Capítulo 7: La búsqueda desesperada y la muerte de dos mujeres

Nunca un edificio había sido reconstruido con tanta rapidez, y es que con la atenta y amenazadora vigilancia del rey Felipe, nadie podía holgazanear durante el trabajo, pues de ser notado por el monarca sería duramente castigado por los guardias reales. Por las calles se respiraba la amargura que todos los habitantes sentían por las declaraciones del rey y la falta de ayuda para todos los afectados, que fueron cientos de personas que quedaron sin hogar y con tan poco dinero que apenas les alcanzaba para alimentarse. Sin embargo, pese a la profundidad de los sentimientos, nadie se atrevía a decir ni más siquiera el más pequeño de los comentarios en contra de la corona vigente, pues los guardias reales seguían vigilando y censurando a todo aquel que fuera en contra de Felipe. A ello se sumaba que cada vez había más traidores dentro de los mismos pobladores, en su mayoría mujeres desprotegidas sin opciones de trabajo, desesperadas por conseguir algo de dinero, por lo que vendían información a los guardias. Se empezó a ver frecuentemente a jóvenes que acusaban a otras mujeres, con el fin de que sus maridos quedaran viudos y poder desposarlos en segundas o terceras nupcias, así, entraban a una posición social más estable y abandonaban las calles donde a muchas les tocaba vivir.

Poco a poco el pacífico reino de Cristalírico se transformó en un lugar gobernado por la desconfianza hacia todos, incluso a los propios familiares. A los niños se les enseñaba a no hablar de su rey y los adultos eludían cualquier pregunta sensible sobre la temática. Mientras, en el palacio Felipe gozaba de su puesto, disfrutando las habitaciones recientemente reconstruidas, buscando los secretos de su hermano e intentando con su esposa tener un hijo que desacredite los derechos de Eric, su único sobrino y actual heredero a la corona. Antes de que aquel matrimonio lo asumiera, fue la hija de los Arias quien en sus predicciones un día vio que los reyes nunca tendrían un hijo propio, pues ambos habían sido privados biológicamente de aquella capacidad.

—No importa con qué mujer lo intente, él nunca podrá sembrar en ninguna por muchos hijos que hayan tenido anteriormente. Así como tampoco importa cuánto lo intente ella, su vientre nunca recibirá bebé alguno —dictaminó cuando se lo informó a su padre y cuñada, mientras Eric y Fausto estudiaban juntos.

—Son buenas noticias para la reina y el príncipe —comentó aliviado don Arias, deseoso de poder comunicárselo a su mujer, para darles a ambas más esperanzas con respecto al futuro.

—Dije que no tendrán hijo propio, padre. Eso no quita otras posibilidades.

—¿Entonces cómo lo tendrán? —Preguntó su cuñada con curiosidad.

—No lo sé, no lo he podido averiguar. Es como si hubiera algo que me impidiera ver más allá de lo que ya tengo.

Los reyes estaban lejos de conocer aquella información, por lo que, en un intento por tener resultados positivos, los sacerdotes de la ciudad bendecían el palacio todas las semanas, especialmente el dormitorio matrimonial, con el fin de que llegara un heredero algún día. Lo único que los distraía de sus objetivos eran las quejas que se hacían escuchar por las calles de personas que no lograban reconstruir sus hogares, por lo que Felipe, en vez de destinar recursos a aquellas obras, inició una búsqueda más exhaustiva para averiguar los secretos de su hermano. Interrogó a su cuñada durante toda una tarde, tiempo durante el cual ella se negó a dar cualquier información que delatara a la familia Arias y su paradero. El rey, pensando que así lograría obtener algo, amenazó a la mujer con causar daño a Eric, pues ninguna mujer permitiría que a su hijo le sucediera algo malo. Tan ocupado había estado con otros asuntos, que no se dio cuenta de la desaparición de su sobrino hasta esa tarde.

—Hace varios días que él ya no está aquí y no preguntes dónde se esconde, pues ni yo lo sé para mantener su seguridad —contestó la reina, aliviada de haber tomado esa precaución con anterioridad.

—¿Cuándo y cómo se fue? ¿Con quién? —Interrogó Felipe con molestia visible, pues su vigilancia falló, permitiendo la fuga de Eric.

—¿Para qué quieres saber? Ya le perdiste el rastro ¿qué sentido tiene que sepas los detalles, querido cuñado? —Continuó la mujer con sarcasmo—. Conocer los detalles solo aumentará tu frustración.

