Capítulo 2: De hijos del diablo a Brujos reales
Los guardias del palacio tardaron casi cinco días en dar con el paradero de la familia Arias, quienes permanecían escondidos en la periferia de la ciudad, evitando contacto con quien quiera que pudiera reconocerlos e instarlos a marcharse. Temían que al ver cumplida sus predicciones una vez más, cumplieran las amenazas de acabar con ellos, haciendo justicia por sus propias manos. Mientras ellos eran buscados, el mayor de ellos se mantenía en el palacio, no solo disfrutando de los beneficios y privilegios que significaba el servir y vivir junto al rey, sino que también trabajando codo a codo con él en la planificación de la reconstrucción de la ciudad. Gracias a él y las predicciones que realizó para el corto plazo, el rey Aarón pudo enviar a tiempo a hombres fuertes a generar una barrera para el río, el cual con las siguientes lluvias se desbordaría de no mediar la mano humana para evitarlo y hacerlo mantener su curso natural. Con ello, no solo se evitó una inundación, sino que sirvió como precaución para evitar que empeorara la situación al interior de la ciudad, donde los residentes buscaban formas para refugiarse de las lluvias y las bajas temperaturas.
Junto con la sugerencia anterior, don Arias propuso las viviendas que debían ser tratadas primero y los materiales que debían ser usados, no solo considerando el coste de dichas acciones, sino que también su duración a largo plazo. A pesar de que sus sugerencias parecían coherentes con la situación y accesibles, el consejo que asesoraba a su majestad se mostraba reacio a apoyar las palabras de una persona menuda, sin autoridad y tan desacreditado por la población general. Argumentaban que los pasos a seguir debían ser decididos por ellos, un grupo de hombres con años de estudio y experiencia en el ámbito de la planificación del reino, además de provenir de familias respetadas de la alta sociedad. Fue entonces cuando Aarón hizo uso de sus dotes de liderazgo e hizo callar a todos, para imponer su propia voluntad a pesar de la negativa de quienes lo habían ayudado a gobernar por tantos años.
—Si hubiésemos escuchado a este hombre desde un principio, muchos de los daños habrían sido prevenidos. Por lo tanto, aceptaremos sus sugerencias, les guste o no y esa es mi orden —sentenció el rey mientras uno de sus escribas tomaba nota de su discurso, acta que luego serviría como respaldo para guiar a quienes debían llevar esas letras a la realidad.
Mientras el brujo, como los sirvientes de palacio comenzaron a llamar a don Arias, permanecía en el palacio sin ayuda de su esposa o hijos, el trabajo se concentraba en él, quien debía seguir al rey en cada una de sus visitas a la ciudad, tomando nota y afinando sus predicciones acordes a lo que observaba en la realidad. Al igual que siempre, seguía siendo rechazado por la población, la que se medía en los insultos que le daban solo por la presencia de su majestad, ante quien querían dar buena impresión para ser considerados primeros en las ayudas para reconstruir sus hogares y fuentes de trabajo. Una vez que su familia fue hallada por la guardia de palacio y llevada a la presencia del rey, el trabajo del brujo se alivió considerablemente, pues en sus labores podían ayudar su mujer e hijos, quienes sabían muy bien cómo realizar las predicciones más exactas posibles.
Los tres Arias atónitos, recibieron las buenas noticias de boca del mismísimo rey. Se mostraron felices y agradecidos por el bienestar de su familiar, de quien no habían recibido noticia desde que el guardia real anunció su encarcelamiento. Aunque este sentimiento de alivio se vio eclipsado por la confusión y sorpresa que se llevaron cuando fueron informados de que no estaban en el palacio de visita, sino que para quedarse ahí, con el fin de trabajar para su majestad. Para la esposa del brujo todo parecía una mentira mientras se recostaba en una cama blanda, bajo un techo firme y con comida segura gracias al amparo de los reyes. Y como entre su esposo y ella no había secretos, se lo hizo saber la primera noche que pasó en el palacio.
