Corolario
Desliza sus dedos por la raja de mi vestido y me acaricia el muslo. Mis piernas rodean su cintura; su boca no ha abandonado la mía en ningún momento. Sus labios dejan los míos permitiéndome respirar y se pasean por mi cuello. Un escalofrío me invade desde la raíz del pelo hasta la punta de los pies. Las sensaciones son varias y no soy capaz de canalizarlas ni tampoco ser consciente de que lo tengo conmigo, dispuesto a llevarme a la luna sin cohete.
—P-para —jadeo entre sus brazos.
Su mirada oscurecida por el deseo se enfoca en mi rostro, dispuesto a hacerme cambiar de opinión, pero mi resolución es más firme.
—Para para. ¡Para! —digo cuando sus caricias son más atrevidas.
Lo hace apretándose contra mí y respirando con fuerza; apoya sus manos en la pared de mi espalda. Me desenredo de su cuerpo y mis pies tocan de nuevo el suelo. También necesito sujetarme a algo, así que las palmas de mis extremidades me sirven de sustento contra los azulejos que tengo detrás. La sensatez hace mella al igual que el encontronazo de mis sentimientos. De nuevo entro en conflicto. Mi dignidad me vilipendia por caer con tanta facilidad, por no hacerme valer, por no tener una voluntad férrea antes su simple presencia, tacto, mirada. No obstante, mi vena soñadora, la ingenua, la que tiene la cabeza en las nubes y quiere ver el mundo color de rosa, invade mi corazón por lo pletórica que le hace sentir su necesidad de mí. Y así empieza la batalla de quién soy yo. Quiero rendirme a él, pero hacerlo supone traicionarme.
—Por favor —respiro hondo y en ráfagas, con la pasión dejando su rastro—, ¡aléjate!
Senén emite un gemido lastimero. Me contempla demasiado cerca; esa tentadora boca suya me descentra y por un segundo me pregunto por qué disfrutar de lo que deseas tiene que ser tan difícil. ¿Por qué es tan importante el amor propio si sufro por no tener lo que en el fondo quiero? ¿Hacer las cosas bien significa esto? Amargarte por ponderar el intelecto de una.
—¡Bella Venec, por favor!
—¡Deja de llamarme así! —le ordeno. Antes lo toleraba porque significaba algo, pero ahora... Bellas hay muchas, y yo quiero que se me vea la belleza en algo más que el exterior.
Coloco mis manos sobre la tela de su camisa, sobre sus pectorales (mala idea porque el contacto me hace cosquillear las manos) y ejerzo la fuerza necesaria para crear distancia. Él no opone resistencia y da un par de pasos atrás.
—Dime, ¿qué he de hacer para recuperarte, para que olvides lo que viste?
Sesgo mi risa y salgo de su calor.
—No creo que pueda olvidar lo que vi. Pero hay una pregunta que me ronda la cabeza. —Eleva el rostro hacia mí—. ¿Me lo habrías contado? ¿Me habrías dicho si no llego a estar allí, que besaste a otra mujer porque te apeteció?
Se separa del tabique, alarmado.
—Yo no fui el causante de ese beso —Alzo mi ceja por su patético pretexto—. Sí, la besé, pero nunca lo hubiera hecho si ella no lo hubiese empezado.
¿Eso me tiene que hacer sentir mejor?
—No has respondido.
Se lleva las manos a la cabeza y se aparta sus rizos de la cara.
—No... No lo sé. Puede que sí.
Suficiente. Abro la puerta, pero antes de salir vuelve a hablar.
—Tú tampoco me has contestado. ¿Qué tengo que hacer para que me perdones?
Lo encaro. Su desesperación se me hace rara. La entendería para un suceso trágico, pero esto no es para tanto. ¿Por qué parece que esté a punto de perderlo todo?
—No lo sé.
Salgo dejando que la puerta se cierre. Miro atrás y me decepciona que esa puerta no se vuelva a abrir, que él no venga detrás, pero me esfuerzo por resignarme. Creo que no soy la única que debe analizarse en profundidad. La música también resuena aquí, aunque en un volumen mucho menor. Insonorizamos parte del recinto para estos casos, pero ahora agradecería que el jaleo me dejase libre de mis propios pensamientos. Mientras deambulo por los pasillos, una silueta grande se va acercando a mí. Nerón.
