¡Menudo lunes!
Cojo el libro y cierro la taquilla de un portazo. ¡Estoy cabreada, joder! El profesor con el que más disfrutaba las clases, me ha dado un toque de atención. ¡El muy cretino! Sé que tiene razón, pero me fastidia que se crea que me paso los estudios por el forro. ¿Es que no ve que no estoy bien? ¿Que no tengo la misma vitalidad que mis compañeros y compañeras? ¿En serio le tengo que decir que tengo ansiedad y aguantar que me mire con lástima? ¿Que su trato sea tan deferente que me avergüence de mí misma? ¡No, gracias! Quiero ser normal. Quiero ser como los demás.
Echo un vistazo a mi alrededor, al pasillo en el que me encuentro. Ha sido la última clase y el timbre ya ha sonado. La gente se reúne en pequeños grupos en los que intercambian animadas conversaciones. Hablan alto y se gritan unos a otros, algunos tienen muecas de fastidio, pero todos comparten algo que yo ahora mismo no poseo: ganas. Su actitud, aunque cambiante, manifiesta un genuino estado de bienestar.
Nadie repara en mí.
Avanzan por el pasillo hasta la doble puerta de salida, que está de par en par abierta. Y yo me quedo atrás. Soy como un fantasma. Puede que noten mi presencia; no obstante, su vida continúa y no la van a paralizar por algo que está a medias.
El corredor se va vaciando mientras sigo apoyada en mi taquilla.
«Venec, estás faltando mucho a las clases, y tus trabajos distan notablemente de los de tus compañeros; les falta voluntad. ¿Seguro que quieres dedicarte a esto? Porque no te lo estás tomando en serio. Se trata de tu futuro, pero es como si no te importase».
Esas palabras me duelen físicamente. ¡Me arde tanto la garganta! Y las lágrimas ya buscan hueco en mis lagrimales, pero sigo acostumbrada a mis viejos hábitos y me las trago. ¡No voy a dejar que nadie me vea llorar! ¡Y menos toda esta panda de gente que no me ha dedicado un solo segundo para mirarme a la cara y ver el estado en que me topo!
Les encanta practicar la comprensión con los más desafortunados, pero son unos desalmados cuando alguien que tienen al lado no actúa según lo esperado. ¿De qué me sirve la inclusión si a la hora de la verdad están ciegos ante un caso real?
Las frases motivadores las llevan como eslóganes en las carpetas y hasta las repiten en alguna conversación insustancial, sin saber el trasfondo que traen consigo. Bueno, y sus redes sociales no son menos. Miles de seguidores, selfie en posturita mona y abajo la frase de moda para reivindicar los derechos y la naturalidad, que se va en una imagen llena de filtros. ¡Bravo! ¡Un aplauso por todos ellos! Vamos a dejar un comentario: «¡Jo, qué buena persona eres!». ¡Ahora el mundo ya es un lugar mejor y no necesitamos esforzarnos más!
Aprieto mi puño y me clavo las uñas en la palma. Recoloco mejor mi mochila sobre uno de los hombros, y me abrazo al libro que acabo de sacar mientras me alejo de este lugar, donde se practica más la división que la unión.
Bajo las tres escaleras de la salida con paso perezoso y me subo la capucha. Hay una persistente lluvia fina que empapa más de lo pensado. Todos corren a refugiarse o se meten varios en un auto, que los llevará calentitos a su casa. Seguro que hasta ya tienen la comida lista esperándolos, junto a sus familias.
Me dejo llevar por la pesadumbre. Aún no tengo los diecinueve y soy como una vieja amargada. No hay nadie en mi vida que me soporte, a todos los he ido alejando de alguna manera que se me escapa. El único que permanece es Pinchitos, y porque no tiene piernas para huir. ¿Cuándo me he vuelto tan patética?
El pitido y la vibración de mi móvil, en el bolsillo del pantalón, me hacen sabedora de un nuevo mensaje entrante. ¿Quién será?
Le recordamos que mañana tiene cita con Lea Rubio, en la consulta de psicología, a las 18:00.
Si no pudiese asistir, le rogamos avisar lo antes posible.
Cierto. La cita mensual con Lea. ¿Quién si no?
Suspiro y vuelvo a guardar el móvil. ¡Qué pereza! No poseo la más mínima gana de ir. En días como el de hoy, me replanteo si no estaré tirando el dinero y todos mis avances solo hayan sido un cúmulo de resiliencia por mi parte. Sin embargo, sé que asistiré. Ya sabía que el camino para curarme (si es que se le pueda denominar así) iba a ser laborioso y arduo, pero ¡es tan tan frustrante! Por cada semana o días consecutivos que veo la luz al final del túnel, llega un día malo que me lo trastoca todo. ¿Siempre será así?
