Las comadres
Después de mi charla con Lula y la posterior decepción, decidí que lo mejor era guardarme el recuerdo del caballero de la llama para mí sola. Eso no quitaba que no hubiera hecho mi investigación. Tenía todavía un as bajo la manga para develar el misterio.
Aprovechando que era verano y estaba de vacaciones, me fui varias veces al terreno baldío, con Houdini como excusa, para ver si volvía a encontrarme con él. Trataba de ir en diferentes horarios, siempre sin éxito. Mi perro estaba feliz, por supuesto. Nunca lo habían sacado a pasear tan seguido como en esos días. Es más, ni siquiera tenía ya la necesidad de escaparse de la casa.
Por otro lado, era momento de hacer mis averiguaciones con el servicio de inteligencia del pueblo de Sauce Blanco o, como eran conocidas, las comadres, que se juntaban a tomar mate en la vereda todos los días.
Ellas no tenían nada que envidiarle ni a la CIA ni al FBI. Sabían todo de todos y yo formaba parte de su círculo de confianza. Si había alguien que me pudiera tirar la posta sobre la llama misteriosa, eran ellas.
No sabía cómo hacían, pero se ve que tenían pajaritos en puntos estratégicos, sus secuaces sigilosos. Eran las personas mejor informadas y la fuente más confiable. Eran el ojo en el cielo, el Gran Hermano. No se les escapaba nada.
—¿Cómo les va a las diosas del barrio? —las saludé, con una sonrisa enorme.
Las cinco señoras me agradecieron el piropo con sonrisas amables. La verdad que eran muy simpáticas y más de una vez me había sentado a tomar mate con ellas, para reírme un rato de sus ocurrencias. Porque, además de ser un fuente inagotable de chismes, eran unas opinólogas de primer nivel. Las quería muchísimo.
—Todo bien, Belu —me contestó doña Clara—. ¿Vos? ¿Cómo está la Yoli? Hace mucho que no la vemos.
La Yoli era mi abuela, miembro honorífico de aquella asociación. Gracias a ella, yo había crecido escuchando historias de todas las familias de Sauce Blanco y había recibido más consejos de los que podría aprovechar en mi vida.
—De viaje por Perú ahora, Clarita —le conté—. Se fue el mes pasado y nos dijo que no sabía cuándo iba a volver.
—Siempre fue una loca linda, la Yoli —se rio Hilda, la abuela de Lula, que también formaba parte del grupo—. ¿Es verdad que se fue de mochilera?
—Sí, ¿puede creer? —le respondí, con una sonrisa—. Anduvo por el norte. Empezó por Salta y Jujuy. Y de ahí, para arriba.
Mi abuelita, lejos de lo que se esperaba de la abuela promedio, era una aventurera en toda regla. Sin ataduras ya, porque mi abuelo había fallecido hacía años y todos sus hijos habían formado su propia familia, se había decidido a cumplir el sueño de su vida: viajar sin rumbo fijo y conocer gente en el camino. Con los ahorros que le quedaban, se había pagado un pasaje de ida para arrancar en el noroeste del país.
Hasta donde sabía, paraba en carpa o en hostels y compartía camino con gente de todo el mundo que se iba cruzando en cada pueblo. Y como era muy buena con las manos, se iba pagando los gastos vendiendo artesanías acá y allá, a otros turistas como ella. Una genia, la verdad.
—Ya nos contará cuando vuelva —dijo Hilda.
—Si es que vuelve —comentó Sarita, la soltera del grupo.
Sarita era todo un personaje. Siempre fatalista. Una drama queen de la tercera edad. Tenía cada salida que no sabías si reírte o asustarte, pero nunca te dejaba indiferente.
Me dediqué un rato a decirles lo poco que sabía del viaje de mi abuela, mientras me convidaban con tereré y masitas caseras, que estaban buenísimas.
—Va a volver —terció Silvia—. Con lo que ama sus plantas, no va a permitir que se queden desamparadas mucho más tiempo.
Eso era cierto. Mi abuela no tenía ya una dependencia hacia su familia, pero sus plantitas eran un tema aparte. Nos escribía todos los días para preguntarnos si habíamos regado sus flores, si estábamos cuidando bien los frutos de la huerta y ni hablar de sus orquídeas de colección, su tesorito, sus "preciosas". Que nosotros estuviéramos bien o no, pasaba a segundo plano cuando se trataba de sus bebés.
—Todos los días le pide a mamá que le mande fotos —les confié—. Y más vale que no haya ni una hojita un poco marrón. Aprendimos más de jardinería este verano que en toda nuestra vida.
