La loca

Odiaba el verano con todo mi ser. Me hacía transpirar a mares y me hacía agarrar unos bajones de presión que me mareaban más de una vez. Ah, pero díganselo a Houdini. Háganle entender que yo ya no estaba para correr con esos calores, y menos con esa humedad que amenazaba tormenta.

En fin, ya había agarrado al fugitivo y lo llevaba bien seguro en mis brazos. Menos mal que era tamaño miniatura, si no, no sé qué hubiera hecho. Por lo menos, llevarlo a upa no era una tarea demasiado pesada.

Cuestión que, pasada la adrenalina de la carrera, camino a casa ya empezaba a ser consciente de unas cuantas incomodidades que antes habían pasado a segundo plano. Como que el combo calor y fricción había hecho estragos en mis pies y se me estaban formando ampollas donde rozaba la tira de goma de mis ojotas. Bueno, por lo menos no se habían roto.

Ya me había pasado un par de veces que, por salir corriendo sin mirar por dónde iba, me tropezaba y terminaba revoleando mis ojotas en un tacho de basura porque se me rompían en la carrera. Y no saben el bajón que había sido correr descalza, debatiendo si era mejor incinerarme las plantas de los pies con el asfalto caliente, o pincharme un dedo con un pedazo de vidrio disimulado por el pasto alto de la vereda, o volverme a casa exagerando mi desgracia y decirle a mi hermano que se buscara otro perro porque Houdini se había perdido para siempre... Sí, hermoso todo. Quédense tranquilos, que la última opción nunca la elegí, aunque ganas no me faltaron.

Volviendo a mi penoso sábado, ahí estaba yo muerta de calor, rengueando por culpa de la molestia y con un perro dormido en brazos. Ah, sí, porque encima tenía que ser testigo de eso. A Houdini, no parecía pesarle en lo más mínimo lo que yo había tenido que pasar por culpa de sus travesuras. Se lo veía cómodo. Demasiado. ¿Qué quieren que les diga? A mí, también me hubiese gustado dormirme en brazos de alguien mientras me llevaban a mi casa. Y si era alguien como el bomboncito que me había cruzado momentos antes, mejor.

—Agua —alcancé a decir, mientras abría los brazos para que el escapista se bajara.

Habíamos llegado a destino. Miré a Franco como si me hubieran sacado de The Walking Dead, para que le quedara claro que le tocaba empezar a pagarme el favor de rescatarle a su perrhijo. Estaba pancho mirando tele en el living. Muy pancho y muy fresco con el ventilador dándole en la cara de vez en cuando. Me devolvió la mirada, mientras disimulaba una sonrisa burlona.

—Fría —especifiqué, para que se moviera del sillón—. Ya.

No, no le iba a pedir por favor. No en ese estado y con una nada sana envidia por verlo tan fresco.

—¿Te traigo un peine también? —quiso saber, como para avivar más la llama—. ¿O ya es causa perdida?

Me quedé callada hasta que volvió de la cocina con lo que le pedí. No pensaba responder ese comentario. Me descalcé, mientras tanto, y disfruté del fresco del piso rústico. Ya ese simple gesto me había levantado el ánimo. Descubrí que, efectivamente, se me habían lastimado los pies. Hice fondo blanco con el agua que me había dado Fran y suspiré como si me hubieran devuelto la vida en ese momento.

—¡Ay, nena! —exclamó mamá cuando me vio— ¿Te caíste en un charco?

Arrugué la frente sin entender y fui a verme al espejo que estaba al lado de la puerta de calle.

—Durísimo, ¿viste? —comentó mi hermano, parándose al lado mío—. Estás para el casting de una peli de terror. Te juro que, si te aparecés en medio de la noche así, no duermo.

