¡Ah, las noches! Ese momento dichoso al final del día en el que la gente normal se tumba a dormir y descansa. Donde la oscuridad y el venidero silencio, que se va instaurando más a medida que avanza el reloj, ayuda a un confort del cuerpo y la mente para su relajación y posterior sueño.
Bien. Las cinco y cuarto de la madrugada. Y yo sigo tan despierta como a las doce, cuando me acosté. ¿Cuento una cosa curiosa? Por la noche puedes pensar en un tema que te guste o te agobie y el avanzar de las horas se evapora; si lo haces por el día, no sucede de igual manera. ¿Alguien se ha asegurado de que el tiempo transcurre a la misma velocidad? Tengo serias dudas al respecto. Aquí a la ciencia se la han metido doblada, seguro.
¿Mi tema recurrente de esta glamurosa noche? Mi episodio de ansiedad en plena calle, con público incluido. Público, por cierto, que me dio un tarjeta con su nombre, apellidos y número de teléfono. ¿Quién anda todavía con tarjetas de cartón en el bolsillo de su chaqueta? Tal vez un relaciones públicas para promocionar el garito de moda —y solo pondrá el nombre del sitio y su ubicación—, pero nadie más.
Senén Ónix Saavedra
Psiquiatra
Nº de contacto: 771352876
¿Para qué diablos me dio su tarjeta? Pensaría que no me estoy tratando. Tal vez crea que necesito tomar pastillas y es su sutil manera de decírmelo. ¡Pastillas! ¿Estaré tan mal? ¿Y si llego a necesitarlas para afrontar mi día a día? La simple idea me espanta, pero creo que ha llegado un punto en que no puedo ser tan ingenua como para no plantearme esa opción.
Vale. Hace poco que empecé la terapia y la ansiedad no se va a ir de un día para otro cuando la llevo acumulando durante años, aunque sería genial. Es cierto, que dudo de si está funcionando —y más después de lo acontecido hoy—, y muchas de las cosas que me dice la psicóloga ya las sé, solo me las confirma. Por ejemplo, esto de rayarme con lo sucedido es algo que no debería estar haciendo. Me dio un ataque de pánico en la calle y ya. Me sentí vulnerable y desvalida, sí; pero todo el mundo se siente así en algún momento, ¿no?
Cierro los ojos con fuerza, dispuesta a dormir. Me giro y me tapo hasta las orejas.
¿Por qué siempre hago el ridículo? Tenía que haberme quedado en casa pintando o haciendo cualquier otra cosa. ¡Qué vergüenza, joder! Se vio en la obligación de acompañarme a casa. La gente buena hace eso después de todo, a pesar de que no les apetezca. Yo no se lo pedí y le insistí en que ya estaba bien, pero ¡claro!, no se quedaría tranquilo. He actuado como una niña. Será mejor que evite ir a correr por ahí durante un tiempo, o quizá hacer deporte hasta que no esté más tranquila. Sí, será lo mejor. Esa zona queda vetada, así no me lo volveré a encontrar y no habrá instantes incómodos. ¡Sí, eso haré!
Realizo los ejercicios de respiración que me aconsejó Lea —mi psicóloga—. Cojo aire hasta llenar mis pulmones, retengo unos segundos y libero despacio hasta dejarme vacía de aire; espero unos segundos más. Repito esto diez veces. Acabo mareada (que es lo normal ya que dejo el cerebro con poco oxígeno, creo) y lo más importante, calmada. El cansancio hace mella y no tardo en dormirme.
***
La mañana se descubre plomiza, como mi ánimo. Lo único que me pide el cuerpo, o la mente, vete tú a saber, es estar todo el día metida en cama (más bien escondida) y no afrontar el día que tengo por delante. Sería tan fácil dejarse llevar por la pereza —y el miedo— y estar tranquila. No obstante, sé que por un día de relax (o cobardía), retrocederé en demasiados de terapia. Hoy será un día, y mañana me costará más, y puede que también me rinda a intentarlo, y cada día pondré una excusa diferente que originará que pase tiempo sin salir.
Me encuentro mal, porque es así. No estoy bien. Quiero no pensar en escenarios catastróficos ni dejarme vencer por el miedo, pero todo ello se convierte en una montaña que escalar. A cada paso me tiemblan las piernas, se me encoje el estómago, el pulso se acelera, me mareo y todo indica que voy a colapsar. Sé cómo se llama lo que tengo. Mis pruebas médicas son buenas. No hay nada por lo que en teoría deba preocuparme; no obstante, mi mente me traiciona. Los síntomas físicos que padezco son reales, aunque su causa me la origine yo misma. Mi maldito círculo vicioso. Tengo miedo de la ansiedad y esto le da fuerza para no irse. Juro que antes yo no era así, era valiente. Decía lo que pensaba y me importaba una mierda que al otro le pareciera mal; hoy ya no es así. Quedaba con amigas y salía siempre que podía, porque estar en casa era un aburrimiento; hoy no es así. Sentía que el mundo estaba lleno de oportunidades y que las aprovecharía; no fue así. Sería una mujer de la que sentirme orgullosa; hoy me siento una fracasada. Sería feliz; no lo consigo. ¡Maldita sea, no lo consigo!
