¡Peligro, que quema!

Los días suceden, uno tras otro, ajenos a todo lo que no sea su decisivo orden. Amanece, promesa de un nuevo día, una nueva oportunidad, un día mejor. Se pone el sol, las horas han avanzado similares a las de días pasados y me cuesta encontrar la esperanza.

¿Que qué me pasa? ¡Buena pregunta! Ojalá alguien me la pudiese responder sin titubeos.

Tengo el local acabado, hice las entrevistas pertinentes y hasta tengo a los empleados que formarán mi equipo de trabajo. La inauguración está programada para dentro de tres días y hemos de empezar sí o sí. He comprobado que nuestras cuatro chicas, entre las que se encuentran Calha y Mayra, y nuestros dos chicos saben trabajar conjuntamente. Y mi antigua amiga y yo sabemos optar por un comportamiento profesional que no interfiera en el trabajo; todo pinta viento en popa.

El psiquiatra y yo hemos seguido quedando como lo que somos, dos buenos amigos, aunque con una cita pendiente que supongo que estará por caer.

Con mi mejor amigo he conseguido reconciliarme, pero manteniendo las distancias. Ha decidido que lo mejor es darme mi espacio, y de paso eso le permite acostumbrarse a la nueva situación. He estado de acuerdo con ello, y aunque nos enviamos algún que otro mensaje, la relación suena forzada. No somos nosotros mismos.

Vale, las cosas no son perfectas, pero a como estaban hasta hace poco, van mejor; no obstante, yo tengo un bajón importante en el ánimo. Cada vez que creo que he dejado mi miseria atrás, el malestar reaparece para recordarme que nada es nunca tan fácil. Llevo dos días sin salir de casa, cansada por la falta de sueño, ya que he vuelto a mis andadas de insomnio. Eso me repercute en los síntomas de siempre, que a su vez invitan a mi mente a comerse el tarro hasta que me inundo de tanto pesimismo que no le veo sentido a seguir luchando.

El timbre de casa suena, y yo suspiro con hastío. Llevo por lo menos media hora mirando al techo de mi habitación tumbada en la cama. Me levanto desganada y arrastro mis pies hasta abrir la puerta de entrada. Senén me mira de arriba abajo contrariado.

—Veo que Mayra tenía razón. —Se adentra con seguridad en mi morada y cierro la puerta.

—¿Qué va diciendo mi empleada de mí? —pregunto con fastidio.

—Tu amiga —recalca la palabra— me ha advertido de que te ha visto distraída y retraída.

¡Maldita bocazas!

—¿Y? —replico.

—Estar mal es normal, supongo que ya te lo habrá dicho tu psicóloga. —Pongo los ojos en blanco y me dejo caer en el sofá. Apuesto a que me va a echar un sermón. ¡Di que sí, psiquiatra!—. Lo que no acabo de entender es por qué te encierras en ti misma cuando es así, y no llamas a tus amigos para que te distraigan.

Bufo.

—¿Qué amigos, Senén? ¿Mayra, que ya tiene que cargar con su propia mierda sin estar aguantando la mía? ¿Tu hermana que no me quiere decir lo que pasa? ¿Cian, que está tratando de verme como una amiga y no como a algo más? —Entrecierro los ojos—. ¿A quién quieres que moleste con un problema que solo entiendo yo? Ya hablo de esto con mi psicóloga, pero hasta yo me aburro de conversar siempre de lo mismo.

—¿Y qué pasa conmigo? —refuta.

—¿Qué pasa contigo? —repito.

—¿No me consideras tu amigo?

Inspiro.

—Sí, supongo. Pero no puedo olvidar a qué te dedicas.

—Tienes miedo de que te sugiera que tomes medicación para tratarte.

—¿No es lo que soléis hacer? —digo sin mirarlo.

—No, si el paciente no lo precisa.

Su respuesta tan estudiada no me convence.

—Puedes hablar conmigo de lo que sea que te está sucediendo, bella Venec. Soy de las pocas personas que sí te entenderá.

Se sienta a mi lado y me contempla con intensidad. Sus ojos se me clavan muy dentro y me cuesta tragar.

—¿Has tenido alguna vez un ataque de pánico? —cuestiono.

Se ríe y me contesta.

