Capítulo 12 -Las ruinas de un viejo mundo-

Apenas pasados unos momentos desde que hemos llegado a las ruinas, escucho cómo Zhuasraht cae al suelo. Valdhuitrg y yo vamos a ayudarle a levantarse, pero, en cuanto lo cogemos de las manos y tratamos de ponerlo de pie, nos dice:

—Estoy muy débil. —Mientras baja los brazos, observo las profundas grietas que se han creado en la superficie de su cuerpo a causa de que Valdhuitrg extrajera energía—. No puedo acompañaros, os retrasaría y os pondría en peligro. Debo quedarme y reposar hasta que recupere las suficientes fuerzas para estabilizar el mineral.

Valdhuitrg niega con la cabeza y contesta:

—No te voy a dejar aquí, viejo amigo.

—No hay otra opción —pronuncia Zhuasraht tratando de que en su tono no se refleje tristeza.

Con la mirada fija en el suelo, intentando hallar alguna forma de no tener que abandonarlo, Valdhuitrg repite un par de veces:

—No puedo dejarte.

Tras unos segundos, Karthmessha mira al demonio y le dice:

—Me quedaré con él hasta que se recupere. Una vez lo haga, os alcanzaremos.

Aunque a Valdhuitrg no le gusta la idea de dejar a Karthmessha y Zhuasraht aquí, sabe que no tiene elección, que tenemos que avanzar y, tras unos instantes, asiente y empieza a hablar:

—Está bien... Quédate con él. —La mira a los ojos—. Buscad un sitio cercano donde resguardaros y no llaméis la atención de las criaturas que habitan las ruinas por la noche.

—No te preocupes —responde la diablesa.

Cruzo la mirada con Karthmessha y, sin saber por qué, siento que el tiempo parece detenerse. Aunque intento moverme, los músculos no reaccionan. Sin poder controlarlo, en cuestión de segundos, noto cómo me adentro en sus recuerdos más profundos hasta que alcanzo uno que acaba tomando forma.

Antes de que pueda reaccionar e intentar salir de él, percibo como si algo o alguien quisiera que permaneciera y observara lo que la diablesa guarda en lo más íntimo de su ser.

—No entiendo... —susurro mientras vuelvo a ser dueño de mis actos y contemplo la gran habitación repleta de esculturas de seres con cierta semejanza a la especie de Valdhuitrg—. ¿Qué es este lugar? —Me doy la vuelta y dirijo la mirada hacia una puerta de metal oscuro—. ¿Por qué estoy aquí?

Antes de que pueda girar la cabeza para ver quién me toca, siento el gélido tacto de unos dedos huesudos en el cuello y escucho:

—Porque para dejar atrás este tiempo debes conocer a tus aliados y saber lo que perdieron.

Cuando por fin logro mirar en la dirección de donde ha surgido la voz, no veo más que una neblina oscura que desaparece con rapidez.

—¿Quién eres? —pregunto mientras oigo el sonido que genera la compuerta de metal oscuro al abrirse.

Vuelvo a centrar la mirada en la entrada de la habitación y veo cómo Karthmessha se adentra con dos demonios pequeños; con una niña y un niño de su especie. Aunque la puerta está abierta tan solo unos segundos, me da tiempo de observar lo que está ocurriendo en el pasillo. En el corredor hay una multitud de demonios y diablesas que corren mientras rayos de energía azul vuelan contra ellos.

—¿La rebelión...? —murmuro, contemplando el miedo que reflejan los rostros de los pequeños demonios y la preocupación que proyecta el de Karthmessha.

Apenas pasa un minuto, se escucha una explosión que acalla el sonido que proviene del pasillo. Los gritos, las pisadas, los golpes contra las paredes; todo se desvanece y su lugar lo ocupa un silencio que genera una intranquilidad que llega a proyectar un temor casi irracional.

Karthmessha eleva el dedo índice, lo posa en los labios y mira a los pequeños. Da un par de pasos, señala una estatua y con gestos les dice que se escondan. Una vez que los niños se resguardan detrás de la escultura que parece representar algún ancestro de la especie o quizá uno de sus dioses, con la mirada fija en la compuerta, pisando sin hacer ruido, la diablesa avanza despacio hasta que alcanza la mitad de la estancia.