—Pues es verdad, él nos ha pedido que trabajemos para él y nosotros no debemos más que cumplir con lo que se nos ordena y agradecer su buena voluntad —respondió el brujo, a quien, de vez en cuando, igualmente lo invadía un sentimiento de surrealismo.
—Tendremos que hacer algo para retribuir todo esto, no podemos recibir sin dar nada a cambio.
Así fue como la familia Arias comenzó a colaborar con el rey en la gestión y prevención de daños por desastres, tanto naturales como provocados por el hombre. En un principio, tal y como siempre, fueron rechazados por la población, quienes insistían en que ellos eran hijos del diablo que merecían la muerte en la hoguera, destino del que el rey los defendió con capa y espada, imponiendo con sus palabras los argumentos por lo que ellos permanecerían a su lado. De este modo, con el paso del tiempo, poco a poco los habitantes del reino de Cristalírico comprendieron las razones por la que esa familia trabajaba para los reyes y los beneficios que podían obtener de dicho pacto. Con eso en mente, hubo quienes empezaron a cambiar de opinión con respecto a los Arias y adoptaron el nombre con el que los sirvientes reales se referían a ellos. Así fue como esas cuatro personas dejaron de ser llamadas por su apellido y se convirtieron en los "Brujos reales", sujetos tan respetados como cualquier otro que trabajara para el rey y la reina.
Gracias a ello, ya no tenían que cubrirse cuando caminaban por las calles del reino y los insultos cada vez eran menores tanto en cantidad como gravedad de la palabra misma. Aunque, si bien algunos seguían temiéndoles con el pensamiento de que ellos anunciaban la desgracia, cada vez los respetaban más y más por los aciertos de sus obras. Ahora tanto madre como hija podían ir y venir por el mercado sin dificultad, padre e hijo paseaban por bares sin ser expulsados y, dentro del mismo palacio, ganaron un estatus levemente superior al de cualquier sirviente. Se convirtieron casi en la mano derecha de los reyes, algo que nunca en sus mejores sueños imaginaron.
Pero los Brujos reales no solo anunciaban las desgracias, sus predicciones también eran de eventos positivos y un buen día hacia el final del invierno, cuando seguían los estragos dejados por el terremoto, la hija de los Arias tuvo el agrado de informar a su majestad que se avecinaba una primavera muy fructífera. Aseguró al rey que todos los cultivos darían grandes y abundantes frutos, no solo para abastecer a todo el reino, sino que también bastante como para establecer negocios con algún reino vecino, en pro de obtener recursos para reconstruir las numerosas viviendas que seguían en el suelo. Pese a los aciertos del padre de la joven, el rey tomó con escepticismo su afirmación, creyendo que la niña no tendría tanta asertividad como el mayor de la familia. Grande fue su sorpresa cuando llegada la primavera ocurrió exactamente lo que la chica anunció. Recibía día tras día anuncios de inicios de las cosechas por parte de los dueños de los terrenos agrícolas, quienes solicitaban al rey ayuda para contratar una mayor cantidad de hombres fuertes que trabajen la tierra y movilicen las frutas y verduras obtenidas a los lugares donde serían almacenadas.
—¿Estás cosechando la misma cantidad de siempre? —Le preguntaba con recelo a todos quienes llegaban, con el fin de comprobar la predicción de la muchacha.
—No, señor, es incluso más que el doble que en años anteriores. Quizá las fuertes lluvias de este año ayudaron —argumentaban los campesinos uno tras otro, todos con la misma historia de falta de hombres para manejar toda la cosecha de tamaño inusual.
El rey, sabiendo que hizo mal en subestimar a la joven, solicitó su ayuda para manejar aquel fenómeno tan positivo para la ciudad ya demasiado devastada por las tragedias anteriores. Así, con la guía de la adolescente no solo se pudo abastecer el mercado con comida de sobra para alimentar a todos los residentes del reino, sino que quedó una gran porción de frutos para negociar con reinos vecinos, a quienes Aarón pidió materiales de construcción a cambio de los frutos de sus terrenos. Con esas ganancias, el mayor de los Brujos reales junto a su hijo planificó la reconstrucción de cientos de viviendas que seguían en el suelo, beneficiando a miles de personas que valoraban más y más a la familia que tanto repudiaron en el pasado.
