XIII. Hogar, odiado hogar
Sauta, Territorio Verde, 26 de octubre de 869 D.F.M.
Tenía un terrible dolor de cabeza. Selba apretó los párpados y se llevó una mano a las sienes, sintiéndose mareada y a punto de vomitar. Algo se movía a su lado y pensó que había bebido demasiado como para sentir que hasta la cama se agitaba. Una brisa soplaba en su cara, regular y cálida. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fueron unas pestañas azul oscuro y lo que sentía era la respiración de Fei Long contra su rostro. Tenía las mejillas sonrojadas y dormitaba con la boca entreabierta.
—¡No, no, no, no, no puede ser! —chilló, sentándose con torpeza y urgencia, tanteándose. La ropa estaba en su lugar, lo que suponía un alivio.
Sus gritos hicieron que el muchacho se moviera, encogiéndose y llevando ambas manos a la cara. Al parecer se sentía tan fatal como ella. Cuando pestañeó y la vio a su lado, con el cabello hecho un desastre y la ropa desaliñada, también se sentó de un brinco.
—Mierda, mierda, mierda —volvió a farfullar la Diosa Verde, saliendo de la cama y tambaleándose.
Como por reflejo, Fei Long la sostuvo por el brazo y ella se soltó poniéndose roja de la vergüenza. El contacto hizo que una electricidad le recorriera todo el cuerpo. No podía permitirse sentir cosas por ese niño, y menos en el estado en el que se encontraba. Él bajó la mano y se quedó mirándola en silencio mientras ella volvía a sentarse en el borde de la cama, lejos de él, sintiéndose mareada.
—Tú… ¿recuerdas algo? —preguntó Fei Long al fin, rompiendo el incómodo silencio.
Selba sintió un escalofrío y la magia del Cubo cerniéndose sobre ella, sobre sus pensamientos, sobre sus recuerdos. El calor que le quemaba la piel le decía que debía hurgar, que debía saberlo, pero temía encontrarse con algo que no quería ver. Fei Long esperó hasta que ella negó con la cabeza.
—Bebimos demasiado, eso es todo —dijo al fin para convencerse—. No pasó nada, olvídalo.
Él soltó un suspiro entrecortado.
—¿No puedes verlo en el Cubo?
—¡No! —exclamó ella, con los ojos abiertos de par en par y la angustia llenándole el rostro—. No quiero.
Él bajó los ojos. Ella vio el dolor en su expresión.
—Selba...
Ella levantó la mano.
—No, olvídalo. Por favor.
Se giró para mirarlo y se encontró con su mirada penetrante, con esos ojos azules que la miraban llenos de necesidad, de pasión. Él estaba conteniéndose tanto como ella y sabía que Selba estaba tratando de ignorar ese sentimiento mutuo. Había chispas en el aire, tantas que podían sentirlas centelleando entre ellos. Fei Long se mordió los labios, sabían a ella. Soltó un suspiro, uno que trataba de despejar su mente para pensar con claridad. El aire estaba cargado, había demasiada tensión y no iba a soportarlo más tiempo. Se puso de pie y salió del dormitorio sin mirar atrás.
Selba se frotó los brazos, convenciéndose de que estaba haciendo lo correcto, aunque el frío de su cuerpo le gritaba lo contrario.
Granat, Territorio Rojo, 26 de octubre de 869 D.F.M.
Así que atravesó la frontera, Seteh fue recibido por un golpe de aire cálido. Se encontraba en el castillo, en una habitación al lado de una estufa que ardía con fuerza, con las llamas lamiendo las paredes internas de piedra acogiéndolo con alegría. Reconoció su dormitorio, la cama estaba tendida y las cosas que había dejado en el escritorio ―como sus libros y sus apuntes― antes de ser encerrado seguían allí, como si los años no hubieran sido más que algunas horas. Siquiera había olor a polvo.
Extrañado ante tal recepción, caminó pisando la alfombra con cuidado, esperando que Carmine saltara desde un rincón para asesinarlo, sin embargo, lo único que lo distrajo fue un golpeteo dudoso en la puerta.