Una vez se detiene, mientras el sudor le resbala por la frente y le humedece el resto de la cara, afina el oído y escucha las pisadas metálicas que resuenan por el pasillo. Preocupada por la presencia que siente que se acerca, aprieta los dientes y los puños.

Los pasos se detienen al lado de la puerta y el silencio reina durante unos instantes que parecen eternizarse. El chirrido del metal al moverse interrumpe la densa calma y proyecta una sensación que perturba a Karthmessha.

Mientras la puerta se abre despacio, mientras el olor a carne quemada se propaga desde el corredor y se adueña de la atmósfera de la habitación, la diablesa manifiesta dos espadas cortas de fuego y se prepara para combatir.

Un extraño siervo de Los Ancestros, que no pertenece a la especie de Urarlais, con la piel dividida en diferentes fragmentos de varios tamaños que están unidos con hilo negro y parecen haber sido arrancados de multitud de personas, con unas gruesas cadenas que se cruzan en el pecho y la espalda, que se aferran a los grandes músculos y se fusionan con una prenda formada por un tejido que parece metálico y cae desde la cintura hasta un palmo de las rodillas, camina arrastrando una extraña arma gigante de varios filos que se hunden en el suelo y chirrían al perforarlo.

Cuando el sirviente se detiene, pronuncia con una voz que da la impresión de contener multitud de voces:

—Ha llegado la hora de reducir a tu pueblo. Los amos no quieren que sigáis procreando y desean que vuestra progenie muera. —Mira hacia la estatua en la que se hallan escondidos los niños—. Tan solo desean que sobreviváis unos pocos para ser engullidos por las cadenas del Ghoarthorg.

Karthmessha gruñe y suelta con rabia:

—No voy a permitirte que les hagas nada. —Se pone en guardia—. Te mataré antes de que te acerques a ellos.

Un demonio de la especie de Valdhuitrg entra en la habitación con las manos envueltas en fuego y se lanza contra el siervo que permanece inmóvil. Tan solo cuando el sirviente nota el calor del fuego que proyecta su enemigo hace un movimiento rápido que eleva el armaextraña. En un segundo, las diferentes hojas se separan y vuelan troceando al demonio.

Mientras observa cómo las partes del cuerpo caen al suelo, mientras ve cómo se extinguen las llamas de las manos al rebotar contra las losas, a Karthmessha se le escapa un sonido que muestra el temor que siente ante el poder del siervo.

—Los Ancestros quieren que vivas para alimentar el Ghoarthorg con tu tormento —le dice el sirviente mientras empieza a caminar y arrastrar el arma—. Debes vivir para experimentar la derrota de tu especie.

Después de retroceder un par de pasos sin perder la guardia, Karthmessha pisa con fuerza, tensa los músculos de las piernas, se aferra a las empuñaduras ardientes de las espadas cortas y sentencia:

—No vas a hacerles nada. —Mira de reojo a los pequeños sin poder ocultar el temor que proyectan sus ojos—. Ellos vivirán para crecer y vengar la caída de nuestra especie.

El siervo se detiene y permanece inmóvil durante unos instantes.

—Nadie vive si Los Ancestros desean que sus almas se extingan. —Eleva el arma, la sostiene apuntando con los filos hacia el techo y dirige la mirada hacia la estatua—. Nadie —repite, girando la mano, dándole inercia a las hojas que vuelan y trocean la cabeza y el tronco de la escultura.

Cuando Karthmessha ve cómo pequeños fragmentos de roca caen sobre los niños sin herirlos de gravedad, chilla y corre hacia el siervo.

—¡Muere! —brama mientras aumenta la intensidad de las llamas de las armas—. ¡Muere escoria ancestral!

El sirviente permanece inmóvil, con el brazo en alto, sujetando el arma. Ni siquiera se mueve cuando la diablesa está apenas un metro y medio de él. No intenta evitar los filos de las espadas que se le incrustan en la barriga desgarrando los trozos de piel cosida.