Estallo en llanto. Lloro, lloro y lloro. No hay un motivo, ¡hay mil! Estoy desbordada, porque debería estar mejor y no lo estoy. Se supone que estoy haciendo lo correcto; sin embargo, lo correcto no casa siempre con el bienestar inmediato.
Debería aceptar esto. No hay nada de malo en estar mal, lo sé, pero siento que a mí eso no me vale. Quiero estar bien, ser funcional, poder relacionarme sin temor al qué dirán por que actúe raro.
Y como vino se fue. Mi cara es un poema de colores rosados, brillantes por el sufrimiento de quien lucha ya sin querer.
No me puedo rendir. No puedo.
Y con estas palabras me despojo del pijama y me meto en la ducha con el agua casi escaldándome. Renuevo las lágrimas y dejo que el agua fluya: la que me invade y la que sale de mí. El pelo se vuelve una cortina molesta sobre mi rostro, mas no hago nada por apartarlo. Sigo apoyada contra los azulejos, llorando.
¿Qué emociones habré reprimido para estar ahora así? Sé que hay algo. Hay un momento de mi vida en el que todo cambió y no sé cuál. Creo que ese instante es vital para mi recuperación; una parte de mí me dice que ahí olvidé algo importante. Pero ¿qué?
Cierro el grifo y me envuelvo torpemente en una toalla. Voy goteando hasta el espejo de cuerpo entero de mi habitación y me analizo en él. Aún me sale vapor del cuerpo y mi rostro sigue rojizo. Mi reflejo me devuelve inmisericorde la imagen de una joven paliducha y sin gracia; encorvada, como si intentase protegerse de algún dolor. Escuchimizada, con los bordes de los huesos marcándose. Triste, y con señas en la comisura de la boca de quien no usa su sonrisa más que en una mueca para el llanto. No. No me gusta lo que veo. Lo peor es saber que solo yo puedo mejorar este estado; todo depende de mí, y me estoy fallando.
Ese pensamiento duele. Duele demasiado y grito. De rabia. De pena. De vergüenza. De miedo. Porque siento mucho, y ya no sé qué es peor: si sentir en exceso o no sentir nada en absoluto. Nadie me va a escuchar, es lo bueno de vivir sola.
En ese estado de eterna frustración me decido, sin profundizar en el hecho que llevaré a cabo.
Me visto con lo primero que pillo: vaqueros y camiseta de algodón. Me recojo el pelo en una trenza, ya que ni me he molestado en secármelo, y me calo un gorro de lana. Me calzo las deportivas, me pongo el plumas y salgo.
Apurarse es clave para no volverme atrás. Estoy cabreada y eso me espolea a no rectificar. Estoy cabreada conmigo por ser tan cobarde, por dejarme vencer. ¿Dónde va esa chica cuyo lema era «nunca hay que rendirse»?
Voy tan acelerada que casi corro, y enseguida llego.
Aquí. En... vamos a bautizarlo el punto MM (de Menuda Mierda), fallé. Bien. He vuelto.
Me noto ansiosa, así que observo el lugar. No hay nada de significante en él, es como otros tantos de la ciudad. No hay ningún peligro, ni animales salvajes ni gente con malas intenciones. Nada. Solo se trata de la circunstancia de un desencadenante que dio como lugar este sitio. Solo eso. En mi casa me han dado varios y no me siento insegura en ella. ¿Cuál es la diferencia? ¿Por qué en un sitio me siento a salvo y en el otro no?
Respiro hondo para no salir por patas; mi instinto atrofiado me indica que es lo que debo hacer, pero le desobedezco.
¡Valentía, Venec! ¡Tú puedes!
Pasan los segundos y van convirtiéndose en minutos, de forma muy lenta, pero el tiempo avanza y yo, aunque algo nerviosa, estoy... ¿bien? O sea no estoy relajada ni mucho menos, pero no es tan malo como esperaba o imaginada que iba a ser. Sigo forzándome un poco más a estar aquí y no correr a mi lugar seguro. Observo el cielo, que se esfuerza por librarse de las nubes en claros poco convincentes, en el suelo lleno de huellas de las gotas de lluvia, en el paisaje vegetal, y respiro hondo. No porque me haga falta, sino porque me siento a gusto; y sonrío. No plenamente, aunque sí agradecida, o aliviada.