Supongo que si tuviese algo de vida social... Un amigo siquiera. La última vez que disfruté de la compañía de otra persona, ¿cuándo fue? Mmm. Hace dos semanas y tampoco se puede decir que me divirtiera. Senén es el equivalente a un pelo enquistado. Está ahí, lo ves, pero quieres quitártelo de encima. Por suerte, no hemos vuelto a coincidir. Con él me siento siempre tan expuesta, tan defectuosa. Aquel día me costó deshacerme de él. Por algún motivo que no comprendo, le cuesta dejarme a mi aire y es como si de verdad quisiese pasar parte de su tiempo conmigo. ¡Me resulta tan extraño!
¡Si ni a mi madre ni al que era mi mejor amigo les costó tanto soltarme!
El otro día creo que le demostré que era una persona cuerda y con cero tendencia a lesionarme, al menos a posta; no obstante, después de que finalizáramos nuestras bebidas (yo tuve que tirar mitad de la mía), él siguió encontrando diversos temas de conversación. Después de que yo admitiera que solo buscaba sobrevivir, el ambiente se volvió algo espeso y continuó con sus pesquisas. En la séptima le quedó claro que yo me había cerrado en banda a darle detalle alguno de mi vida. En ese proceso chapucero de querer psicoanalizarme, imagino, llegamos a mi casa. No me mola mucho que sepa dónde vivo, pero ¡qué diablos, quería alejarme de él! Así que, sin muchas sutilezas, me despedí. ¿Sobra decir que a medio camino me giré para ver si seguía ahí y, en efecto, me observaba? Supongo que no. ¿Ese comportamiento es normal?
Sigo con mis diatribas mentales cuando, un poco a lo lejos, distingo un rostro conocido. A medida que nos acercamos, refreno mis pasos dispuesta a saludar y crear contacto visual, pero ella sigue hacia delante con su paraguas abierto como si no me conociera y pasa de largo.
¿Acaba de ocurrir lo que creo? ¿Una de las que en el pasado era de mis mejores amigas me ha ignorado como si fuese mierda? Marena.
Me giro contrariada. Sigue su camino como si nada mientras yo solo experimento incomprensión. Aunque con torpeza, prosigo mi camino, devastada. ¿Me merezco este trato? Que yo recuerde no le hice nada; ni a ella ni a las demás. ¿Esto funciona así después de todo, no? Si no puedes seguir el ritmo, se te excluye. ¡Me acaba de llegar la circular!
Intento no llorar, ¡de nuevo! Me he sentido herida. No me merecía ese trato. Joder, que he compartido momentos importantes de mi existencia con ella y me acaba de desechar como si fuese basura. ¿Encerrarse en uno mismo es sinónimos de quedarte sola? Pues claro que sí. No supe cómo gestionar lo que me sucedía y este es el precio a pagar. Al parecer tengo muchas deudas pendientes que desconocía. ¡Qué curioso! No consigo recordar a nadie con el interés necesario para quedarse a mi lado o para esforzarse en entenderme. Solo me veo a mí queriendo poder y no pudiendo. Viendo cómo iba perdiendo lo que me importaba y no siendo capaz de retenerlo. Siendo espectadora, con la impotencia de no tener poder entre lo que deseaba y era capaz de hacer.
Hoy he recibido la primera bofetada de realidad. Prometen venir más. ¿Cuántas serán?
La amargura se destila en mi breve risa. Tengo que ser más indulgente conmigo; bueno, tengo que practicar el serlo, pero ¿cómo, cuando los demás no lo son? ¿Seré yo el problema? Perder a tanta gente significa algo; yo soy el denominador común. Es poco probable que el problema sea el resto. No obstante, no me siento cómoda rebajándome con quien ya me falló. Porque sí, en mi percepción noto que soy yo la que me rebajo, y además sé que me dejarán cuando vuelva a estar mal. Con un «No te preocupes, yo me quedo a tu lado hasta que te sientas mejor» me hubiese valido. Sentirme apreciada no solo un día. Si hubiese sido una enfermedad física quizá lo hubieran hecho, pero las mentales no se ven, solo las nota quien las sufre. Supongo que me convertí en ese prototipo de persona rara que se comporta de forma errática. ¿Quién quiere que se lo asocie con alguien así? ¡Da mala imagen!
