Capítulo 6: La tragedia después de la guerra

La proclamación de los nuevos reyes no fue bien acogida por la población, la que inmediatamente protestó argumentando que ya contaban con una reina que los guiaría por los años que fueran necesarios hasta que el príncipe tuviera la edad suficiente. A eso se sumó el descontento de las mujeres que seguían esperando el regreso de sus familiares que partieron a la guerra, por lo que los gritos de desaprobación a los nuevos regentes se hicieron escuchar fuertemente por largo tiempo. Tanta era la molestia que causó este contexto en Felipe y su mujer, que envió a sus guardias a que reprimieran a las multitudes y mantuvieran vigilancia en todas las ciudades del reino en búsqueda de cualquier persona que hablara en contra de la nueva corona, con el fin de castigarlos severamente hasta que lo aceptaran como el nuevo gobernante. Estaba dispuesto a imponerse por sobre todos por las buenas o por las malas, sin importar las consecuencias.

En los días siguientes, cuando el suegro del nuevo monarca se había marchado, Felipe no se dejó esperar en dejar en claro su estilo de gobernanza y los planes que tenía para Cristalírico. Pidió juramentos de lealtad a todos los sirvientes del palacio. Eran libres de marcharse si así lo querían, pero si se quedaban tenían prohibido hacer comentarios negativos de los actuales reyes o insinuaciones de que Aarón fue mejor.

En relación con la población, luego de la guerra esta quedó conformada en su mayoría por mujeres, sus hijos pequeños y hombres de edad madura que no pudieron servir en combate, ya sea por la edad o enfermedades preexistentes. Con las nuevas ordenanzas del rey, en la que prohibió dar trabajo a mujeres solteras o viudas, fueron las de situación económica más baja las más afectadas, mientras que las de familias más acaudaladas podían contar con herencias para mantenerse económicamente por más tiempo. Esta situación llevó a que de forma desesperada las jóvenes y mujeres viudas buscaran marido con quien casarse, algo que se vio dificultado por la escasez de hombres. De este modo, por aquellos años no fue extraño ver matrimonios entre muchachas de quince a veinte años y hombres sobre los cincuenta. Las que no alcanzaban a conseguir esposo, tuvieron que empezar a vivir de las sobras de los demás, su buena voluntad para ayudar al prójimo y, luego con la desesperación, de las ganancias que podían obtener de su cuerpo o de robos, pues todas tenían demasiado miedo como para protestar al rey Felipe debido a su forma de castigar.

La ciudad se sumió en la amargura de verse gobernados por un monarca tan poco comprensivo con la situación posterior a la guerra y tanta censura de opiniones. En cada esquina había un guardia real vigilando cuidadosamente las calles, pero más que proteger a la ciudadanía de delitos, estaban preocupados de mantener la lealtad a su rey. Felipe, por su parte, no daba más de gozo de verse dueño de la corona con la que siempre soñó, de ser amo y señor del palacio y las tierras que pertenecieron a sus padres y que le fueron negadas únicamente porque dio la coincidencia de que su nacimiento fue el segundo, porque fue el hijo de reemplazo en caso de que algo sucediera al primogénito. Con Aarón fuera del camino ya no habría más comparaciones, ya nadie le quitaría lo que él creía suyo por derecho y su nombre prevalecería en la historia del reino, cuyo gobierno continuaría el hijo que ansiaba tener con su esposa. Lo único que le faltaba, era encontrar a las personas que ayudaban a su hermano a llevar tan bien su gobierno, conocer ese último secreto que logró llevarse a la tumba.

En cuanto a la antigua reina, al ver los interrogatorios que su cuñado hizo a todos los sirvientes para asegurar su lealtad, quiso abandonar el palacio para salvarse de las represalias, acción que fue prohibida por Felipe en cuanto vio sus intenciones.

—Aún hay muchas cosas que Aarón nunca me dijo. Necesito saberlas y no hay nadie mejor que tú para informarme. Cuando cumplas con esta pequeña labor te podrás ir a donde sea que quieras estar, siempre y cuando no me molestes —le dijo el actual rey.

—Desconozco a qué te refieres.

—Me refiero a quienes lo guiaban para llevar tan bien este reino, porque eso no fue obra suya, fue de alguien más. Estoy seguro de que fue esa familia, la que comió con nosotros la última vez que estuve de visita. Quiero que me digas dónde están y qué hacen para bendecir tanto estas tierras.

—No sé de qué hablas.

—Tendrás que hablar tarde o temprano —contestó con tono amenazante.

