››› Sufragistas (xxxɪɪ)
Me preguntaba si era parte de los síntomas de la histeria sentir aquella sensación en mi cuerpo. No se cuanto tiempo pasó exactamente, pero mi mente se había saltado ese dato el resto de mis días.
Por un par de semanas simplemente me limite a existir, sobrevivir. De alguna u otra forma cada carta que le enviaba al señor Loughty por más pesada que parezca, no parecia llegarle. No hubo respuesta, ni señales, ni siquiera sentí que llegará a responderme. Con respecto al señor Gibson, creo que aquel tiempo en el que me desconecte de mi alma me daba el indicio de que lo hacía como una práctica para lo que sería mi vida si llegara a casarme con él. No acepte... pero tampoco me negué. Simplemente no respondí. Y Laurie me miraba como si insistiera en que hablemos sobre lo que había sucedido con el sobre.
Todo me presionaba, absolutamente todo.
Una mañana, en el instituto, Marmee se acercó a mí en la sala donde nos quedábamos todos para los descansos y me entregó un sobre mientras me encontraba intentando escribir un poema. Esta vez no le correspondía ni al señor Loughty ni al señor Gibson, así que solté mi pluma rápidamente y tomé el sobre. Todos se quedaron en silencio mientras la abría tras leer lo que decía el sobre.
"Señorita March y allegados:
Quizás no me recuerde ya que usted se encontraba inconsciente cuando la trate, pero me presento. Soy el doctor Edward Churchill, el mismo que le introdujo el anestesiante para dormirla tras el grave y desagradable incidente en el barco de camino a Norteamérica. Me urge comentar que la búsqueda de su ubicación no ha sido tarea fácil, pero ahora que la he encontrado me gustaría aclarar que he revisado el informe de todos los médicos y hospitales de Concord, y no he encontrado registro de que usted haya visitado alguno en estos días.
Mi deber como médico, es plantearle el panorama tal como se encuentra. Es de público conocimiento que la histeria sólo aparece en las mujeres y suele ser crónica aunque tratable. La medicina reconoce que la histeria proviene de un instinto sexual de las mujeres que debe ser tratado. Su diagnóstico no es cosa menor dado que cientos de mujeres lo sufren, y no es casualidad que solo aquellas solteronas sean las más dañadas. (...)"
La carta seguia y seguia, denigrando mi estado mental a base de mi actividad sexual y mi vida privada. Arrugue la carta con enojo y la tiré sobre la mesa levantándome de un salto.
―Lorelai―me llamo Jo.
―Cancela todas mis clases de hoy―conteste dándole la espalda y saliendo del salon. Baje las escaleras, ignore a cualquiera que se me haya cruzado y tome mi abrigo en la puerta para retirarme.
Al parecer mi cordura dependía de la salud de mi útero, más específicamente de mi actividad sexual y por ende de mi estado civil. Al parecer el querer revelarse era considerado una enfermedad para la medicina del siglo XIX. Al parecer querer igualdad entre hombres y mujeres y no control sobre unos y otros era un problema mental que debía ser tratado y que provenía de la inferioridad de capacidades de mis órganos reproductivos.
¿Y saben que? Que se joda el doctor Edward Churchill y todo su grupo médico.
Pero mis problemas sobre la desigualdad de géneros y la medicina, no solo me afectaba a mi. Nunca tienes idea de cuan mínimos son tus problemas, hasta que ves un bullicio de mujeres reclamando sus derechos. Nunca tienes idea de cuántas personas sufren lo mismo hasta que te enfrentas con la realidad de otras personas, incluso con más crudeza.
Un grupo de sufragistas protestaban en toda la calle principal de la ciudad, con bandas de color violetas, verdes y blancas, con carteles, con pequeñas banderas. El grupo de mujeres gritaba por las calles transitándolas al grito de: "La mujer puede votar, y debería hacerlo ya".
La imagen me atravesó las entrañas y por primera vez senti algo más que impotencia porque debamos exigir en vez de merecer. Una del montón estaba sobre el cubo de cemento, base de un farol, incentivando al resto de personas a unirse a la protesta. Y es que eran más de veinte, entre ellas, un par de mujeres que asistían al club de lectura ininterrumpidamente.
Las personas a su alrededor se las quedaban mirando y murmurando. Algunas madres movían a sus hijos de lugar como si debieran protegerlos de aquellas salvajes que protestaban por igualdad. Y en aquel momento, mi pecho se ensanchó y deje de respirar.