―Señor Seteh, el desayuno está listo.
Era la misma voz de siempre, de la encargada del piso que había estado acompañándolo por años y años. Aquello lo dejó mudo, preso en un dejà vú siniestro. Volvía a ser adolescente, a sentir el dolor en sus heridas ya cicatrizadas, a temer que aquella mujer volviera a golpearlo y a añorar la felicidad. No pudo responder, pero supo que la mujer se había ido al no sentir que insistía. Soltó un grito de frustración y se frotó el pelo incesantemente mientras se dejaba caer sentado en la cama.
Después de unos minutos de debate interno, decidió ir a comer.
Cuando cruzó el umbral de la puerta, lo primero que vio fue que la silla alta de la cabecera de la mesa estaba ocupada. Si bien en todo el tiempo que había estado ahí nunca había compartido una comida con la Diosa Roja, verla después de tanto tiempo lo llenó de melancolía y dolor. Se sentía como en el medio de un sueño aletargado o en el inicio de una pesadilla.
―Siéntate.
Seteh obedeció, no supo si fue por el tono de voz monocorde o por ese miedo arraigado que llevaba en lo profundo de su ser. Entonces se fijó en el rostro de la mujer que hacía más de seis años que no veía. Estaba vieja, como si los años le hubieran caído encima de golpe, avejentándola de tal forma que las arrugas se veían por todas partes. El cabello blanco era largo pero escaso, y el color carmín de sus ojos se veía aguado, sin vida. Le hubiera dado lástima si no fuera porque sus cicatrices aún escocían recordándole que se lo tenía merecido.
―Ni el Cubo puede mantenerte ya, eh, vieja de mierda.
Su voz retumbó en las paredes, reverberando en el techo alto y abovedado. Carmine se mantuvo altiva, tomando los cubiertos con dedos frágiles y llevando un bocado a los labios resecos.
―Y tú no has cambiado. Cuando te diste cuenta que estabas solo, no dudaste en volver a lo seguro. Aquí. ―Lo miró―. Conmigo.
Seteh chasqueó la lengua y después se la mordió al recordar a Selba.
―Come.
―¿Cómo sé que no está envenenada? ―rebatió el muchacho.
Ella soltó una risa que sacudió su cuerpo esquelético. Parecía que iba a quebrarse en cualquier momento.
―Si quisiera matarte lo hubiera hecho así que entraste.
Seteh estrechó los ojos y tomó el tenedor, revolviendo la comida. Recién entonces se dio cuenta de lo hambriento que estaba. Tragó dos bocados antes de volver a mirarla. Era como contemplar a un fantasma.
―Pensé que los Dioses no podían asesinar a otros.
―El Cubo responde a ambos ―respondió ella, ignorando el hecho de que él también se refería a la vez en que había asesinado a Gulabi y a Xhantos. Estaba demasiado receptiva y a Seteh no le gustaba nada esa hospitalidad y gentileza anómala―. Como estamos en igualdad de condiciones, las protecciones se anulan.
Seteh detuvo el cubierto en el aire. La contempló de lleno pero ella no le devolvió la mirada. Seguía comiendo como si lo que acababa de decir no tenía la más absoluta importancia.
El Cubo respondía a él, entonces ¿por qué rayos no sentía nada? Se levantó de un salto, con el corazón palpitando en las sienes y la mirada fija en el pendiente que reposaba en el pecho de la Diosa Roja, tintineante. Poderoso.
―Siéntate y come, Seteh. ―La voz de Carmine se volvió firme, pero él no se movió.
―¡No quiero, mierda! ¡Si responde a mí, dámelo como corresponde, vieja hija de puta! ¡Tienes al Territorio encerrado por culpa de tu codicia, de tu ambición! ¡Has matado gente!
―Tú no eres tan diferente a mí, Seteh. Abandonaste el Territorio y no volviste hasta cuando no tuviste más opciones, no porque te importara tu pueblo, tu gente. Volviste por ti, por tu propio egoísmo.
