››› La Abrumadora Protesta (xʟɪᴠ)
Las banderas con los colores respectivos del movimiento, los cantos fuertes y contra el viento, la marea de personas que se movilizaba, mayormente mujeres, golpearon mi pecho con fuerza. No tienes idea de lo que el movimiento de sufragistas significa hasta que se desata frente a ti. No tiene idea de su dimensión hasta que estás en contacto directo, hasta que lo sientes en cada canto, en cada grito, en cada mirada.
Quienes estaban en contra del movimiento nunca se habían metido dentro de él para apreciarlo, siquiera para juzgarlo. No conocían los corazones de estas mujeres y las luchas que sus fuertes almas les permitían atravesar. No conocían sus historias ni sus sacrificios. No conocían sus valores ni sus acciones. No conocían el poder de sus voces ni de sus lecciones, porque antes de salir a las calles le recordaban a cada una de sus hijas cuan valientes eran, cuan valiosas e importantes eran, para que las niñas jamás lo olvidarán, incluso cuando el gobierno te dice lo contrario.
Y creo que así lo sintió el señor Loughty. Observó la escena con tal sutileza que no quise interrumpirlo, debía tomarse su tiempo para conectar con cada una de las miradas de quienes protestaban. Por otro lado, nadie se había dado cuenta que el conde estaba en el seno de la revolución de sufragistas que ponía el grito en las calles para ser escuchadas por líderes como él. Y yo no pude quitarle el ojo de encima.
Su expresión parecia iluminada por al ambiente que lo rodeaba. Parecía sentir la euforia de la lucha, parecia conectar con la historia de estas mujeres, con la importancia que tenía el sufragio femenino para ellas, empatizaba con sus vidas y sus miserias, con el esfuerzo que debían de hacer para estar aquella noche exigiendo de pie como durante tanto tiempo.
Las calles estaban repletas. Los rostros se perdían entre carteles, sombreros, banderas y manos alzadas. Algunos carruajes pasaban como podían, pero era notable de ver como temían sus caballos. Las personas que caminaban y que no estaban de acuerdo con la protesta, murmuraban entre ellos con desagrado y desaprobación juzgando desde el exterior. Las tiendas alrededor habían cerrado y trabado sus puertas, las casas con ventanas directas a las calles se encontraban divididas entre aquellas que se asomaban y se unían a la protesta desde sus comodidades, y las que estaban totalmente selladas. Un par de hombres nada elegantes, con camisetas y tirantes, gritaban desde una esquina cosas ofensivas hacia las protestantes quienes se miraban entre ellas para ignoralos. Los gritos y los cantos eran cada vez más fuertes y podías sentir las vibraciones golpear contra tu pecho contagiándote la energía de lucha que se respiraba.
―Nunca había estado dentro de una protesta―comentó el señor Loughty observando todo a su alrededor con impresión.
―¿Cómo se siente?―pregunte.
―Alucinante. No tengo permitido tomar bandos políticos ni participar de protestas―dijo con diversión y pude sentir su adrenalina, ese miedo agrio a que lo descubran. Sonreí al ver su rostro tan entretenido con algo como esto, tan conectado con el sentimiento. Al mismo tiempo me alegraba haberlo traido y cumplir mi promesa de que el conde vería las condiciones de la lucha en Concord. De esta forma, él era la única fuente que teníamos para que el movimiento avance con los líderes políticos.
Nos quedamos fijos en un lugar mientras le contaba lo que la lucha de sufragistas venía haciendo durante muchos años. Sobre cómo las mujeres era lo suficientemente inferiores a los hombres para no ocupar los cargos que estos se resguardaron durante años gracias a las condiciones sociales que los mismos hombres decretan. Le conté sobre las mujeres que en ese momento se encontraban siendo torturadas en alguna celda de la prisión a las afueras de Concord lejos de sus familias por el siemple hecho de luchar por sus derechos.
―Es terrible―murmuró el señor Loughty.