—Sí. Después de que muriese mi tío empecé a sufrirlos e incluso padecí terrores nocturnos. Tuve que ir a un psicólogo infantil, que me ayudó muchísimo.

Me sorprendo de su confesión.

—¿En serio?

Lo confirma con un gesto de su mirada.

—Estaba muy unido a mi tío, y en mi familia su ausencia se sintió como un duro golpe. No fui el único que tuvo que recurrir a un profesional para lograr superarlo. —Apoya un brazo por encima del sofá—. Mi padre tuvo que tomar antidepresivos, al igual que mi abuela y también otras pastillas, ansiolíticos sobre todo.

»Mi abuela aún sigue a tratamiento. Necesita tratar su depresión, pero no es igual que entonces.

»El noventa por ciento de la población ha sufrido en algún momento de su vida ansiedad o un ataque de pánico de cierta relevancia. Pero sigue habiendo mucho tabú en admitir que uno no se siente bien.

Nos miramos en silencio. Intento descifrar si quizá es una táctica para que me confíe, pero no creo que Senén se rebaje a ultrajar el recuerdo de su tío para que yo me sienta mejor.

—¿C-Cómo lo superaste? —Necesito saberlo. Necesito una referencia sólida, algo que no haya hecho, la cura definitiva. ¡Lo que sea!

—Fue un proceso largo. Hubo muchos malos momentos. Noches de pesadillas que apenas recuerdo. Y muchos días de no ir al colegio. —Acaricia mi cara de preocupación—. Fui incapaz de dormir sin luz de noche hasta los once años y sin hacerme pis en la cama hasta los nueve.

»No quería ir a casa de ningún amigo por si se reía de mí. Tampoco es que fuese muy popular que digamos. Era bastante introvertido aunque no te lo creas.

¿Cómo voy a creérmelo si desde que nos conocemos ha sido todo desparpajo y confianzas? Me cuesta identificar al hombre que tengo delante con el niño que dice haber sido.

—¿Pero cómo hiciste para mejorar?

—No hay una fórmula mágica. —Toda mi fe se evapora—. Cuando te digo que fue un proceso es porque hay que pasarlo, y a cada uno le lleva su tiempo.

»Depende de la personalidad del individuo, su modo de vida, las personas de las que está rodeado, a veces influye el factor genético... Es una lucha que culmina aceptando lo que te sucede.

»Aceptarlo lo priva de poder. Y sin miedo que te acorrale, la calma se va instaurando en uno.

Fácil. Parece fácil, pero los dos sabemos que hay demasiado con lo que lidiar.

—Tendrás días malos, pero se irán espaciando. Se convertirán en algo puntual. ¿Cuánto hace que empezaste a ir a terapia?

—Todavía no hace un año —respondo sabiendo que no es tiempo suficiente para estar bien como pretendo.

Niega con la cabeza y chasquea la lengua.

—Aún estás empezando.

—Lo sé, pero cuando los síntomas me sobrevienen, yo...

—¿Te dicen que vas a morir? ¿Piensas que tienes mil enfermedades que acabarán contigo? —recita como si me leyera la mente—. La mayoría de las cosas que te dice el cerebro son mentira. Si tan mal estuvieses, no aguantarías tanto.

¿Por qué cuando lo dice un especialista tiene más sentido que cuando yo me lo repito con mil respuestas lógicas?

—¿Y por qué no consigo convencerme?

—Porque la ansiedad quiere protegerte de posibles peligros. Es su función.

Me llevo las manos al pelo y me lo agarro por la raíz con rabia.

—Encerrarte solo consigue que estés más pendiente del problema y salir le da al cerebro otros medios de atención. ¡Distráete! ¡Queda con tus amigos!

»Llámame, aunque sea la una de la madrugada, si no te sientes bien, porque yo siempre te responderé.

Bajo la mirada, agradecida y avergonzada. No siento que esté a la altura de Senén ni de merecerme a alguien como él al lado. No quiero molestarlo ni que sea testigo de lo patética que soy. No quiero mostrarme tan vulnerable con él. Quiero que me siga viendo fuerte aunque sea mentira. Quiero que alguien me vea como yo deseo verme, y no quiero quitarle la venda de los ojos, porque ¡es tan bonito saber que a alguien le gustas de esa forma!

—¿Lo harás?

Me distraigo al mirar sus labios tan cerca.

—¿El qué? —digo confusa.

