Colapso
Quien presentaba un comportamiento manifiestamente alterado era Leo Van Hayden, jefe de mantenimiento en el módulo de control de la estación espacial Delta 1. El mejor ingeniero de sistemas gravitatorios del Sector Seis se desplazaba por la gran sala cubierta de grandes pantallas, paneles repletos de indicadores, brillantes luces intermitentes y potentes computadoras que trabajaban a un ritmo infernal, corrigiendo aquí e indicando allá entre sorbo y sorbo de café. Leo odiaba los tranquilizantes y los estimulantes sintéticos. Siempre le había sido fiel al café y seguiría conservando esa fidelidad.
Se detuvo al pasar frente a una pantalla por la que circulaban en cascadas paralelas multitud de dígitos y se apoyó sobre el asiento del operario. Este lo saludó con un leve movimiento de cabeza.
-¿Ajuste del campo? -preguntó, tomando un sorbo de café.
-Una millonésima. Estamos dentro de los límites.
-¿Y los medidores de masa?
-Funcionando con normalidad. No es un día de mucho tráfico.
Leo no quería que hubiese hoy ninguna complicación. Dentro de poco, el nuevo Comisario Político designado para el Sector Seis estaría de visita en la estación y, con él, toda la prensa husmeando en un terreno que Leo consideraba como propio. Procuró relajarse y se acercó al enorme mirador en la parte frontal del módulo. El espectáculo, hermoso y terrible a la vez, tenía la virtud de atemperar sus nervios y aplacar la tensión que, necesariamente, conllevaba un trabajo como el suyo.
Sobre el fondo negro del espacio tachonado de estrellas se podía ver, a la derecha, la suave curva de Mintaka con su último halo atmosférico difuminándose imperceptiblemente. A cinco kilómetros de la parte central de la estación y en un ángulo de cuarenta y cinco grados, hacia abajo, estaba la Puerta.
Lo primero que destacaba era el brillo cegador de las dos inmensas placas reflectantes de cobre, bañadas en platino, cada una de dos kilómetros cuadrados de superficie. Larguísimos soportes reforzados por vigas entrecruzadas, por el interior de los cuáles corrían los gruesos conectores, las unían a los módulos de la estación. Aquí se encontraban el reactor y los generadores, responsables del potentísimo campo eléctrico que mantenía abierto el cuello del túnel. Directamente debajo de la estación aparecía una columnata de torres relucientes que terminaban en las portillas de atraque donde, enfrentadas al vórtice, las naves calentaban sus toberas ronroneando, prestas para partir.
Y luego estaba el Agujero. Ocupando la circunferencia de unos tres kilómetros de diámetro navegables, el gigantesco hueco abierto en el espacio vomitaba y digería continuamente vehículos espaciales de todo tipo. Extrañamente, el interior despedía una desvaída luminosidad. La luz procedente del otro extremo, del sistema Capella, viajaba también a través del túnel al igual que las comunicaciones de radio, aunque la curvatura gravitacional distorsionaba sus rayos haciendo irreconocibles las imágenes del otro lado. Inmediatamente después del cuello del agujero, el tunel se estrechaba un tanto, apreciándose entonces la singular cualidad semilíquida, cambiante y temblorosa de sus curvadas paredes.
Para alguien que lo viese por primera vez, el cuadro podría ser fascinante pero, seguramente, aterrador al mismo tiempo. Leo, sin embargo, se sentía dominador de las inauditas fuerzas implicadas y eso le daba una sensación de poderío.
Uno de sus ayudantes se le acercó, presuroso.
-¡Ya están aquí nuestros invitados, jefe! -exclamó con excitación.
Efectivamente, Paudee y Max accedían al módulo de mando en aquel momento, acosados a preguntas por un grupo de periodistas.
-Señor Picardo, ¿es cierto que tiene la intención de extender el Sector Seis hasta Aldebarán?
-Mire -repuso Max-, Aldebarán está a sesenta y ocho años luz de Terrania. Es una distancia considerable y antes debemos hacer habitables algunos de los planetas de Cástor. Esto, para mí, es prioritario.
-Comisario -interpeló un joven que mostraba en su pecho una acreditación de la revista Nuevos Mundos-, ¿piensa sacar a los gorgones de la reserva?
Max lo miró con simpatía y le contestó sonriendo:
-Bueno, usted sabe que ese asunto estaba contemplado en el programa electoral de la señora Deverino...Y ahora, discúlpeme, pero ya he respondido ahí fuera a las cuestiones que me han planteado y quisiera visitar con calma la estación. Mi secretario les comunicará el día y la hora para una conferencia de prensa formal.