―Somos lo suficientemente humanas para ser gobernadas, pero no lo suficiente para elegir quien nos gobierna. Es estúpido. Y el sufragio femenino es solo la base―comente dando paso a una explicación sencilla pero profunda de los ejemplos más normalizados donde la brecha y la desigualdad eran terribles.
―En cuanto vuelva a Europa organizaré grandes reuniones. Esto no puede seguir así. Es humillante pensar que los hombres hemos creado un sistema de opresión de géneros a base de la subjetividad sobre lo que creemos superior o inferior. A veces me da repugnancia pensar que nos hacemos llamar hijos del señor y ver que existe todo esto.
―Es difícil sostener la fé en un señor cuándo debes vivir como mujer en el siglo XIX―respondí sin siquiera mirarlo a los ojos. ―Dicen que el señor es un ser todopoderoso que no se iguala con nuestras capacidades mentales o espirituales, pero de todas formas lo humanizan llamándolo señor. Y aún no ha hecho nada para que estas mujeres puedan tener la misma igualdad que los hombres.
El señor Loughty me observó mirar la protestas pero no gire a verlo simplemente focalice mi mirada entre las personas, el grupo de hombres que gritaban en contra de las sufragistas estaban más cerca de ellas de lo esperado. Oficiales a caballo se acercaban lentamente por detrás y marcaban el límite de la expansión de la protesta, pero no detenían al grupo de hombres que intimidando agredían verbalmente a las protestantes.
En el momento exacto en el que sucedió, ni siquiera pensé: Oh... Margaret tenía razón. Marmee tenía razón. No pensé en las mujeres que estaban en prisión por participar de estas protestas, ni en lo que esos oficiales podían hacernos de tan solo actuar. No pensé en todas las consecuencias o en lo que debía de haber pensado antes de hacerlo. No pensé en el señor Loughty que corría detrás mío tapándose el rostro para pasar desapercibido y que me preguntaba qué era lo que estaba sucediendo.
Pero antes de que pudiera llegar para interponerme entre uno de los hombres y la mujer en la protesta, un grupo de oficiales levantó una pistola al aire y gatillo sin pensarlo. Todos nos cubrimos las cabezas y el señor Loughty se abalanzó sobre mí cubriéndome con sus brazos y pecho. En segundos los caballos de los oficiales se volvieron locos y estos los condujeron sobre las sufragistas. Oficiales a pie comenzaron un enfrentamiento volviendo las calles de Concord un campo de lucha.
―Vete―le grité al señor Loughty.
―No pienso dejarla aqui, señorita March. De ninguna manera.
―Si algo le sucede, será mi culpa. Nadie puede verlo aqui―discutí viendo como el alboroto se dispersaba por toda la calle. Los oficiales ya comentaban a detener algunas sufragistas y los que estaban sobre los caballos comenzaron a perseguir y limitar el área intentando acorralarles.
―Si me quedo, es mi decisión. No voy a dejarla. Ya hice mi promesa una vez―sentenció mirándome directamente a los ojos.
―Señor Loughty...
―No me iré, Lorelai. Jamás.
Se que no era el momento, que estábamos en medio del caos con la gente corriendo y chocando alrededor. Pero no había mejor forma de decir te amo que cumpliendo su promesa y recordandome que jamás se alejaría. No pude contenerme y estreche mis labios sobre los suyos tomando su rostro entre mis manos. Al separarnos junte nuestras frentes y le obligue a prometerme que se iría y buscaría refuerzos si algo sucedería. Le costó aceptar pero en cuanto lo hizo acarició mi rostro con sus dedos como si quisiera memorizarlo por si acaso. Las yemas de sus dedos acariciaron mis mejillas y mi mentón hasta prolongarse en mi mandíbula. Su mirada parecia predecir un final que nadie quería, uno trágico y... doloroso.
Y al mirarlo a los ojos pude sentirlo tambien. En el medio del caos los gritos que antes eran canciones de lucha, ahora eran aullidos de auxilio. La protesta se había convertido en una cacería y mientras todos corrían unos detrás de otros, algunas mujeres ya se encontraban siendo esposadas con sus mejillas en el suelo y las botas de los oficiales sobre sus espaldas. Otras mujeres eran detenidas a golpes y algunas lograban correr más lejos que las demás. Le dije al señor Loughty que me siguiera, que el club de lectura que tenía con mis hermanas no estaba lejos y que había una llave de emergencia en un hueco detrás de la caja del correo.
