La Puerta de Pollux
Adrián Lewski llevaba dieciocho años trabajando para la Compañía Estelar de Minas y los tres últimos de ellos los había pasado en el Sector Seis. A Adrián no le agradaba demasiado este destino. El Sector Seis era una región colonizada recientemente y él estaba habituado al ambiente cosmopolita y refinado de Terrania. Tenía que pasar la mayor parte del tiempo en el sistema Capella, desempeñando sus tareas como intendente entre rudos mineros, buhoneros desaprensivos y furcias pintarrajeadas procedentes de todos los rincones de la Unión de Sistemas. Por eso sus obligados desplazamientos a Pollux, el centro administrativo del sector, representaban una vía de escape que acogía siempre con alivio.
Ahora se encontraba en el espacio-puerto de la luna Vesia, después de haber pasado dos días realizando los trámites para la apertura de una nueva explotación minera en uno de los asteroides del sistema Capella. Sentado tras los grandes ventanales por los que comenzaba a filtrarse la anaranjada luz de Pollux, rememoró los instantes vividos la noche anterior con Eliana y una ola de complacencia lo inundó. Eliana tenía un aire sofisticado y elegante, de mujer dominadora, que turbaba a Adrián, pero que, al mismo tiempo, le atraía irremediablemente. Trabajaba también para la corporación minera, aunque destacada en el Sector Uno, en Alfa Centauri.
Había sido una suerte encontrarla aquí y haber gozado de su compañía, aunque fuese solamente durante una de las cortas noches vesianas.
Las incesantes llamadas de embarque lo sacaron de su ensimismamiento. Contrariado al pensar en el regreso a su fastidioso trabajo, se recostó desganadamente en su asiento, atisbando más allá de los paneles transparentes el exterior del puerto espacial. Ya no le asombraba demasiado el impresionante espectáculo de Mintaka, el gigantesco planeta gaseoso alrededor del cual giraba el satélite. Con su inmensa circunferencia ocupando en esos momentos casi la mitad del horizonte, cruzado de bandas nubosas rojas, anaranjadas y amarillas, separadas por crespones marrones y grises, su silenciosa majestad destacaba, solemne, en el rosáceo amanecer vesiano. Dentro del enorme círculo, Núa y Ákali, sus otras dos lunas, parecían detenidas, como suspendidas de la cúpula celeste por algún invisible hilo.
Un bakiano atravesó la puerta de la sala de espera, inspeccionó el recinto un momento con sus enormes ojos fijos y al advertir el emblema de la Compañía en el antebrazo de Adrián, se acercó a él.
-¿Algou pagga vendeg? -inquirió con voz gutural, mientras masticaba las semillas que atesoraba en sus mejillas abultadas.
Adrián se había acostumbrado ya a aquellas caras de ratón, con su nariz espigada y puntiaguda, flanqueada por unos ojos sin párpados, abiertos de continuo y de triste mirada en el fondo, sus grandes orejas móviles y aquella boca fina y extraordinariamente alargada. Aún así, seguían desconcertándole los movimientos globulares de su grueso corpachón, en el que no se apreciaban las piernas, y que se unía, al final, con unos pies extensos y aplanados.
Adrián negó con la cabeza y el bakiano, sin dejar de masticar, dio media vuelta y se marchó. Mientras veía cómo se marchaba su orondo trasero, Adrián se dijo que, después de más de un siglo, los bakianos continuaban siendo una raza desgraciada y errabunda. La mayoría de la chatarra espacial pasaba por sus manos: viejos satélites y sondas abandonadas, androides desprogramados, restos de estaciones orbitales...Habitaban las tres lunas de Mintaka, pero se desplazaban también al sistema séxtuple de Cástor o a las cuatro estrellas de Capella, comprando y vendiendo a través de dudosos manejos. Adrián los veía a menudo en Arkón, el planeta principal de Capella y, no hacía mucho, les había vendido un viejo carguero de la Compañía, a punto para ser desguazado.
El bakiano desapareció y Adrián se volvió hacia la estrella naciente que le doraba ya las espaldas a través del recinto acristalado. En todas partes se intentaba aprovechar el calor y la energía de Pollux ya que, aunque la gigante naranja irradiaba en conjunto mucho más que el sol de Terrania, Vesia estaba a más de mil millones de kilómetros y era una luna fría.