-¡Una pregunta más, señora Comisaria! -insistió otra periodista, con voz apresurada-. Sabemos que es usted amiga de la Procuradora General. ¿Nos puede decir si tiene previsto viajar aquí, próximamente?
-Lo siento, pero no puedo contarles nada -dijo Paudee, sonriente-. No hemos hablado de eso.
Luego, se volvió hacia Leo, que se acercaba a ellos tendiéndoles la mano. Se la estrecharon con cordialidad e hicieron las presentaciones pertinentes. A Leo le agradaron de inmediato la sencillez y la naturalidad que la pareja dejaba traslucir en el trato, muy diferente de las maneras bruscas y altisonantes de Steiner, el anterior Comisario y perro fiel de Osborne.
-Es impresionante -alabó Max, señalando con un gesto la amplia sala atestada de aparatos y su ejército de operadores, los cuales, tras un momento de distracción, retornaban al trabajo ante sus computadores-. El control de todo esto debe suponer una gran responsabilidad.
-Con frecuencia es agobiante -concedió Leo-. Sin embargo, confío plenamente en el equipo de profesionales que trabajan en la estación.
Paudee reparaba en toda una sección del módulo ocupada por paneles en los cuales no dejaban de sucederse números sin interrupción.
-¿Qué es esa hilera de pantallas inspeccionada con tanto celo? -quiso saber.
-Esa es una de las secciones más importantes de la estación -le explicó Leo-. Son los medidores de masa. Cada panel está conectado a una portilla de atraque y mide la masa de la nave que se encuentra en ella, con todos sus pasajeros. Es vital conocer, en todo momento, la cantidad de masa que cruza por la puerta, ya que las desviaciones incontroladas podrían crear perturbaciones en el túnel espacio-temporal. Con este control, podemos ajustar automáticamente el campo eléctrico creado por las placas y mantener la actividad gravitatoria del agujero dentro de los límites adecuados.
-Interesante -comentó el comisario-. ¿Y qué sucede cuando la densidad de tráfico es superior a los límites permitidos?
-El campo tiene la suficiente potencia para absorber una circulación bastante densa, pero a veces hay que retener el paso de algunas naves, generalmente por corto tiempo -aclaró Leo.
-¿Sería muy costoso abrir una puerta hasta Aldebarán? -preguntó Paudee de repente.
Leo se volvió hacia ella un tanto sorprendido:
-Creí entender que esa cuestión no entraba dentro de las prioridades del señor Comisario...
Max intervino, sonriendo con cierta malicia y dijo:
-Esta es una buena ocasión para informarse...y poder considerar el tema con detenimiento.
Leo se encogió de hombros y se acercó a uno de los computadores. Accionó algunas teclas e hizo surgir en la pantalla una especie de superficie plana en tres dimensiones, ondulada y violácea, entrecruzada por una rejilla blanca. Luego explicó en tono didáctico:
-Este es el mapa topográfico del espacio en el Sector Seis. Como ven, la distribución de los distintos cuerpos estelares origina esas variadas zonas de curvatura espacio-temporal, de ahí el aspecto arrugado y ondulante de la imagen en la pantalla. No todos los lugares son adecuados para instalar una puerta. La proximidad de una gran masa lo facilita mucho. De Capella a Aldebarán la distancia es de veinticinco años luz, aproximadamente. Teniendo en cuenta el material antigravitatorio para el revestimiento de las paredes del túnel, el costo podría ser el doble de lo que se necesitó para llegar hasta Capella...
Max asintió con la cabeza.
-Bien, tiempo habrá de considerar el asunto. También nos urge comunicar Castor con el sistema Capella. Por cierto, se comenta que hace una semana tuvieron un problema con una de las estaciones. ¿Algo importante?
-Nada serio -rechazó Leo con gesto displicente-. Como ustedes saben, las cuatro puertas de Pollux...
-¿Las cuatro puertas? -interrumpió Paudee, curiosa.
-Así es, señora -aclaró Leo-. En Mintaka confluyen cuatro puertas, controladas por otras tantas estaciones, que comunican nuestra estrella con Castor, Capella, el Sistema Solar, de donde vienen ustedes y con el Sector Tres, en este caso con la estrella Eta Casiopea. Como decía, fue un incidente sin importancia. Una nave, cuyo mecanismo de atraque en la estación Delta 4 se había atorado y hubo de hacerse una corrección manual. Las puertas son tan seguras que podríamos pasar sin la mitad de las medidas de seguridad que nos hacen adoptar.