Por aquel tiempo también entró en acción la esposa de don Arias. Al ser una mujer en su adultez y al haber estado expuesta a la desgracia por tantos años, era muy madura y sabia en los consejos que daba. Por esta razón, la reina la mantenía a su lado haciéndole compañía, pues era quien más confianza le generaba. Tan grande era aquel sentimiento en ella, que se permitía ser ella misma en compañía de la bruja, a tal punto de contarle hasta sus secretos más ocultos, penas y frustraciones, las cuales siempre mantenía retenidas en su interior por no tener a nadie con quien compartirlos.
—Aarón sueña con un heredero, pero llevamos diez años casados y no logro darle un hijo. Es como una maldición —se quejaba la reina ante su fiel compañera que la seguía allá a donde fuera—. A veces pienso que es mejor que yo muera para que él tenga un hijo con otra mujer.
—Yo no pienso igual, su majestad. Ustedes son una pareja muy bien complementada, por muy buenos que sean sus propósitos e intenciones, el rey no encontrará a nadie que lo complemente mejor que usted —afirmaba la mujer con respeto para calmar a su señora.
—¿Y los hijos qué? Lo que el pueblo quiere es un heredero al trono. Si no se los damos, perderán la esperanza en la corona.
Fue entonces cuando doña Arias le propuso a la reina trabajar juntas. Nunca había hecho una predicción así, pero entrevistó a su majestad sobre las fechas en las que tiene el flujo que significa ser mujer, le preguntó su edad, alimentación, día de nacimiento y un conjunto de otros datos que mezcló entre sí y con las fases de la luna y el clima para realizar su predicción. De este modo, en total secreto, le comunicó a su majestad el resultado, sugiriendo el día exacto en el que ambos debían intentarlo, en el que tendrían una gran posibilidad de éxito de concebir a un niño.
—Asegúrese de tener una buena alimentación y que tome agua de esta hierba. Mi madre la utilizó para tenerme a mí cuando ya había perdido las esperanzas de quedar embarazada —dijo doña Arias mientras le tendía a la reina unas hojas de una planta desconocida, que nunca vio en los jardines del palacio.
Al día siguiente de la fecha sugerida, la reina se reunió con su confidente para avisarle que hizo tal y como ella recomendó, siguiendo al pie de la letra todas las instrucciones dadas. Como respuesta, doña Arias con una gran sonrisa mostró a la reina su más reciente predicción hecha esa misma mañana, en la que aseguraba que un bebé llegaría a sus brazos en nueve meses, un varón sano y fuerte que superaría la edad infantil. La dueña de la corona no daba más de gozo y con grandes ansias ordenó a las mejores tejedoras que hicieran ropas finas para su futuro hijo y sugirió a su marido preparar una habitación. Pasado el tiempo, con gran complacencia observó cómo poco a poco en su cuerpo aparecían las señales de su embarazo para dicha de su marido, quien convocó a un banquete con las personas más importantes de todo el reino para dar anuncio de la llegada de su heredero.
Para cuando la reina iba a dar a luz, la ciudad completa estaba decorada con papeles de colores en señal de bienvenida para el nuevo príncipe o princesa. Varios edificios residenciales ya estaban reconstruidos, mientras que los que restaban se encontraban en proceso con la constante guía de los Brujos reales. Volvía a ser invierno, ya casi era el aniversario del temblor que tantos estragos causó, pero la vida continuaba y, para ello, los habitantes del reino aún contaban con reservas de la cosecha de la primavera anterior, por lo que había pocas probabilidades de pasar hambre.