—Te estaba buscando —sonríe.
—¿Por algún motivo en especial?
Su mueca se amplia y sus ojos muestran unas pequeñas arrugas alrededor de estos.
—El deber me llama y no puedo seguir eludiendo mi trabajo. Mañana regresaré a Estados Unidos y esta será mi última noche aquí.
—¿Ya te vas? —me sorprendo.
No es que nos hayamos hecho íntimos ni mucho menos, pero es una persona que me agrada. Respeta los espacios y se preocupa genuinamente por una. Nunca conocí a alguien con ese nivel de consideración hacia los demás.
—Me temo que sí, preciosa.
—¿Has conseguido arreglar las cosas con Senén? —Mis ojos vuelan al espacio a mi espalda.
—No. Puede que por el momento deban de quedar así. Lo que haya de ser será —concluye.
Dejo mi mirada perdida.
—Tendrás que dar muchas explicaciones a la vuelta —comento por no estarme callada.
—Sí, seguramente. —Se encoge de hombros—. Ya no siento la inseguridad que me atenazaba en los últimos meses. Te parecerá una locura, pero me siento libre.
—¿Libre? —repito.
—Sí —asegura—. Hay relaciones que pueden ser como jaulas para uno. Yo me enquisté en una. Me volví cómodo. —Entrecierra los ojos—. Había planeado mi vida a partir de unos estándares que no se corresponden conmigo, ahora lo veo.
»Acabar la universidad, conseguir trabajo, enamorarme, casarme, tener hijos cuanto antes, y ser un triunfador en todo eso. —Deja escapar una sonrisa torcida—. Ni me planteé si es lo que quería o lo que se suponía que tenía que hacer. Quería a Verónica —aclara—, pero no era tan feliz como me esforzaba por aparentar.
—¿Por qué no ponerle fin antes? —cuestiono. No acabo de entender que fuese infeliz a posta.
Niega con la cabeza.
—Nostalgia, puede que pereza, convencerte de que no hay una relación perfecta.
El silencio se hace parte de la conversación y cada uno se queda pensativo. Puede que no le falte razón. La mayoría buscamos unirnos con otra persona porque es lo aceptable, lo que se espera. Aquellas personas que escogen vivir a solas se siguen considerando raras. Alguien que no ha logrado convivir con otra persona algún problema tendrá; enseguida salen a la luz sus defectos o los que se le buscan para explicar su comportamiento. También sigue siendo incomprensible aquellos que no desean reproducirse, los que no optan por vivir con comodidades y se van a ayudar a un país donde no tienen ni agua potable, los nómadas, los que no se comprometen con nada. No son rarezas en sí, son modos de vida, pero lo común impera. Y lo común suele ser un montón de gente viviendo igual. Es curioso que ser poco original se considere bueno. ¡Yo no quiero ser así!
—Aún eres muy joven —dice como si se lo estuviese diciendo a sí mismo—. No te precipites.
No sé qué me quiere decir exactamente, pero asiento como si lo entendiera.
—¿Volvemos al concierto?
—Sí, claro —respondo con una sonrisa sincera.
Nos mezclamos entre la gente y acabamos junto a Caleb, que lo está dando todo. El resto de mi equipo de trabajo se ha ido disgregando, y ya no distingo a Cian por ninguna parte. Las canciones se suceden y todos los que estamos aquí congregados bailamos con un único objetivo, olvidarnos de todo lo que no sea pasárnoslo bien.
***
La mañana se descubre ante mí con un sonido agudo y repetitivo. ¿La alarma del despertador? Hoy no tengo que trabajar, toca descanso después de la presentación de ayer. ¿Entonces? La melodía vuelve a sonar y la identifico por fin como el timbre de mi casa. En serio, he de buscarme un tutorial sobre cómo desactivarlo. Me levanto consiguiendo que se me nuble la vista y agarrándome la cabeza; me estalla. Dirijo mis pasos a la entrada haciendo eses por el pasillo y con los párpados casi pegados. Ni me planteo mis pintas cuando abro. La sorpresa hace mella en mí cuando veo a Nerón a la espera y con una sonrisa cordial.