Enojadísimo, Felipe ordenó a sus guardias mantener a su cuñada encerrada en su habitación hasta que estuviera dispuesta a hablar. Mientras eso sucedía, se dedicó a interrogar a todos los sirvientes que trabajaban en el palacio durante el reinado de su hermano, decidido a descubrir aquel secreto tan escurridizo. De ese modo, sus guardias visitaron los hogares de cada uno para llevarlos a la presencia de su majestad, quien sin detención les hacía preguntas para inmiscuirse en los más profundos misterios que dejó Aarón antes de su deceso. Los antiguos trabajadores se sentían traidores de su antiguo rey, pero el miedo a sufrir algún perjuicio o que sus familias resultaran dañadas fue mayor. Así, una vez que Felipe terminó los interrogatorios y cruzó toda la información obtenida, descubrió que había algo que todos repetían: Había una familia que asesoraba a Aarón y ocupaban un puesto especial en el palacio llamado "Los Brujos reales". Sin que nadie se lo dijera, asumió que la familia era la misma con la que compartió la mesa la última vez que estuvo como visita en Cristalírico.

Con aquel nuevo dato, volvió a interrogar a su cuñada con el fin de que le dijera cómo obtener la ayuda de aquella familia, pues si Aarón tuvo un reinado tan próspero gracias a ellos, él no podía ser menos. No podía ser que fuera de su palacio sus súbditos se quejaran por no tener hogar, mientras a su hermano las cosas le resultaron tan fáciles por sus Brujos y consejos. No podía concebir tener que craneárselas él solo para gobernar teniendo en cuenta que Aarón se asesoró con todo para obtener el éxito que tuvo.

—No sé de qué hablas ni de dónde has sacado tal información —respondió la antigua reina con tono serio y cortante para dar a entender que no hablaría más.

—Todos sus empleados los han mencionado sin falta. Yo no creo en esas cosas y las repudio porque van en contra de la iglesia que tanto nos ampara, pero si tantas personas dicen que existieron unos Brujos, entonces debo sospechar algo.

—Lo habrán inventado para salvarse de tu ira, la gente puede tener una imaginación muy grande en esas circunstancias.

—¿Todos? No me hagas reír ni perder la paciencia, no pudieron ponerse de acuerdo para decir exactamente lo mismo. ¡Así que dime de una vez dónde están esos brujos! —Exigió alzando su voz, llegando a hacer temblar hasta las ventanas de la habitación.

—Y yo te he dicho que no sé de qué diablos hablas.

Desde afuera de la habitación, Olga, antigua Bruja real, escuchaba con desconfianza y temiendo que en cualquier momento Felipe hiriera a su querida amiga. Ella estaba dispuesta a entregarse al rey si con ello lograba salvar a su familia y su antigua patrona, pero por órdenes de esta última debía fingir ser una dama de compañía con prohibición de hablar de su antigua labor. Su lealtad le impedía llevarle la contraria a su señora, por lo que permanecía a un lado de la puerta con los puños apretados, intentando hacer oídos sordos cuando, en vez de palabras, escuchó golpes. Felipe salió de la habitación varios minutos después sobándose los nudillos y dedicándole una mirada despectiva, sin reconocer el rostro de la mujer, aquella que tanto buscaba. Cuando Olga entró nuevamente al cuarto, algo dentro de ella se rompió al ver a la reina en el suelo, con su labio roto y varios moretones formándose en su rostro y cuerpo.

—Debería dejarme confesar —reclamó la bruja mientras ayudaba a la mujer a ponerse de pie para recostarse en su cama con gran cuidado para evitar que se lastime más.

—Ya te he dicho que no, es una orden. Es lo menos que puedo hacer por tu familia, que ya bastante está arriesgando su vida cuidando de mi hijo.

—Eric es como un hermano para Fausto y un nieto para mí y mi marido, nunca nos habríamos negado a algo así y no tiene por qué retribuirlo.

—Mi conciencia no quedaría tranquila si no lo hiciera.

—Solo le advertiré que, si veo que su vida corre peligro, yo hablaré, porque a la que quieren es a mí, no a usted. Antes que su empleada, soy su amiga, mi señora.