Hace frío y a pesar del gorro empiezo a notar cómo se me cala la humedad en el cuerpo. Acabo con mi pequeño experimento y regreso sobre mis pasos a un ritmo más lento. La sensación de querer huir sigue ahí y debo dominarla con mano de hierro. Creo que el ejercicio principal que debería hacer es entrenarme en hacer cosas que me dan miedo y salir a pasear esté con ánimo o no.
Hundo el rostro en el cuello de mi abrigo y fijo la vista en mis pies.
Un paso, otro paso... «Sin prisa, más despacio», me digo.
A lo lejos diviso una persona corriendo y mi pulso decide dispararse brevemente cuando reconozco de quien se trata. Aminora el paso, y me detengo, sin ganas, cuando nos cruzamos.
—¡Hola! —dice con demasiado entusiasmo para mí—. ¡Qué alegría verte!
Lo acompaña una sonrisa sincera que no se parece en nada a las de ayer, y su genuina alegría me confunde.
—Confieso que me tenías algo preocupado.
¡Lo que yo decía! Lo de ayer fue un acto de generosidad del que no quiere cargos de conciencia. Pues bien, ¡ahora puede seguir con su vida al ver que sigo ilesa! Por fuera al menos, porque el interior es una tragedia digna de los libros de historia antigua.
—Sí, bueno. Ayer me pillaste en un mal momento, pero ya estoy bien. —Sonrío, fingiendo que me creo lo sarta de bobadas que acabo de decir.
Se echa a reír como si le contara un chiste, y ahora sí que me quedo descolocada.
—Voy a fingir que te creo, Venec.
Pego un respingo interno. No sé si es porque me haya calado a la primera o por lo rara que me acabo de sentir al escucharlo pronunciar mi nombre. Sigo callada. ¿Me toca decir algo? ¿Debería intentar convencerlo de que se equivoca?
—¿Te apetece que tomemos algo?
Perdona, ¿qué?
Boqueo como un pez. O sea, esto no entraba en mis planes, ni en mis posibles escenarios del día. No sé ni si quiero o me apetece tomar algo. ¿Quiero estar con alguien que muy probablemente psicoanalice todo lo que hago o digo?
—No lo pienses tanto. ¡Vamos!
Coloca una mano en mi espalda y me da un leve empujón para que avance. Pero, qué... O sea, ¿qué? ¿Cuándo he aceptado? ¡Uff! Cómo me molesta que la gente haga eso y decida por mí. ¡No me siento cómoda con esta situación!
—Yo no...
—¡Seguro que no has desayunado! —asegura interrumpiéndome.
Sí, es cierto. No lo he hecho. Y no es muy buena idea, las cosas como son. Tengo que tener unos hábitos saludables: dormir suficiente, comer sano, dedicar tiempo a mis hobbies...
—Es que... —farfullo, no obstante—. No...
No sé cómo continuar la oración. ¿No quiero? ¿No me apetece? ¿Me siento incómoda contigo? ¿Vulnerable, tal vez? ¿Por qué no soy capaz de decir nada de eso? Me daría de guantazos.
Entrecierra los ojos cuando mi frase queda abandonada y sin concluir.
—¿Un café para llevar, mejor?
—Vale.
Me sorprendo. No por haber contestado eso. Sé que acabaría cediendo a pesar de no querer estar con él. No es eso, sino darme cuenta de que me parece una idea factible. Constato, que Senén esperaba más reticencia.
Sonríe y subimos una ligera pendiente que nos lleva hasta una cafetería. Una nueva cafetería, he de señalar. Hace tiempo que no tomo este camino y la verdad es que está cambiado. Era una zona un tanto ruinosa, por decirlo de alguna manera. La maleza campaba a sus anchas y las edificaciones estaban acordonadas por posibles desprendimientos. Le han dado un buen lavado de cara, porque esto ha sido reformado, y con mucho acierto he de añadir. Las viviendas de una o dos plantas, a lo sumo, han sido restauradas y vive gente en ellas. El camino está delimitado con líneas blancas en el asfalto y señales de tráfico —aunque por aquí poco pasa—; y al final, hay una coqueta edificación de piedra, que más bien parece una casa rústica. Esta es nueva, antes no había ni señas de ella.
Senén se adelanta un par de pasos y abre la puerta acristalada para invitarme a entrar. Hago una mueca a modo de agradecimiento que pretendía ser una sonrisa, pero no estoy muy por la labor por lo que se ve.