Ríe sin dejar de mirar mi rostro.

—Llamarme.

Asiento imitando el gesto de Senén. Posa un pulgar sobre mi labio inferior y lo acaricia, atento. Se me escapa un suspiro por la boca; él sonríe. Aproxima nuestros rostros, rozando su nariz con la mía y buscando unir nuestros labios.

El timbre de mi casa vuelve a sonar.

Cerramos los ojos y nos reímos por la interrupción; soy consciente ahora de su mano en mi espalda, que retira.

En cuanto abro, una Mayra acelerada entra sin preámbulos.

—¡Vamos a ver, tía, sé que la ansiedad es una mierda, pero me tienes aquí.! Llevo dos días sin saber más de ti que un sí o un no. Me tienes preocupada... ¡Oh!

Detiene su perorata cuando repara en Senén. Se gira hacia mí y vuelve a mirarlo a él.

—¡Decidme que no he interrumpido nada, por favor!

Ambos nos echamos a reír por la manera tan exagerada en que lo ha dicho. Ni loca le digo que sí ha interrumpido algo. Tiene buenas intenciones, pero es muy imprudente.

—Se ve que hoy es el día de las intervenciones, ¿eh? —comento—. Tu médico ha venido a lo mismo que tú.

Destensa su cuerpo y exhala aliviada.

—¡Uff! ¡Menos mal! Hubiera sido demasiado incómodo, y tendría que cambiar de psiquiatra porque no podría ver a... Bueno, ¿y te ha convencido?

—¿De qué? —inquiero.

—De apoyarte en los demás cuando no estés bien, Venec. ¡Se te ve mal!

¡Hombre, gracias! Quería sinceridad en mi vida, ¿no? Pues parece que se ha convertido en persona.

—Está tan bonita como siempre —objeta Senén.

Mi cara irradia calor, o sea que debo de estar roja como un tomate. Mayra me sonríe de lado y me dedica una mirada elocuente cabeceando hacia el psiquiatra.

—A mí nunca me dice cosas por el estilo —bisbisea.

—¡Cállate! —le digo por lo bajini.

—Bueno... —Da una palmada en el aire y deja caer los brazos de nuevo—. Yo creo que mejor me voy, estás en buena compañía y ya hay un profesional aquí...

La agarro del brazo y le impido su objetivo. De repente, la perspectiva quedarme a solas con Senén me pone nerviosa.

—No hace falta. ¡Cuantos más mejor!

Soy obsequiada con una mirada de mi colaboradora en plan: «¡Estás pirada, tía!». Senén al menos no simula estar ofendido por mi petición. Doy gracias de haberme sincerado con Mayra en su día sobre mi ansiedad cuando decidí incluirla en mi proyecto. En aquel momento me salió contárselo, sobre todo porque ella me explicó sus movidas familiares. No es que no nos guardáramos nuestras cosillas, pero fue una primera toma de contacto que ha repercutido de manera positiva hoy. ¡Sí, ya! No estaba tan de acuerdo hace unos instantes.

—Bueno, ¿queréis tomar algo? —Mi intento por romper el hielo es absurdo.

—Coca cola, ya lo sabes.

Ruedo los ojos e inspiro. Nunca la compro y ya no digamos beberla. La analizo, huraña, con el tic de mi ojo calibrándome el párpado.

—¿No tienes, eh? Pues tendré que ir a por unas pocas.

Su argucia me molesta. ¿Sinceridad? No. Me equivoqué. ¡Esta es una alcahueta!

—¿Eres incapaz de pasar media hora sin ese brebaje? —pronuncio entre dientes.

—Tengo un problema, lo admito. Pero no pienso ponerle remedio hoy, así que nos vemos luego.

La intento alcanzar cuando corre hasta la entrada, y yo me quedo con la puerta cerrada a centímetros de mi cara. ¡Será sucia traidora! Voy a prohibir la Coca Cola en la empresa. ¡Despedido todo aquel que la beba! Sí. Así sabrán quién manda... ¡Y que me falta una tuerca!

—¿Me tienes miedo?

El bote que pego es digno de un canguro. Senén está justo detrás de mí, y es que ni me he enterado de cuándo se ha acercado. Me giro hecha un flan.