Y la verdad que tenía que darle la razón. No solo estaba empapada en sudor, sino que tenía la cara sucia con tierra y se notaba dónde había impactado el escupitajo de la llama maldita. Y mi pelo... Una desgracia, sí. Se suponía que me lo había atado en una colita alta, pero con la corrida se había bajado hasta la nuca y se me escapaban unos cuantos mechones que parecían tener vida propia, mientras otros se me habían pegado a la piel con la transpiración. Eso de tener el pelo ondulado no estaba bueno en un momento así.

—Ya vengo —dije—. Banquen que me baño, porfa.

—No tardes que ya está la comida —me pidió mamá, volviendo a la cocina— Franco, la mesa, por favor.

Corrí a mi habitación a buscar ropa limpia y me metí a la ducha. El contacto con el agua me relajó bastante, a pesar de que el agua en los pies me ardía donde tenía lastimado. En aquel momento, juré no volver a correr en ojotas. (Alerta spoiler: aquella no sería la última vez, pero me gustaba mentirme a mí misma con ese tipo de promesas que me olvidaba momentos después).

Yo sabía que tenía que hacer lo más rápido posible, pero me fue inevitable volar un poco en ese momento. Lo que me había encontrado un rato antes había sido rarísimo.

A ver, vivía en Sauce Blanco, un pueblo en medio de la nada, en plena pampa argentina. No muy chico, pero sí lo suficiente como para tener "de vista" a todo el mundo. Por ahí no me sabía los nombres, pero las caras las conocía. Y ese chico no era de acá. Imposible que alguien así pasara desapercibido y que ni yo, ni mis amigas lo hayamos detectado con nuestro radar. Y bueno, ¿qué decir de la llama?

No vivíamos en la cordillera ni ahí. Explíquenme qué hacía una llama en medio de un descampado, señores. ¡Insólito! Tengo que admitir que, hasta ese momento, me gustaban. Me parecían re lindas, re tiernas. ¡Hasta le robaba el peluche gigante de la llama violeta del Fortnite a mi hermano para dormir la siesta en el sillón del living! Si hubiera sabido que una me iba a hacer lo que esa me hizo...

En fin, una llama blanca. Necesitaba saber cómo había ido a parar un animal así a mis pagos.

El solo hecho de recordarla me hacía enojar de nuevo, así que preferí evadirme una vez más con el recuerdo del papucho que la acompañaba. Él también parecía de otro planeta. Sonreí mientras me hacía la escena en mi cabeza. Esa mirada perfecta, cálida, amable, tan atractiva... Suspiré, al tiempo que me lavaba el pelo con shampoo. El pelo... ¡Mi pelo salvaje!

El papucho me había visto con los pelos parados y la cara de desquiciada. Juro que quise desaparecer de la faz de la tierra en cuanto me di cuenta de eso. Me morí de la vergüenza, por más que el momento ya hubiera pasado varios minutos atrás. Tenía unas ganas bárbaras de cruzármelo de nuevo, pero el simple hecho de pensar en mi facha penosa cuando nos conocimos me ponía mal. Qué horror...

—Bel, tenemos hambre —se quejó mi papá, desde el otro lado de la puerta—. Metele.

Apuré el trámite. La sola mención de la comida había hecho eco en mi estómago que rugió en respuesta a papá. Dejé a un lado mis fantasías con el sexy desconocido que se había cruzado conmigo y terminé de bañarme.

—Hoy vi una llama —les conté, cuando ya estábamos en pleno almuerzo.

—¿Otra vez estaban quemando basura los Martínez? —preguntó papá, con la boca llena de puré de papas.

—No, no llama de fuego, pa. El bicho —le expliqué—. Me encontré una llama blanca en medio de la nada. Ahí cerca de donde vive la abuela Yoli. Houdini se fue para allá, como siempre. No sé qué le ve a ese lugar. Pero bueno, lo alcancé ahí y apareció una llama de la nada.

—¿El animal? —preguntó mi hermano, mirándome como si dudara de mi cordura—. ¿Vos estás segura?