—¡Muere! —vuelve a gritar Karthmessha mientras saca y hunde las espadas en otra parte del tronco.

El siervo, viendo que la diablesa lo mira con rabia e impotencia, contesta:

—No, no voy a morir.

El sirviente gira de nuevo la mano y vuelve a dar inercia a los filos del arma que salen despedidos hacia Karthmessha creándole finas heridas en la espalda. Mientras la diablesa suelta un grito y retrocede un paso, el siervo la golpea en el pecho y la lanza al suelo.

—¿Qué son para ti? —le pregunta a la vez que baja el arma, la hunde en el suelo, da un par de pasos y le pisa el estómago—. ¿Son tus hijos? —La mirada de rabia de Karthmessha no le turba, al contrario, la ira que ve reflejada en sus ojos le reconforta y le alimenta—. No, no son tus hijos. —Mira a los pequeños que están cubiertos por diminutos fragmentos de piedra y por el polvo que ha desprendido la estatua al romperse—. No son tus hijos, pero sí son algo tuyo. —Levanta la suela de la barriga y empieza a caminar hacia los niños.

Aunque Karthmessha se aferra a la pierna e intenta frenarlo, el siervo le golpea la cara y la vuelve a tumbar.

—No... —implora mientras la sangre le brota de la nariz y le resbala por los labios.

El sirviente se detiene al lado de los pequeños, se pone en cuclillas y observa las caras atemorizadas.

—¿Qué sois para ella? —Ante el silencio que obtiene como respuesta, muestra lo que le molesta que permanezcan callados y grita escupiendo saliva sobre los niños—: ¡¿Qué sois para ella?!

Mareada, sin apenas poderse sostenerse en pie, Karthmessha saca las suficientes fuerzas para volver a manifestar las espadas cortas y decir:

—Son lo único que me queda de mi hermana y no permitiré que envíes sus almas al lago de ceniza. —Camina tambaleándose—. No voy a permitir que les hagas daño.

El siervo la mira con curiosidad, no parece que muestre respeto por la voluntad de la diablesa, pero sí que surgen de él emociones que llegan a crear el efecto de cierta admiración por su resistencia.

—Debes vivir, es la voluntad de los amos. —Se yergue—. Quieren que vivas, pero no les importará si te hiero un poco.

Sin elevar el arma, tan solo observando los filos, hace que se desprendan unas púas finas de casi un metro de largo que salen disparadas hacia la diablesa y la incrustan en la pared.

Karthmessha intenta liberarse sin éxito y brama:

—¡Te mataré!

El siervo vuelve a ponerse de cuclillas, mira durante un segundo a los niños y, con un movimiento rápido, los coge de las cabezas; sus manos son tan grandes que no le cuesta sostenerlas por completo.

Un intenso cúmulo de odio, rabia e impotencia se apodera de mí. Sabiendo lo que está a punto de suceder, sabiendo que es algo que no puedo evitar, con la tristeza y la ira creciendo en mi interior, giro la cabeza y bajo la mirada.

Los gritos de Karthmessha y los llantos de los niños me desgarran el alma. Su dolor es tan intenso que llego a sentirlo como propio. Su agonía me destroza por dentro y por fuera.

El recuerdo empieza a difuminarse y la escena comienza a oscurecerse, pero, antes de que se desvanezca por completo, escucho el sonido que producen los huesos al ser quebrados y veo la sangre que atraviesa mi representación y salpica el suelo.

—Lo siento... —susurro, elevando un poco la vista, observando el dolor que refleja el rostro de mi aliada, escuchando su llanto—. Lo siento mucho —pronunció mientras los ojos se me humedecen y una lágrima me recorre la mejilla.

A lo lejos, como si proviniera desde un lugar muy distante, escucho la voz de Valdhuitrg llamándome. Sin embargo, estoy tan inmerso en lo que acabo de presenciar que no salgo del todo del recuerdo hasta que el demonio me da una palmada en la espalda y me pregunta:

—¿Qué te pasa?

Con la mirada triste, observando a Karthmessha que ayuda a Zhuasraht a caminar hacia un lugar seguro, me giro y miro a Valdhuitrg a los ojos.