—No, no. Para nada. Es que estaba mirando si la puerta estaba bien. ¿Tú has visto el portazo que le ha dado? Creo que ha meneado el marco. —Enfoco mi atención al blanco de la entrada. ¿Qué estupideces estoy diciendo?

Sus labios en mi cuello y sus manos a cada lado de mi cintura me alteran.

—Bien. —Deja un beso húmedo en la base de mi pescuezo; cierro los ojos con concupiscencia—. No es eso lo que quiero despertar en ti.

¡Madre del amor hermoso! Está despertando muchas cosas en mí, demasiadas. Yo no estoy preparada, ¡no estoy preparada! Pero su boca sigue bajando por mi hombro, aparta el amplio cuello de la camiseta blanca que llevo y me gira para continuar por mi clavícula; acaricia mis costados deleitándose en las curvas pertinentes, en cómo sus manos se amoldan a mi estructura. ¡Joder! ¿Lo de la combustión espontánea era un mito?

—No puedo olvidar esa noche. —Me empuja contra la puerta con la misma promesa de aquel día—. Cómo te tomé —Otro beso, un poco más abajo de mi clavícula—, cómo gemías, lo increíblemente preciosa que estabas desnuda.

El aire me resulta espeso, la respiración se me ha vuelto pesada y mi cara desprende tanto calor que un hielo se derretiría antes de tocar mi piel. Desliza su lengua un poco más abajo, en el inicio de mi pecho. Quiero hablar, decirle que no estoy segura de esto, pero solo soy capaz de emitir sonidos guturales.

—¿Te acuerdas, bella Venec?

¿Que si me ha acuerdo? ¿Acaso podría olvidarme de algo así? He intentado no recrearme demasiado en esa noche porque bueno, fue intensa y confusa... E inconclusa. Eso es lo que más evita que vuelva a ella. Senén sigue susurrándome.

—Tus pechos aplastados contra el cristal —Mordisco ligero en mi pezón que me hace gritar de sorpresa, y placer. Tironea de él y juguetea con su lengua hasta ponerlo terrible y dolorosamente erecto—. Yo dentro de ti.

Una de sus manos se cuela por dentro del pantalón blanco de mi pijama y me acaricia por encima de la ropa interior. Su presión y roce me obligan a agarrarme a sus hombros, llena de una lujuria sin precedentes. Estoy jadeando como si hubiese venido de una maratón; su mano sigue jugueteando con mi zona más delicada y privada, tanto que ya no siento la tela que debería hacer de obstáculo. Tengo su cara demasiado cerca; sonríe como un lobo descarriado, sin perderse mis gemidos. Su expresión transmite un deleite profundo por tenerme a su merced. Miro hacia abajo y veo uno de mis pechos al descubierto. Enseguida lo cubre con su mano y lo chupa observándome. ¡Ay, Dios, me muero! Se endereza y me aprisiona más.

—Quiero repetirlo —gime sobre mí.

Me vienen punzadas de deseo desde el vientre hasta una zona más céntrica y al sur de mi anatomía, que se hace líquido entre mis muslos. Noto cómo el flujo baja; quiero retenerlo, no exponer mi anhelo por él, pero es inútil. Mi cuerpo me traiciona, y yo misma lo hago porque enrollo mis brazos en su cuello y acaricio su nuca con mis dedos. Sigue frotando su pulgar, índice y corazón en mi hendidura, presionando de vez en cuando con un nudillo en mi botón. ¡Es demasiado, es demasiado! Las piernas no me sostienen y estoy tan mareada que ni saliendo de las Tazas en la feria he acabado así.

—Para, por favor —gimo repleta de gozo. La súplica ha quedado perdida en algún punto de mi garganta. Esta no era la petición que debería haber salido por mi boca, tan débil, tan abandonada a los placeres de su experiencia.

—No puedo, ¿no lo entiendes? Soy incapaz.

Noto cómo mi pecho se hincha por su declaración. Es sencillo y claro, y llena mi cuerpo de deleite.

—¿Qué clase de psiquiatra degenerado eres? —apelo a su cordura.

—Uno al que le quitarían la licencia si tuviese que tratarte.

