Despedidas que hieren

Clima de nubes plomizas y lluvia dejando su marca en el cristal. La gente corre a resguardarse ya sea en los soportales de los edificios, bajo un paraguas, capucha... Pocos se atreven a aventurarse a semejante tromba de agua. El avance en coche es lento, ¡pero es que no se ve palmo! Mi madre achina los ojos y frena para dejar pasar a dos peatones. No ha habido un solo intercambio de palabras por el camino, y aunque intente disimularlo, la conozco. Está molesta. Me veo obligada a darle las señas necesarias para llegar a la que ahora es mi casa. Me he negado en redondo a volver a donde me crie. Se interna por la estrecha carretera asfaltada que da a mi morada. Tengo que apearme y salir a todo correr para abrir la puerta del garaje adyacente. En pocos segundos estoy calada hasta los huesos. Mi madre estaciona, mientras yo saco las llaves del bolsillo del abrigo. Inspecciona el habitáculo lleno de mis trastos de dibujo y pintura. Puesto que no tengo vehículo propio ni carnet de conducir, quería convertirlo en un estudio, aunque se va a convertir en otro propósito sin sentido de mi lista de cosas incumplidas. No disimula su mueca de desagrado ni su intolerancia por mis intereses. ¡Y eso que no hemos ni salido de la cochera! Nos dirigimos a la parte delantera y compruebo, sorprendida, que mi ventana ha sido reparada. Suspiro al abrir. ¡Otro agradecimiento que le debo a Senén! Se ve que voy a estar en deuda con él hasta el Día del Juicio Final.

Entorno la puerta y me aparto para que mi madre penetre en mi nueva vida. La miro de refilón al pasar por mi lado y casi desearía no haberlo hecho. Ese rictus pernicioso, que solo expresa conmigo, ya hace acto de presencia. Juzga su alrededor sin piedad y analizando el lugar como si fuera un vertedero. Fijo mi atención al suelo por donde Senén entró ayer para auxiliarme; no hay cristales esparcidos por la superficie de madera. ¿De qué me extraño? ¡Podría venir el Papa aquí y declararlo su segundo hogar que ella jamás lo aprobaría por ser mío! Tiene que buscarle algún defecto.

—Un sitio muy acogedor. —¡Alucinada me hallo! ¿Ha dicho eso en verdad?—. Un poco pequeño, ¿no?

¡Ahí está! ¡La nota discordante! Evito entrar en una discusión planeada y hacerle partícipe de que este terreno es más grande que el dúplex donde he crecido. No hay necesidad.

—¿Quieres tomar algo? —Dejo el abrigo empapado sobre el sofá. Enseguida se apura a reprenderme con la mirada.

—No quiero nada, hija. Tampoco creo que tengas la despensa muy repleta. —Sonríe con suficiencia—. ¿No tienes otro sitio donde dejar esto?

Respiro hondo. Voy hacia el mueble de la entrada y saco una percha de él. Le quito el abrigo a mi madre y lo coloco en ella. Desaparezco por el pasillo de mi derecha hasta el cuarto de la lavadora. Lo cuelgo en una de las cuerdas de la solana contigua, a la que se accede por un arco de estilo mediterráneo. ¡Por supuesto, mi madre me ha seguido!

—¿No vas a enseñarme la casa? —inquiere.

Me resigno. De verdad, no quiero discutir. Accedo a disgusto.

—Este el es el cuarto de la lavandería, y ahí donde seco la ropa —empiezo mordaz.

—Eso ya lo veo.

Respira, Venec. Respira.

—Claro —Es mi respuesta.

La guio hasta el final del pasillo donde está mi dormitorio con su baño. Su ademán de disgusto se ha ido acentuando. Regresamos sobre nuestros pasos y, frente al cuarto de la lavadora, le muestro otra habitación de menor medida a la mía y que aún está en proceso de ver qué hago con ella.

—Supongo que estás muy ajetreada con los estudios para acabar de adecentar la casa.

La ignoro y le muestro dos habitaciones más en un estado similar, y el baño que usó Calha el otro día, junto a mi querida galería. Puesto que la cocina y el salón se unen en una sola pieza amplia que abarca desde la entrada a la terraza, donde están Pinchitos y Estrella, doy por finalizado mi recorrido.