—La muerte de tu pueblo. Eso es lo que me pasa.

El demonio se extraña, no entiende bien qué sucede, pero, cuando alterna la vista entre la diablesa y yo, percibe de lo que he sido testigo. La unión de la cadena es más fuerte de que lo pensaba y nos conecta a unos niveles muy profundos.

En silencio, camino bajando la pendiente que conduce a una gran avenida que está llena de cascotes y se halla rodeada de edificios en ruinas donde la vegetación se ha adueñado de las grietas de la piedra. No presto atención a las plantas que se han apropiado de las construcciones dotándolas de un aspecto muy antiguo. No puedo hacerlo, mi mente se halla en otro lugar.

Mientras piso los restos de la ciudad que resistió a Los Ancestros, me embargan multitud de recuerdos y emociones. La visión ha conseguido que me vuelva a enfrentar con mi naturaleza. No con la supuesta naturaleza de un pasado que desconozco, sino con la de quien soy ahora. Lo que he visto ha logrado que vuelva a sentirme la persona en la que me convertí gracias al maestro y a Adalt; al hombre que soy gracias a haber tenido una segunda infancia y haber crecido sirviendo como Guardián de Abismo.

Estar en este futuro, descubrir que incluso el silencio puede ser una fuerza destructora, sentir cómo una parte de mi ser quiere anularme, ha hecho que me alejara de lo que soy en realidad.

Más allá de El Hijo del Silencio que proclaman que seré, más allá del que puede que acabe con la existencia de Él, más allá de lo que todos esperan que sea, más allá de eso, soy Vagalat, y no puedo permitirme olvidarlo nunca. No puedo, y menos ahora.

Mientras avanzamos pisando los restos del último reducto de una creación que acabó sucumbiendo, Urarlais se pone a mi lado, dirige la mirada hacia las construcciones en ruinas y me dice:

—Este lugar está impregnado con dolor y derrota. —Se queda un segundo pensativo—. Me recuerda a un antiguo lugar con el que he soñado mucho tras la caída de mi especie.

Giro un poco la cabeza y le pregunto:

—¿Qué lugar?

—Un templo donde estaban representados en grandes estatuas los primeros que sirvieron a la fuerza creadora. Un lugar de veneración que conducía a través de una compuerta sellada a la misma esencia del Silencio Primordial. Una construcción en ruinas en la que vagaba una mujer de piel azulada. —Fija la mirada en la calzada agrietada y, antes de acelerar un poco el paso y adelantarse, añade—: Un templo que me llamaba una y otra vez, como si quisiera decirme algo que no llegaba a entender.

—La mujer del templo... —susurro, recordándola y recordando mi estancia en la construcción unida al silencio—. No puede ser una casualidad... —murmuro, centrando la vista en Urarlais, viendo cómo la prenda blanca y holgada que porta es mecida por una brisa que sopla durante unos instantes.

Ladeo la cabeza, observo los edificios casi derruidos y me pierdo en mis pensamientos. Aunque aún no soy capaz de saber por qué, parece que todo está relacionado, que algo une las vivencias que he tenido y las que estoy teniendo, que nada pasa por casualidad.

«Quizá tenga que estar aquí, en este futuro de corrupción...».

Estoy tan inmerso tratando de hallar una explicación a aquello que se me mantiene oculto que, tan solo cuando recorremos la gran avenida y llegamos a una estructura que ha colapsado convirtiéndose en una montaña de piedras, salgo de mi abstracción y regreso a este mundo cargado de dolor.

Mientas mira a Athwolyort que asiente, veo a Valdhuitrg olfatear, buscando en la esencia del lugar,

—Sí —afirma, observando al ser de piel marrón—. Tienes razón, es aquí. —Centra la mirada en los cascotes amontonados—. Las ruinas han sido moldeadas y han cambiado de forma.

—¿Han cambiado de forma? —pregunto, contemplando la estructura derruida.

—La esencia del Ghoarthorg se ha unido a las ruinas y estas han empezado a trasformarse —contesta.

