Pinchitos

Bien. Veamos cuál podría ser el inicio de esta truculenta broma del destino.

Primero debería hacer un repaso de lo que es mi vida hasta la fecha.

Siempre digo que mi padre desapareció, cuando lo que quizá debería decir es que murió tras una enfermedad larga, que fue acabando con él poco a poco. Ya era mayor, le sacaba a mi madre la friolera de veinte años. No obstante, no se merecía ese final, en los que los últimos años de su vida fueron como una pesadilla. Hay destinos peores que la muerte, hoy soy consciente. Todo aquel proceso de idas y venidas del hospital, distintos médicos dando su opinión, y hasta a veces contradiciéndose, consiguieron que yo desarrollara una fobia especial por la medicina en general. No es que antes me apasionaran esos sitios, pero era capaz de estar en uno sin salir por patas como si fuera el diablo intentando entrar en una iglesia.

Supongo que ahora me resulta admirable que yo vaya a terapia. Significa volver a confiar en un sistema, que siento, que me fallo de una forma irrevocable en el pasado.

Después de que mi padre dejara este mundo, mi madre siguió con su trabajo de celadora de prisiones. Imagino que era su manera de rescatar esa rutina que la mantuviera cuerda. No la culpo por ello. Sin embargo, le hubiera agradecido que no actuara como si solo ella hubiese perdido a alguien. Le guardo bastante resentimiento, ¡para qué negarlo!

Unos días después, el abogado de mi padre nos llamó a mi madre y a mí. Me hizo sabedora de ser la heredera de una cuantiosa cuenta de ahorros a la que podría acceder cuando cumpliese la mayoría de edad. No es que ahora sea millonaria, pero me permitirá vivir desahogadamente durante unos cuantos años. De hecho, lo primero que hice cuando tuve oportunidad de manejar mi propio dinero fue comprarme una casa. ¡Sí! Una bonita y coqueta casita. Nada exagerado, pero que sentí mi hogar desde que la vi. La he ido amueblando poco a poco, sin prisa, con un estilo un tanto ecléctico. Vamos, que no combina un mueble con otro. El resultado, sin embargo, es harmonioso.

No es que no tenga objetivos en esta vida. Estoy en la escuela de Bellas Artes, con unas notas no muy buenas, ya que me cuesta concentrarme. ¡Qué diablos! Mi primer año está siendo un desastre y me pregunto si en realidad tengo talento para lo que quiero desempeñar en el futuro. Intento no dejarme llevar por la frustración, pero ¡joder! ¡Es difícil tener una actitud positiva cuando tienes un boletín de notas llamándote fracasada a la cara!

Duele. Duele fallarse a uno mismo. Quizá eso es lo que más me está pesando. Siento que la vida se me escurre entre los dedos, y el tiempo no concuerda con la velocidad de mi cerebro. ¿Tiene sentido lo que digo?

Después de tener una ubicación en la que el cartero me puede traer el correo, estuve pensando durante una temporada si adoptar a un animal. Un perro o tal vez un gato. Lo descarté casi de inmediato. Al primero lo deprimiría por no salir tanto como debería (cuando estoy muy mal tiendo a encerrarme en casa, un mal hábito que estoy intentado corregir). Y el segundo... Bueno, no me fío de los gatos. Siempre te miran como si se creyeran mejor que uno. Así que, sigo con mi soledad de compañera. Aunque con wifi, la Play Station 5, y una tele con una pantalla de cien pulgadas que me ocupa toda una pared del salón, no creo que me pueda quejar. ¡Ah, sí! Tengo un cactus diminuto en un pequeño invernadero de cristal, que supongo que pretendía ser una terraza que lo flipas cuando lo construyeron, pero para mí es un invernadero en el que desayuno y veo las puestas de sol —cuando no llueve— tomándome un moca. Es el único ser vivo que tengo conmigo y con éxito. Planeo traerle compañía en un futuro, cuando esté segura de ser capaz de mantener dos plantas con vida. Mientras, Pinchitos se tendrá que conformar conmigo. Sí, le he puesto nombre.

La parte económica está claro que la tengo cubierta; la parte emocional no. Creo que soy un claro ejemplo de que el dinero no trae la felicidad. Sí, tengo vivienda propia y me he dado algunos caprichos; no obstante, no consigo ser feliz. Echo en falta a mi padre y hubiera cambiado su vida por este estado financiero. Él, por cierto, era banquero y entendía de finanzas, bolsa, bonos del estado y todo ese rollo que yo jamás hice el amago de comprender. Imagino que eso le sirvió para dejarme tal cantidad, porque aunque nunca tuvimos problemas y nos podíamos permitir más gastos que la clase media, tampoco es que fuésemos ricos. Nos encontrábamos despreocupados con respecto al dinero. Y sí, sé lo afortunados que fuimos en ese aspecto; aunque tengo que decir que mis padres se lo curraron.