El parto de la reina fue un proceso largo, con la colaboración de parteras que fueron largamente entrevistadas por el rey, quien hacía pregunta tras pregunta con desconfianza hacia las mujeres frente a él. La reina estuvo durante horas con dolor por las contracciones, recibiendo el consuelo constante de quien se convirtió en su amiga, Olga, la mujer de don Arias que confió su nombre a su majestad luego de varios meses de confidencias y conversaciones. En medio de gritos de dolor, la reina llegó a pensar que moriría sin alcanzar a conocer a su único hijo, pensamiento que también se cruzó por la mente de Aarón que esperaba en el salón principal. A su alrededor lo acompañaban el resto de los Brujos reales y su hermano que viajó desde un reino vecino unos días antes para conocer a su sobrino tan esperado.
—Todo estará bien —repetía una y otra vez Olga en el oído de su majestad mientras le limpiaba el sudor de la frente, logrando que la mujer calmara sus temores con la certeza de que la bruja decía la verdad. Después de todo, tenía el don de la predicción y era tan certera que no había lugar a dudas.
—Ya queda menos, su majestad —dijo una de las parteras.
Un grito más y en pocos segundos su voz fue acompañada con un llanto infantil del bebé que por primera vez saludaba al mundo.
—¡Es un niño! ¡Tenemos un príncipe! —Anunciaron con gozo las parteras mientras limpiaban al bebé antes de dárselo a la reina, quien lo acogió con gran ternura entre sus brazos, deseosa de mostrárselo a su marido cuanto antes.
—Mi hijo... mi bebé —murmuró la reina mientras miraba con adoración a la pequeña criatura en sus brazos, un niño de cabellos dorados como su madre y ojos que levemente se abrieron, dejando ver su color verdoso como el de su padre. Recordando todos los años que esperó por ese momento, todos los intentos fallidos y las recomendaciones de Olga que la llevaron a aquel resultado, miró a su amiga con gran agradecimiento. El momento fue interrumpido únicamente por el ingreso brusco del rey Aarón, quien estaba ansioso y desesperado por conocer el estado de su mujer y su hijo.
—Tranquilo, su majestad, ambos están bien —informó una de las parteras—. El parto fue sin complicaciones para ninguno de los dos.
—Lo felicito, su majestad, es un varón precioso —exclamó la otra que asistió el nacimiento del niño.
—Un niño...
Aarón cruzó la estancia con dos zancadas para posicionarse al lado de su mujer, tomando el lugar que antes ocupaba Olga, quien, por respeto, retrocedió para pararse a un lado de las demás sirvientes como correspondía. Desde ahí vio cómo el rey, un hombre siempre duro, con órdenes y principios firmes, hecho para gobernar, se derretía y sonreía con ternura a su primogénito, a quien tomó en sus brazos con la mayor dulzura que sus gestos brutos le permitieron.
—Apenas te encuentres mejor, lo presentaremos a nuestros súbditos, su futuro rey —aseveró Aarón, ya imaginando el futuro del bebé, las cosas que le enseñaría y cómo lo guiaría para que se convirtiera en un monarca no solo bueno, sino que también respetado.
—¿Podemos saber cómo se llamará? —Preguntó Olga con curiosidad, pues aquella era la única temática del bebé que la reina siempre evitaba conversar.
Ambos reyes se miraron con complicidad y decidieron responder a la pregunta de la bruja en agradecimiento a su guía para el nacimiento de su primer hijo.
—Él será Eric, que significa gobernante eterno —anunció Aarón—. Haremos de él un rey ejemplar que pasará a la historia y siempre será recordado.
Aquella fue la primera vez que Olga vio al rey hablar con tanta pasión, como si aquel objetivo fuera su meta más importante y adorada en la vida. Esa sensación fue transmitida a todo el reino cuando, una vez que la reina se sintió en condiciones como para ponerse de pie, presentaron al bebé a las multitudes que aplaudían y gritaban con alegría, dando alabanzas y deseando una larga vida al nuevo príncipe.
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