Allá en el cielo, un puntito de luz rojiza y apagada al lado de la estrella, señaló la salida de Dourín, el hogar original de los bakianos. La mayoría de los cálculos daban la fecha aproximada del 3500 para su caída en Pollux.
Adrián recordó que, hacía algún tiempo, la compañía había organizado un curso monográfico sobre vida extraterrestre para algunos de sus directivos. Él pudo asistir a una de las sesiones en la que un conferenciante del Centro de Estudios Míticos y Religiosos relató sucintamente la peripecia bakiana: alrededor del año 2900, cuando el impulso colonizador de los hombres los estaba llevando hasta Pollux, el planeta Dourín era un astro moribundo. Su estrella se había expandido hasta convertirse en una gigante rojo-anaranjada, y al tiempo que el planeta enflaquecía y se resecaba, los bakianos iban extinguiéndose poco a poco, con el resto de las especies de su mundo. Con una tecnología muy limitada, sin posibilidades de emigrar a otros planetas, los bakianos estaban condenados. La llegada del hombre al sistema Pollux representó una afortunada coincidencia. La humanidad al completo se enterneció. Hasta la omnipotente compañía dejó de lado, por una vez, mezquinos intereses, y preparó también sus naves para el formidable rescate cósmico.
En un impresionante despliegue, denominado operación "Arca de Noé", los pocos cientos de miles de bakianos y muestras de algunas otras especies del planeta, fueron trasladados a las lunas de Mintaka, las cuales se encontraban habitables, tras la expansión de la estrella. De esos días se conservaban documentos tridimensionales, por medio de los cuales pudo apreciar Adrián la magnitud de aquel masivo éxodo.
Afuera, en el muelle de embarque, se desarrollaba otro tipo de trasiego, igualmente tumultuoso. Los transbordadores ascendían en vertical sobre la mancha clara de Mintaka, mientras la luz de Pollux destacaba los perfiles y las sombras de sus masas irregulares. Los chorros de vapor de los motores de maniobra envolvían sus giros en una bruma espesa y blanquecina al tiempo que, silenciosos en su interior, los poderosos sistemas antigravitatorios elevaban aquellos pesos ciclópeos sin esfuerzo alguno aparente. Cargueros, lanzaderas y pequeñas naves auxiliares hormigueaban perdiéndose en la lejanía del espacio o aterrizando entre hirvientes siseos gaseosos. Multitud de transeúntes y pasajeros subían y bajaban de ellas sin cesar, apresurados y herméticos, ayudados con sus equipajes por serviciales androides.
Adrián consultó su reloj. Su transbordador de línea estaba a punto de salir. Sin causa alguna que lo pudiera justificar, se apoderó de su ánimo una vaga aprensión. Dentro de pocos minutos habría subido a la nave, se elevarían sobre Vesia y, una vez libres de la atracción del satélite, se encaminarían a las portillas de atraque de la estación espacial que controlaba la Puerta de Pollux, la entrada al agujero de gusano, al túnel en el espacio-tiempo que lo llevaría hasta Capella. En tan solo diez minutos cubrirían una distancia aproximada de nueve años luz. Ya había hecho ese recorrido en muchas otras ocasiones. Por eso, cuando se anunció la partida de su nave, desechó interiormente el extraño presentimiento que le había asaltado y, tomando su maletín, salió de la sala de espera.
***
-Max, querido, ¿te pondrás el broche dorado o el rojo?
La voz le llegó a Maximilian Picardo desde el salón, con el timbre cálido y amable que tanto le gustaba. Los años podían haber cambiado muchas cosas en Paudee, pero no aquel tono argentino y relajante.
Se cepilló el pelo raso y grisáceo mientras se miraba en el espejo y preguntó, a su vez:
-¿A ti qué te parece?
-El dorado es menos estridente –dijo ella con seguridad.
Paudee siempre tenía el motivo justo. El razonamiento adecuado para tomar cualquier decisión, por nimia que fuese. Max alcanzó el dorado y rectangular que descansaba sobre el tocador y lo prendió en el cuello redondo de su camisa siena. El efecto, desde luego, era elegante y comedido.
-Oye, Paudee. Tú conoces bien a Liza. ¿por qué crees que me ha asignado el cargo?
-¿Supones que habrá sido por mi amistad con ella? No pienses así de Liza. Es una mujer independiente y ahora se ha convertido en la Procuradora General. Será que te lo mereces –terminó ella riendo cantarinamente.