Y a pesar de todo ello, me hallo más sola que la una. Lo normal sería que tuviera unos cuantos amigos, ¿no? Al menos uno. Pues lo tuve (bueno, más de uno, aunque este era mi mejor amigo), y no hace mucho, pero se eliminó él solo de mi vida y aún no tengo claro el porqué. Resulta que después de acabar el bachillerato y celebrar mi décimo octavo cumpleaños, también festejamos nuestra, cómo decirlo, nueva vida de adultos. No más normas impuestas por nuestros progenitores, no más explicaciones de lo que hacíamos, no más tratos condescendientes porque en teoría no sabíamos lo que es la vida (como si no hubiese vivido hasta entonces y no hubiera adquirido experiencias inevitables con la coexistencia del resto de seres humanos que me circundaban). Sin embargo, me quedaba una que no quería posponer más y se dio en esa noche de juerga. Cian —que así se llama— y yo estábamos en un pub bailando y bebiendo. O ya no bebíamos e íbamos algo alegres de más, no lo podría asegurar. Lo que sí sé es que de pronto necesitábamos acercarnos como si tuviésemos frío, nos reíamos sin ningún motivo y hablar con nuestras bocas casi pegadas era necesario. Sobra decir que ese tonteo acabó en beso y no solo uno, pero derivó en algo más: la menda sin su virginidad en una cama de motel.

No fue algo romántico al uso, pero lo disfruté dos veces. ¿Quién me hubiera dicho que mi amigo era tan entregado en la cama? No sé si fue también su primera vez y no lo quise saber. Una tonta parte de mí quería sentir que había sido especial para ambos. Nada parecía haber cambiado, excepto el haber traspasado esa línea de amigos a algo más. Desde aquel día no volví a saber nada de él, salvo que ahora vive en otra ciudad (lo que supe por su madre, un día que me la encontré haciendo la compra).

Entendamos; yo conocía a Cian desde parvulitos y habíamos sido inseparables durante quince años. ¿Eso no significaba nada? Una puta llamada al menos. Tal vez: «Mira, es que ha sido tan horrible que tengo pesadillas. ¿Cómo puedes ser tan negada?» o «Soy gay, pero quería probar si era capaz de hacerlo con un tía». Vale, esta última era poco probable, sabía que le iban las mujeres. Pero pensé que me merecía más. Así de desechable me he vuelto.

Tenía otras amigas, un grupo bien avenido y con las que tenía cierta confianza, pero cuando empecé a tener problemas serios de ansiedad y actuar raro, algunas se alejaron. Y cuando empecé a confesar lo que me ocurría, las que quedaban fueron espaciando sus quedadas conmigo, poniendo excusas de mierda sobre lo ocupadas que estaban. ¿Alguien sabe lo difícil que es ser sincera con lo que te pasa sabiendo que muy probablemente no te entiendan? Y si encima decides arriesgar y se confirman tus peores temores, solo te queda una alternativa. Aceptarlo. Vivir aquello que te daba miedo y poner buena cara, asegurándote que no necesitabas a esa gente. Te obligas a ser fuerte porque no queda otra opción. Pero, joder, ¡cómo duele!

A Cian jamás le conté mis problemas de ansiedad y los ataques de pánico que me sobrevenían. A él no lo quería perder. No quería que nada cambiase entre nosotros. No quería cagarla. ¡Y no sé cómo, la cagué! Hace ocho meses y dieciséis días que lo estropeé todo. En estos ocho meses me he ido haciendo dura con respecto a entablar cualquier tipo de relación. No necesito a nadie. A nadie. Absolutamente a nadie. Pinchitos y yo estamos bien.

Busco por internet un smart watch con un monitor de sueño y pulsómetro, ya que es lo que más me interesa de sus funciones. La psicóloga me comentó que con este cacharro podría saber si hacía un un sueño tan reparador como necesitaba. Encargo el que más me gusta, no el más barato, porque si algo aprendí en los últimos tiempos es a no quedarme con las ganas de lo que me apetece y arrepentirme. Llegará mañana al mediodía, según Amazon. De todas formas, nada me impide ponerme a trotar como un poni por la ruta aledaña a mi casa. Es una zona preciosa, boscosa y llena de vida. Mucha gente la usa para andar en bici, ejercitarse, pasear a sus mascotas o simplemente disfrutar de la naturaleza. Me parece increíble que haya resistido, y no la hayan intentado urbanizar. Los troncos de algún árbol resultan imposibles de abarcar con los brazos y, en ciertos lugares, el follaje es tan tupido que es casi imposible ver el cielo incluso en invierno.