—¿No podías haber adquirido una casa mejor con el dinero que te legó tu padre? ¿Esto es a lo mejor que has podido acceder?

¡Tardaba! Tardaba mucho en mostrarse en todo su esplendor.

Cruzo los brazos por delante de mi pecho y la observo como a una desconocida y no como la madre que en teoría se supone que es. Los años le han pasado factura. El cuerpo de sílfide que poseía en su juventud ha degenerado en unas carnes rollizas y poco firmes. Su rostro, aunque sin arrugas demasiado marcadas, ha perdido la lozanía. Los labios surcan su trayectoria en un arco decaído de mueca intransigente y nada agradable. Esas típicas manchas que hacen su aparición a determinada edad ya empiezan a estar patentes en sus mejillas regordetas, y el pelo que tanto se esfuerza por teñir para disimular las canas, apenas tapa ya estas en cuanto pasa una semana. Los párpados caídos, cuyo maquillaje no enmascara como es su propósito. En mi madre rezuma una persona amargada con su vida.

Mi análisis la incomoda.

—Bueno, ¡que si a ti te gusta, está bien!

Por supuesto que está bien, pero antes has tenido que menospreciarlo todo como es costumbre en ti, ¿eh?

—Creo que será mejor que haga algo de comer...

—¡No, déjame a mí! Tú descansa y te cambias esa ropa mojada, ¡a ver si vas a volver a ingresar! Yo me apaño con lo que encuentre. ¡A ver qué tienes!

Acepto, solo para poder escaquearme un poco de su presencia. ¡Esta mujer me agota!

Me encierro en mi habitación escuchándola desarmar mi cocina. ¡Prefiero no saber qué es lo que estará haciendo! Recuesto la espalda sobre la cama y suspiro mirando al techo. Ha sido básicamente imposible negarme a que mi madre me trajera. Hubo una curiosa discusión entre los que me acompañaban en el hospital, para traerme a casa. Cian, quien se sacó su permiso de conducir en este tiempo que no nos vemos, fue el que más se obcecó en acercarme alegando todo tipo de disparates sin sentido. Calha tampoco se quedó atrás, manifestando que las mejores amigas permanecen en las buenas, y en las malas más todavía. Confieso que me reí al escucharla, pero porque me gustó la sinceridad que transmitían sus palabras. Creo que realmente se sintió mal por lo que me aconteció. Su hermano, por la contra, mantuvo un discreto silencio que no abandonó. La que sí se proclamó con contundencia fue mi madre. Una casa en la que ya había vivido a mi disposición, ropa que dejé en ella cuando me marché de allí, y conocimiento sobre mis gustos y manías. ¡Eso último se lo creerá ella, mas no es cierto!

Cierro los ojos y los froto, necesito valor para lo que voy hacer a continuación. Cojo la dichosa tarjeta del psiquiatra, que estaba encima de mi sinfonier, y guardo el número en mi móvil. Dejo los dedos sobre el teclado táctil del aparato y me preparo mentalmente. Abro la aplicación de mensajería y presiono sobre su foto.

¿En serio esta es la imagen que ha puesto para que sus pacientes lo reconozcan?

En ella se ve a un hombre tremendamente atractivo con el sol dándole de lleno y reflejándose en uno de sus ojos, el otro lo tiene cerrado en un guiño. Lleva una camiseta blanca de manga corta, que ayuda a apreciar el ejercicio que hace. Se burla del fotógrafo sacándole la lengua de manera desenfadada, como un rockero. Por si eso no fuera suficiente, está recostado contra una moto de amplia cilindrada, con vaqueros desgastados y botas con los cordones desatados.

¡Joder para el psiquiatra!

Intento no comérmelo más con la mirada, pero me repito que solo lo hago porque es muy diferente de la persona que se ha presentado ante mí. Se me escapa una sonrisa juguetona al recordar que he besado esos labios, y que el tío de la foto me ha devuelto el beso con ganas. ¡Porque da igual lo que él dijera después, lo disfrutó tanto como yo! Pretendo ampliar la foto para recrearme mejor en su fisionomía, pero con tan mala pata que acabo pulsando el botón de llamada.