Athwolyort se acerca a la montaña de escombros, posa la palma en una piedra y explica:

—Esto es o era uno de los puntos de acceso a las construcciones subterráneas, a la verdadera ciudad. —Me mira y prosigue—: Según los mitos y lo que descubrimos en nuestra primera incursión, la ciudad no cayó de golpe, los ataques de Los Ancestros fueron repelidos varias veces. Los habitantes tardaron mucho en sucumbir y, antes de hacerlo, fueron adentrándose en las profundidades de la tierra, extendiendo la ciudad en el interior del mundo, hasta que en un último ataque acabaron siendo derrotados. —Vuelve a centrar la vista en los escombros—. Los edificios exteriores son los más antiguos y muestran las primeras etapas de la resistencia.

Recreando los combates en mi mente, elevo la mirada y observo cómo en algunos edificios hay huellas de grandes impactos, como si descomunales rayos hubiera desintegrado las piedras dejando un surco pulido que ahora es ocupado por el musgo y las enredaderas.

—¿Cuánto duró la resistencia? —Miro a Athwolyort—. ¿Cuánto tiempo aguantaron?

Antes de contestarme, se acaricia la barba y enarca una ceja.

—Es difícil saberlo. Según los mitos resistieron siglos, pero en nuestra primera incursión hallamos partes de la ciudad subterránea con inscripciones que señalaban los milenios que aguantaron los envites de las tropas de Los Ancestros.

Valdhuitrg, que mientras hablábamos ha estado inspeccionado la montaña de cascotes, se gira y dice:

—Es uno de los misterios que no conseguimos resolver. No sabemos el tiempo que aguantaron, pero sí que fue mucho. —Vuelve a mirar los escombros—. Esta entrada era la mejor para evitar pasar por las zonas pobladas de Llághertes. Tendremos que buscar otra...

Antes de que Valdhuitrg pueda terminar la frase, Uraralais extiende las manos y asegura:

—Crearé un corredor.

Mientras el cuerpo se le envuelve con un potente brillo azul, los cascotes empiezan a elevarse dejando a la vista lo que debía de ser una gran estancia. Poco a poco, en el centro de la sala, va quedando a la vista una entrada al subsuelo sellada con una gruesa pieza redonda de metal.

Athwolyort sonríe, asiente y camina diciéndome:

—Humano, el tipo pálido que rescataste de las entrañas del metal me empieza a gustar. —Ríe.

Mientras Valdhuitrg también sonríe y avanza, media sonrisa se me marca en la cara.

—Athwolyort —susurra el demonio.

Los sigo y cuando alcanzamos la pieza metálica que sella la entrada, cogemos las pequeñas partes que sobresalen y la levantamos. Una vez la hemos apartado lo suficiente como para poder entrar, le pregunto al demonio:

—¿Qué son los Llághertes?

Tras un par de segundos, en los que ha inspeccionado el interior del túnel que ha quedado a la vista, contesta:

—Son los reflejos deformados de las proyecciones de los mundos del Ghoarthorg. Al hallarse las ruinas en las profundidades, la energía que recrea las proyecciones de las mentes de los encadenados desciende carente de luz. —Mira a Urarlais y le hace un gesto con la mano—. Debemos seguir.

El Felesshatth afirma ligeramente con la cabeza, baja los brazos y camina sin que los cascotes dejen de flotar. Athwolyort se adentra en la ciudad subterránea, Valdhuitrg le sigue y, cuando Urarlais se aproxima lo suficiente, voy detrás de ellos pensando en la naturaleza de Llághertes.

Una vez ha movido la pieza metálica y ha sellado la entrada, el Felesshatth se detiene cerca de donde estamos y dice mientras el brillo de su cuerpo desaparece:

—Aquí debajo el dolor es más intenso.

Apenas se silencian sus palabras, se oye el gran estruendo que producen los cascotes al caer sobre los restos de la estancia y sobre la pieza metálica que la conecta con el mundo inferior.

Cuando cesa el ruido, sintiendo la impregnación del lugar, afirmo:

—Sí, aquí el dolor es mucho más intenso.

