Capítulo 11: La visita de las hadas
Nadie en el reino puso en duda el origen de Noelia, ni siquiera la verdadera abuela de la niña, quien lloraba con gran dolor la pérdida de su hija mayor y nieto. En situación similar, estaba don Arias, quien no había mañana que no se despertara pensando en la familia que una vez tuvo y que ahora ya no existía, pues poco a poco fue destrozada y pisoteada por las ambiciones de un hombre codicioso. Con sus dos hijos muertos y la pérdida de su mujer, su única razón para levantarse e ir a trabajar todos los días era su nuera, su nieto y el príncipe, a quienes protegería hasta su muerte por la promesa que hizo cuando salió del palacio.
En este contexto, necesariamente la estructura o labores tuvieron que ser reorganizadas, con el fin de que ambos niños tuvieran una educación decente. Don Arias sin falta, todos los días, asistía a su puesto de trabajo, ocultando su identidad de todos quienes se relacionaban con él. A pesar de su cuerpo de apariencia frágil por su delgadez, lograba sacar grandes fuerzas para cargar los materiales de construcción necesarios para su labor. Tenía jornadas largas y agotadoras, sin días de descanso, pero igualmente se daba el tiempo de educar a su nieto en las habilidades de la brujería, a pesar de que Fausto cada vez se negaba más y más a continuar con aquella tradición. El niño a medida que crecía hacía ver sus preferencias, dentro de las que no figuraba la magia por todas las malas experiencias que tuvo con sus sueños premonitorios.
Nunca lo comentó con nadie que no fuera Eric, pero lo cierto era que Fausto se sentía culpable de las muertes de sus seres queridos, incluidos los padres de su amigo, pues todas ocurrieron después de sus pesadillas. Estaba seguro de que algo estaba mal consigo mismo, por lo que no deseaba hacer uso de dichas habilidades para no causar más dolor a quienes pidieran sus servicios. Y se dedicaba a argumentar con su abuelo a su favor cuando se desataban las discusiones inevitables.
—Si nuestro trabajo es ir en beneficio de la gente ¿qué beneficio les será el que yo les diga que tienen poco tiempo de vida o que un ser querido morirá dentro de poco? Solo causaré dolor.
—Al contrario, le das a las personas tiempo para prepararse para sus propias muertes y para despedirse de los seres amados ¿no es eso mejor a que ocurra repentinamente sin previo aviso?
Fausto siempre terminaba más molesto que cuando inició la discusión, pues su abuelo siempre tenía los mejores argumentos para derribar todos los motivos que tenía para negarse a aprender el trabajo familiar. Así pasaba los días, los meses y los años, Fausto entró a su adolescencia, tenía dieciséis años, y aprendía las habilidades mágicas solo por hacer feliz a su abuelo, quien, con el paso del tiempo, el trabajo duro y las penas, envejeció más rápido de lo esperado. Ni siquiera la ayuda de su nieto y del príncipe en la construcción lograba aminorar el cansancio y dolor de espalda, los que se convirtieron en sus compañeros diarios.
Por otro lado, Eric recibía una formación general junto a Fausto por parte de la madre de este último, quien les transmitía sus conocimientos de literatura, matemáticas e historia, aunque estos eran limitados y no a la altura de un príncipe. Sin embargo, nada de esto le importaba a Eric, su único interés era hacerse lo más fuerte posible para, algún día, derrocar a su tío del trono, no por ansias de poder, sino que por hacer justicia por sus padres, quienes fueron corridos injustamente. Con esa convicción, en cuanto tuvo edad suficiente, se ofreció para trabajar codo a codo con don Arias, con más tranquilidad porque ya nadie en la ciudad pensaba en el príncipe que alguna vez tuvieron. De este modo, con toda la fuerza que debía hacer día tras día, a los diecinueve años tenía un cuerpo corpulento y fuerte, casi tanto como lo fue el de Aarón, a quien recordaba siempre que, a escondidas, practicaba las habilidades de combate que le enseñó. A veces, incluso incluía en sus entrenamientos a Fausto, practicando cada uno con una espada de madera para evitar mayores daños, saliendo el príncipe victorioso en todos sus encuentros.