Me escurro entre sus brazos al escucharlo. Mis cautelas se van al garete y gimo alto por tanta caricia. Los dedos se van colando de a poco en mi interior, a un paso tan sosegado que se vuelve un suplicio. Apura la fricción y el calor subyacente se concentra en esa zona, casi siento cómo algo dentro de mí va a estallar; me aferro con fuerza a él, desesperada. Senén nota mi cambio y se viene arriba. Cuando ya estoy a punto de glorificar el momento, el timbre resuena devolviéndome al presente. Mi desorientación se transforma en quietud. La mandíbula apretada del psiquiatra no presagia nada bueno, y a una parte de mí la turba de excitación.

—¡Ey, chicos! He vuelto. —Los golpes en la puerta nos hacen separarnos. Más bien a mí, porque mi acompañante parece reacio a abandonarme.

Su mano se desliza fuera de mi interior robándome un suspiro involuntario. Presiona mi pezón con el pulgar haciéndome jadear una última vez, y me cubre con la camiseta.

—¡Estabas a punto! —habla con tortura.

—¡Ajá! —Es lo único que mi respiración me deja contestarle.

Más golpes irrumpen en nuestro breve diálogo.

—¡Eh, chicos! ¡No me digáis que estoy interrumpiendo algo ahora!

Senén y yo nos reímos sin finalizar de alejarnos.

***

Estamos jugando al parchís. No, no es ninguna metáfora. Literalmente estamos jugando a ello. Acabamos hablando de los juegos que más nos gustaban en nuestra infancia, y Mayra mencionó este en concreto. Lo raro no es eso, sino que Senén tenía uno en el maletero del coche. No. No fui la única que lo miró raro. A él, en cambio, no pareció afectarle.

El caso es que aquí nos topamos, en una partida. Mayra va ganando y cualquiera diría que le va a tocar la lotería si consigue meter todas las fichas en casa, porque se emociona como la que más. Senén y yo nos lanzamos miraditas de vez en cuando. Su inspección me caldea por dentro y tengo que juntar las rodillas para contenerme. Los flashes del encontronazo de antes me enardecen. Por suerte, nuestra amiga no se ha percatado de nada, aunque cualquiera diría que el psiquiatra esté dispuesto a que deje de estar en la inopia, porque en un par de veces que a ella se le ha caído el dado al suelo y se ha agachado a buscarlo, Senén se ha aproximado a mí para susurrarme palabras calientes al oído. ¡Es un canalla!

Ni qué decir tiene que en cuanto dejamos pasar a Mayra, yo tuve que ir a cambiarme; sí, y darme una ducha también. Creo que había demasiadas feromonas por el aire.

La mano de él en mi rodilla me hace brincar. Su risa y la mirada cómplice con su paciente me hace atenderlos.

—Te toca —expresa Senén.

—¡Estabas abstraída! ¿En qué pensabas?

Si ella supiera...

—N-Nada. Cosas del trabajo —me excuso agitando el dado.

—Ya... —Se encoge de hombros bebiendo de su lata de refresco mientras Senén alza una ceja sugerente.

Como era de esperar, y tras un cuarto de hora más de partida, la benjamina del grupo gana y pierde su dignidad con un baile ridículo. ¿Quién ha dicho vergüenza? ¡Ella, desde luego, no! Mientras se excusa para ir al baño y Senén para servirse un poco de café que hice antes, yo atiendo la llamada entrante de mi móvil. En la pantalla veo el nombre de Calha. Sin pensarlo, contesto.

—Hola.

—Hola, Nec. —Un escalofrío me sobrecoge al escuchar ese tono tan bajo y apático. Es idéntico al de la anterior vez que hablamos por teléfono.

—¿Estás bien? —Se me ocurre preguntarle cuando el silencio se prolonga de más.

—Sí... Esto... Yo necesito hablar contigo de una cosa si tienes tiempo.

Su petición me extraña, y más, tal y como están las cosas ahora.

—Por supuesto, Cally, cuando quieras.

Sé que sonríe al otro lado por cómo ha expulsado el aire. ¡La echo de menos! Era una gran amiga; de las mejores que he tenido.

—¿En nuestra cafetería preferida en un par de horas?

La energía que siempre la caracterizó se hace patente en su voz y casi sin darme cuenta, me contagio.

—Ahí estaré —confirmo.

Cuelga como despedida.

Senén se acerca tendiéndome una taza de café humeante por encima del sofá, y me interroga con su ceño fruncido. ¡Algo tendré que decirles si quiero escaquearme de esta reunión improvisada!

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