Bien. Manejaré el poco orgullo que me queda y lo usaré como escudo ante las personas que me fallaron. Si voy a estar sola, que sea por elección, no porque no me queda más remedio. ¡Vida social: au revoir!
¡El día de hoy ha sido completo y aún no son ni las tres de la tarde! ¡Genial! ¿Qué motivo hay para seguir intentándolo también mañana? El agotamiento es tan grande...
Para cuando llego a casa, las nubes son jirones y el cielo tiene unos tonos oscilantes entre el rosa y naranja. Arrojo la sudadera al suelo y me descalzo. Corro hasta la cocina, colocando la mochila mojada en el suelo contra la encimera y el libro encima. Pongo a hervir un poco de agua en un cazo y acabo por desprenderme del resto de la ropa en el baño de mi habitación; seco mi pelo con una toalla, me envuelvo en una suave bata, me coloco unos calcetines gruesos y regreso a la cocina. El agua ya burbujea y la aparto del calor. De uno de los armaritos saco un bote de sopa instantánea y le vierto el líquido dentro en cuanto lo abro. Desprende un aroma delicioso. Espero los minutos indicados y me lanzo a devorarlo, escaldándome la lengua. ¡Seré burra!
Después de hacer «ua uao» varias veces, retomo el proceso con mejor resultado esta vez. ¡Mi estómago no atiende a razonamientos! Necesito llenar este vacío. Aunque mi vacío es más emocional que físico. ¿Qué estoy haciendo con mi vida?
Al final me zampo dos botes de sopa, y me recuesto en el sofá, satisfecha. Enciendo la televisión, más por oír ruido y que la casa no se note tan desolada, que por las ganas que tenga de verla.
Rayos de sol se cuelan por las ventanas de mi derecha y me fijo en Pinchitos. Me desperezo y voy a saludarlo. Le hablo todos los días. No me contesta, es un cactus, pero no voy a dejar que se sienta tan solo como yo; he de conseguirle compañía. Otra planta que no suponga un gran desafío en los cuidados. ¿Con qué otras plantas se llevan bien los cactus?
¡Suculentas! Eso dice mi buscador (no voy a promocionar sus cuatro colores porque no voy a comisión). Tienen similitudes con los cactus en cuando al cuidado. ¡Vaya! La aloe vera es una planta de esa familia. Me vendría bien una. Dicen que tienen propiedades medicinales. ¡Pues no se hable más! Pronto habrá un nuevo miembro en la familia. Será mejor que vaya a una floristería o algo por el estilo, no me veo pidiéndola por internet, aún tengo el reloj sin desembalar, del día que me lo dejaron en el felpudo de mi casa. ¡Pedazo repartidor!, pienso con sorna.
Me propongo ir esta misma tarde, para no quedarme muerta del asco en casa rayándome con mi miseria de vida.
No le digo nada a Pinchitos, ¡será una sorpresa! Lo acaricio con cuidado; aunque sus pinchos son suaves, están ahí por algo. Antes de salir del invernadero-terraza miro al caballete, que está a la derecha de la galería. Tiene una lona por encima y debajo hay una pintura sin acabar. Hace tiempo que no pinto; hago bocetos en papel y algún que otro dibujo en diferentes tonos de gris. Veo demasiada belleza en los claroscuros a día de hoy. Los colores me resultan infantiles y llenos de una vida con la que no me siento capaz de conectar. Una alegría que se me escapa. Le doy la espalda y me tumbo en el sofá; el sueño pronto me vence.
***
Para cuando la somnolencia me abandona, ya es de noche y tengo media cara babada. Suspiro algo atolondrada. No es demasiado tarde para mi intención de conseguir otra planta. Por aquí cerca sé que hay una floristería donde venden algunas. Me visto un chándal y las deportivas y voy, decidida.
No hay mucho trayecto desde mi casa hasta la tienda, solo una gran cuesta empinada que se hace en diez minutos, a buen paso. Nada más atravesar las puertas de cristal de la tienda, me invade una mezcla de los olores de las flores que hay por todas partes: en jarrones y estanterías, por el suelo en macetas. Ello, mezclado a la calidez del ambiente, me atonta bastante.
Una mujer con un delantal verde deja de llenar con tierra una maceta para situarse a mi vera.
—¡Hola! ¿Te puedo ayudar en algo?
Sonrío por acto reflejo.
—Lo cierto es que sí. Estoy buscando una planta de Aloe vera.
Enseguida me devuelve la sonrisa y me hace un seña con la mano para que la siga. Al fondo, en una de las estanterías, me muestra una amplia variedad de plantas suculentas, que reconozco de las fotos de internet. Las hay de varios tamaños, pero no puedo evitar decidirme por las más pequeñas. Necesito verlas crecer y saber que he tenido que ver en su desarrollo.
