Capítulo 1: La unión entre los Arias y los reyes


En el reino de Cristalírico la forma en que los herederos accedían al trono era diferente a la de los reinos vecinos. Para que el primero en la línea de ascenso reemplazara a sus padres no bastaba con que estos perecieran, también era preciso que encontrara a su pareja ideal antes de tomar la corona. Para esto, los herederos debían recibir consejo y orientación de la familia Arias, una estirpe poco común, con pocos integrantes, pero que practicaban la magia y adivinación con gran precisión para casar a dos personas y predecir los principales hechos del reino, con la que se ganaron el puesto de los Brujos reales, el cual les fue dado por los reyes varias generaciones atrás.

Esta familia era una de las más antiguas del reino, aunque no siempre fueron tan apreciados. De hecho, por muchas décadas fue una estirpe menospreciada por el pueblo debido a que alzaban la voz solo para anunciar las desgracias, con lo que se ganaron la fama de los pájaros de mal agüero, siendo odiados y corridos de todo lugar al que fueran. Con grandes pergaminos recorrían las calles en búsqueda de alguien que los oyera y, más importante aún, que creyera sus palabras, recibiendo en repetidas ocasiones insultos, golpes y piedras para alejarlos, sobre todo de aquellos sectores en los que las personas eran más supersticiosas. Allá donde fueran, quienes los reconocían se alejaban de los Arias, temerosos de que sus palabras construyeran una realidad desfavorable, llamando a los malos espíritus de las desgracias. Muchos también esperaban que algún día fueran juzgados como brujos, sin tener éxito alguno, pues el rey era un hombre justo que no daba castigos ni premios sin pruebas fehacientes, razón por la que las demandas interpuestas quedaban en la nada en poco tiempo.

Sin embargo, y a pesar de todo el maltrato recibido y amenazas de ser acusados ante la corte imperial, esta familia nunca dejó de lado su labor de prever a sus conciudadanos, pues todos, sin falta, eran criados para usar sus dones para el bien de la gente. Así, llegó un día en el que uno de los Arias supo que un gran terremoto asolaría al reino de Cristalírico, destruyendo todas las construcciones, desde las pertenecientes a los más pobres, hasta parte del palacio en el que residían los reyes. Lo comprobó con ayuda de sus hijos y esposa, llegando todos a la misma devastadora conclusión, lo que abría un segundo problema ¿Cómo advertir al reino sobre tal desgracia? Rememorando todas las ocasiones en que fueron rechazados por el pueblo, la mayor parte de la familia Arias se negó por primera vez a intentar informar a todos sobre el desastre por acontecer, porque de hacerlo y cumplirse la predicción, ellos serían culpados posteriormente de la desgracia, tal y como siempre sucedía. Más aún, temían que las advertencias se cumplieran y los encerraran en los calabozos del palacio por toda la eternidad.

—Así lo han hecho siempre, cuando intentamos hacer algo bueno previendo y avisando, nos culpan a nosotros de lo que sea que haya ocurrido —razonó la mujer del viejo Arias, quien aún se debatía entre acompañar a su esposo o esconderse junto a sus hijos para protegerlos de lo que fuera que les deparara el futuro.

—Mamá tiene razón, papá, no podemos arriesgarnos. Después seremos nosotros los malos, los hijos del diablo como siempre —continuó el mayor de los hijos, un joven de casi veinte años que ya empezaba a buscar a su pareja idónea con los métodos familiares.

—Tienen razón en lo que dicen. Sin embargo, si no hacemos nada, mucha gente morirá. Son muertes inocentes que podríamos evitar si tan solo avisamos.

—Esas mismas personas nos darán la espalda después —argumentó la hija menor que ya había cumplido los quince años y se iniciaba en el arte de la predicción, el negocio familiar.

—No sabremos el resultado hasta que lo intentemos. Yo no permitiré que inocentes mueran por nuestra cobardía. Yo mismo asumiré los riesgos, así que no se preocupen por ustedes.

—Sabes muy bien que la gente no va a distinguir si lo anunciaste tú o nosotros, siempre entramos todos en el mismo saco —contradijo la esposa, preocupada por el porvenir de sus hijos.

—Les dejaré en claro que la predicción es mía y espero que me hagan caso. Iré hasta el rey si es necesario para que haga algo al respecto.