Una gota de sudor bajó por la sien del muchacho. Bufó, levantando el flequillo y se dio media vuelta, saliendo del comedor dando un portazo.
Sauta, Territorio Verde, 26 de noviembre de 869 D.F.M
Selba se dio una ducha de agua fría, tratando de quitarse todo el cansancio y la resaca de la forma menos mágica que pudiera mas no lo estaba logrando. Mitigó el dolor con el poder del Cubo y se dirigió hacia la sala de reuniones para continuar con sus quehaceres diarios. Conversó con sus Ancestros sobre unos problemas de seguridad en la ciudad de Harita hasta que llegaron a un acuerdo.
Después se fue directo a la cocina a picotear algo antes de continuar. Debía ir hasta la Central Armada de Harita a hablar con el Comandante y quería hacerlo en persona.
Fei Long estaba allí, sentado en un rincón tomando té. Cuando la vio, se puso de pie de inmediato.
―Señorita Selba, no quería molestarla...
―Fei, ya te dije que...
―No, es Seteh ―agregó en seguida al ver que ella pensaba que quería insistir con el tema anterior―. No lo encuentro por ningún lado. Su cuarto está en orden, como si no hubiera dormido allí.
Selba se quedó estática un momento y luego se dejó caer en la silla vacía al lado del muchacho, quien también se sentó. Tanteó el pendiente con el ceño fruncido mientras rebuscaba en la cara espectral del Cubo que le mostraba el mapa del Territorio a la estrella roja que le indicaba la presencia de Seteh, pero no lo encontró por ninguna parte. Volvió a buscar, mas no había rastro de él.
Preocupada, tanteó la cara del Cubo que le mostraba las personas. Se buscó a sí misma, encontrándose sentada al lado de Fei Long, quien la contemplaba atento, a la espera de una respuesta. Entonces retrocedió.
Se vio tendida en la cama con el muchacho azul, dormidos bajo el efecto del alcohol. Se ruborizó ante el recuerdo y fue más atrás, hasta que Seteh los dejó allí. Detuvo la imagen, se centró en su amigo. Podía sentir el dolor lacerante, palpable en el aire, frío en el beso de despedida. Se preguntó en qué estaba pensando, el Cubo le golpeó con la respuesta.
Lo vio huir.
―Seteh... se fue. Volvió al Territorio Rojo ―murmuró en un hilo de voz.
Fei Long pestañeó. No sabía qué decir, sus ojos pedían una respuesta.
―Cree... que lo hemos dejado de lado.
El muchacho se quedó mirándola. Luego balanceó la cabeza, sin entender.
―Que lo he dejado de lado. Que no me importa en absoluto ―se corrigió, martirizándose.
Fei Long se mordió el labio inferior, pensativo. Últimamente había dejado que sus sentimientos se sobrepusieran sobre todo lo demás. Quizá era verdad que lo había dejado de lado. Tanto él como Selba habían dado por sentado que él estaría allí con ellos para siempre olvidándose que era un Dios y aún no reclamaba su Cubo y su lugar en el Territorio Rojo.
Miró entonces a Selba. Ella estaba ida, contemplando el vacío con una expresión melancólica. O quizá observaba algo en el Cubo que él no podía ver.
―Tengo miedo de que Carmine... ―suspiró ella entonces, sin poder terminar la frase.
―Yo también ―dijo él.
Ambos se quedaron inmóviles, terminando por enterrar sea lo que había ocurrido la noche anterior.
Granat, Territorio Rojo, 13 de diciembre de 869 D.F.M.
Seteh se quedó incluso cuando pensó que estaba haciendo algo mal. Se quedó porque no quería volver a mirarle la cara a sus amigos, no quería que lo volvieran a acoger por lástima, por ser un inútil porque no ha conseguido arrebatarle el Cubo a una vieja que casi no podía mantenerse respirando.
Y aunque lo negara a sí mismo, tampoco quería verlos juntos.