Al tiempo que acontecía esto, Felipe inició su búsqueda de los Brujos reales, ordenando a sus guardias que reunieran toda la información posible. Incluso interrogó a todo aquel que se cruzara por su camino, sin importar si ya los había entrevistado antes o no. Con este plan en marcha, a pesar de su escepticismo, tenía la esperanza de que, con los brujos de su parte, su reino prosperaría tanto y más que el de Aarón en su tiempo, además de ser aceptado por sus súbditos que aún no lograban reconstruir sus hogares. Se imaginaba un gobierno que sería recordado por la eternidad, ya poco le importaba si la iglesia apoyaba o no el uso de magia para sus propósitos. Así pasaron seis semanas de investigación sin descanso, hasta que una antigua sirvienta señaló a la actual dama de compañía de su cuñada, una mujer a la que poca y nada de importancia le daba.

Olga, por medio de sus predicciones, supo con antelación que Felipe la descubriría, así como también vio las consecuencias que tendría para su antigua reina. Fue entonces cuando empezó a insistirle a su querida amiga que huyera como los Arias habían hecho para salvarse de las represalias que su cuñado tomaría, sugerencias a las que la susodicha se negó rotundamente. Argumentó una y otra vez que permanecería a su lado hasta el final, en el palacio en el que vivió y fue feliz con su marido y donde nació su primer y único hijo. Porque si su destino era morir de ese modo, ella lo enfrentaría, para que la gente viera que ella luchó hasta el final.

—No puedo simplemente marcharme y dejar a mi querida ciudad sin una imagen de lo que fue Cristalírico en sus mejores tiempos.

—Mi señora, si insiste en quedarse, las consecuencias serán devastadoras.

—Estoy dispuesta a aceptarlas, así como Aarón aceptó su destino en el frente de combate a pesar de conocer lo que le sucedería —dictaminó decidida, con una voluntad de hierro que nada ni nadie podría doblegar.

Con gran pesar e impedida de hacer algo al respecto, Olga se limitó a aceptar y pasar cada minuto a su lado para evitar todo lo que fuera evitable. Así llegó el día en el que Felipe se enteró de la existencia de la Bruja al interior de su palacio e inmediatamente la hizo llamar a su presencia para interrogarla sobre el paradero del resto de los Brujos reales y del príncipe, su sobrino. La única verdad que ella dijo fue la muerte de su hijo mayor en la guerra, el resto de la información la omitió por el bien de sus seres queridos. Aquello desató la furia del actual rey, reacción que ni su esposa pudo aplacar. Fue una mezcla de frustración, rabia y desesperación la que lo llevó a guiar a la mujer hacia los calabozos más oscuros del palacio donde años atrás estuvo preso don Arias por dar aviso del terremoto. A los demás residentes del palacio solo les llegó un murmullo de los gritos de dolor de Olga, quien, pese a la presión ejercida por el monarca, no se doblegó y guardó sus secretos de forma tan firme como se aferraba a su vida.

Felipe salió de la prisión varias horas después, cuando Olga estaba en los sueños de la inconsciencia, imposibilitada de hablar aun cuando quisiera. Mientras dormía, vio imágenes vívidas de lo que ocurriría en los años venideros, vio grandes desastres, los problemas que los monarcas enfrentarían, la tristeza y el dolor de la gente. Era como ver el mismísimo infierno. Todo parecía perdido y desesperante, una realidad de la que cualquiera quisiera escapar. Su único consuelo fue cuando vio a Fausto y a Eric ya adultos y aquello fue suficiente para tener esperanzas en el porvenir de la nación que dejaría atrás. Cuando volvió en sí misma, su antigua reina estaba con ella en el calabozo limpiando sus heridas con gran cuidado de no causarle un sufrimiento mayor. Quiso contarle la visión que tuvo, todos los detalles que vio, pero el dolor fue tan grande, que le fue imposible formar una palabra inteligible.

—Quédate tranquila y descansa —la calmó su amiga con rostro preocupado, aguantando las lágrimas que en cualquier momento caerían.

Sin embargo, Olga no quería quedarse callada y por todos los medios posibles le comunicó a la mujer que se avecinaban nuevas calamidades al reino, que la gente sufriría, pero que, pese a todo, Fausto y Eric llegarían a la edad adulta.

—Dentro de todo lo malo, eso es un alivio —exclamó la antigua reina, sintiendo cómo su pena se mitigaba al saber que al menos su hijo y ahijado tenían futuro.