—Y está muy bien —dijo doña Clara—. El día de mañana qué sabemos si no van a necesitar tener el huertito bien cuidado. Con lo caro que está todo...
—¡Y los químicos! —agregó Sarita— ¡La de porquerías que le ponen!
¿Para qué había hablado? Se enfrascaron en un debate sobre cultivos que tenía mitad ciencia, mitad sabiduría popular. No me malinterpreten, era muy interesante, pero yo ya me sabía todos los argumentos de memoria, de todas las veces que los había escuchado. Que los tomates estaban muy caros, que los zapallitos ya no venían como antes, que ese gusto agrio de las naranjas no podía traer nada bueno. En fin, ya me los conocía todos, pero no lo pensaba manifestar. Yo sabía que a ellas les encantaba que las escucharan y yo les daba el gusto cada vez que podía.
En otro momento, me hubieran dado ternura con todos sus comentarios. Sin embargo, yo tenía una misión ese día que estaba muy lejos de si era ético o no combatir las plagas con agroquímicos.
Hice acopio de toda mi paciencia, y esperé a que tocaran otro tema más light para continuar mi investigación.
—Escuché que apareció algo raro cerca de la casa de la abu —les conté—. ¿Saben algo de eso?
Después de que otras personas se rieran de mí dos veces y que me hicieran aclarar que no era llama de fuego, si no el animal, había decidido mentir un poquito. Era preferible que trataran de loco a un informante anónimo en vez de a mí.
—¿Algo como qué, Belu? —quiso saber Hilda.
—Algo como un... animal exótico —respondí, haciéndome la misteriosa.
Las comadres se miraron, las cejas fruncidas y los labios estirados en un claro gesto de desconocimiento. Disimulé la decepción. Si ellas no sabían nada, nadie más lo haría. Y eso tiraba por tierra mis esperanzas de volver a ver a mi desconocido (al que ya le había perdonado que su llama me escupiera, por supuesto).
—Yo sé que el Cholo anduvo trayendo pavos reales a escondidas hace un tiempo —me confió Sarita.
—Ah, sí, es cierto —asintió Silvia—. Ese viejo siempre anda trayendo cosas raras. No sé cómo no lo metieron preso todavía. ¿Se acuerdan cuando metió a un puma en la casa?
—¡Un enfermo! —se indignó doña Clara— Pobre bicho, encerrado en una jaulita de dos por dos. ¿Y para qué?
—Aparte, el peligro —agregó Sarita—. Mirá si se escapaba y se comía a alguien...
—Una desgracia, sería —murmuró Silvia.
Todas murmuraron comentarios apoyando esa preocupación. El Cholo era un señor jubilado, aficionado a la caza. Un tipo bastante polémico. Lo único que sabía era que no tenía familia y que era un milico retirado. Cuando era chica, me daba un poco de miedo, la verdad. Supe que llevó de todo a su casa y que siempre estaban rescatando a los animales que caían con él. Sin embargo, no sabía qué contacto tenía que nunca tomaban acciones legales contra él.
—No, no hablaba de pavos reales —les aclaré—. Me refería a... una llama.
—¡¿Una llama?! —corearon al unísono.
—No, mamita, eso no lo escuchamos —me dijo Hilda—. Pero si anda dando vueltas un animal de esos por acá, nos vamos a enterar seguro.
—Sí, tal cual —la apoyó Clara.
—Igual, Belu —me dijo Hilda—, si sabés de algo, contanos. ¿Quién te dijo que había visto una llama acá?
—Eh... Lo mandaron en un grupo de Whatsapp —les expliqué, sabiendo que el mundo digital no era lo suyo y no sería descubierta.
—Ah, debe ser mentira —desestimó doña Clara.
La vibración de mi celular interrumpió la charla. Lo saqué del bolsillo trasero del jean y sonreí al ver quién me había mandado mensaje.
—Hablando de Roma... —les dije— Dice la abuela que vuelve en dos semanas.
La extrañaba un montón y me moría de ganas de verla de nuevo. Sabía que nos íbamos a pasar horas poniéndonos al día sobre su viaje y sobre las pocas cosas interesantes que habían pasado en su ausencia.
Me despedí del grupo de comadres y enfilé de nuevo para mi casa. En el camino, le mandé un audio a mi abuela contándole lo que me había pasado el sábado anterior. Era mi ultima esperanza. Al menos, ella me tenía que creer. Sin embargo, nada me hubiera preparado para su respuesta.
Abu Yoli: Si la volvés a ver, ni se te ocurra acercarte, Belu
Cuando vuelva, te cuento
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