—Parece que el sol pegaba fuerte cuando salió —bromeó mi viejo—. Capaz te insolaste, Belu.

Me dediqué a atacar la carne al horno que había cocinado mamá, mientras intentaba defenderme.

—¡No me lo imaginé! —exclamé—. Y por culpa de tu perro, Franquito, que le fue a ladrar, ¡me escupió, la hija de mil!

Mi familia estalló en carcajadas. Hasta Houdini, ladró desde el patio, como si participara de la escena. Es que no había respeto en esa casa. Muy a mi pesar, me terminé contagiando del estado de todos. Era patético e insólito, pero tan real como que me llamaba Belén.

—¿Eso era lo que tenías en el pelo? —me preguntó Franco, agitándose por la risa— ¿Baba de llama?

—¡Qué asco! —opinó mamá, fingiendo solidaridad.

Se tapaba la boca con una servilleta, pero a mí no me engañaba. Ella también se estaba riendo. Y a papá, de tanta carcajada, le empezó a dar tos. Los miré de a uno, negando con la cabeza. Todavía me bailoteaba la sonrisa. A ver, yo tampoco lo hubiera creído, pero igual me indigné un poquito.

—No era una llama, chiqui —me dijo papá, cuando recuperó el aliento—. ¿No te habrá lamido Houdini, cuando lo alzaste?

—¿Cuándo lo dejé que me pasara la lengua por la cara? —le pregunté.

Podía mimarlo y rascarle la pancita de vez en cuando, pero de ahí a bancarme que me laven la cara... No, gracias. Mi amor no llegaba a tanto. Era algo que le dejaba hacer en momentos muy puntuales, nada más.

—No hay llamas en esta parte del país, Belu —me dijo mamá, con una sonrisa—. Salvo de peluche, como la que tiene tu hermano.

—Y esas no escupen —aclaró el maldito, como si hiciera falta.

—Está bien, no me crean —les dije, cruzándome de brazos—. Pero es la última vez que salgo a rescatar a la bestia que está en el patio. Me muero de calor, me hago la corrida de mi vida, ¿y todo para qué? ¡¡Para que me escupa una llama!!

—Tranqui, que te va a caer mal la comida —me dijo mamá, limpiándose una lágrima.

Bueno, por lo menos tenía eso. Mamá era una excelente cocinera y aquel manjar, sobre todo después de tanto desgaste físico, era como maná caído del cielo.

*******************

Esa misma tarde, en vez de dormir la siesta como la mayor parte de la población de ese lugar, agarré la matera y enfilé para el camping al costado del arroyo. Pedaleé en la bici los dos kilómetros que me separaban del oasis de sombra y verde del que tanto nos enorgullecíamos los lugareños.

Sentada en nuestro lugar de siempre estaba mi mejor amiga Lula, con sus rulos rubios libres de ataduras. Me encantaba el look que tenía en ese momento, con la permanente que se había hecho un mes antes. Parecía una artista pop.

—¡Buenas! —la saludé, sonriendo más a la bolsa de plástico que había sobre la mesa de cemento, que a Lula.

Ese era siempre nuestro acuerdo. Una ponía el mate y la otra, el morfi, que por lo general consistía en unas buenas facturas o algún bizcochuelo casero. Ese día le tocaba a ella, que no era un as en la cocina como mamá, así que el menú seguramente serían unas medialunas con crema pastelera o cañoncitos con dulce de leche. Recé internamente para que fueran ambos.

—¿Cómo va, Bel? —me respondió, con una sonrisa—. Traje de las dos, no te preocupes.

Sonreí, bajando la mirada con vergüenza. Me había leído el pensamiento y adivinado mis deseos. ¡Cómo la quería!

—Tengo que contarte algo —le adelanté, sacando el termo y el mate para cebarlo—. No me lo vas a creer, boluda.