Las horas siguientes para Olga fueron entre la conciencia y la inconsciencia, viendo nuevamente el futuro que acababa de predecir y reviviendo su vida en Cristalírico. La gente que tanto los odió antes de que trabajaran para los reyes, el nacimiento de sus hijos, su propia niñez y cuando aprendió a hacer predicciones. Todo pasó por su memoria como si de una obra se tratara. Fue una vida dura, pero si le tocara vivir nuevamente y elegir, volvería a seleccionar la misma experiencia y, con aquella convicción, se dejó llevar hasta emitir su último suspiro, dejando a su amiga llorando en la oscuridad del calabozo, aferrada al cuerpo de la mujer que tanto la había ayudado y a quien tanta estima le tomó. En el escondite de los Arias, el primero en enterarse fue Fausto, quien despertó en la noche gritando de terror ante la imagen de su abuela golpeada, apretando los labios hasta sangrar para no soltar ni la más mínima palabra y a la reina aferrada al cuerpo mientras sollozaba con gran amargura.

—La abuela está muerta —exclamó mientras lloraba en los brazos de su madre, ante la atenta mirada de todos los que ahí se escondían.

No se le pudo hacer un funeral como Dios manda, ni siquiera la antigua reina supo qué fue de su cuerpo, pues al amanecer los guardias se la llevaron y nunca más se le volvió a ver. En el escondite, el resto de los Arias y el príncipe Eric guardaron ayuno, silencio y mantuvieron una vela prendida durante todo el día para que su luz guiara el camino de Olga en el más allá, esperando que este nuevo modo de existencia fuera libre del dolor y los prejuicios que sufrió en su vida terrenal.

Y como de costumbre, antes de que los hechos sucedieran, Fausto supo con antelación lo que ocurriría después.

—Ahora es el turno de la mamá de Eric.

Nadie lo quiso creer, pero los sucesos fueron más rápidos de lo que pudieron imaginar. Tan frustrado y enojado quedó Felipe, que estuvo toda la mañana pensando en una forma de encontrar al resto de los Arias y, de paso, castigar a su cuñada por ocultar información importante de él, el actual rey. Afuera del palacio el descontento crecía y ya era difícil hacer vigilancia de los comentarios de las personas, quienes, en un intento por perder el miedo, se congregaron en la plaza principal para protestar en contra de Felipe. Fue este hecho mezclado con su frustración lo que lo llevó a decidir matar dos pájaros de un tiro entrada la tarde, sin importarle los comentarios en contra que su esposa le dio. Mandó a dos guardias a que fueran en busca de su cuñada, a otros los mandó a reunir a toda la población en la plaza de la ciudad, una tarea que nunca fue tan fácil, mientras que a otro puñado les dio indicaciones especiales de lo que acontecería en unas pocas horas para que hicieran los preparativos correspondientes.

—No quiero ningún error —dijo luego de dar sus órdenes a sus hombres, estupefactos ante las intenciones de su rey. Pese a aquel sentimiento, ninguno se atrevió a llevarle la contraria y en menos de tres horas ya estaba todo listo tal y como Felipe ordenó.

Los pobladores, entre ellos la familia Arias que se encontraba entre la multitud, mimetizados con ropas comunes y capuchas que ocultaban sus rostros, miraron con horror la horca que acababa de ser instalada en la plaza principal del reino. Los murmullos de sospechas y especulaciones no se hicieron esperar. Algunos pensaron que se trataría de la ejecución de delincuentes, otros creyeron que se trataba de prisioneros de guerra, mientras otro puñado propuso que podrían ser traidores del reino. Nadie imaginó que los guardias harían subir a la fuerza a quien fue reina de Cristalírico antes de Felipe, con sus manos atadas a su espalda para impedir cualquier intento de resistencia. Los murmullos se volvieron voces resonantes, que generó un gran ruido en la plaza compuesto por preguntas y quejas, pues ninguno de los presentes quería que su antigua reina muriera igual que un ladrón cualquiera. Ella era la única esperanza de la gente, la única que parecía preocuparse por su pueblo dentro del palacio. Sin ella, no había opción de un buen porvenir en el corto plazo.

Felipe se hizo ver ante todos sin vergüenza alguna. Sostuvo firmemente a su mujer a su lado, quien no se atrevía a mirar a nadie a los ojos por la culpabilidad que le causaba lo que estaba por ocurrir. El rey no quiso dar explicaciones antes de actuar, por lo que dio la orden y el verdugo con su rostro cubierto para expiar su pecado, puso a la mujer en posición, sin previa lectura de la razón de su muerte ni posibilidad de reunirse con un sacerdote para pedir perdón por sus pecados. Ante miradas desconcertadas, ojos llorosos y puños apretados por la impotencia, la antigua reina pereció en la horca a pocas horas de la muerte de una de los Brujos reales. Nadie ahí pudo saberlo, pero el único consuelo de la mujer fue el poder ver por última vez a su hijo entre la multitud y tener la certeza de que sobreviviría.

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