Leo se había enardecido al final y, advirtiéndolo, se calló un poco avergonzado. Max le sonreía comprensivamente, mientras el ingeniero les señalaba con un gesto el camino hacia el mirador del módulo. Allí quedaron unos instantes en silencio, contemplando la magnificencia del panorama que se ofrecía a sus ojos. Luego, mientras el comisario y su esposa, absorbidos por el espectáculo, comentaban entre sí los detalles más llamativos, una molesta desazón asaltó a Leo. Él sabía que había dicho la verdad respecto a las medidas que aseguraban la estación y la Puerta, pero un malestar instintivo se apoderó de su ánimo sin poder evitarlo. Dejó un momento a solas con las estrellas a sus invitados y recorrió, inquieto, los diversos puestos de control.
-¿Alguna novedad? –inquirió en cada uno de ellos.
-Nada, señor. Todo normal –fue la respuesta invariable que obtuvo.
Leo conocía al dedillo los entresijos de aquel enorme conglomerado de máquinas. Le era familiar el titilar de cada una de las luces indicadoras y el conjunto, para él, semejaba un prodigioso ente transpirando un hálito de vida.
El ingeniero escudriñó, alerta y en tensión, cada latido insonoro del inmenso corazón mecánico y así tuvo la certeza de que la aparente normalidad no era tal. Algo iba mal en la Puerta.
***
Adrián intentó reprimir la repentina inquietud que volvió a apoderarse de él cuando la nave, desprendiéndose de la portilla de atraque, conectó los potentes motores y comenzó a lanzar por sus toberas un torrente de fuego.
La mayoría de los pasajeros eran hombres y mujeres que intentaban hacer fortuna en el inhóspito sistema de Capella, aunque también podían verse algunos viajeros pertenecientes a otras razas de la Unión Estelar. Al otro lado del pasillo de butacas central, un castoriano del planeta Olenia se volvió un momento en la butaca para posar sus ojos en él. De todas las características que presentaban las distintas especies conocidas por Adrián a lo largo de sus viajes, la mirada inexpresiva y fría de estos cantorianos era lo que más repelía a la sensibilidad humana. El mirar vacío y blanco de esos óvalos almendrados y sin pupila, en un cráneo alargado y prominente, balanceándose al final de un estrecho cuello apergaminado, reforzó el malestar que latía en él desde hacía rato.
La nave enfilaba ya el borde circular del agujero. Adrián, desde el compartimento superior del transbordador, vio acercarse vertiginosamente la profunda sima mientras se cruzaban con otros transportes circulando en dirección contraria. Finalmente, la nave penetró en el túnel con un imperceptible chasquido eléctrico y la inacabable bóveda los acogió. A Adrián le fascinaba contemplar las paredes caleidoscópicas, donde las ocultas dimensiones espaciales se retorcían, atrapadas y contenidas por la mano del hombre. Como fabricados con multitud de pequeños espejos multicolores, entrecruzados en todas direcciones, movibles y semiacuosos, los muros circulares envolvían a distancia la densa y veloz circulación procedente de los dos extremos. La luz era aún más brillante hacia la lejana salida donde convergían.
El escenario ya era conocido y familiar para Adrián. Por eso, cuando llevaban unos cinco minutos de viaje, captó inmediatamente el descenso en el nivel de luminosidad. Primero fue como si las paredes perdiesen vida y energía, abombándose hacia el interior y acercando sus perfiles cristalinos a la nave. Después, el brillante destello procedente de la salida, allá al final, titiló intermitentemente y comenzó a ceder en intensidad. Adrián se encogió en su asiento y un escalofrío de pánico recorrió su espina dorsal. La sensación de alarma se transmitió también a los demás pasajeros, que se removieron en sus sillones, mirando desconcertados a un lado y a otro.
De repente, el final del túnel, que se había ido oscureciendo paulatinamente, brilló con un fulgor extraordinario y emitió una inmensa onda que se trasladó velozmente a lo largo de los muros, haciéndolos vibrar de manera espantosa. Luego, la luz del fondo se desvaneció y Adrián tuvo conciencia de que había llegado su hora. Solo fueron unos segundos, mantenidos por la última resistencia del material antigravitatorio que recubría el agujero. Entre el griterío y los alaridos de terror de los ocupantes de la nave, el túnel empezó a cerrarse, comenzando por el final, triturando hasta el infinito todo lo que encontraba a su paso. Las naves desaparecían, engullidas y concentradas en un pequeño pero brillante y demoníaco punto central, que avanzaba irradiando energía pura. Por último, las paredes más próximas al transbordador, empezaron a converger, tomando la forma de un embudo, y un cegador resplandor blanco anegó todas las cristaleras. Eso fue todo lo que Adrián pudo ver antes de ser reducido a la nada. No hubo dolor y el vórtice continuó su destrucción hacia la puerta de Mintaka.