Max salió del tocador y se dirigió al gran salón, amueblado a la manera clásica.
-¿Qué tal estoy? –solicitó, abriendo los brazos y sonriendo a la mujer con la que compartía su vida desde hacía más de treinta años.
Max Picardo conservaba aún su esbelta figura juvenil, aunque sobrepasaba con creces el medio siglo. En su rostro enjuto y de facciones algo angulosas, aunque correctas, brillaban unos ojos en los que se adivinaba todavía la energía latente de la primera juventud. Iba vestido con un traje siena al estilo del momento, es decir, pantalones con franja lateral dorada y larga casaca hasta las rodillas, cerrada al medio; en las hombreras mostraba los galones y, sobre el corazón, una estrella bordada de cinco puntas, inscrita en un círculo ribeteado de oro, acreditaba su condición de Comisario Político.
Max no esperó a que su mujer le contestase.
-No, en serio –insistió mientras la tomaba por la cintura-. Sabes que el Sector Seis no es una bendición para nadie. Di francamente lo que piensas.
La mujer lo miró cálidamente a los ojos. Siempre se habían querido y su amor no había mermado un ápice con el transcurso del tiempo. Si acaso, se había incrementado.
-¿Quieres que te lo diga, tonto? –contestó-. ¡Ella confía plenamente en tu capacidad!
-Y en la tuya, supongo –remachó él con una sonrisa.
-Seguramente confía en los dos. Pero Liza sabe muy bien que no eres un sicario de Osborne. Y, sobre todo, que eres un hombre honesto.
Max la estrechó suavemente contra sí hasta sentir su perfume. Realmente le encantaba su olor. Cuando eran jóvenes, se lo comentó una vez y, desde entonces, siempre lo había seguido usando. Después, mientras ella centraba con delicadeza el broche dorado, le preguntó:
-¿Estás segura de que quieres subir a la estación? Ya sabes que estos vuelos te trastornan.
-¡Bah! –rechazó Paudee-. El viaje será muy corto. Además, estará la prensa y quiero que me vean en tu compañía.
Max se separó de su esposa y se sirvió un poco de líquido de un llamativo color rosa.
-Desde luego –comentó paladeando un sorbo-, hay que reconocerle a Liza una gran fuerza de carácter.
Paudee calibraba en un espejo el efecto del hermoso brillante que relucía sobre su pecho, al término de una cadena plateada.
-Y no lo va a tener nada fácil –respondió ella-. De todos modos, espero que ahora se recompongan las relaciones entre los congresistas y el Senado. Hacía demasiados años que no teníamos un Procurador que no fuese, al mismo tiempo, presidente de la Compañía Minera.
Con la copa en la mano, Max se sentó, pensativamente, mientras Paudee completaba su aderezo. Sí, las cosas deberían mejorar con Liza Deverino. Al menos esa era la esperanza de mucha gente en la Unión de Sistemas Estelares. También él deseaba que volviesen los viejos tiempos de los pioneros, cuando los principios básicos de la colonización seguían siendo principios éticos y se consideraban a todas las razas con las que el hombre se iba encontrando, como formas de vida igual de valiosas que la humana. Le emocionaba el espíritu que llevó a salvar a los bakianos y la respetuosa tolerancia desplegada, en general, por los gobiernos anteriores a los Osborne.
Cuando cursaba sus estudios en la Universidad Planetaria, le apasionaban los detalles de la "Revolución Verde", acaecida allá por el 2150 y, con toda seguridad, la mayor revolución en la historia del género humano. Entonces desaparecieron las naciones y las fronteras, instaurándose un único gobierno central, un Congreso Universal y un Senado formado exclusivamente por científicos. La degradación ambiental del planeta era tan extensa, que solo con una supervisión continua de las leyes emanadas del Congreso y de su impacto sobre el sistema ecológico, podría evitarse la catástrofe. Luego vino la expansión colonial, las Federaciones y la Unión de Sistemas Estelares. Y en los últimos tiempos, la dinastía de los Osborne...
Paudee había terminado ya y se volvió hacia su marido.
-¿Nos vamos? –dijo sonriendo.
-¿No estás nerviosa? Prácticamente será nuestra presentación en el Sector Seis.
-No te preocupes por mí –contestó ella-. No es la primera vez que tengo que acudir en tu socorro.
Y prendidos del brazo, se dirigieron ambos hacia la cita celeste sobre Mintaka.
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