No no no no no no no. ¡Le iba a enviar un mensaje, no a llamar! ¡Esto me pasa por idiota! Me pongo tan nerviosa que se me resbala el móvil de las manos y cae al suelo. Salto para recogerlo cuanto antes y anular la llamada, pero para cuando lo recupero del suelo, una voz se escucha al otro lado.

—¿Diga?

¡Oh, mierda! ¡Soy boba! ¿Qué hago? ¿Le cuelgo o le contesto? Me tienta pulsar el botón rojo como la cobarde que soy; sin embargo, me sorprendo contestando.

—Hola —digo con un hilo de voz. ¡Oh, vamos! ¡A patética no me gana nadie! ¡Con lo bien que se me da ser borde! ¿Para qué me esfuerzo en ser una persona amable? ¡No es lo mío!

—¿Quién eres?

Allá voy.

—Venec.

Silencio. ¿Por qué de golpe me he quedado muda? ¡Esta conversación no puede ser más bochornosa! ¡Venga, recuerda lo que querías decirle por mensaje, pero no sigas callada!

—Yo... Que-quería —¡Genial, ahora tartamudeo!— agradecerte lo de la ventana. Imagino que ha sido cosa tuya.

¡Vale, ya está dicho! ¡Objetivo cumplido!

—De nada. ¿Algo más?

¿En serio? ¿Se me está poniendo chulo?

—No. Eso era todo —respondo tajante.

—Vale. Adiós. —Y me cuelga.

¡Seré imbécil! ¡Pero por qué soy buena persona si nunca sale nada bueno de que me comporte así! ¡Jamás!

Separo el teléfono de mi oreja y miro la pantalla, flipando. La imagen de Senén en esta me hace apretar los dientes. Bloqueo el móvil y lo arrojo sobre el colchón.

No. ¡Definitivamente, yo no aprendo!

Me desvisto a mala leche y dejo la ropa tirada por el suelo. Cojo el chándal más cutre y cómodo del armario, lo visto y regreso a la cocina. En cuanto me ve, mi madre me dedica una mirada de arriba abajo. Vuelve su atención a la olla en la que está cociendo algo y niega con la cabeza.

—¿No tienes algo mejor para vestirte?

—Voy a estar en casa, nadie me ve.

—Vale vale. Como tú quieras.

Pongo los ojos en blanco y me siento cerca de la barra de la cocina.

—Deberías empezar a echarte alguna crema en la cara, se te ve demacrada. ¡Aparentas como una de treinta, hija!

Me armo de paciencia y respiro y respiro y vuelvo a respirar, pero me parece que voy a salir volando.

—Lo digo por tu bien. —¡Ya, claro!—. ¿Así quién se va a fijar en ti? ¡Mírate! ¡Dieciocho años y nunca me has presentado a ningún chico! —Me analiza suspicaz—. ¿No me vendrás ahora con que eres bollera? ¡Lo que me faltaba!

No. No puedo. ¡Se acabó!

Ignoro que hiervo de rabia por dentro y que quiero abofetear a esta mujer que es mi madre hasta en el carnet de identidad. Aparto la impotencia y las lágrimas, porque siempre se espera algo de mí y nunca llego al canon esperado. ¡Siempre soy insuficiente!

El tono despectivo de sus palabras me humilla. ¿Qué sucedería si me gustasen las mujeres? ¿Qué delito cometería por ello?

—¿Y por qué de repente vistes de gris y negro? ¡Encima de que siempre te han sentado mal esos colores, las prendas son como veinte tallas más grandes! ¿A qué viene ir de pordiosera?

Me río.

Sí. ¡Yo! Me río.

Es una risa embargada en amargura y llena de repulsión.

Me río y lloro, pero me siento osada de pronto.

—Espero que saber donde vivo te dé algún tipo de sosiego, si es que estuviste preocupada en algún momento por mí, ¡que lo dudo! —Levanto una mano cuando me va a interrumpir—. ¡Si tenía alguna esperanza con respecto a nosotras, me las has despejado todas! Tú y yo nunca podremos ser unas madre e hija convencionales, porque solo sabes criticar cada aspecto de mi vida.