Esos días fue como retroceder en el tiempo, en esos momentos en que todo era oscuridad y él era apenas una sombra que se movía por el castillo. Carmine se aparecía de vez en cuando, le hablaba con voz rasposa pero tranquila, sin gritos ni regaños, como si se resignara al fin que él iba a tomar su lugar.
También le mostró cómo estaba llevando el Territorio. Fue con ella a visitar las ciudades de Etna, Krasny, Cherven y Creven. Vio la situación de pobreza de su gente, la escasez de recursos por el cierre de las fronteras. La vida insalubre de los trabajadores de los yacimientos de minerales, los pescadores que se aventuraban en alta mar.
—¿Recuerdas la guerra que hubo entre el Territorio Verde y el Azul hace cien años atrás? —indagó Carmine mientras iban el el carruaje por el centro de Krasny, con una procesión siguiéndolos, saludando y pidiendo bendiciones a la Diosa y al sucesor.
Seteh asintió lentamente, frunciendo el ceño. Él trataba de no aparecer en público, no querían que lo vieran después de haberlos abandonado durante tanto tiempo.
—Fue por recursos, el Azul tenía escasez de arroz por la repentina alta demanda del Verde. Habían dejado de producir para dedicarse a otros tipos de producto, pero el Dios Azul Luring se negó ya que si les vendían lo que tenían, no tendría para el comercio interno. En represalia, El Dios Verde Gazar le cortó suministros de varias otras cosas y empezó una disputa de quién molestaba más al otro. Parecía una pelea de escuela que dos Dioses en disputa.
La Diosa Roja soltó una risita que terminó en un ataque de tos.
—¿Y qué carajos me quieres decir con eso? —largó Seteh mientras se echaba hacia atrás y soltaba un suspiro, resbalándose en el asiento quedando casi tendido.
—Las reglas dicen claramente que no podemos tener relaciones afectivas —continuó Carmine, ignorando por completo la expresión fastidiada de su sucesor—. Pero mi abuelo, Orélio, la ignoró por completo. Tenía una pareja, hijos... Todo a espaldas de sus hermanos Dioses.
Seteh entonces se irguió, frunciendo el ceño.
—¿Orélio no fue un Dios Naranja?
Camine apenas sonrió en respuesta, con los labios agrietados, la mirada vacía y el rostro vuelto hacia el exterior del carruaje.
—A la mierda —murmuró el muchacho, pellizcándose el mentón, pensativo.
No dijeron nada durante varios minutos, con las voces de los seguidores y los gritos de los rebeldes llenando el aire.
—Las reglas, esa supuesta “hermandad”, los negocios... Todo es una enorme burocracia en la que el pueblo sale perjudicado.
—¡A no, vieja de mierda, no me digas que el pueblo te importa! —le interrumpió el muchacho, sacudiendo la mano en el aire en un gesto de negación—. Mataste a todos los verdes que quisieron huir y tienes a tu gente muerta de hambre. Es tú culpa, solo tuya.
Carmine no quitó la sonrisa de suficiencia de su rostro, como si él no supiera en realidad de lo que hablaba.
Cuando volvieron, Seteh fue directo a la biblioteca, y estuvo allí en los días siguientes. Los libros no hablaban nada de la vida de Orélio, ni que había tenido familia, ni si había sido condenado por algún delito por quebrantar las leyes. Si Carmine decía la verdad, el Dios Naranja lo había ocultado con éxito. También buscó información en las biografías de los demás Dioses, tanto los Rojos como de los demás territorios. Todos tenían un legajo aparentemente impecable.
Carmine tampoco volvió a tocar el tema aunque él insistiera al respecto. Quedó dándole vueltas al asunto incluso cuando salió a despejarse, a recorrer los pubs y los bares de Granat. Pero incluso con el asunto del Dios Naranja Orélio y su relación con Carmine, habían otras cicatrices que no querían borrarse.
Amaneció con resaca en una cama desconocida al lado de una muchacha morena que le recordaba a Selba.
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