Con el paso de los años, fue un alivio para la familia tener algo más de libertad en su movilidad, pues en la ciudad ya nadie recordaba a la familia Arias, al menos no por sus rostros. Con el tiempo, incluso su nombre se convirtió en una especie de leyenda que los más escépticos creían que se trataba de inventos de la gente. A esto ayudó que muchas de las personas que los conocieron fueron muriendo por las crisis que vinieron posterior a la guerra y la prohibición de hablar del reinado de Aarón. De este modo, podían pasear por las calles con algo más de tranquilidad, siempre ocultando sus habilidades para evitar dar luces de sus verdaderos orígenes.
Si bien dentro de todo, a los Arias la vida los estaba tratando lo mejor que podía, no sucedía lo mismo al interior del palacio. Noelia crecía, tenía nueve años ya y era una niña muy solitaria y tímida, que se negaba a ser mostrada en los bailes que se organizaban, pues la mirada de la gente le daba pavor, hasta el punto de desmayarse en un par de ocasiones. Felipe, furioso por el comportamiento de su hija, en más de una ocasión la castigaba físicamente después de los eventos, gritándole fuertemente que una princesa debe lucirse, hablar bien y claro en vez de tartamudear como Noelia hacía cada vez que se le dirigía la palabra. Esto llevó a que la niña le temiera a su padre, temblando de pies a cabeza de miedo incluso cuando el hombre reía. En cuanto a su madre, la relación no era mejor.
La reina nunca aceptó a la niña como su hija, para ella siempre fue una extraña. La única vez que la sostuvo en brazos fue para bajarla del carruaje en el que llegaron juntas desde Salírico y para presentarla a la población. Después de eso, eran sus sirvientes quienes se encargaban de los cuidados de la pequeña, quien debía recibir cuidados especiales producto de su propensión a caer enferma hasta con la más leve brisa. A medida que fue creciendo, Noelia fue dándose cuenta de que su madre no era como las otras mujeres, porque casi no salía de su habitación y que, sin importar cuántas órdenes diera, ninguna se llevaba a cabo. Llegó a pensar que todas las madres eran así, pero la bruja Bastías de vez en cuando le leía cuentos en los que las mamás eran dulces con sus hijos, lo que la confundía de sobremanera. ¿Cómo son realmente las madres?
—Su mamá está un poco enferma, pero estoy segura de que la ama igualmente —trataba de explicar la mujer cada vez que la niña le preguntaba, lamentando que su nieta tuviera que crecer con tanta carencia de cariño, a pesar de que fue un bebé deseado y tan esperado.
Noelia intentaba comprender esta realidad que le tocó vivir, pero no podía evitar sentirse celosa de los niños que aparecían en sus cuentos, pues ansiaba con todo su ser tener la mitad del cariño que ellos recibían. De hecho, cada noche antes de acostarse rezaba con fuerza, rogando porque su padre fuera más amable y su madre más cariñosa, más sus deseos nunca fueron escuchados. Para cuando recibió mayor formación en la religión, consideró que era necesario confesarse con los sacerdotes, temerosa de caer en el infierno por su envidia y deseos, aunque este temor nunca calmó sus ansias de amor.
A medida que fue creciendo la niña se fue dando cuenta de que había una familia que era valiosa para su padre, los Bastías, porque estos podían hacer algo de magia para ayudarlo a gobernar. Entonces Noelia empezó a desear tener ella misma sus propios brujos que la ayuden a sobrellevar su vida, pues a tan temprana edad ya se daba cuenta de que su existencia, por muy princesa que fuera, no era la más feliz de todas. Cansada de pedir a Dios y temerosa de romper los mandamientos, pensó que pedir deseos a las estrellas sería más efectivo. Así, cada noche después de rezar, se paraba a mirar por la ventana, buscando la estrella más brillante de todas, en la que centraba toda su energía para pedir sus deseos: el cariño de sus padres. En ocasiones incluso hablaba con la estrella, le relataba qué tal fue su día y confesaba sus mayores penas, aquellas que ocultaba de todos porque una princesa no debe mostrar debilidad, o al menos eso le enseñaba su padre.