Las paredes que rodean la escalera circular de roca que desciende hacia el nivel inferior están impregnadas con una sustancia verde que produce un brillo de la misma tonalidad. Mientras comenzamos a descender, toco lo que genera el fulgor, acerco los dedos a la nariz y los huelo.

—Es algún tipo de musgo...

Valdhuitrg dice:

—Nos llamó la atención la primera vez que estuvimos aquí.

Athwolyort añade:

—Es un musgo que fue creado para generar luz.

Poco a poco, a la vez que nos acercamos al nivel inferior de la ciudad en el que los edificios se erigen hasta que las azoteas se hunden en la roca que forma el suelo de la parte superior de la urbe, el pequeño túnel circular que desciende junto a los escalones se agranda y deja a la vista la inmensidad de esta zona de la ciudad.

—Es... —Me callo mientras observo las paredes de los edificios emitir un tenue brillo azul—. Es una vista preciosa.

Las calles, que serpentean entre las grandes construcciones blanquecinas de muros repletos de grabados de una lengua que desconozco, están cubiertas por armaduras oxidadas, espadas, hachas, lanzas, cuchillos, mazos... En ellas se refleja el destino final de la resistencia y el de los habitantes que combatieron contra Los Ancestros.

Mientras elevo la cabeza y me fijo en cómo en la parte más alta de la cavidad los brillos azulados se mezclan con los verdes que produce el musgo adherido en la roca del techo, Urarlais se aproxima a un edificio cercano, pasa la mano por una placa metálica, limpia el polvo con la palma y lee el mensaje tallado en el metal:

Gimghetjup Porthliess.

Valdhuitrg se acerca y recita:

—La muerte es irreal.

Uraralias lo mira, asiente y contesta:

—Está escrito en uno de los idiomas del silencio.

Athwolyort deja el hacha en el suelo, apoya la empuñadura en la pared del edificio y, mientras se frota las manos despacio, explica:

—No descubrimos muchas cosas en nuestra primera incursión, la ciudad siguió siendo un enigma después de que la abandonáramos, pero el contacto con una piedra brillante nos permitió descifrar algunos grabados.

—¿Qué piedra? —pregunto alternando la mirada entre Valdhuitrg y Athwolyort.

—Una piedra azul con extrañas inscripciones de la que emergían susurros ininteligibles —responde el demonio.

Urarlais mira a Valdhuitrg sin ocultar cierta sorpresa.

—¿Una piedra que palpitaba? ¿Una de la que emergía vibraciones que alteraban el aire a su alrededor?

—Así es —le contesta.

—Una manifestación del silencio... —susurra Urarlais.

—¿Una manifestación del silencio? —le pregunto.

Sin elevar la vista, manteniéndola fija en el suelo, el Felesshatth explica:

—Las manifestaciones del silencio son representaciones nacidas en las profundidades del silencio que emergen de la fuerza ancestral para existir durante cierto tiempo en los mundos materiales.

Cuando acaba de hablar, se escuchan rugidos no muy lejanos que son acompañados por arañazos en las estructuras de piedra. Valdhuitrg se gira, olfatea, escruta el entorno con la mirada y dice:

—Debemos movernos. Parece que ahora las deformidades se mueven por esta zona de la ciudad.

Mientras nos ponemos en marcha y avanzamos con rapidez por una calle que desciende hacia lo que parece un nivel intermedio, pregunto:

—¿Deformidades?

Athwolyort, que se halla un par de pasos detrás de mí, contesta:

—Hay muchas criaturas morando en las ruinas. Los Ancestros crearon a seres para que las custodiaran y los habitantes conjuraron bestias en los últimos tiempos de la resistencia que les sobrevivieron y se volvieron aún más salvajes. Las deformidades son producto del roce del poder de las imperfecciones en los cuerpos de los que combatían a Los Ancestros.

Valdhuitrg añade:

—Son los soldados de la ciudad que sufrieron trasformaciones a causa del poder del silencio.