Así, el mayor de los Arias tomó los pergaminos ante la mirada desaprobadora de su familia, se puso la mejor de sus ropas y salió a las calles de la ciudad para avisar a la ciudadanía sobre lo que se avecinaba en menos de dos semanas, según sus cálculos. Caminó por las calles de tierra, alzó la voz cuanto pudo para hacerse oír en los mercados, trató de ser escuchado incluso por los viajeros sobre sus carretas, sin embargo, todo era en vano. Allá a donde iba con sus malas noticias, la gente lo recibía mal y lo echaba en poco tiempo con gritos e incluso por la fuerza. En menos de tres días sus ropas, aquellas que eran las mejores que tenía, estaban sucias de tierra, barro, rotas y manchadas incluso con su sangre que brotaba de las heridas que le infringieron. Pero a pesar de sus apariencias, su espíritu abnegado seguía intacto, porque cuando se inició en estas habilidades de predicción, lo que sus padres le inculcaron es que debe estar siempre a disposición de la gente para ayudarla, nunca para hacer daño.

—No sigas, ya hiciste más de lo que ellos se merecen —lo trató de convencer su esposa cuando al cuarto día el hombre se levantó tan decidido como siempre, como si no hubiese recibido ningún daño los días anteriores.

—Tengo que seguir hasta que alguien, al menos una persona, me escuche y haga algo al respecto. Hasta entonces, no me rendiré.

Y continuó con sus paseos por la ciudad, incluso a las afueras de las iglesias, aun cuando el sacerdote lo había tratado de hijo del diablo en ocasiones previas, prohibiendo el derecho a la confesión de sus pecados, asegurando que él ni su familia tendrán perdón de Dios cuando mueran. Fue en ese lugar donde alguien le prestó la debida atención a su discurso, en el que describía la forma en la que la tierra vibrará en pocos días más, tan fuerte que dejará grandes daños a lo largo de toda la ciudad y reinos vecinos. Su oyente, un hombre corpulento de casi treinta años, estuvo el tiempo suficiente como para comentar aquello con sus compañeros de la guardia en el palacio, quienes a su vez pasaron la información a las cocineras, las que lo conversaron con las sirvientas de aseo, las mismas que el rey escuchó hablando mientras se paseaba por el palacio, casi con la certeza de tener todo bajo control.

—¿De qué hablan? ¿Qué es eso de que la tierra va a temblar dentro de poco? —Inquirió el rey cortando aquella conversación, dejando a ambas empleadas avergonzadas por ser pilladas charlando en horas de trabajo.

—Dicen que temblará tan fuerte que todo el reino caerá, incluyendo ciertas partes del palacio, su majestad —contestó una de las empleadas, luego de que ambas se inclinaran pidiendo disculpas, sin atreverse a mirarlo a los ojos.

—¿Quién dijo eso?

—A nosotras nos lo dijeron las cocineras —dijo la otra sirvienta, aliviada de poder culpar a otra persona de las habladurías.

El rey Aarón tenía una voluntad y mano de hierro para gobernar su territorio, manteniendo siempre dentro de sí una sensación de que nada ocurría en sus tierras sin que él se enterara y lo autorizara. A eso ayudaba el hecho de que sus súbditos acudieran a él por permisos para utilizar las tierras para construir o sembrar, además de la confianza que inspiraba en las personas para que lo visitaran en busca de consejo para que resuelva hasta los problemas más mínimos de convivencia. Gracias a ese control que tenía, sostenía unas normas de acero de las que nadie se escapaba, manteniendo el orden tanto dentro como fuera del palacio. Esta situación llevaba a los reinos vecinos a hacer intentos por imitar este modo de gobernar, sin embargo, ninguno lograba tener el éxito de Aarón. Frecuentemente pedían reuniones con su majestad de Cristalírico para saber cómo mantenía índices de delincuencia tan bajos y tan alta estima por parte de sus súbditos, pero ni el mismo Aarón sabía cómo explicar su modo de gobierno, despertando aún más la envidia y desconfianza por parte de los vecinos.

Con todos estos antecedentes, el rey no podía permitir que alguien viniera a romper el cuidado equilibrio que él mantenía dentro de sus fronteras, por lo que se dirigió a las cocineras para preguntar de dónde escucharon aquellos comentarios. Ellas con nerviosismo apuntaron a los guardias, quienes señalaron al que llegó con aquella noticia al palacio, quien le contó al rey la historia de cómo escuchó a un hombre a las afueras de la iglesia predicando sobre un gran temblor dentro de unos días, el cual dejaría gran parte del reino en las ruinas.