Mientras corríamos esquivando conflictos donde podamos terminar heridos, tuve la oportunidad de mirar detrás de mí y ver la imagen más realista y metafórica de mi vida. Detrás de nosotros se prolongaba una imagen digna de una pintura histórica, detallada por la luz y la sombra en la escena, la violencia y la lucha, la resistencia y la opresión. Detallada por la feminidad y la brutalidad. Detrás de nosotros muchas mujeres estaba siendo golpeadas y castigadas frente a todos, estaban siendo humilladas. Algunos oficiales a caballo no tenían siquiera el pudor ni la empatía al atropellarlas con los mismos para derrotarlas. La brutalidad ni siquiera tuvo piedad con una mujer de pocos recursos que se encontraba siendo arrastrada en las penumbras de las calles para ser detenida. Tuve el impulso de ir hacia ella pero el señor Loughty me tomo la mano con los ojos llorosos y negó con la cabeza. ¿Que podía hacer yo por ella? Era simplemente una mujer más.
Eran incontables los oficiales que colocaban sus botas sobre las espaldas de las sufragistas en el suelo y las alineaban contra las paredes de las tiendas cerradas con oficiales a caballo vigilandolas mientras iban en busca de más. Éramos animales en un campo, cerdos, vacas, cabras, gallinas, gansos. Éramos aves acorraladas y cazadas con grandes escopetas. No había humanidad en nuestros cuerpo. Solamente inferioridad.
En el camino, el señor Loughty corría a mi par intentando cubrirme con su abrigo alejándonos lo más rápido que podíamos de donde se concentraba el caos, pero este parecia expandirse hacia todos lados. Y cuando menos te lo esperas te encuentras con Margaret, pero no de la forma que quisieras.
―Margaret―alcance a susurrar y ambos nos detuvimos a unos pasos de ella. Su cuerpo yacía en el suelo y la sangre en su pecho teñía su ropa. Se encontraba en un callejón sin luz, escondida y avergonzada con la luz de la otra calle delineando su figura. ―Debemos llevarla―exigi sin siquiera dudarlo. El señor Loughty y yo corrimos hacia ella y él colocó el brazo de Margaret sobre sus hombros mientras yo la sostuve de la cintura.
―Debes irte, Lorelai. Vete―jadeo sin fuerzas.
―El club de lectura está cerca―conteste casi ignorando sus plegarias. Su cuerpo parecia debil, fragil como una hoja a finales de otoño tendida en el suelo olvidada entre tanta vida. Y con la adrenalina y la euforia sosteniendonos a nosotros, el peso de Margaret sobre nuestros hombros parecia inexistente. Ella lloraba desconsolada intentando cubrirse el rostro avergonzada y solo pude aferrarla más a mi, señalarle que estaba aqui con ella, incluso si estábamos a punto de morir por la simple condición de ser mujeres y protestar por nuestros derechos.
Los disturbios de los cuales creíamos estar lejos del lugar donde comenzaron, ahora invadían toda la ciudad. No había calle vacía donde no haya mujeres corriendo y oficiales atrapandolas y esposándolas.
Cuando llegamos a la puerta del club de lectura, moví la caja del correo y saque el sobre del hueco en la pared que contenía la llave de emergencia del lugar. Le indique al señor Loughty que se ocupara de Margaret con lo que encontrara para que yo pudiera ayudar a algunas mujeres a refugiarse mientras corrían lejos del lugar. No tengo memoria exacta de cuántas mujeres entraron corriendo al club de lectura, pero se que el salon nunca había estado tan repleto. Para cuando cerré la puerta dejando a duras penas a otras mujeres fuera porque venían oficiales en nuestra dirección, pude notar que hasta habían mujeres sobre la pequeña tarima que funcionaba como escenario. El señor Loughty se encontraba en una esquina junto a una de las grandes mesas atendiendo y enseñándole a otras mujeres a atender a aquellas que se encontraban heridas. Ni siquiera se si ellas notaron que el conde Loughty estaba comprendiendo la lucha de las sufragistas en Concord tal y como el movimiento quería.
