El desconocido

El día que mi vida se llenó de luz y color empezó como uno cualquiera. Porque, claro, no es que vos amanecés con esa certeza de que va a pasar algo espectacular. No es como si, de repente, sintieras una sensación distinta en el pecho, una bomba de buenas vibras, amor y paz. Salvo que te hayas comido un brownie loco o tomado algo de dudosa procedencia, pero yo nunca fui de experimentar con esas cosas.

Mi despertar no fue glamoroso. A decir verdad, parecía otro sábado más, de los tantos que había tenido ese verano interminable. No era que me quejara de mis amaneceres cliché tampoco. Me encantaba quedarme panza arriba leyendo mis novelas románticas hasta que se hacía la hora del almuerzo o mirando musicales y haciéndome la que sabía cantar.

Ese día era el turno de "The Greatest Showman" y yo me sentía particularmente inspirada. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces que la había visto. Así y todo, me seguía maravillando de cada coreografía y seguía emocionándome con las canciones. Me sabía las letras de memoria y, por supuesto, trataba de acaparar todos los personajes posibles en todas ellas.

Cuando llegó el momento de "From now on", como siempre, me concentré al máximo en disfrutar la escena. Fue gracias a ese primer momento de calma, donde están todos bajón, que escuché la señal del desastre. El click de una puerta mal cerrada y un rumor de uñas sobre el piso de cemento puso en alerta a todos en casa. Houdini podía ser muy oportuno cuando quería.

—¡Fraaaaan! ¡Hacete cargo de tu perro! —gritó mamá al instante.

Sí, Houdini era el perro de la familia el 70% de las veces. Como los hijos, bah. Viste que, cuando está todo bien, los padres dicen "nuestro" hijo. Cuando el chico sale abanderado o mete el gol ganador del partido, dicen "mi" hijo. Ah, pero cuando se manda una, parece que la mitad de los genes propios desaparece y pasan a decirle al cómplice de la concepción de la criatura "tu" hijo. La vergüenza siempre es culpa del otro, obvio.

Bueno, con nuestro monstruito pasaba algo parecido. Siempre que metía la pata, pasaba a ser automáticamente de exclusiva propiedad del que lo trajo: mi hermano. Tu perro, tu responsabilidad. Así eran las cosas.

Puse pausa en la película apenas la escuché. ¿En serio, otra vez? ¡Y justo en ese momento! No importaba que me supiera cada plano de memoria, ese era EL momento de la película y no lo podía disfrutar como ameritaba.

—¡Estoy en el baño! —respondió él—. ¡Beeeeeel, porfa, andá vos!

Ya me la veía venir. Si Franco hubiera estado disponible, ni siquiera hubiera hecho falta que mamá pegara el grito. ¿Y quién era la pobre mártir que quedaba disponible cuando él estaba en su trono? Yo... Quién más.

—Te va a salir caro —le grité del otro lado de la puerta del baño, antes de correr a la calle.

Estaba en ojotas. El peor calzado que podía llevar puesto para correr como si no hubiera mañana, como si Zac Efron estuviera esperándome en la esquina con su traje rojo y dorado. Bueno, mejor que no estuviera, porque estaba hecha un desastre con mis pelos parados y mi ropa de entre casa.

Podría haberme puesto zapatillas, pero tratándose de Houdini, cada segundo que pasaba era crucial. No tenía tiempo de bucear en el desastre de mi habitación buscándolas. Era preferible pasar vergüenza en la corrida que perderlo en medio del campo.

—Un día me voy a cansar y lo voy a dejar que se vaya para siempre —se quejó mamá, mientras

cuidaba que no se le quemara nada en la cocina—. Sería un problema menos.

Resoplé con fastidio, coincidiendo con ella. Ambas sabíamos que era mentira, pero en momentos así, lo decíamos de corazón.

Para cuando llegué a la reja de la calle, Houdini ya corría feliz a dos cuadras de la casa. Era increíble cómo un perro con las patas tan cortas podía correr tan rápido, en serio. Tranquilamente lo podríamos poner a competir con los galgos. Estaba segura de que, con la motivación suficiente, ganaría todas las carreras y nos llenaríamos de plata. Con dejar una puerta entreabierta en la meta, bastaba para que huyera como si su vida dependiera de ello.

No había ni un alma en la calle, así que estaba totalmente desamparada, corriendo como podía con mis ojotas y ampollándome los pies, atrás de un perro que se tomaba muy en serio su nombre. Dejé que mi imaginación volara un poco y evoqué esa escena que estaba viendo minutos antes, cuando Hugh Jackman corría el tren mientras seguía cantando. No me veía ni ahí tan épica como él, pero no me importaba. Era suficiente distracción para no pensar en el calor que estaba haciendo ese mediodía. Ya había perdido de vista al gremlin, pero me imaginaba dónde podía estar.

Me dirigí a los límites del pueblo, donde había algunos terrenos vacíos entre las casas más alejadas. Houdini, ese castigo de cuatro patas, amaba meterse entre los matorrales cavando hoyos aquí y allá.