Lula hizo lo suyo, doblando con esmero el papel que envolvía su tesoro. Se tomaba su tiempo para que quedara perfecto, como si fuera la mesa de Mirtha Legrand.

—¿Ah, sí? Yo también tengo novedades —me dijo, con una media sonrisa.

—Contá, contá, que se me pasó un toque el agua —le pedí, después de quemarme la lengua con el primer sorbo.

—Me escribió Joaco —me contestó, emocionada—. Vuelve para ver a los viejos la semana que viene.

—¡Qué bueno!

Joaco era su amor platónico. Bueno, el más estable. Si había algo en lo que coincidíamos Lula y yo era en que nos enamorábamos con mucha facilidad. Y así como venía, se nos pasaba. Pero como ninguno solía darnos bola, no importaba demasiado que babeáramos por uno diferente cada semana. Sí, estábamos las dos solteras en ese entonces. Un éxito, no nos envidien.

Sin embargo, Joaco se le había quedado pegado a la pupila y al corazón. Digamos que era mucho más que un crush pasajero. Se conocían desde jardín y habían sido compañeros de curso hasta que él decidió irse para Buenos Aires a estudiar medicina en la UBA. Eran muy buenos amigos, pero nunca habían pasado de ahí, mal que le pesara a mi amiga.

Aquella era la primera vez que venía desde el año anterior, que había pasado las fiestas en el pueblo. La sonrisa que tenía Lula en ese momento mientras me daba la noticia era hermosa. De esas que hacían que la felicidad te traspasara a vos también. Esperaba que aquella visita le trajera algún avance en su relación. A juzgar por cómo iban y venían los mensajes entre ellos, yo creía que sí.

—¿Se van a ver? —le pregunté, pasándole un mate, dulce nivel mermelada, como solo ella podía tomar.

—¡Sí! Vamos a ir al cine y después a bailar —me comentó, antes de darle un sorbo largo a la infusión—. Y después no sé, prendé la vela, amiga. A ver si se da de una vez.

—Obvio. Yo te re banco —le aseguré, guiñándole un ojo.

Parloteamos un rato más sobre su futuro encuentro y nos fuimos por las ramas, como siempre. Y en una de esas idas y venidas de la conversación, Lula se acordó de lo que le había dicho apenas nos habíamos encontrado.

—Y vos, ¿qué me querías decir?

Me tomé mi tiempo para terminarme el cañoncito y bajarlo con más mate. ¿Por dónde empezar? Fiel a mi amor por hacerme la Drama Queen, le conté del último escape de Houdini y cómo había sido interceptado por un noble caballero. Todo haciendo énfasis en los obstáculos que tuve que atravesar, por supuesto.

—Te juro que nunca había visto a nadie así, boluda —le dije, con mi mirada intensa—. Era una obra de arte. No como la mayoría que viven acá. Era una belleza exótica. Parecía, no sé, un actor de afuera. ¡Qué sé yo! Estaba para...

—Bueno, bueno... —me frenó— Que hay nenes jugando ahí.

Hablaba a los gritos y estaba a punto de decir un par de cosas que no eran aptas para menores. Menos mal que Lula me atajaba siempre a tiempo. Pero es que cuando algo me entusiasmaba se me iba la corrección al tacho, sobre todo cuando alguien nuevo se robaba mis suspiros. Y el volumen de la voz, ni hablar.

—Ah, te pegó fuerte, amiga. Limpiate la baba, por favor —se rio—. ¿Y le sacaste algún dato? ¿El nombre, por lo menos?

—No llegué... Por culpa de la llama —confesé, con fastidio.

—¿Te quemaste? ¿Con qué? —me preguntó extrañada.

—Con nada, Lula —aclaré—. "Llama" del animal, no de fuego.

Me miró con el mate a medio tomar. Me clavó sus ojos celestes, como si se hubiera quedado en pausa. Parpadeó un par de veces, sin entender. Ante mi falta de respuesta, sorbió hasta que la bombilla hizo ruidito porque no había más agua.