Me visto una mallas, sudadera, tenis y me hago una coleta. Cojo las llaves del mueble del recibidor y me lanzo a la aventura. Me aseguro de guardar el móvil y la cartera en el bolsillo y me acerco a un banco. Estiro sin tener mucha idea de lo que hago. Sé que es importante calentar los músculos antes para evitar una lesión, pero poco más.

Empiezo con un ritmo lento, que me vaya bien. No obstante, una parte de mí se queja por tener que agotar más el cuerpo. Intento ignorarla fervientemente y sigo, inhalado con respiraciones profundas aire a mis pulmones. Procuro prestar atención a mi entorno —alejar los pensamientos de mí y de mis sensaciones físicas desagradables—, el cielo despejado con alguna nuble blanca que no empañará el día soleado que promete. Los árboles y los distintos colores de sus hojas (ya los hay en flor) y la espesura que conforma este galimatías de ramas superpuestas. La arena dispar de este camino que sigo, en los que desaparece por espacios para mostrar tierra debajo. Todo va bien. Me lo repito como un mantra hasta que mi cerebro lo interiorice. Prosigo así un cuarto de hora más o menos y me detengo cuando noto que mis pulmones se quejan.

Bueno, el primer día es lo que tiene, el organismo se tiene que habituar. Avanzo con la respiración agitada y las piernas como gelatina. Me dan pinchazos en el pecho y el aire me entra de forma más irregular que antes. La sudoración es casi inmediata, desde la nuca hasta el final de la espalda y el estómago se encoge. Sé lo que vendrá a continuación si no lo atajo a tiempo. Respiro hondo en un intento por controlar el pánico que me sobreviene.

«Estaba haciendo ejercicio». «Estaba haciendo ejercicio». «Estaba haciendo ejercicio, es normal».

Pero mi mente va por libre.

«No consigues recuperar una respiración pausada y te dan pinchazos en el pecho. algo malo te va a pasar. Además parece que te vas a caer redonda al suelo, fíjate en cómo te tiemblan las piernas».

«Es normal», me repito. «Ya has pasado más veces por esto. Eres fuerte».

Miro a mi alrededor y compruebo que por fortuna no hay nadie que pueda reparar en mí. Estoy temblando de miedo y soy incapaz de estarme quieta, parezco un animal enjaulado y apuesto a que mis ojos están más abiertos de lo normal, haciéndome ver como una loca. Me acuclillo contra un muro —que sabe Dios por qué está aquí, porque no hay nada que proteger ni limitar— y me apoyo en él mientras intento calmarme.

¡Joder! ¿Pero no se supone que esto me iba ayudar con la ansiedad? ¿Por qué me pongo peor? El caso es que estoy desbordada y me agarro al pecho como si me fuera la vida en ello.

«Todo va a salir bien, todo va salir bien. Por favor, que todo salga bien».

Unos pasos a mi vera me hacen mirar de refilón, sin ganas. Hay un tipo acercándose y sonriendo en una mueca a medias. Lo ignoro e intento aparentar ser normal, si es que recuerdo cómo se hace. Se agacha y me contempla con esa mueca que simula más tristeza que alegría.

—¿Estás bien?

Asiento, porque no me veo capaz de hablar mientras mi cabeza es un torbellino de ideas catastróficas. Si tuviera a alguien a quien llamar y hablar. Alguien de confianza, no este tío. Pero estoy sola. Sola. Solo tengo a Pinchitos, y si me pasa algo solo él lo sabrá, porque no habrá nadie con él. ¡Mi pobre Pinchitos! No tendrá manera de beber y estará sediento y se secará y morirá de la peor forma. ¡Pinchitos! ¡Mi Pinchitos!

Me pongo a llorar en un llanto un tanto exagerado. Y para colmo el tío este no ha desparecido. Procuro controlarme y no dar más la nota; pero nada, que el dique ha reventado, y yo estoy dispuesta a rellenar los embalses vacíos de todo el país. Una mano sobre mis hombros me acaricia. Aún con el sollozo en pleno apogeo y los mocos colgando —porque no hay manga que retenga este chorro— miro con mala cara a este personaje. O sea, yo aquí muriéndome, y él intentando ligar. ¿En qué mundo vivimos que cuando una está tan hundida hay quien solo piensa en meterla? ¿Además que son esas confianzas?

Sigue con el bailoteo de su mano sobre mis hombros, ahora sobre la parte alta de mi espalda.

Bueno, puede que me esté dando un pa allá, ¡pero que le arreo de paso también lo tengo claro!

—¡Venga! Pensemos en otra cosa. ¿Qué vas a hacer hoy para comer?