—¿Tú no te ibas hoy? —digo apoyando mi cara contra el borde de la puerta.
Se ríe como era de esperar y coloca una bolsa de papel entre nosotros.
—¿Qué es esto?
—Mi ofrenda de paz por si había interrumpido tu descanso.
Del interior se desprende un olor muy rico de bollos recién hechos y un envase de cartón con lo que intuyo sea café. Sonrío y me hago a un lado para que pase.
—No me puedo quedar, mi vuelo sale en un par de horas y he venido a despedirme.
Los jirones de sueño me abandonan al experimentar tristeza por su marcha. Apenas ha estado tres días en Lancara, y me he acostumbrado a su presencia. Seguro que si no viviera tan lejos nos habríamos hecho buenos amigos.
—¿Volverás a visitarnos?
Sus ojos grises brillan y me contempla.
—Me dejaré caer por aquí siempre que pueda.
Hay cierta tensión en el ambiente porque a ambos nos faltan palabras que decir. Ni siquiera sé en qué trabaja ni nada más allá de la que fue su prometida y su mejor amigo.
—Que tengas un buen viaje, Nerón —digo, dejo la bolsa en el suelo, a mis pies, y me acerco a él. Nos abrazamos como dos viejos amigos y al separarnos nos dedicamos una sonrisa apenada.
—Adiós, Venec.
Se da la vuelta para marcharse, pero se queda quieto un instante y escucho su risa breve mientras menea la cabeza. Se gira despacio y me observa.
—Te parecerá una locura, pero ¿puedo volver a besarte?
Me pilla desprevenida su petición. Aunque más saber que a mí también me apetece besarlo.
—¿Preguntas siempre?
—Solo si creo que me puedo llevar un guantazo por atrevido.
Asiento por toda respuesta, y él se acerca a mí en una zancada. Me atrapa con delicadeza, como si fuese una mariposa, pero su beso me caldea y me hace gemir. Tiene unos labios que me apetece morder y una galantería que me atrae. Es tan intenso como la vez anterior, solo que ahora no estoy entumecida por la rabia y la venganza. Cuando finaliza el beso, que ha sido breve en exceso, apoya su mano en mi mejilla y me la acaricia con el pulgar.
—Hay que ser idiota para estar dispuesto a perderte.
Exhalo en una risa compungida. Nerón me levanta la barbilla para que no evite su mirada y me sonríe antes de irse. Cierro la puerta con un suspiro y de pronto me invade una pesadumbre extraña. Agarro la bolsa del suelo y saco los cruasanes y el frappuccino. ¿Cómo sabía que me gustaría? Hay una nota pegada junto a la bollería. «Ha sido un auténtico placer conocerte». Se me escapan un par de lágrimas mientras me como el desayuno que me ha traído.
A medida que pasan las horas se va instaurando en mí el bajón. Hace días que lo llevo sorteando, pero ahora ya no hay manera de eludirlo. Una opresión se coloca entre mi garganta y mi pecho, como un nudo de algo que no se ha ido, y los nervios poco a poco se van haciendo con el control. No es algo instantáneo, sino que se expande como el caudal de un río tras una gran tormenta. Respiro hondo para calmar esta percepción de mi cuerpo, pero los pensamientos intrusivos acompañan estas sensaciones como hace un año y sé que quedarme encerrada es peligroso. Me visto con las mismas ganas de escalar el Everest (ninguna) y salgo a pasear. Sé que esto es bueno a pesar de que un temblor interno me hace flaquear. Fuera estoy tan a salvo como dentro, puede que incluso más, puesto que vivo sola y si me pasa algo no habrá nadie que me pueda ayudar. Con cada paso que doy me interno más entre los árboles e inspiro el olor de la naturaleza. Todo marcha, me noto calmada, quizá demasiado, y como si la vida me quisiese hacer tropezar con la misma piedra, me detengo de improviso en el mismo punto en el que hace tiempo tuve un ataque de pánico, pero en esta ocasión es un dolor agudo en mi pecho, como un pinchazo que me sacude de un lado a otro. Me sujeto en el muro de piedra, no porque me fallen las piernas, sino por la sorpresa de verme de nuevo tan mal. Tiene que ser ansiedad, me repito. ¿Verdad? El dolor se ha ido igual que vino, pero mi mente ha quedado atrapada en ese bucle de catástrofes que me apabullan, lo que dispara mi miedo, por tanto, mis nervios y estos siguen generando sensaciones que nunca antes había experimentado y que me gritan que estoy en peligro. Me muevo inquieta de un lado a otro buscando ese algo que me ancle al mundo real, a la normalidad y a la calma, pero estoy enredada en el pánico y en que todo va a salir mal, que es el fin.