―Lávate las manos en el baño y límpiales la herida a ellas―me indico en cuanto me acerque y eso hice. Durante un buen rato nos encargamos de limpiar heridas y detener sangrados recortándonos los vestidos y usando los retazos de tela como vendas. Durante un buen rato las histéricas nos volvimos enfermeras y salvadoras de nuestro propio género mientras afuera los gritos y los sonidos espeluznantes de algunas pistolas penetraban el salon.
Los rostros que nos rodeaban, sucios, adoloridos, lastimados, llorosos, angustiados, aterrados y desesperados no se recuperaron como las heridas. No podías cubrir las lágrimas con las vendas o limpiar las heridas internas del sacrificio que todas hacíamos por ser mujeres en un mundo como este. Algunas se abrazaban entre ellas llorando y consolándose unas a las otras como soldados después de una huida, otras observaban el vacío con lágrimas en sus ojos, con miradas aterradas y dolor en sus pechos.
―Pueden tomar los libros que deseen―las motive y solo un par de ellas tenían la energía y el humor necesario para levantarse de donde se encontraban y visitar las estanterías del salón. Otras ni siquiera estaban seguras de querer seguir existiendo.
―Sienten que fuimos derrotadas―susurro Margaret junto a mí. Tras haber sido la primera en ser atendida por el señor Loughty parecia al menor poder hablar sin jadear y levantarse sin retorcerse de dolor.
―¿Porque debemos vivir de esta forma, Margaret?―cuestione observando el salón lleno de mujeres.
―Me gustaría saberlo―contestó y por primera vez Margaret no tuvo la respuesta sabía que esperaba de ella.
―¿Tu crees que es momento de admitir que somos lo que somos?―susurre. Y ella no contestó. Simplemente se quedó observando la imagen frente a nosotras. ―Estoy cansada de tener que ser anónima, Margaret. De no tener voz ni voto, de ser un saco de carne y hueso, de que mis poemas no valgan nada. De que mi vida no valga absolutamente nada―exprese y ella hizo un gesto de dolor cerrando los ojos con fuerza.
―Vales mucho, Lorelai. Incluso si lo que dije no era exactamente lo que querías que te dijera―murmuro y mi cuerpo se tensiono. ―¿Ya lo ves?―preguntó. ―¿Es esta la imagen que necesitas para comprender lo importante que podría ser tu figura en el mundo? ¿Es esta la situacion que necesitas para entender que vale la pena luchar por ser escuchada?―comenzó a jadear. ―No se que estas esperando.
Margaret se sostuvo de una silla haciendo muecas y el señor Loughty la observo. Él intentó acercarse pero con una seña le indique que yo me encargaria. No era momento para que se acercara.
―Esta no es la única razón―me arrodille junto a ella.
―En ese caso...―respondió. ―Estás siendo sumamente egoísta, Lory. Hay mujeres sintiéndose abandonadas allí afuera. Hay mujeres sintiéndose abandonadas aquí dentro. No es un buen momento para que dudes en tus problemas personales. Es momento para que seas valiente una vez por todas y te hagas escuchar. ―Su mano socorrió a su herida y se retorció un poco en su asiento. ―Te preguntas porque no vales nada... Pero, ¿cuanto crees tu que vales realmente?
¿Cuánto valgo?
No podía responderle eso. Primero porque su pregunta me había dejado pensando, y segundo porque el señor Loughty ya se encontraba revisando su herida.
―¡Señorita March!―exclamó llamandome y cuando le preste atención él ya había desenvuelto la herida de Margaret otra vez. Volvía a sangrar con ferocidad. Ella se retorcia en el asiento mientras el señor Loughty intentaba ayudarla. ―Esta desangrandose, sostén la venda con fuerza sobre la herida―me ordenó y coloque mis manos sobre la venda apretando lo más fuerte posible.
