Y si me hubiese dado por tirarme por la ventana pensando que era un sueño? ¿Y si me hubiese pillado en medio de la calle y me hubiese lanzado a la carretera cuando pasaban coches? ¿Cómo podría diferenciar qué era real y que no? ¡Resultaba muy confuso! Y peligroso.
—Me puse a llorar sin saber muy bien por qué. No entendía nada.
—¿Cómo se vivió eso en tu casa? ¿Qué te dijeron tus padres?
Suspiro más relajada después de tanto lloriqueo.
—Pues no le dieron mucha importancia. Apenas se mencionó la posibilidad de que acudiese a un psicólogo, aunque sí que me explicaron lo que me había sucedido.
Una mala decisión. Ahora lo veo. Deberían haber atajado mi malestar por lo sano y no esperar que yo tuviese la madurez mental como para tomar esa decisión con seguridad. ¡Estaba acongojada! No quería ser un bicho raro con dieciséis años. Ahora lo soy con dieciocho.
—¿Sabes cómo se llama a lo que te sucedió?
Me extraño por la pregunta.
—Tuviste una disociación.
¿Disociación? No sabía ni que tuviese nombre.
—Hay distintos tipos de ansiedad y ataques de pánico. Algunas personas notan palpitaciones o un ritmo cardiaco acelerado. Hay quien siente falta de aire o ahogo; los hay incluso que se marean y rompen a sudar, tartamudean, tiemblan... —Estoy atenta a sus palabras—. También hay diferentes tipos de disociación, a veces puedes estar caminando por la calle y no acordarte de haber andado cierto trayecto; estar con unos amigos, haber respondido a algo y no recordar haberlo hecho. Es como un piloto automático que tiene nuestro cerebro cuando se siente desbordado con los acontecimientos que soporta.
Creo que lo entiendo. Simplemente, peté. No había vía de escape en mi vida. Se reducía a mi casa y los estudios; mi circulo social no era suficiente, porque tampoco le contaba a nadie lo que acaecía en mi hogar. Quería desconectar, pero no me llegaba.
—¿Algo más que haya sucedido en este tiempo?
La pongo al tanto de todo. De mi abandono de estudios, mi desmayo por el estrés, cómo contactó Ariz conmigo, el apoyo de Calha, la discusión con Cian, con mi madre, las críticas en internet y...
—Mi madre me defendió. Después de nuestra última discusión, me ha sorprendido ver lo que hizo. —Me acomodo mejor en la silla—. ¡Vamos a ver! ¡Que mi madre es superorgullosa! No entiendo qué le ha dado para actuar así. ¡Si ni siquiera ve una posibilidad de futuro en el arte! Para ella, es la antesala de ser vagabunda.
—No tienes por que eliminar a tu madre de tu vida, pero sí establecer unos límites que ella respete.
¡Eso es impensable! Mi madre se pasa los límites por el forro. ¡Si le encanta insultar, gritar y hacer daño en cuanto se siente acorralada! No es una mujer de la que enorgullecerse.
—No creo que funcione, sinceramente. Cree que por tener más años puede hacer lo que quiera sin que nadie le pueda llamar la atención por ello.
—Esa es tu decisión. Pero que sepas que tienes otras alternativas si no estás segura de la decisión que has tomado.
Sí que me gustó saber que tiene cierto aprecio por mí, porque la verdad ya dudaba hasta de eso, y me dolió mucho cómo acabaron las cosas entre nosotras, pero es una persona que me agota y saca lo peor de mí. No quiero acabar acostumbrándome a sus faltas de respeto, a sentirme anulada. Tan importante es tener gente que te haga bien cerca como saber con quien has de mantener la distancia; aunque esa persona sea, por desgracia, tu madre.
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