—No me gusta para nada lo que me dices, está sembrando el pánico en la población y está llegando incluso al interior de mi palacio. ¿Qué pasa si esto lo escucha mi mujer y le genera algo por los nervios?

—Su majestad, si me lo permite, no creo que haya que hacerle mucho caso. Hay quienes dicen en la ciudad que no se trata más que de un hombre de una familia hija del diablo que provoca tragedias allá a donde vayan.

—Nadie en esta tierra es capaz de provocar un desastre como el que me dices —espetó el rey reacio a aceptar lo que su guardia le decía—. Solo Dios puede hacer temblar la tierra, no un hombre cualquiera. Mi pueblo es creyente, por lo que me extraña que crean que un simple hombre mortal puede hacer esas cosas.

—Lo siento, su majestad, yo solo le transmito lo que en las calles se dice.

—No lo sientas tanto y anda a la ciudad ahora mismo. Quiero que me traigas a ese hombre al palacio para conversar con él personalmente. Por lo mismo, por ahora tienes prohibido causarle algún daño que le impida hablar conscientemente conmigo.

—Como usted diga, mi señor.

Luego de decir aquellas palabras, el rey volvió a entrar al palacio a esperar a que su guardia cumpliera su misión, mientras que el susodicho tomó un caballo y se encaminó a la iglesia donde vio por vez primera al mayor de los Arias. Como era de esperar de alguien que es corrido de todos los lugares a los que fuera, el guardia no tuvo una tarea fácil en la búsqueda del hombre objetivo. Tuvo que preguntar en varios lugares por el predicador, si lo habían visto, hasta que finalmente comenzó a preguntar dónde vivía. Afortunadamente para él, los Arias tenían una mala fama reconocida por toda la ciudad, la cual no dudó en señalar la residencia de la familia, a donde llegó el guardia. Agradeció su suerte de encontrarse con él ahí y no tener que seguir recorriendo el reino. Al mirarlo de cerca, no parecía que representara mayor peligro como todos decían, solo se trataba de un hombre de cuarenta y tantos años descansando los pies ya rotos de tanto caminar, mientras su esposa e hija limpiaban las heridas del resto de su cuerpo provocadas por las piedras recibidas. Ni siquiera tenía musculatura desarrollada, de hecho, no se veía bien alimentado, por lo que dudaba que con un cuerpo tan débil pudiera hacer temblar la tierra tan fuerte como dice que sucederá.

—¿Vive aquí el hombre que predicaba a las afueras de la iglesia sobre un gran temblor?

—Sí, aquí vive —respondió el hijo mayor cuando abrió la puerta, tragando saliva con nerviosismo al ver en el traje de su visitante el escudo del palacio, muy consciente de que de nada servía mentir en aquella situación.

—Necesito que el señor me acompañe al palacio. El rey Aarón solicita su presencia inmediata.

—En estos momentos él está herido y cansado, ¿es posible que asista a la visita un poco más tarde, sin ofender a su majestad, por supuesto? —Cuestionó la esposa, preocupada por el estado de su marido.

—Imposible, me han dado órdenes precisas, el rey lo espera ahora mismo.

—No se preocupen, iré —contestó don Arias colocándose nuevamente los zapatos, mientras ignoraba el dolor ardiente que sintió en sus plantas—. Yo mismo me comprometí en esto, así que he de ir.

El guardia de palacio sintió un dejo de lástima por el hombre que tenía frente a sí, de corpulencia delgada, piel pálida, con arrugas marcándose al lado de sus ojos y el cabello entre cano. Si bien los guardias de palacio se caracterizaban por ser hombres fuertes y muy altos, él no pudo evitar sentir que don Arias era demasiado bajo, lo que le daba un mayor aspecto de fragilidad. Entonces ¿cómo podía ser él el culpable de los desastres como señalaba la mayor parte de la población? Recordando las palabras del rey y guiado por sus propios valores, ofreció al hombre usar su caballo mientras él caminaba a paso rápido a un lado del animal, guiándolo por las calles e ignorando los insultos que gritaban quienes reconocían al hombre montado. Le costó creer que a eso se enfrentaba la familia Arias todos los días y se preguntó cómo lo hicieron para ganarse tan mala fama en el reino, cómo inició todo y por qué se ha mantenido por tanto tiempo. Cuando por fin llegaron al palacio, el guardia suspiró de alivio, sabiendo que ya nadie gritaría ni los señalaría con el dedo. Con calma guió al hombre por los pasillos del palacio hasta llegar a donde su majestad, el rey, se encontraba, quien esperaba sentado en su trono con su esposa a un lado, pues ella siempre tenía buena intuición y ayudaba a tomar las decisiones más importantes.