Margaret río.
―¿Crees que lleguemos a ver el cambio?―preguntó con dificultad.
―No lo sé, quizás―respondí con nerviosismo. Mis manos comenzaban a llenarse de sangre, su sangre, pero no podía soltarla.
―Si lo llegas a ver, disfrutalo, Lory―sonrió divertida.
―No hagas eso, Margaret.
―Aceptalo. Solo aquello que no aceptamos nos persigue y nos pesa―dijo y cada respiración le era más difícil. El señor Loughty volvió rápidamente con más agua y más tela para usar como venda.
Sin darme cuenta me encontraba temblando. El señor Loughty tenía una habilidad nata en limpiar heridas y ayudar, pero supe que no era suficiente en cuanto levanto su mirada hacia mi y apretó sus labios conteniendo las lágrimas.
―¡Chicas!―exclamó Margaret casi riendo. ―¿Ya vieron quien es?
El señor Loughty no dejo de hacer presión y yo rompí gran parte del vestido de Amy para envolver el pecho de Margaret y hacer presión con la venda.
―¡Lo logramos!―exclamó con un brillo en los ojos y cuando intento volver a respirar pareció atragantarse. El aire le faltó y se quedó inmóvil en la silla ante nosotros. El señor Loughty fue el primero en cerrar los ojos con fuerza dejando caer sus lágrimas con las manos en su rostro intentando que la sangre no le toque la cara.
El salon se quedo en silencio y me pregunté si era posible que los oficiales que derribaron la puerta minutos después hubieran podido salvarla si venían antes. Mi cuerpo se quedó inmóvil como el de Margaret y todo paso más rápido de lo que esperaba, aunque de alguna forma parecia suceder lentamente.
Entraron suficiente oficiales como para detener a todas las mujeres en el salon incluso si el señor Loughty se interponia. Nadie parecia darse cuenta de quien era, hasta que intentaron llevarme y él se interpuso más firme que antes.
―¡General!―gritó uno de los oficiales que iba a llevarme y un hombre respetable se acero. ―Mire quién es. ―El oficial señaló al señor Loughty y el general sonrió con malicia.
―No lleven a nadie más. Llamen al dueño del lugar y acompañen al conde a su residencia―ordenó aquel general y un par de hombres sostuvieron al señor Loughty por los hombros.
―No me ire.
―Váyase, conde. No será menos agradable si permanece en este lugar―le aconsejo el general y el señor Loughty me miro a los ojos.
―Le dije que no me ire de aqui―contrapuso.
―Llevenlo―exigió el hombre de alto mando y los mismos oficiales que estaban dispuestos a sacarlos en paz, lo tomaron de los brazos y lo obligaron a irse aunque intentara zafarse.
No sacaron a ninguna mujer más del salon, pero era como si estuviéramos encarceladas allí mismo. Los oficiales se quedaron allí para vigilarnos mientras esperaban al dueño y yo comencé a rezar frente al cuerpo de Margaret conteniendo las lágrimas con rencor e impotencia. Ni siquiera me dejaban acercarme a su cuerpo para abrazarla o tomarle la mano. Todas debían estar separadas una de las otras y podía ver como revisaban las estanterías con la intención de ver algo que no sea de su agrado para que pudieran empeorar la situación.
El perfume del señor Loughty estaba impregnado en el pecho de Margaret y en la banda que presionaba su pecho. Sus ojos quedaron abiertos mirando el techo y uno de sus brazos colgaba del respaldo de la silla. Nadie dijo absolutamente nada durante largos minutos, quizás un par de horas. Nadie se atrevió a decir nada de como se había llevado a las otras mujeres o sobre como aquellas que se encontraban heridas tenían el derecho de ser revisadas por un médico.
Y nunca había sentido tanta vergüenza por mi persona, hasta que desde la entrada los oficiales abrieron paso y junto al general no solo se encontraba Dorian Plummer, el dueño legal del club de lectura, sino toda la familia.
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