Le explico un poco por encima a la dependienta lo que quiero, y me ayuda a escoger una coqueta aloe, dándome unas instrucciones básicas de su cuidado. Me intenta endiñar un fertilizante cuando me va a cobrar, pero declino su oferta lo mejor que se me da, que viene siendo como el ladrido de un perro cuando está de malas: «¡No, gracias!».
Salgo de allí con mi planta medio envuelta en un papel y apresuro el paso a casa. No he cogido abrigo y la verdad es que hace bastante frío. Antes de cruzar la calle, el movimiento de una persona que se me hace familiar me distrae, pero en cuanto un coche me cede el paso, olvido la sensación de añoranza que he experimentado.
Durante el breve camino de regreso, pienso en cómo llamar a esta suculenta. La dependienta me dijo que era hembra. Pinchitos no sé que es.
En este ir y venir de dudas, traspaso el umbral de mi entrada y voy directa a la terraza. ¡Estoy emocionada como si mi cactus fuese a saltar de alegría por tener una amiga!, pero ¡oye!, mi vida pinta que va a ser así a partir de ahora. Quizá podría montarme un herbolario si mi carrera artística se queda en nada.
Enciendo la luz del invernadero y destapo la planta. Coloco a Estrella, que así la voy llamar, junto a Pinchitos y espero que la magia suceda. Bueno, ha de ser una magia lenta, hasta que se den movido.
—Te traigo compañía, Pinchitos —susurro.
Miro para atrás una última vez antes de apagar la luz y cerrar la puerta. Que yo permanezca sola no significa que le desee lo mismo a mi amigo verde. Me esforzaré por cuidarlos a ambos.
Voy arrastrando los pies hasta la habitación. No voy a cenar, me voy derechita a la cama. Me siento agotada, frustrada y derrotada. Como lunes, e inicio de la semana, ha sido épico en su mala manera de empezar. Me agacho para quitarme las deportivas y dejarlas en el zapatero de la entrada, cuando el timbre de mi casa suena.
Me extraño sobremanera. Primero porque absolutamente nadie sabe que vivo aquí. Espera, eso no es verdad, lo sabe el psiquiatra coñazo ese. ¡Calma, Venec! Respira hondo y no adelantes acontecimientos. Quizá alguien ha tenido un problema y necesite ayuda de alguna clase.
NO. Eso no me tranquiliza en absoluto.
¿Un repartidor? No he pedido nada.
Se me ocurre, al ya estar abriendo la puerta, que podría haber mirado por la mirilla, que para algo la tiene. Pero como siempre, mis ansias por adelantar hechos, saber de inmediato qué es o quitarme el nervio de encima son más rápidas que el sentido común. ¡Podría ser un asesino en serie y yo abriéndole las puertas de mi casa en plan «Adelante, ponte cómodo»!
Los asesinos en serie no llaman antes, ¿verdad?
¡Dios, siempre poniéndome en lo peor! Solo puede ser Senén, es el único que me ha visto entrar. ¡Pero se va a enterar! Una cosa es haberme ayudado cuando me estaba dando un ataque de pánico, y otra muy distinta que se crea con derecho a invadir mi vida como si yo no tuviese voz y voto en ello. Vale, aún estoy trabajando en poner límites, aunque voy a empezar ahora.
Y todo esto lo pienso en el breve lapso de tiempo entre empezar y acabar de abrir la puerta por completo.
¡Esto no está bien! ¡Nada bien!
—Oh —digo como si se me escapase el aire.
—Hola —pronuncia con timidez la persona que tengo enfrente.
No. No es Senén.
Tampoco un asesino en serie, aunque creo que ahora mismo casi lo preferiría. De todos modos da igual, porque siento que me están matando de alguna forma cruel y dolorosa, y no me puedo mover.
Y yo que creí que no me dolía, que no dolía, que no me dolería; mas no es verdad. Lo tengo delante de mí, pero apenas me sostiene la mirada. Sonríe incómodo, y yo por fin actúo. Doy un portazo y me apresuro a pasar la llave.
Me quedo quieta, con el corazón latiendo dolorosamente contra mi pecho y me derrumbo. Literal y figuradamente, las rodillas chocan contra la baldosa del suelo y lloro en silencio, al principio.
¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Por qué hoy? ¡No puedo más!
¡Bravo, universo! Esta ha sido la estocada de gracia y la has jugado con la persona indicada: Cian.
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