—Como me fue ordenado, aquí le presento a su majestad, al señor Arias —presentó el guardia con solemnidad.

—Muchas gracias, ya te puedes retirar —respondió el rey con rapidez, impaciente de poder hablar a solas con el predicador de desastres como toda su servidumbre lo llamó. Lo miró de pies a cabeza, sin dar crédito a que aquel hombre menudo era el que tanto miedo generaba en la población, sospechando inmediatamente que aquello no se trataba más que de supersticiones de la gente—. He escuchado mucho de ti.

—Espero que cosas buenas, aunque lo dudo debido a mi mala fama, su majestad.

—Tienes razón, no es muy bueno y quiero que tú me expliques ¿Qué es eso de que la tierra temblará dentro de unos días?

—Como usted mismo lo ha dicho, mi señor, dentro de unos días, según mis cálculos, en diez días, la tierra temblará tan fuerte y con tal intensidad que gran parte de nuestras edificaciones caerán, incluyendo parte de este mismísimo palacio. Para mí era necesario informarlo, porque si bien no podemos evitar un temblor, podemos prevenir muertes y asegurar las edificaciones más importantes, lo que a futuro reducirá los costos al reino.

—¿En qué te basas para afirmar aquello? —Cuestionó el rey Aarón mientras acariciaba la mano de su mujer, quien siempre se mostraba temerosa de los temblores.

—Si me permite, su majestad, así como Dios le dio a usted el poder para gobernarnos con sabiduría, a mi familia nos ha dado el don de la predicción. Aquí, en estos pergaminos que tengo en mi poder, están los hechos que avalan mi aseveración actual, así como otras predicciones cumplidas en el pasado.

—¿Alguna vez te has equivocado? —Tomó la palabra la reina.

—Nunca, su majestad.

—Patrañas —exclamó el rey ya cansado de la historia de don Arias, ya casi dispuesto a encerrarlo en un calabozo.

—¿Y si lo que dice es verdad, Aaron?

—¿Cómo va a ser verdad? Este palacio nunca caerá, es firme, mis ancestros se aseguraron de que esta fuera la edificación más estable de todo el reino. Es imposible que caiga por un simple temblor. Tal vez se caigan un par de casas de nuestros súbditos, pero no ocurrirá porque este hombre miente.

—Mi señor, si me permite mostrarle mis cálculos... —quiso defenderse don Arias.

—¡No escucharé más historias de un mendigo! —exclamó el rey con prepotencia mientras se ponía de pie para hacer notar su porte superior al de don Arias. Hizo unos gestos hacia sus sirvientes masculinos, quienes acudieron al instante—. Llévenlo al calabozo, este loco no puede estar libre en las calles generando pánico entre mis súbditos.

De ese modo, entre gritos de súplica, don Arias fue llevado a una celda oscura, con una única ventana pequeña con barrotes ubicada en lo alto de uno de los muros. Entre tanto alboroto por el encarcelamiento de aquel hombre, sus pergaminos quedaron tirados en el suelo, los cuales fueron recogidos por la reina. Decidió guardarlos en un lugar oculto para el rey, con el fin de devolverlos a don Arias o algún miembro de su familia como correspondía. A la vez, mandó a llamar al mismo guardia que llevó al hombre al palacio y pidió que se le informara a los Arias la situación de su padre y esposo, pues imaginó que estarían preocupados por él y su porvenir. La familia recibió la noticia con gran dolor, esperando que en algún momento lo liberaran y pudiera regresar con ellos. Por el momento, para evitar nuevas represalias y los efectos devastadores del futuro temblor, la esposa tomó a sus dos hijos y se mudaron a un lugar hacia la periferia de la ciudad, donde nadie los molestara y donde podrían sobrevivir a los estragos que la tierra provocaría.