Era un poema visual, una obra de arte espiritual, la cruda verdad. Y es que no protesta la que no tiene nada por quejarse, protesta la que calla, protesta la que sufre, protesta la que se rebela. Eran un grupo de mujeres que protestaban igualdad porque eran víctimas de la desigualdad. Eran un grupo de mujeres que invitaban al resto a sumarse porque sabían que no existía un hogar sin desigualdad en aquellos años. Eran mujeres valientes que sabían cuáles serían las injustas consecuencias, pero que ya no tenían nada que perder porque habían nacido perdiendo.
Mientras más se acercaban, más podía escuchar las historias que cada una de ellas se traía, los dolores con los que cada una cargaba, la impotencia que las unía y la lucha que las fundía. Y de pronto mis problemas se convirtieron en algo tan insignificante que ya no me sentía impotente con mi vida, sino con el mundo en el que vivía y del cual me había quejado toda mi existencia. ¿Y que había hecho al respecto? Nada. No había hecho nada en todo este tiempo para cambiar la sociedad en la que vivía. Simplemente me había escondido detrás de un hombre una y otra vez. Me había escondido detrás de un traje elegante y un sombrero abundante que borrara mis características como mujer. Me había avergonzado de quien era y había asistido a clases de universidad vistiendo como hombre. Me había apenado mi propio género y había publicado poemas detrás de la máscara de un hombre que no existía.
Incluso ser alguien anónimo no era tan doloroso como darme cuenta de algo así. Porque anónimas eran millones de mujeres en el mundo... pero Lory March... Un hombre no merece los poemas de una mujer la cual limita sus obras por la imagen.
―Lorelai March―se acercó una de ellas mirándome fijamente sorprendida. ―Soy Margaret Stanton―sonrió hablando más alto de lo común para que pueda oírla.
―Oh, Margaret.
―Todos decían que habías vuelto hace un mes, pero no te vi en ningun baile.
Margaret y yo habíamos ido juntas un par de años a la escuela, pero luego yo continúe en casa y su familia se mudó unos pueblos lejos de la ciudad. Margaret odiaba el cambio pero era necesario por el activismo de su madre en los derechos de las mujeres. No recuerdo bien a su madre, pero se que era una mujer muy obstinada, pionera del movimiento sufragista.
―He dejado de ir a bailes hace mucho―conteste aun impresionada por la movilización y la voluntad de cada una de las mujeres en la protesta. Algunas personas que pasaban insultaban y otras negaban fastidiados.
―Toma―me ofreció un folleto y me negué. Su expresión cambio.
―No lo necesito―hable fuerte. ―Solo dime donde se juntan y que harán. No tienes que darme propaganda―sonreí y Margaret me abrazó de lado sosteniendo entre sus brazos mis hombros.
―Nos juntamos cuando podemos. Esto no es muy legal en Concord, así que en cuanto veas oficiales de policía, dispersate. Prefiero ser una renegada a vivir obligada.
Siempre admire eso de Margaret. Heredó de su madre la capacidad de recitar frases poderosas sin la necesidad de pensarlas demasiado.
Ella tomó mi brazo entrelazándolo con el suyo y ambas caminamos siguiendo a la multitud.
―¿Te casaste?―preguntó como si se tratara de algo secundario.
―No, supongo que ya todos aqui lo huelen y perciben―rei.
―Bien por ti, querida. No te pierdes de nada. Escuche que tu y tus hermanas comenzaron un club de lectura apto para mujeres. Un par de chicas aqui asisten y dicen que es maravilloso. Debería ir alguna vez a agradecerles su trabajo.
―Cuando quieras.
Margaret me sujetaba fuerte para que no me perdiera entre la multitud y por alguna u otra razón, toda la ira que tenía contenida tras la carta del doctor Edward Churchill se había evaporado por completo. El agua hirviendo se convirtió en algo gaseoso que el viento se llevó entre las banderas. Creo que fue la primera vez que me sentí tan segura de ser mujer, la primera vez que estaba confiada y no avergonzada. Fue la primera vez que no deseé cambiar quien era, que no deseé ser Lory March o el estudiante de literatura de aquella universidad donde presenciábamos clases con Dorian. Fue la primera vez que estaba segura de que podía mover las montañas con mi propia voz.