»No vas a cambiar. Y yo sigo esperando que lo hagas, con la vana esperanza de conseguir así tu afecto, y eso me está matando. Desde pequeña me has estado machacando por nimiedades que ninguna niña debería soportar, y menos de su madre. —La encaro con determinación—. Lo mejor para mí es no tenerte más en mi vida. Eres alguien nociva y me estoy esforzando para no ser como tú el día de mañana.

Las lágrimas se le quedan cuajadas en los ojos.

—¡Vaya, hija! Sí que te lo tenías guardado, ¿eh?

—¿Es en serio? ¿Guardado? Cuando me fui de casa, ¿por qué crees que fue? ¿Hubo siquiera un solo momento en que te plantearas tu responsabilidad en ello, o decidiste escudarte en ser la víctima y yo la mala de la película como siempre?

Apaga la cocina y enfila hacia el perchero de la entrada.

—¡Solo quería ayudarte, pero se ve que contigo es imposible! ¡Eres una desagradecida! —Se coloca la chaqueta, enfurecida, y, con gesto altanero, me mira—. Ya me contó Cian que no le hablas. ¡Tú sigue así que te vas a quedar sola! Pero ¿quién te va a querer?

»¡Eres mala persona! ¡Esa prepotencia que te gastas te va a pasar factura, pero si no me quieres en tu vida, no hay problema! ¡Ni se te ocurra llamarme para pedirme ayuda!

—¿Y cuándo te he llamado yo? —respondo sin poder morderme la lengua a tiempo.

—¡Te mereces todo lo malo que te pase!

El portazo que da resuena por todo el salón. Sonrío, aunque el escozor en mi pecho hiere.

—Gracias por tus bendiciones, madre —murmuro a estas cuatro paredes.

En mi mente le hubiera puesto un final más bonito. Ella pidiéndome perdón y contándome lo mucho que me ha echado de menos en este tiempo. Buscando, no sé, algún tipo de acercamiento. Un esfuerzo por ambas partes de llevarnos mejor, quedar a tomar algo o incluso ir de compras. Esas cosas que se ven en las películas, pero que son irrealizables en mi vida. ¡Suena hasta locura solo de creérmelo!

¿Qué estamos, a miércoles? ¡Está resultando una semana muy productiva! Lunes: abandono mis estudios. Martes: me lío con el psiquiatra y me desmayo. Miércoles: me despierto en el hospital y mando a mi madre a la mierda. ¡Y aún no es ni mediodía!

Dedico un breve vistazo a la olla metálica de la cocina y espiro. Será mejor que me vaya a dormir. Estoy agotada, terriblemente agotada. Me pesa el cuerpo y prefiero evadirme de la realidad un poco. Me esfuerzo porque las palabras de mi madre no calen en mí y no envolverme en el llanto que me circunda. Sus palabras siempre han sido como veneno, y las de hoy no escuecen menos. Tal vez porque sus deseos ya se han cumplido. ¿De verdad soy una mala persona? No me siento así, pero el desenlace de los hechos confirma que tal vez sí sea la villana. No sé en qué momento me he convertido en tal.

Me tiro sobre la cama y me echo el cobertor por encima. Creo que la cabeza me va a estallar. Los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas me taladran el cerebro. Cierro los ojos con fuerza e intento apartar todo aquello que me oprima más el pecho. Lea me diría que no hay nada de malo en estar triste, que al igual que hay días buenos también los hay malos y que debo normalizar no estar siempre bien. El problema es que yo no quiero sentirme mal, y experimentar todas estas sensaciones de mierda en las que estoy nadando constantemente para poder salir a flote. ¡No sabía que había que esforzarse tanto para poder ser feliz! Para mí es como estar nadando mar adentro en busca de la orilla y solo me pierdo y me canso más.

El timbre de casa suena; me noto desorientada. Creo que me he quedado traspuesta. Enfilo el pasillo con la esperanza de que tal vez sea mi madre que ha recapacitado y quiere salvar nuestra relación. Casi corro hacia la puerta y la abro con emoción.

¿Venec, pero en qué mundo vives? ¡Desde luego que no es mi madre!

—¿Calha, qué haces aquí? —pronuncio como en un dejà vú.

—¡Ya sé que tu madre cuida de ti y que necesitas descansar, pero siento que aquí es donde debería estar!