Miro hacia el suelo como si fuese mi salvación, como si tuviese una ruta alternativa para llegar a mi sitio seguro. Una mano sobre mi hombro me sobresalta y verlo ahí plantado como el día que nos conocimos, me invita a desbordar. No hay llanto, porque estoy tan estresada que ni siquiera soy capaz de soltarlo, pero el malestar de saber que no he avanzado tanto como creía me hunde.
—¿Estás bien?
Su preocupación y cautela me enfadan. ¿Parezco estar bien? ¿Por qué no me abraza como ha hecho otras veces? ¿Por qué ahora le da por guardar las distancias cuando necesito contacto físico?
—El pecho... —gimo—. Es como si algo dentro me estrujara... Me duele.
El corazón se me acelera y con él mi respiración. Por fin reacciona y me agarra de las muñecas para detener mi paseo inestable. Coloca una mano sobre el pulso de una de ellas y soltándome de la otra me coloca dos dedos bajo la mandíbula, en el cuello. Niega con la cabeza mirándome fijamente.
—Tu pulso es correcto. Puede que se trate de un ataque de pánico.
La duda me incordia porque no me ayuda a relajarme.
—¡Vayamos al hospital para asegurarnos!
Niego, desesperada, alejándome de él.
—¡No, no quiero ir!
Sé que es estúpido. Si me está dando otro tipo de ataque, allí me podrán ayudar; sin embargo, me dan pavor las malas noticias. ¡No, no soportaré un fatídico diagnóstico! Prefiero la ignorancia, la esperanza infinita y absurda. Senén entorna sus ojos por mi negativa, pero asiente.
—¡Está bien! Permaneceré a tu lado hasta que se te pase. Porque pasará —asegura.
Y tiene razón. Los síntomas remiten poco a poco, pero a medida que lo hacen la vergüenza y la culpa por no saber controlarme hacen mella. El cansancio también me inunda y la tensión da paso a la desolación. No quiero hablar y rehúyo mirar al psiquiatra; su presencia me hace sentirme muy pequeña.
—La ansiedad tiene tratamiento.
Cierro los ojos antes esas palabras lapidarias. Esto era lo que no quería escuchar el día que nos conocimos ni después, pero ahí están.
—Estoy yendo a terapia para no tener que tomarlas —me quejo.
Él tampoco me mira, pero sigue con su charla.
—Diría que no está siendo suficiente.
—¿Y tú qué sabes? ¿Solo porque me has visto con otro ataque de pánico?
Enfoca sus ojos oscuros en mí.
—Si has seguido sintiendo síntomas de ansiedad en este tiempo y eso limita tu manera de relacionarte o vivir, te aconsejaría que buscases ayuda psiquiátrica.
Su osadía me enerva. ¿De qué va?
—No estoy incapacitada como cuando nos conocimos. De aquella todo se me hacía un mundo.
—Que puedas hacer más cosas que antes, no significa que no necesites un descanso de lo que la ansiedad te hace sentir. Solo eliminará esa angustia —me discute—, te hará ser funcional, te permitirá ser como debes de ser y no como te esfuerzas por ser. ¡No te digo que te drogues!
—Siento como si me pidieses eso mismo.
Se peina el pelo con las manos y se lo echa hacia atrás resoplando.
—Si eliminas los síntomas físicos que te provoca, evitarás caer en pensamientos que te digan que vas a morir y podrás disfrutar de la vida como se merece. —Sus ojos me imploran—. ¡Puedo ayudarte! ¡Piénsatelo, por favor! No te trataría yo, tengo un colega que te puede asesorar en el tema.