Lo cierto es que ella sabía muy bien qué era lo que Felipe buscaba, por lo que rápidamente planificó la forma en que los Brujos reales pudieran salir del palacio sin que nadie los viera ni se enterara de dónde estarían. Así, junto a ellos buscaron la mejor estrategia y el lugar donde podrían ocultarse hasta que el actual rey cayera y ella pudiera volver a ocupar su puesto, el que le correspondía por derecho. Con las predicciones, determinaron que el mejor momento era en horario nocturno, cuando los guardias estaban menos atentos, confiados en que la gente ya no saldría a la calle ni se generarían habladurías en contra de Felipe. Con ello en mente, una noche la antigua reina ayudó a sus fieles amigos a escabullirse, encargándoles el cuidado de Eric, quien estaría más seguro fuera que dentro del palacio, donde en cualquier momento podrían amenazar con asesinarlo para eliminar a cualquier persona que pudiera usurpar el trono. De toda la familia de Brujos, don Arias fue quien tuvo intención de quedarse acompañando a su majestad, recibiendo inmediatamente la negativa de su mujer.

—Tú te vas de aquí y le consigues a nuestra hija un buen marido. Cuidas también de nuestra nuera y guías a nuestro nieto para que haga buen uso del don que se le ha dado. Yo me quedaré aquí cumpliendo nuestro deber como sirvientes reales —dictaminó Olga sin dejar espacio a negativas.

—Deberías marcharte también, es peligroso —trató de disuadir la reina, demasiado preocupada por el bienestar de su amiga.

—Seré más útil aquí. La mantendré al tanto del estado de su hijo sin poner en riesgo a nadie y la ayudaré a tomar las mejores decisiones. Como ve, seré de mucha más ayuda aquí que allá.

La antigua reina se emocionó ante la lealtad de su amiga y esperó en silencio a que la mujer se despidiera de su hija, nuera, marido y nieto sin saber ninguna de las dos partes cuándo se volverían a encontrar. El pequeño Eric se mostró resistente a alejarse de su madre hasta que finalmente el tono firme de ella lo llevó a obedecer y despedirse de ella con lágrimas en los ojos, haciendo hasta lo imposible por aguantarlas al recordar las palabras de su padre "los verdaderos hombres no dejan ver sus emociones". Ambas partes prometieron volverse a encontrar. Solo el pequeño Fausto supo desde ese instante que aquella era la última vez que vería a su abuela y a la reina con vida, vaticinio que nunca contó a nadie. Aún tenía presentes las acusaciones de Eric, aquellas que le hizo cuando murió el rey "él lo provocó con su sueño" y no quería causar más desgracias con sus intuiciones.

A partir de esa noche, los Arias y el pequeño príncipe vivieron ocultos en la periferia de la ciudad capital, impedidos de escapar de los muros hacia un lugar de perfil más bajo debido a los múltiples controles que los guardias realizaban en las grandes puertas, donde serían identificados inmediatamente todos ellos, sin falta. Como no había forma de marcharse sin ser reconocidos o delatados, prefirieron vivir en la clandestinidad, ocultando sus dones e identidad de todos. Incluso cuando en sus predicciones veían acercarse una calamidad, optaban por mantener silencio para no ponerse en peligro unos a otros, a pesar de la educación que recibieron de siempre ayudar a la gente con sus dones. La única persona fuera de la familia que conocía aquel porvenir era la antigua reina, quien continuamente era informada por Olga acerca del estado de su único hijo y el futuro descorazonador de su amado reino.

Felipe cada vez estaba más desesperado por conocer los secretos que su hermano se llevó a la tumba, por averiguar qué era aquello que lo llevó a prosperar tanto, mientras desde su trono consultaba a los más respetados sacerdotes por la existencia de alguna maldición. No era extraño ver por los pasillos a aquellos hombres de túnicas negras con recipientes de agua y manojos de hierbas para salpicar todas las paredes y pertenencias del palacio real con el fin de espantar a los malos espíritus y atraer la prosperidad. Bendijeron hasta el más pequeño rincón de aquel imponente edificio, le aseguraron a Felipe que desde ese momento ya nada malo ocurriría en Cristalírico, pues estaban protegidos con la gracia de Dios. El nuevo rey confió en aquellos hombres y grande fue su frustración cuando se despertó una noche con los gritos de sus empleados.

—Pero ¿qué ha pasado? —Preguntó Felipe con la voz alzada desde lo alto de la gran escalera, desde donde veía a todos quienes trabajaban para él.

—Se ha iniciado un incendio en una casa fuera de palacio, pero está tan descontrolado que ya está llegando a nuestros límites. En cualquier momento el palacio arderá en llamas también —informó uno de sus guardias reales.

—Entonces ¿qué hacen aquí? ¡Vayan y apaguen ese fuego! ¡Todos!

Sin falta, todos los empleados tomaron baldes y los llenaron de agua en los pozos para ayudar a apaciguar el incendio que tenía al pueblo desesperado. Nadie quería volver a perder sus casas después de tantas dificultades luego del terremoto de años atrás, menos aún con la crisis producida por la guerra. Las únicas que no ayudaron a apagar las llamas fueron la antigua reina y Olga, quienes escucharon escondidas en las sombras, para luego regresar a sus habitaciones, pues ambas sabían que las llamas no llegarían a ese lugar. Estaban a salvo.