Pestañeo con incredulidad. No hago nada más que observarla sin moverme. Es más alta que yo, con unos ojos expresivos que me recuerdan en menor medida a los de su hermano. Es todo lo moderna que yo ya no me esfuerzo por ser, y todo lo guapa que me gustaría. Solo que en ella no parece algo buscado, sino innato. Es como esas chicas de revista que pretendes emular sin éxito.

—Bueno, ¡qué! ¿Me dejas pasar?

Espabilo y le cedo el paso. Arruga el ceño al internarse; cierro la puerta.

—¿Y tu madre?

Mi madre ha decido olvidar que tiene una hija porque no quiero ser su vertedero emocional.

—Se ha ido.

—¿A hacer la compra? —deja su chaqueta y su bolso sobre el sofá. Mi carencia de respuesta la hace girarse—. ¡Espera! Cuando dices que se ha ido...

—Me refiero a que no va a volver —comunico.

En su expresión se dibujan varias emociones y todas concluyen en incomprensión. ¡Bien, ya somos dos! Yo tampoco entiendo nada de lo que sucede en mi vida.

—¿Has comido?

Agradezco que no indague más en el tema, aunque el nuevo también me fastidia. ¡Qué empecinamiento les ha dado a todos con que me alimente!

—No. —Me dejo caer en el sofá—. No sé qué estaba preparando mi madre en esa olla de allí que está en el fogón. —Señalo con el dedo pulgar hacia atrás.

Calha se acerca y destapa la cacerola.

—¿Y qué se supone que ibas a comer?

Me vuelvo con extrañeza por su pregunta.

—¿Es que acaso no lo ves?

Arquea una ceja desafiante.

—¿Agua con sal? —replica tras meter un dedo y chupar.

—¡Qué! —Me levanto y me aproximo.

En efecto. En el interior de la perola solo hay agua. Cierro los ojos y emito una risa de incredulidad. ¡El jaleo que montó solo fue para saciar su curiosidad, en ningún momento tuvo la más mínima intención de prepararme nada! ¡Qué bien le vino la discusión!

—Me habrá confundido con un delfín.

Calha ríe ante mi ocurrencia.

—Tu madre es muy especial, ¿a que sí?

Me masajeo las sienes y ladeo la cabeza. Especial es una definición muy amplia y amable para esa mujer.

—Si yo te contara...

—¡Soy toda oídos! —Se apoya sobre la barra de la cocina con los codos y la cara en las palmas de las manos.

Accedo a su petición y me siento frente a ella. Necesito una visión objetiva. Comprobar si en efecto la mujer que me trajo a este mundo tiene razón.

—Creo que nunca le he gustado. Siempre me ha exigido demasiado y cuando me equivocaba o fallaba en algo, me machacaba hasta que me sentía una miserable. —Los recuerdos evocan como un manantial—. De pequeña no lo apreciaba de igual manera que al comenzar a ser una adolescente. Por aquel entonces mi padre me ayudaba ya que yo era la niñita de sus ojos, y frenaba a mi madre cuando se pasaba de la raya.

Calha sonríe.

—Como nunca tuve muchas amigas, me recriminaba que era una pija y que el problema era mío por no saber hacerlas. ¿Sabes? Se metían conmigo y a veces se negaban a jugar porque no era como ellas. No sé qué era lo que me faltaba, pero siempre me sentí excluida. ¿Por qué diablos iba a querer ser su amiga? —Vago mi mirada por los dibujos de la superficie de granito pulido—. Mi único amigo era Cian, el chico del hospital.

»Si jugaba y hacía más ruido del que ella consideraba oportuno, venía con una vara y me daba con ella. Disfrutaba haciendo eso y no quedaba satisfecha hasta que me hacía llorar. —Mi acompañante está horrorizada, con las manos sobre la boca; sonrío con tristeza—. Me llamaba tonta si me costaba aprender algo y si las notas no eran buenas. No se me daban bien las matemáticas y los problemas jamás fui capaz de comprenderlos. Cuando me sentía orgullosa por una buena calificación ella lo minimizaba diciéndome que era lo que tenía que hacer, por lo que mi esfuerzo se quedaba en nada. ¡Nunca fui capaz de contentarla!