¿Eing? ¿Es que acaso lee la mente para saber en qué estoy pensando? ¿Tengo aquí a Charles Xavier o qué? ¿Y a él que le importa lo que yo vaya a comer? ¿Es que nos conocemos y se me ha olvidado? ¡Ay, Dios! A ver si voy a sufrir de amnesia y por eso estoy tan tocada del ala.

—Yo aún no sé que cocinar. A lo mejor pido algo y que me lo traigan a casa. ¿Tú qué crees? —sigue parloteando.

Se sienta en el suelo a mi lado y apoya su espalda en el muro. Yo lo contemplo como si estuviera pirado.

—No se me da mal cocinar, aunque a mi madre le hago pensar que soy un inepto para que me mande algún táper con comida. Entre tú y yo, la comida casera es la mejor, pero la de las madres no sé qué tiene que nunca sabe igual aunque la intentes preparar tú, ¿no te parece?

Bueno, pero ¿a mi qué coño me importa la vida de este? Sigo mirándolo de hito en hito.

—Piensas que me falta un tornillo, ¿a que sí?

Sí, claro que lo pienso. Hasta Buda lo pensaría si estuviera aquí.

—No... —Pero sí.

Sonríe, y esta vez parece una sonrisa real, aunque comedida. Creo que sabe que pienso que está peor que yo.

—Me llamo Senén —se presenta, y me tiende la mano—. Soy psiquiatra y he visto que necesitabas ayuda.

¡GENIAL! ¡Lo que me faltaba! ¡Un loquero! Seguro que me mete de cabeza en un manicomio con camisa de fuerza y tan drogada que se me caerá la baba, y no podré cuidar de Pinchitos. Pero ¿por qué se me ocurrió que me podría hacer cargo de otro ser vivo?

Regresa mi inestabilidad respiratoria.

—¡Ey, ey! Respira hondo. Te lo decía para que supieras que reconocí los síntomas de lo que te estaba ocurriendo, no para que te asustes.

Le hago caso, no porque él me lo diga, sino porque ya sé lo que tengo que hacer, solo necesito que mi cerebro pretenda colaborar. Me están empezando a doler los tobillos y el empeine del pie; las piernas ya están entumecidas. Me levanto a disgusto, y el tal... como se llame me imita.

Lo observo de soslayo, incómoda. No me mola nada que alguien haya sido testigo de un momento así. Normalmente, me suelo controlar mejor.

—Ya estoy mejor, te puedes ir —digo intentando reponerme.

Todavía me tiemblan las piernas y, aunque no sé en qué momento he dejado de llorar, la intensidad del pánico se ha ido reduciendo.

—Creo que me voy a asegurar de que estás bien primero —confirma sin perder la sonrisa. Una forzada ahora que me fijo.

—Lo estoy, gracias. Me pasa a menudo —¡Mierda! No debí decir eso!—. Quiero decir que llevo una temporada algo estresada, nada más.

Mi simulacro de sonrisa para disuadirlo de quedarse conmigo no ha funcionado, porque me escudriña.

—Bien. De todas maneras yo estaba dando un paseo y seguro que voy en tu misma dirección.

Analizo su atuendo deportivo y lo de dar un paseo será un eufemismo, porque está claro que salió a correr como yo, aunque con mejores resultados ya que él está entero y sin marcas de una guerra interna.

Señalo el camino hacia mi izquierda, razonando que él seguirá esa ruta.

—Iba en esa dirección.

—Perfecto, yo también.

Me río internamente. Previsible.

—Pero, ahora voy a ir por allí. —Y así me lo quito de encima.

—Pues perfecto también. Te acompaño.

Todo mi gozo en un pozo.

—No es necesario, de verdad. Prefiero ir sola. —A ver si te enteras, tío.

—Mi casa queda en esa dirección y ya me iba a dar la vuelta cuando te he visto.

¡Menuda trola me está queriendo meter! Pero siento que me desgasto más en mis esfuerzos por quitármelo de encima que en aceptarlo y ya. Para ser psiquiatra, no está muy perspicaz en lo referente a que me muero de la vergüenza por que alguien me haya visto en ese estado. Me encojo de hombros por toda respuesta.

—Todavía no me has dicho cómo te llamas.

Recuerdo que me tendió la mano y lo ignoré por completo. ¿Debería decirle cómo me llamo? ¡Ah, qué más dará ya!

—Me llamo Venec. —Y empiezo a andar.

—Encantado, Venec. Yo soy Senén, pero algo me dice que no te enteraste.

Sonrío a regañadientes. Después de todo, sí que se fija en algunos detalles.

El camino transcurre en silencio al principio. Uno incómodo que él se encarga de romper con temas de conversación a los que respondo escuetamente o con monosílabos. No sé qué pretende con exactitud, pero me noto cansada como para intentar averiguarlo. Solo me alegra saber que voy a volver a mi casa, donde Pinchitos está esperándome.




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