Con el encarcelamiento de don Arias, se acabaron los avisos de la tragedia, por lo que todos volvieron a su vida normal sin preocuparse. El reino nunca había estado más tranquilo y pronto sus habitantes olvidaron las advertencias que el brujo les hizo con tanto ahínco, por lo que todos tomaron con gran pasmo el momento en que empezaron las vibraciones. Era una tarde fría de invierno, toda la semana anterior llovió con gran intensidad, por lo que la tierra se mantenía húmeda y con gran cantidad de barro, lo que dificultaba la movilidad de las carretas por los pasajes. Con ello, el mercado no se podía abastecer completamente, lo que empezaba a afectar la alimentación de la población, quienes no encontraban en los negocios las cosas que necesitaban. Además, con el aumento de las lluvias, algunos incluso pensaban que el río sufriría una crecida que podría afectarlos, lo que motivó a que personas residentes en las ciudades vecinas migraran a la capital a casas de familiares de forma temporal, pues consideraban que ahí sería más seguro.

Pese a ello, el rey ante todo pedía calma y desde su trono buscaba formas de ayudar a los principales afectados. En ese contexto, llegó el momento en el que la tierra empezó a temblar, primero levemente, luego con una fuerza brutal que sintió y asustó a toda persona, estuvieran sentadas o de pie. Con gran rapidez, los habitantes salían a las calles en busca de un lugar seguro, pero estas eran tan estrechas y estaban tan anegadas de agua, que no solo se les dificultó la movilidad por el barro, sino que los escombros del edificio cayeron sin miramientos en aquellos espacios reducidos. Los que estaban hacia el centro de la ciudad donde las calles eran más anchas, veían con horror cómo la punta de la iglesia caía, las personas del mercado tomaban las mercancías que les cabían en las manos y huían a un lugar más seguro, mientras que en las periferias el panorama variaba. Aquellos más cercanos al río miraba cómo este parecía querer escapar de su cauce, los que tenían vista hacia la entrada de la ciudad observaban cómo los visitantes se caían de sus carretas y eran aplastados por sus propios caballos, mientras que los Arias permanecían hacia el lado del reino donde, si bien había grandes estragos, estaban más seguros que en cualquier otra parte.

Para cuando todo terminó, el rey Aarón y su esposa, quienes se aferraron a un gran árbol de sus jardines, miraron con horror cómo parte del palacio que creían seguro, cayó por efecto del temblor. Mientras, sus sirvientes corrían de un lugar a otro con la creencia de que el mundo se estaba acabando y en cualquier momento bajaría Dios y se abrirían las puertas del infierno. Con precaución y en compañía de guardias, subieron hasta la ventana más alta del palacio, desde donde visualizaron los efectos del terremoto sobre la ciudad, encontrando una imagen muy similar a la que don Arias describió diez días antes.

—Ese hombre tenía razón, yo sabía que debíamos creerle —reclamó la reina a su marido por su terquedad.

El rey, aún sin habla y consciente del error que cometió, mandó a liberar a don Arias, quien afortunadamente no sufrió daños físicos en su celda. Los guardias lo guiaron por el palacio, el cual tenía más daños estructurales de los que se alcanzaban a ver desde afuera, para llevarlo a la presencia del rey. Una vez que estuvieron ambos frente a frente, el rey no supo qué decir, cómo disculparse con aquel hombre a quien juzgó injustamente. Balbuceó un par de palabras hasta que finalmente dijo:

—No sé cómo lo hiciste, pero de ahora en adelante quiero que te mudes a vivir aquí al palacio y trabajes para nosotros. Tú serás quien nos advierta las desgracias que ocurrirán y guiará nuestro actuar por el bien de nuestros súbditos.

Sus palabras, si bien parecían autoritarias, en realidad fueron dichas con un tono de súplica que derrumbó por completo la fama de hierro que tenía frente a todos. El rey estaba casi seguro de que aquella propuesta sería rechazada, pero con gran complacencia y alivio vio cómo don Arias le sonreía y aceptaba de buena gana su nuevo trabajo, una posición respetable para quien siempre fue juzgado, insultado y maltratado.

Así es como los Arias se unieron a los reyes e iniciaron su trabajo para la corona.

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