»Las cosas no mejoraron en plena pubertad. Empezó a meterse con mi cuerpo, mis dientes, mi falta de femineidad. Nunca me ponía vestidos o faldas y cuando me armé de valor para confesarle que era porque no me gustaba verme las piernas llenas de pelo, solo supo decirme que nadie se fijaría en ello. ¡Sí, claro! ¡Como si el instituto no fuese un campo de minas que sortear en esos detalles! —El nudo de mi garganta me estrangula queriendo parar mi relato—. Yo...

Calha me estrecha una mano por encima de la barra y me anima a continuar; las lágrimas rebasan hasta mi barbilla.

—Hice amigas, pero solo sirvió para que me compara con ellas y les contara anécdotas mías un tanto humillantes que, por supuesto, las divertía. Me obligaba a ir vestida con conjuntos infantiles y que odiaba. Desde luego eso no me ayudó a ser más popular, tampoco es que pudiera vestir como me gustaría porque ella no me daba dinero sin aprobar antes en qué lo gastaría. ¡Qué diablos! No podía salir a tomar algo con nadie, porque simplemente yo no tenía nada que hacer un un bar, según ella. —Niego con rabia, ¿por qué no me defendí?—. ¡Y esa era otra! Mitad de las veces no me dejaba quedar con nadie ni para hacer un trabajo, ¡ya ni digamos dormir fuera!

»Era inevitable que me diera mi primer ataque de pánico en plena clase en período de exámenes, ¿no? —Calha me observa, pero mi mirada está perdida—. Tenía dieciséis años y no fui capaz de gestionar lo que me ocurría. En casa no le dieron importancia; mi padre por aquel entonces ya estaba enfermo y la prioridad era su bienestar.

—¡Madre mía, Venec! ¡No sabía nada de esto! Senén no ha mencionado nada al respecto.

La contemplo divertida.

—Es un poco difícil que te lo cuente cuando él no lo sabe.

—¡No entiendo cómo sois amigos y te guardas algo tan importante para ti! ¡A mí apenas me conoces y me lo has contado!

Estrecho los ojos.

—¿Amigos? Calha, tu hermano me ayudó cuando me dio un ataque de pánico en plena calle hace unas semanas. De hecho las veces que nos hemos visto desde entonces no llegan a sumar el total de dedos de mis manos.

Se echa hacia atrás desconcertada.

—Se lo ve tan pillado por ti que yo imaginé...

¡Qué! ¿Pillado por mí?

—¿Qué imaginaste?

—Nada. ¡Déjalo!

Nos fundimos en un silencio prolongado, cada una inmersa en sus pensares.

—Calha —Me atiende, pero tengo la vista fija en la barra—, ¿soy mala persona?

Me mira atónita, aunque pronto sonríe y me aprieta las manos, todavía siguen unidas.

—No, no lo creo. Solo eres una persona herida a la que le falta sanar.

—¿Y por qué me siento tan mal?

—Porque las buenas personas sufren.

Un rayo de sol atraviesa la terraza donde están mis plantas y da de lleno en nuestras extremidades entrelazadas.

—¿Qué te hago para comer?

—Nada, por favor. No quiero que me dejes la cocina como el baño —le suplico.

—¿Estabas molesta por eso? —pregunta sorprendida.

—Te piraste sin despedirte, y yo me quedé recogiendo tu estropicio —recrimino.

Se ríe con esos dientes que parecen perlas.

—Es que en casa tenemos criadas que hacen ese trabajo. —Sigue riendo—. Senén también me llama la atención por mis modales tan excéntricos y por mi poca consideración con las labores de los demás, pero es a lo que me tienen acostumbrada mis padres.

¿Criadas?

—Claro que Senén siempre ha tenido más deferencia en ese aspecto. ¡Por eso es psiquiatra, se preocupa demasiado por los demás!

—Eso no me explica por qué te largaste sin más —espeto.

—¡Soy como Mary Poppins, cuando siento que ya he estado demasiado en un lugar me voy con viento fresco! —dice sin dejar de sonreír—. Despedirse implica que no nos volveremos a ver, y yo tenía intención de regresar.

Lo de esta tía no tiene nombre. ¡Qué rara es! ¿Mary Poppins, en serio? El tic de mi ojo hace su aparición de nuevo.




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