Aunque no dice nada, se nota cómo le molesta a Urarlais que el poder del silencio haya creado monstruosidades. Athwolyort, que no llega a ver la cara del Felesshatth, prosigue hablando:

—En algunos casos, las bestias conjuradas por los habitantes, los seres creados por Los Ancestros y las almas corruptas de las deformidades se entremezclaron y dieron forma a nuevas criaturas. —Hace una breve pausa—. Mientras eso ocurría, las mentes de todos moldearon algunas zonas de la ruinas, construyendo sus pequeños mundos.

Casi cuando estamos a punto de alcanzar una gruesa pared con una losa incrustada en la que hay un grabado de alguien corpulento ataviado con una armadura, Valdhuitrg dice:

—Aunque ni la ciudad ni el mundo donde se hallaba son originarios del Ghoarthorg, cuando Los Ancestros arrastraron la urbe a las profundidades esta adquirió ciertas características del lugar maldito de los encadenados y empezó a ser moldeada por las mentes de los seres que quedaron atrapados aquí.

El demonio hunde las manos en la losa y empieza a retirarla. Urarlais contempla cómo se mueve la pesada piedra y pronuncia con un tono que no denota la rabia que siente:

—Las imperfecciones no solo subyugaron a mi pueblo, corrompieron el tiempo, el silencio y se propagaron por los mundos. —A través del brillo que desprenden sus ojos puedo sentir la pena y el dolor que le produce la obra de Los Ancestros—. Las imperfecciones deben dejar de existir. Es la única forma de que retorne el equilibrio y desaparezca la amenaza sobre el silencio. Es el único modo de que la fuerza ancestral no se vea condenada y se desvanezca la posibilidad de que deje de existir.

Golpeado por las palabras de Urarlais, preguntándome cómo es posible que la existencia del silencio se vea amenazada, observo el rostro inexpresivo del Felesshatth y le pregunto:

—¿Cómo es posible que corra peligro una fuerza infinita como el silencio?

Mueve la cabeza lentamente hasta centrar la mirada en mis ojos.

—Porque la infinidad del silencio puede acoger una imperfección infinita.

Valdhuitrg, que ya ha movido la losa y la ha apoyado en la pared, dice:

—¿Quieres decir que la corrupción de Los Ancestros puede volverse infinita y dominar completamente el silencio?

Urarlais lo mira.

—Así es. Al principio, cuando deje las profundidades del metal, apenas sabía la repercusión que podía tener la obra de las imperfecciones. Pero desde que hemos llegado a este mundo, el lazo que me une a mis hermanos y hermanas se ha restaurado y soy capaz de percibir lo que se esconde en sus mentes corruptas. 

—¿Pueden acceder a ti? —pregunta Athwolyort con el ceño fruncido.

—No... Al menos por ahora no.

Apenas se han silenciado las palabras, dos seres grotescos, que quizá fueran humanos en otro tiempo, con la carne sobresaliendo del metal que antaño les cubría el cuerpo, con la armadura unida a la grasa roja, se mueven con rapidez descendiendo hacia nosotros por la calle.

—Deformidades —dice Valdhuitrg antes de manifestar la espada de fuego y mover la mano para que nos adentremos en el túnel que la losa ha dejado al descubierto.

Mientras el demonio hunde el filo de fuego en las burbujas de carne, las atraviesa y alcanza el interior de uno de los seres, Urarlais manifiesta dos dagas de energía azulada y las lanza contra la otra deformidad. Una vez que las criaturas caen, una vez que Athwolyort y yo nos hemos adentrado en el interior del túnel, el Felesshatth y Valdhuitrg nos siguen.

—Espero que algún día encontréis la paz que os robaron Los Ancestros... —pronuncia el demonio mientras sella la entrada con la losa—. Y ojalá que ese día no tarde en llegar...

Al mismo tiempo que se da la vuelta y camina hacia nosotros, escuchamos los golpes que producen las deformidades en la gruesa piedra que les impide alcanzarnos.

Athwolyort, que camina delante, dice:

—Démonos prisa. Aunque las deformidades caen con facilidad, no podemos permitirnos enfrentarnos con un grupo grande. —Mientras habla, observo cómo lo ilumina el brillo verdoso de las paredes—. Les costará, pero no tardarán en encontrar un modo de acceder al túnel.