Noelia nunca imaginó que la estrella a la que le hablaba era siempre la misma, quien, conmovida por las palabras de la pequeña, un día antes del amanecer decidió bajar del cielo hasta un lugar oculto del bosque, por las afueras de las murallas del reino de Cristalírico. Con gran agilidad se movió entre los árboles, hasta llegar a ese prado que ningún humano había pisado antes, un espacio abierto donde el pasto es el más verde de todos, los árboles los más frondosos y los pájaros cantan bellas melodías para despertar a las hadas que ahí residen. La estrella se dirigió a la mayor de todas, la que a pesar de tener más de cien años conservaba una apariencia juvenil y hermosa, con la que lograba encantar hasta al más tosco de los hombres. Abrió sus ojos azules con cansancio y con voz un poco ronca le preguntó a la estrella la razón por la que la despertó, mientras con los dedos peinaba sus largos cabellos azules brillantes.
—Te tengo un trabajo —le dijo la estrella, quien esperaba poder cumplir su cometido en poco tiempo, pues el amanecer cada vez estaba más cerca y era sabido que si una estrella bajaba del cielo y no regresaba antes de que salga el sol, después nunca más podrá adornar las noches.
—¿Trabajo? Nosotras no trabajamos, solo vivimos en paz y de vez en cuando nos mezclamos con humanos —respondió el hada con obviedad.
—Es más un favor que un trabajo. En Cristalírico hay una niña, la princesa del reino, que no ha tenido una vida fácil...
—¿Cómo puede una princesa tener una vida difícil? ¿Qué queda para los pobres, entonces? —Cuestionó el hada, interrumpiendo a la estrella, quien molesta volvió a tomar la palabra.
—Su dificultad no tiene que ver con la pobreza en dinero ni objetos materiales, sino que en la carencia de cariño. Esta niña, a pesar de ser hija única, es tan poco querida, que creo que hasta un ladrón recibe más atención por parte del rey. En cuanto a la madre, al parecer está enferma y permanece día y noche en su habitación, sin interactuar con su hija.
—No puedo cambiar la forma en que crían a la niña que tú dices...
—Pero sí que la puedes ayudar de otro modo. Quizá, incluso logras ayudar a la reina, porque por lo que he visto, ella tampoco es feliz en el palacio.
—Veré qué puedo hacer.
Al obtener la promesa por parte del hada, la estrella sonrió feliz y regresó con rapidez a retomar su lugar en el cielo, justo antes de que el sol se volviera a asomar. El hada, cuyo nombre era Ayla, que significa luz de luna, hizo uso de su capacidad para volverse invisible y así visitó el palacio de Cristalírico, con el fin de corroborar las descripciones de la estrella. De ese modo, conoció a lo lejos a Noelia, comprobando que la niña pasaba la mayor parte del día sola, estudiando y leyendo grandes libros, sin oportunidad de jugar a pesar de tener solo nueve años. En el segundo piso, encerrada en su habitación, estaba la reina que tomaba tés calmantes todo el día, sin permiso para salir de esas cuatro paredes, ni siquiera para dar órdenes, pues estas eran ignoradas por los sirvientes. Y, por último, vio la rutina de Felipe, el rey, quien pasaba la mayor parte de su tiempo en su oficina, conversando las decisiones con una familia de brujos que Ayla ya conocía de antemano. Pero a pesar de que ese hombre compartía con más personas, no establecía una relación cercana con nadie.
La situación era tal y como la estrella le había comentado y sintió pena por esa familia, incluso por el rey a pesar de que alcanzó a percibir sus intenciones oscuras en cada paso que daba. Se quedó a observar hasta entrada la noche, momento en el que vio a la reina en su peor momento, cuando era visitada por el fantasma de su cuñada, quien la inmovilizaba mientras le reclamaba todo lo malo que ha pasado desde que Felipe ascendió al trono. Con esta última imagen, Ayla se marchó al lugar donde residía con sus compañeras las hadas para pensar en sus pasos a seguir.
Tres días después, habiendo conversado todo con sus congéneres, Ayla ocultó sus alas y cabello de color extraño con una capa con capucha de color negro, para mimetizarse en la oscuridad de la noche. Entró al palacio burlando a los guardias de seguridad y de un salto se paró en el balcón que daba a la habitación de la reina. Ella ya estaba durmiendo y desde afuera se alcanzaban a escuchar sus quejidos de miedo por los fantasmas que la atormentaban. Ayla no se hizo esperar más, abrió la ventana, corrió las cortinas y con voz fuerte y clara llamó a la mujer que yacía en su cama.