—Una llama. Acá —dijo—. ¿Una de verdad?

—Blanca, con flequillo al costado y todo. Toda la onda tenía, te juro —le expliqué.

—O sea, encontraste a tu perro, al amor de tu vida y a una llama. ¡Todo junto! —enumeró—. Y después, ¿qué? ¿Se pusieron a bailar carnavalito?

Se puso a cantar un pedacito del "Humahuaqueño" y a sacudirse de forma extraña, con una expresión muy regia. Me llevé el puño a la boca en un vano intento de aguantar la carcajada. Un instante después, las dos nos agarrábamos la panza del ataque de risa que nos había dado. Por momentos, las dos tarareábamos la canción (que, al margen, nos encantaba) y nos movíamos en una especie de baile extraño, antes de reírnos más fuerte.

Cuando se nos pasó un poco, nos secamos las lágrimas. Paseando la vista, pude advertir que más de una madre nos miraba como si estuviéramos para el manicomio y algunos nenes se reían y nos señalaban, sin ningún tipo de pudor. Yo también hubiera reaccionado así ante semejante espectáculo, no les voy a mentir.

—Cuestión que sí, había una llama y Houdini no tuvo mejor idea que ir a ladrarle —le seguí contando—. Y se ve que la ofendió, porque me escupió la cara cuando lo alcé.

—Me jodés —comentó, con la sonrisa ancha—. El final del carnavalito era mejor. Fallaron los guionistas ahí.

—Ni hablar, boluda —concordé, mientras me dedicaba a cebar otro mate para ella—. ¡No sabés cómo me ardía el ojo! Y después de limpiarme esa baba asquerosa, obvio que le iba a reclamar, pero ya no estaban por ningún lado cuando volví a abrir los ojos.

Cuando se lo pasé, me encontré con una reacción inesperada de parte de Lula. Me miraba con preocupación. No hacía falta preguntar para saber lo que estaba pensando.

—Pará —me dijo—. ¿Estabas hablando en serio?

—Claro —aseguré—. Yo sé que tengo imaginación, pero tampoco para tanto, Lu.

—Pero... ¿Estás segura de que te pasó de verdad? ¿No te habrás quedado dormida? —razonó—. Viste que a veces uno sueña cosas que son súper realistas y...

—Vos tampoco me creés —suspiré, un poco triste.

—Me estás diciendo que te encontraste con un desconocido precioso, que encima estaba de camisa con el calor que hizo al mediodía —empezó a resumir—. Que se subió a una llama blanca, salida de no sé dónde. La llama te escupió el ojo y desaparecieron así, —chasqueó los dedos— por arte de magia.

—Todo correcto —murmuré.

—¿Y yo te lo tengo que creer? —me preguntó, antes de reírse una vez más.

—¿Sí? —aventuré, disimulando la vergüenza que estaba sintiendo con una sonrisa.

Mi familia la mitad de las veces me tomaba en serio y la mitad, no. Con ellos, estaba acostumbrada. Y ahora, ¿Lula tampoco me creía? Sí, capaz yo tampoco lo hubiera creído... Pero, ¿para qué me inventaría semejante cuento? Por lo menos, le hubiera puesto algún condimento un poco más jugoso, un final feliz... ¡Qué sé yo!

—¿Dónde lo leíste? —me preguntó, ignorando mi estado de ánimo.

—En una página por ahí —le mentí—. Está bueno, ¿viste?

No podía mantener la historia. Yo sabía que era verdad, pero insistir para que me creyera era un desgaste innecesario. No había sido producto de una alucinación por culpa del calor, ni un sueño pasado de realista. Mucho menos un cuento sacado de internet. Lamentablemente, el único testigo de esa aventura no hablaba español.

—Sí, pero tendría que volar un poco menos para que alguien caiga en ese cuento —meditó.

—Puede ser —le respondí, fingiendo una sonrisa.

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