—Aún conservan parte de la inteligencia que tenían sus huéspedes en vida —afirma Valdhuitrg—. Avanzaremos rápido y haremos que les sea difícil seguir nuestro rastro. El ruido que generan puede atraer otras bestias y tenemos que intentar llegar a las partes más profundas de la ciudad sin llamar más la atención.

Sin detenerse, Athwolyort contesta:

—Sí, en los niveles inferiores debemos ser más cautos. Tenemos que... —La frase queda a medio pronunciar porque el suelo de túnel se fractura y mi aliado es engullido por las brechas.

Me aproximo con rapidez, me agacho y grito:

—¡¿Athwolyort, estás bien?!

Mientras espero alguna respuesta, siento que Urarlais y Valdhuitrg llegan a mi altura. Tras unos segundos, cuando empiezo a temerme lo peor, escucho la voz de Athwolyort:

—Maldito suelo quebradizo. —Poco a poco, el agua que le cubre hasta la barbilla se ilumina y me permite ver que está bien—. Este lugar ha cambiado mucho. —Se voltea y observa cómo el nivel inferior de la ciudad está inundado—. Saltad. —Me mira y mueve la mano—. Hay mucha altura, pero algo frena la caída.

Antes de escuchar a Urarlais hablar, contemplo cómo produce un potente brillo azul que se propaga a mi alrededor.

—Un conjuro de una fuerza que me resulta conocida...

—¿Un conjuro...? —susurro y me dejo caer.

Mientras desciendo, escucho el sonido que producen mis aliados al saltar. Cuando estamos a tan solo unos metros de la superficie del agua, un tenue brillo se proyecta desde el líquido y nos detiene en el aire. Tras apenas un segundo, caemos lentamente hasta tocar el suelo y quedar con la mitad del cuerpo cubierta por este extraño lago.

—Este lugar es diferente... —dice Valdhuitrg mientras olfatea—. Todo ha cambiado, pero no la ha hecho por las mentes de las bestias o las deformidades. —Mira a Athwolyort—. Alguien que no estaba aquí cuando vinimos la primera vez ha trasformado la ciudad.

Apenas me da tiempo de asimilar lo que ha dicho mi aliado cuando veo algo moverse a gran velocidad por el agua. Me pongo en guardia y hago un gesto con la cabeza para que los demás presten atención.

Urarlais se adelanta envuelto en un potente brillo azulado, busca el origen de las vibraciones que siente en el agua, pero le es difícil encontrarlas. Valdhuitrg manifiesta la espada de fuego, aprieta los dientes y dice:

—No sé qué es lo que vive en este lago, pero es algo antiguo.

—¿Antiguo? —pregunta Athwolyort, antes de coger un poco de agua con la mano y saborearla—. Tienes razón, este lugar apesta.

Algo envuelve a Urarlais con tal velocidad que no somos capaces de hacer nada por evitar que lo hunda y lo arrastre por el fondo del lago hasta llevarlo a un lugar más profundo.

—¡No! —bramo, manteniendo la mirada fija en el surco de ondas que se genera en la superficie del agua.

Antes de que pueda siquiera girarme, escucho de nuevo el sonido de algo emergiendo del agua y atrapando a otro de mis aliados. Athwolyor es arrastrado al igual que Urarlais.

—Maldita sea —dice Valdhuitrg mientras avanza poseído por la rabia.

Apenas da unos pasos, algo se eleva desde del agua y lo hunde. Me adelanto, veo cómo emergen las burbujas que surgen de los pulmones de mi aliado, extiendo la mano e intento canalizar mi poder. Me esfuerzo en dar forma a Dhagul, pero no logro más que sentir un fuerte dolor en el brazo.

—Vamos —mascullo, antes de que una figura de un azul oscuro se alce delante de mí.

El ser, que carece de ojos aunque sí tiene cuencas, extiende los cuatro brazos, me agarra con los dedos que están unidos con membranas, abre la boca y expulsa una gruesa lengua que se adentra en mis pulmones a través de la boca.

Cuando siento la presión en mi interior, la criatura me hunde y me arrastra a las profundidades de este extraño lago mientras la visión se me oscurece y mis sentidos se apagan.

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