Y entonces, lo vi. El muy desgraciado había encontrado refugio en un desconocido de cabello negro que estaba dándome la espalda. Acerqué los dedos a mi boca para chiflar.

—¡Houdini, vení para acá! —lo llamé.

El desgraciado hizo caso omiso. Estaba muy ocupado mendigando mimos en la panza y retorciéndose en el pasto de puro placer. Ese animal no tenía lealtad en absoluto. Caminé hasta él pisando fuerte, con mi atención puesta solo en él. Fue por eso que lo que pasó a continuación me tomó por sorpresa.

El desconocido se incorporó de golpe en cuanto mi sombra lo cubrió. Estábamos más cerca de lo que pensaba y fui consciente de eso un segundo tarde. Siempre me había burlado de la cámara lenta de las películas cuando los protagonistas tenían El Flechazo. A ver, amaba las pelis románticas, pero sabía muy bien que eso del amor a primera vista no podía ser real. Al menos, eso creí hasta que lo tuve a él delante.

Podría jurar que el tiempo se había detenido y una música suave y melosa había empezado a sonar cuando me perdí en el mar turquesa de sus ojos. Una suave brisa sopló, moviendo su cabello ondulado de forma dramática. Hasta podía decir que el sol había acariciado a tan hermoso ser con sus rayos para realzar su rostro perfecto. Su camisa blanca contrastaba con su piel trigueña dándole un aire mágico, como el aura de un ángel caído del cielo. Benditas las manos que habían creado semejante obra de arte. En serio, no podía creer que alguien así fuera real.

—¿Es tuyo? —me preguntó con su voz grave.

Mi cerebro se derritió y no porque me estuviera dando de lleno en la cabeza el sol del verano. "¿Mi corazón? No, es todo tuyo, bombón", le respondí mentalmente.

Sí, creo que en ese momento hasta había perdido mi capacidad de razonar. Entonces, escuché el ladrido y bajé la vista, volviendo al planeta Tierra. Claro, Houdini.

—Ah, sí —respondí, agachándome para levantarlo—. Un día, me voy a cansar y no te voy a venir a buscar nunca más, Houdini.

La única respuesta que obtuve fue un lengüetazo en mi cara y unos ojitos tiernos que... ¡Ay, pero qué cosa con ese perro! No podía seguir enojada con esa carita. Lo odié por tener ese poder sobre mí y obligarme a rascar detrás de su oreja como si no hubiera hecho nada malo.

El desconocido le sonrió y le acarició la cabeza, y yo me enamoré por segunda vez en menos de un minuto. Esa boca generosa de dientes perfectos, con ese hoyuelo a la izquierda era demasiado. ¡Gracias, Houdini! A partir de ese momento, te convertiste en mi perrito favorito. El número uno, mi Houdini precioso. Benditas tus patitas que me habían guiado hasta ese hombre.

—¿Houdini? —me preguntó.

—Sí. Se toma muy en serio su nombre —respondí.

—Me gusta. Un placer conocerte, amiguito —le dijo, y agregó para mí—. Nos vemos.

Le sonreí embobada y bajé a mi perro. No podía importarme menos que se volviera a escapar. Ahora, solo tenía ojos para ese príncipe inmaculado que estaba por montarse en... ¿una llama blanca?

Ese día no podía ser más surrealista. Mi perro corrió hasta ellos, moviendo la cola y ladrando vaya a saber una qué. La llama retrocedió asustada y yo fui hasta ellos, antes de que se lastimaran.

El desconocido le susurró algo a su ¿corcel? mientras le acariciaba el cuello. La llama pisaba fuerte en el piso, alternando la vista entre su dueño y Houdini, que no dejaba de ladrar con entusiasmo.

—Calmate, amigo —le ordené, levantándolo en brazos—. ¿Qué? ¿Sos suicida, vos? ¿Qué querés, que te pisen, bobo?

Acerqué mi cara al rostro sonriente de Houdini y él pegó su nariz húmeda en la mía. De verdad, parecía pensar que así se arreglaría todo. Bueno, en mi caso sí, ya lo había perdonado. Pero no era así con la compañía que teníamos ese día.

—Qué mal que estás, en serio. Cero instinto de supervivencia —lo seguí retando y, volviendo la vista a ese ángel caído del cielo, agregué—. ¡Perdón! No pensé que fuera a tirarse encima de tu... ¡Ah!

Cerré los ojos con fuerza cuando sentí el escupitajo en mi cara. Creí que me iba a morir ahí del asco que me dio. Solté a Houdini sin querer y me apuré a frotarme los ojos para limpiarme. La consistencia espesa me dificultó la tarea y odié a ese animal del demonio. ¡La llama de mi crush me había atacado sin razón! ¿Yo qué culpa tenía de que mi perro fuera un desubicado?

Cuando pude ver bien, levanté la mirada para decirle unas cuantas verdades al tipo que me acababa de encontrar. Que muy lindo todo, pero no pensaba permitir que me hicieran esas cosas. Pero no había nada.

Miré para todos lados. No lo podía creer. El desconocido y su llama maleducada se habían esfumado.

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