Ninguna persona en el reino había visto jamás un incendio tan grande como aquel, que aun siendo de noche aclaró tanto el ambiente que parecía ser de día. Llegaron a apoyar incluso personas de las casas más alejadas de aquel punto, algunos por voluntad propia para ayudar al prójimo, otros obligados por los guardias reales para proteger a su rey y el palacio. Lucharon contra las llamas el resto de la noche y la mañana bajo las órdenes de Felipe y su esposa, quienes vigilaban atentamente que su nuevo hogar no sufriera daños. Cuando por fin se apagaron hasta las últimas brasas y se divisaron todos los daños, eran decenas las casas destruidas hasta las cenizas y otras afectadas en parte. En cuanto a lesionados, había personas muertas, heridas y desmayadas por el humo, pero lo único que parecía importarle a Felipe era el palacio. Las llamas efectivamente llegaron al edificio, afectando la misma zona que cayó durante el terremoto, pero aun así era habitable aún. Solo requería ventilación para deshacerse del humo, por lo que no le preocupó en demasía.

Una vez evaluados los daños, Felipe se tomó unas horas junto a su esposa para descansar, mientras los sacerdotes volvían a bendecir el palacio para evitar otra desgracia. Por otro lado, la ciudad se llenó de sollozos de impotencia por los hogares y vidas perdidas, así como también por la falta de preocupación de su rey. Fue inevitable para la gente comparar a Felipe con su hermano mayor Aarón, quien siempre los guió con gran sabiduría, pensando en sus súbditos y lo que sería mejor para ellos, tomando las acciones necesarias para la reconstrucción lo antes posible. El único consuelo que obtuvieron fue la visita de la antigua reina, quien decidió salir de sus aposentos y del palacio en sí para dar cara a la realidad como correspondía, para calmar a su gente con pequeñas promesas de un mejor futuro, aunque no tuviera poder alguno para intervenir. Nada podía hacer desde su posición actual, pero al menos podía dar consuelo a las familias más afectadas, algo que fue profundamente agradecido y valorado por todos quienes la querían de regreso en el trono.

Hacia la tarde, cuando ya todos los rincones del palacio habían sido visitados por los sacerdotes y la antigua reina había recorrido todas las calles que recibieron el daño más grande, el rey anunció que daría una declaración a su pueblo, la que escribió previamente para que fuera enviada rápidamente a otras ciudades bajo su mandato. Mandó a sus guardias a que reunieran a todos sus súbditos de la capital a las afueras del palacio para que lo escucharan muy claramente de primera fuente, evitando que se dejaran llevar por las distorsiones que ocurren cuando algo pasa de boca en boca. Cuando ya estaba listo, vestido con sus mejores ropas y la población afuera expectante ante una solución para sus hogares destruidos, se asomó junto a su esposa por el mismo balcón por el cual dio su primer discurso como monarca de Cristalírico.

—Mi querido reino, ya es sabido por todos que hemos vivido una gran desgracia durante la noche —empezó Felipe—. Un incendio ha destruido decenas de casas y parte de nuestro palacio real donde, junto a su reina, yo resido. Esto amerita acciones inmediatas.

El rey tomó una pequeña pausa, tiempo que todos aprovecharon para mirarse unos a otros sonrientes, casi con la certeza de que se tomarían medidas en ayuda de los más afectados por la reciente tragedia, imaginando ya cómo se verían las calles en un futuro con las casas restauradas. Aquellos que se mostraban más fieles a este nuevo rey incluso miraron a los más escépticos, murmurando un "te lo dije", para dejar en claro que el nuevo monarca podía ser tan bueno como el anterior. Por eso mismo, todos se sorprendieron y descontentaron cuando Felipe continuó con su discurso, rompiendo con las ilusiones de los presentes.

—Ya es sabido para todos los reinos vecinos que ustedes son un pueblo que logra ponerse de pie ante las catástrofes con gran rapidez. Por eso y porque Cristalírico necesita un edificio que haga notar su poder por sobre otros y su soberanía, todos los hombres en condiciones de trabajar, a partir de mañana se dedicarán a la reconstrucción del palacio para que esté en sus mejores condiciones lo antes posible. Esto incluye a los hombres de otras ciudades de nuestro reino, no solo la capital. Luego de terminado, podrán retornar a sus labores originales. Confío en que los afectados sepan cómo reconstruir sus hogares y tengan familiares con quienes compartir casa por el momento. Gracias.

Tanto Felipe como su mujer volvieron a entrar al palacio mientras afuera la gente seguía en su lugar estupefacta. Los Arias, también presentes entre la multitud, sacudían su cabeza con pesar, sabiendo muy bien los problemas que se avecinaban en el reino, el cual no encontraría paz aun cuando ya había terminado la guerra.

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