***
Los nervios en alerta de Leo dieron el aviso cuando la Delta 1 se estremeció de arriba abajo, como zarandeada por un huracán. Con el rostro descompuesto y a punto de caer por el tremendo vaivén de la onda, aulló:
-¡Santa Galaxia! ¡La Puerta! ¡Va a colapsar...!
La reacción instintiva de Max fue sostener y atraer hacia sí a Paudee, en tanto los operadores, con el espanto grabado en sus caras, intentaban recobrar el equilibrio. Por un instante todos quedaron paralizados y estupefactos observando, varios kilómetros más allá, cómo las placas temblaban agónicamente, soportando una increíble tensión. Desde el centro del agujero, un sol cegador avanzaba hacia la estación derruyendo las paredes del túnel. Solo Leo tuvo la virtud de reaccionar en aquel instante desesperado y saltó como impulsado por un resorte invisible.
-¡El campo, maldita sea! ¡La estación va a volar en pedazos! –gritó a la vez que se inclinaba sobre un tablero de control, pulsando teclas frenéticamente.
En el borde del agujero, una gran nave de carga hacía titánicos esfuerzos para no ser absorbida. Leo observaba la progresión de la catástrofe sin cesar de gritar instrucciones:
-¡Seilik, los conectores! ¡Hay que anular el remanente de carga! ¡Yo me ocupo del generador...!
El aludido, temblando, pulsó un interruptor rojo mientras Leo manipulaba ansiosamente los mandos del generador. Allá abajo, el carguero chocaba contra el horno blanco, inmolándose en una llamarada de rayos gamma. De pronto, las placas dejaron de latir y la estación recobró su estabilidad. Leo dio una última orden aceleradamente:
-¡Frank, condenado, activa el escudo antirradiación o no lo contamos...!
Era tiempo. El borde del agujero se redujo a un pequeño punto de luz y vomitó un chorro incandescente de energía que encegueció por unos segundos a los ocupantes de la estación. Cuando todo pasó, asombrados aún de encontrarse sanos y salvos, pudieron ver que la puerta había desaparecido. Entre las placas, en el centro del ya inexistente agujero, únicamente se apreciaba una diminuta lucecilla que se mantenía latiendo suavemente.
Max y Paudee, con el horror reflejado todavía en sus lívidos semblantes, se acercaron tambaleándose a un desmadejado y sudoroso Leo.
-¿Pero qué...qué ha sido esta hecatombe? –pudo articular Max, trabajosamente.
Leo apenas tuvo fuerzas para contestarle, revolviéndose el pelo, en plena confusión:
-No sé...qué demonios ha podido pasar...Todo funcionaba correctamente...
Max señaló más allá del mirador, desconcertado y furioso:
-¿Que no sabe...? ¡Miles de seres acaban de morir en ese infierno! ¿No tiene una respuesta para lo que acaba de ocurrir?
-¡También nosotros hemos estado al borde de la muerte! ¡Todavía es pronto para tener una respuesta...! –repuso Leo, encolerizado.
Luego se volvió hacia sus hombres y exclamó, recuperando su firmeza y su control:
-¡Muchachos, hagamos una revisión de daños! ¡Y quiero datos, ya!
Max entendió que se había excedido con el ingeniero. Al fin y al cabo, su resolución y reflejos los habían salvado a todos.
-Está bien, está bien –dijo, haciendo con las manos un gesto de sosiego-. Calmémonos y veamos qué ha podido ocurrir.
Leo se desplazó a los puestos de control donde comenzó a despachar con sus ayudantes. Max, preocupado por Paudee, que había enmudecido y que tardaba en recuperarse de la horrenda impresión, se mantuvo un poco aparte con ella. Al fin, Leo se acercó hasta los dos.
-¿Hay ya algo concreto? ¿Qué pudo haber fallado? –interrogó Max con apresuramiento.
-Lo que podemos asegurar es que en Delta 1 ha funcionado todo con normalidad. El fallo no ha ocurrido en la estación.
-¿Y eso qué significa? –preguntó Max, perplejo.
Leo lo miró con gravedad y respondió firmemente:
-Significa que algo ha sucedido en el sistema Capella.
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