—Su majestad, despierte ahora.
La reina despertó sobresaltada con la respiración agitada, buscando con su mirada al fantasma que hace tantos años la acosaba, más no la encontró. En su lugar, vio una silueta de pie en el marco de la ventana, cuyo sexo desconocería de no ser por su voz. Se puso de pie rápidamente, guardando la distancia con la desconocida. Su cuerpo temblaba de miedo y frío por el viento que alcanzaba a entrar sacudiendo las cortinas, hasta que logró hacer acopio de valor para sacar su voz y preguntar a la extraña quién era y qué hacía en su dormitorio.
—Me llamo Ayla, soy un hada que vive en el bosque a las afueras de Cristalírico y he venido a ofrecerle mi ayuda.
—¿En qué me podrías ayudar tú? —Cuestionó la mujer con desconfianza.
— No puedo alejar al fantasma que la acosa, porque no tengo control sobre ese mundo, pero sí la puedo ayudar a confundirlo para que la deje en paz.
—¿Cómo lo confundiríamos?
—Permítame tomar su lugar, puedo tomar su apariencia y vivir como usted para confundir al fantasma. De paso, con el cambio de actitud, su majestad el rey podría darle más libertades de las que goza hoy. Mientras tanto, usted puede vivir en mi hogar con mis compañeras, también hadas, quienes cuidarán de usted.
La reina pensó en la posibilidad que le estaba ofreciendo. La verdad era que ya estaba cansada de recibir la visita indeseada del fantasma noche tras noche, pues nunca le permitía dormir tranquila, por lo que todo el día tenía sueño. La monotonía de su rutina encerrada en su propio dormitorio ya le estaba colmando la paciencia, además sospechaba que sus múltiples cartas dirigidas a su padre para que la sacara de este lugar estaban siendo interceptadas por Felipe. Y por sobre todo, ya estaba agotada de aceptar sin cuestionar las decisiones de su esposo, quien poco a poco había manchado sus manos con la sangre, incluso la de su propio hermano y, lo último, la de una muchacha inocente para tener un bebé.
Pensó en los riesgos de lo que estaba a punto de hacer, pero al final ya le daba igual si su vida terminaba ahí. Asintió con su cabeza y apretó la mano de Ayla para cerrar el trato, para luego seguirla para salir del palacio y luego salir del reino. Le sorprendió que nadie se diera cuenta de esta hazaña, que los guardias reales la ignoraran por completo como si fuera invisible, pero a pesar de lo extraño, eso le gustó. Nunca se había sentido tan libre como en ese momento, libre de poder hacer lo que quisiera y que nadie lo viera ni juzgara. Habría podido caminar con la espalda encorvada, saltando y estirándose como cuando se despierta y nadie la habría juzgado de falta de rectitud. Al poco tiempo se internó en el bosque junto al hada, quien la guiaba con gran confianza, como si conociera el lugar como a la palma de su mano. Cuando llegaron al claro donde habitan las hadas, se sintió tan maravillada como nunca ante tanta belleza natural.
—Aquí vivirás mientras yo ocupo tu lugar. La condición es que no te podrás negar a regresar cuando debamos cambiar de nuevo.
—Hecho —respondió rápidamente la reina sin darle mayor importancia.
—Disfruta tu estadía aquí, que nunca hemos traído a un humano hasta este lugar.
Tal y como lo prometió, Ayla dejó a la reina, la que fue acogida por el resto de las hadas, quienes le facilitaron un lugar donde dormir y alimento. Caminó de regreso al palacio sin ser notada por ninguno de los guardias ni sirvientes. Ya en el dormitorio que sería su hogar el próximo tiempo, se miró en el espejo de cuerpo completo y cambió su apariencia hasta hacerla lo más similar a la de la reina. Su cabello azulado desapareció hasta tomar el color castaño natural, sus ojos se aclararon hasta hacerse celestes y se vistió con un pijama de los que había en el armario. Cuando estuvo lista, caminó hacia el balcón, desde el cuál miró a la estrella que le pidió el favor. La encontró rápidamente, pues su brillo era inconfundible y en un murmullo le dijo:
—Me debes una muy grande.
Y con eso dicho, cerró la ventana, juntó las cortinas y se acostó en la gran cama a descansar, preparándose para su más grande actuación que daría en la mañana.
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