El interior es acogedor, con la iluminación en tonos ambarinos y un ambiente cálido. Posee una chimenea al fondo, que está prendida. Me giro en busca de mi acompañante, que se acerca a la barra, a nuestra derecha y hace su pedido. El camarero le saluda con cordialidad, supongo que no es la primera vez que viene.
—¿Tú qué quieres? —me pregunta Senén.
—Un moca —respondo, distraída, analizando el local.
Cinco taburetes de mullidos cojines rojos sin respaldo. No diría que son un acierto, en mi cabeza solo visualizo gente cayéndose de espaldas. De manera cómica, sí; pero espatarrados por los suelos.
El tejado se vislumbra a través de las vigas de madera, que hacen un intricado dibujo sobre nuestras cabezas. Las ventanas son amplias aunque estrechas y pequeñas en la zona de mesas con un formato en cruz. Hay una puerta detrás de la barra, a la izquierda, que presumo que es la cocina, ya que desprende un agradable olor a pasteles.
Me tienden un vaso de cartón con el logo del lugar: Cafetería-pastelería Capriccio.
¡Qué manía de ponerle a todo nombres extranjeros! Dudo que el que está tras el mostrador haya pisado Italia en su vida.
Agarro el recipiente y cuando me dispongo a sacar la cartera para pagar, Senén se adelanta y me pone una mano en el brazo.
—¡Por favor! Invito yo. ¡Ni más faltaba!
Quiero replicar, pero solo murmuro algo ininteligible hasta para mí. Agacho la mirada algo avergonzada.
Le dan las vueltas e inicia la marcha hacia la puerta. Lo sigo sin preámbulos y ya fuera me fijo que aparte de su bebida, lleva una bolsa de papel. La abre y me ofrece un donut.
—¡Son mi debilidad! —comenta sonriendo.
Lo acepto y le pego un mordisco. Gimo en cuanto noto que su interior me embadurna los labios y se derrama por fuera. Libro a mi chaqueta por muy poco de una mancha de mermelada de moras.
—¡Lo siento! —ríe Senén—. ¡Debí advertirte!
Resulta una mezcla curiosa y algo empalagosa, pero me ha quitado todo atisbo de hambre que mi estómago pudiese albergar. Sin mucha gana ya, bebo mi moca.
Senén, andando, sigue disfrutando de su desayuno sin iniciar ninguna conversación. Aprovecho para escrutarlo ahora que no está tan pendiente de mí.
Tiene su pelo negro húmedo. Seguro que es de haber estado corriendo o a lo mejor ya salió de la ducha así. No parece muy prudente esta última opción, pero ¡allá él! Lo tiene ondulado y algo más largo de lo normal. Diría que está recién afeitado, aunque una sombra de barba ya le asoma. Es lo que tiene el vello tan oscuro. Su mandíbula es cuadrada y fuerte, y diría que entra en los estándares masculinos de hombre atractivo. Sus ojos azules parduscos han decidido reparar en mí. ¡Porras!
Finjo mirar para los árboles y el cielo mientras bebo otro escueto sorbo.
—Y bien, bella Venec. ¿Cuáles son tus planes para hoy?
¿Bella Venec? ¿Pero qué mierdas dice? Pongo cara de asco, lo sé; lo noto. No por él. Bueno, no del todo por él, sino por su comentario. ¿Por qué los hombres dan por hecho que nos gusta que nos adulen sin venir a cuento?
—Ninguno —digo cortante.
—¡Qué lástima! —vuelve su vista al frente—. Un día como hoy invita a hacer muchas cosas.
Es verdad. Se está despejando, y a pesar del frío reinante, el sol pretende calentar.
—Sí, supongo.
¿A que espera que le pregunte por sus planes? Finjo pensar en mis cosas y le doy otro pequeño sorbo a esta bebida infernal. Llevo sobredosis de azúcar.
—No eres muy habladora, ¿eh?
¡Deberían darle un premio por fijarse en la obviedades! ¡Qué ganas de pirarme a casa! ¿Cómo se deshace una de la gente con la que no te interesa estar, pero que te ha invitado a algo sin que tú se lo pidas? No podría darle un ataque de cagalera o algo así. Lo miro de refilón. No. Parece que no.
Seguimos nuestro avance en silencio. Silencio que vuelve a romper Senén.
—En serio, ¿qué vas a hacer hoy?
Suspiro antes de responder.
—Sobrevivir.
Sincera. Dolorosamente sincera. Él sonríe, aunque se parece más a las muecas que me dedicaba ayer.
—¿Y qué tal vivir? —objeta.
¡Qué fácil suena! ¡Qué difícil es llevarlo a la práctica!
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