La rabia me sobrepasa.
—¡No quiero, Senén! —digo al borde del llanto.
—¿Por qué?
—¡Me haría sentir una fracasada! —grito—. Tanto tiempo esforzándome, ¿para qué? Para que no me haya servido de nada. He hecho lo que debía. Lo he hecho todo.
Él elimina la distancia y me abraza con fuerza.
—A veces no es suficiente. A veces, se necesita recordarle al cuerpo cómo es estar bien. Pero te prometo que mejorarás, y estos días quedarán muy lejanos; no recordarás siquiera por qué te obcecabas por ser fuerte sin necesidad.
Lloro como en un déjà vu sobre su camiseta. ¡No es justo! No es justo.
***
Salgo del trabajo directa a la consulta con el amigo de Senén. He cedido, después de hablar con Lea, en otra cita que tuve que adelantar. Mi psicóloga me recordó que no hiciese nada con lo que no me sintiese cómoda, pero también que no hay nada de malo en recurrir a los fármacos si los síntomas físicos me condicionan. Tuve que admitir delante de ella que me esforcé mucho por ignorarlos, fingiendo que si no les prestaba atención desaparecerían. Lea me había advertido que dejara fluir esos momentos y no me resistiera, pero no me sale hacerlo.
Ahora estoy sentada en la sala de espera, con una recepcionista en el mostrador sonriéndome cuando nos miramos. Apenas estoy diez minutos cuando me hacen llamar. Paso al interior de la consulta como si estuviese a punto de ser condenada a cadena perpetua.
He tenido que volver a hacerme una analítica para comprobar que todo estaba bien. Lo está, gracias al cielo. Pero eso no evita que crea que hay algo malo en mí, ya no digo a nivel físico, pero si psicológico. El doctor Adrián Díaz es simpático y me hace una serie de preguntas típicas. Síntomas, otros fármacos y por supuesto que le ponga al día de lo que viene siendo mi vida. Hago lo que me pide con cierto recelo. A ver, aunque estoy aquí por voluntad propia, no es como cuando solicité mi primera cita con Lea. Ahora es como tocar fondo. Y creo que cualquier cosa que diga hará que me recete más pastillas de las necesarias para mantenerme sedada. No quiero eso, y así se lo hago saber.
—Venec, por lo que me cuentas tienes ansiedad generalizada. El hecho de que no hayas tomado nunca pastillas nos permite empezar por una dosis baja, ya que tu cuerpo no está acostumbrado. De esta manera, tú estarás más tranquila, ya que dices que no quieres estar atontada. —Ríe tras sus gafas de montura al aire—. No es esa mi intención tampoco. Es importante que una vez que empieces a tomarlas seas constante. No las dejes sin más y si notas algo raro, me lo cuentas en la próxima consulta o llamas. No debería suceder porque el fármaco que te voy a recetar es algo más potente que una tila y no da efectos secundarios, pero ante cualquier duda, estoy aquí.
Me tiende una papel con la receta. Contemplo las letras que enuncian la medicación a la que me tengo que habituar: Alprazolam 0,25 mg.
—No te sientas mal por tener que tomarlas. Con el tiempo podrás dejarlas.
—¿Y si necesito una dosis más alta? —mi voz ha salido en un susurro.
—No adelantemos hechos —me pide, pero mi poco convencimiento a dejarlo estar le hace ser más específico—. Pero si hubiese que ajustarla es porque te hace falta. Hay períodos en los que uno está más estresado y la ansiedad aumenta, eso no impide mejorar. Pero ya hablaremos de eso si se da el caso.
Asiento no muy convencida.
—Tómate una a la mañana; dentro de una semana y media nos volveremos a ver.
Me levanto con desgana, como si me hubiesen absorbido el espíritu.
—Venec. —Me detengo con la mano en la manilla de la puerta—. De la ansiedad se sale.
Le doy la razón con un gesto y me marcho. Tal vez sea verdad que se salga y se mejore, pero yo siento que me embarro más y más. ¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Qué he hecho mal?
Fuera hay alguien esperándome.
Senén.
¿Creéis que Venec tomará la medicación? ¿Senén ha hecho lo correcto en recomendarle esta solución?
¡Os leo!
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