Poco a poco tome confianza y tome un cartel que una de las mujeres me habia compartido y grite junto a ellas. Terminamos caminando hacia el prado de la familia Oize, una mujer adulta que había quedado viuda a temprana edad pero que había heredado todo. La mansión de la familia Oize era cinco habitaciones y dos salones más grande que la mansión de la tía March y por mucho tiempo asumí que esta había sido abandonada. Nunca me enteré que allí se reunían las sufragistas de Concord. El secreto del misterio, era que no caminábamos todas juntas, pero sí hacia un punto en particular.
―Mi madre ha estado reuniendo mujeres a favor del sufragio femenino por todo el país. Me dejo a cargo de Concord, así que con cautela nos reunimos en la mansión Oize.
―Pense que teniamos prohibido los grupos políticos.
―Esto no es un grupo político, Lorelai―sonrió con misterio. ―Esto es un derecho.
Al llegar a la gran mansión un gran grupo de mujeres ya estaba allí, y la señora Oize caminaba por toda la casa saludando a las recién llegadas. Cuando me vio, Margaret se apresuró a presentarme.
―Lorelai March, hija de la señora y el señor March. Su hermana, Josephine March, he abierto un instituto para hombres y mujeres hace un par de años. Y ahora todas sus hermanas junto con ella abrieron un club de lectura para ambos géneros―le explicó Margaret sonriente.
―¿Tu eres la March que se fue a Londres después del fallecimiento de Beth March?―preguntó la señora Oize con aires respetables. Asentí con la cabeza y ella apoyó una mano sobre mi hombro. ―Allí están las guerreras. El movimiento aqui no es tan brutal, pero si es necesario estamos dispuestas a quebrantar la ley. Esta nunca nos ha amparado.
La señora Oize me dedico una sonrisa antes de irse y Margaret parecia muy orgullosa de tenerme.
―¿Qué has hecho en Londres? ¿Fuiste parte de las sufragistas allí?―preguntó mientras me guiaba hacia algún lugar. La gran mansión era algo sumamente desconocido para mi, y se veía incluso más grande desde adentro.
―No, de hecho. Aunque me arrepiento, creo que no tenía idea de lo valioso que es―conteste observando a todas las mujeres a mi alrededor, tan seguras de sí mismas, tan confiadas, con tanta firmeza de que allí estaban protegidas.
―No, querida. Alguien como tu no estaba apartada por no tener idea. Alguien como tú vivió el misterio de las sufragistas británicas. Son muy pocas las que pueden asumir las secuelas de protestar por sus derechos. Perdemos compañeras casi todos los días alrededor del mundo. Muchas apoyan la lucha, pero no pueden permitirse ser parte. Tienen familias que cuidar, así que las que podemos hacemos el trabajo por ellas. No como algo tedioso, sino como una ayuda. De eso se trata, Lorelai―me explico y cada palabra que salía de su boca me hacía sentir más confiada. ―No te uniste porque no nos permiten ser tan vistas. Es de mal gusto.
―¿Y qué es lo que planean hacer ahora?―pregunté y Margaret espero hasta llevarme a un gran salón donde estaban todas las mujeres reunidas.
―Seguir luchando. Alguna vez nuestros hijos e hijas oirán nuestras historias y sabrán que fuimos no más ni menos mujeres. Oirán que fuimos luchadoras por lo que las futuras generaciones gozarán.
Frente a nosotras el gran salón se había llenado por completo. Las banderas que traían las mujeres en las calles estaban apoyadas en las esquinas y la gran alfombra en el suelo nos permitía sentarnos sobre ella y ocupar toda la sala. Cuando no hubo más mujeres fuera del salón, la señora Oize entró junto con Emmeline Davison quien, según Margaret, era la líder del movimiento en Concord. Todas callaron al verlas entrar, y en un silencio respetuoso con la atención fija en ambas mujeres, la expresión seria de la señora Oize se tornó divertida y comentó frente a todas:
―Me gustaría que le den un fuerte aplauso a la señorita Emily Marion que oficialmente ha sido diagnosticada con histeria. Bienvenida al club―dijo con notorio sarcasmo pero muy divertida la señora Oize y toda la sala río y aplaudió entre sonrisas divertidas y confiadas.
―Nos diagnostican con histeria a aquellas que creemos en la revolución. Es como si nos bautizaran como sufragistas y rebeldes sin darse cuenta―río Margaret al explicarme sin dejar de aplaudir y allí lo entendí todo.
No hay mejor lugar, que junto a una mujer que te comprende.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top