T R E I N T A Y C I N C O
Decidí volver a la escuela.
En el jardín principal veo solamente al personal de limpieza regando las plantas y que deciden pasar de mí. Luego de cruzar las puertas de cristal bordeadas con metal, entré en el pasillo, que estaba vacío y silencioso. No falta nada para que sonara la última campana, esa que indica el descanso de diez minutos antes del inicio de las clases extracurriculares.
Con Aidan y Andy estábamos en la misma clase extra, pero creo que eso de que los tres estemos en la misma no durará mucho. Aidan sí que va en serio con ese tema de unirse a la clase de teatro, por lo que eso de los tres estar en la clase de repostería dejaría de ser.
Y no, no estamos ahí porque nosotros lo hayamos elegido. El día en que podíamos elegir en qué clase estar ninguno de los tres asistimos. Yo estaba enfermo, Aidan tenía cita con el dentista para hacerle limpieza de caries y Andy no vino porque la noche anterior había ido a una fiesta y no despertó por la resaca que se traía. Así que somos los únicos chicos en esa clase. Y creo que eso lo disfrutan las chicas.
El timbre resonó por los pasillos.
De a montones, los alumnos van saliendo de sus salones. Algunos me saludan con asentimientos de cabeza, otros con sonrisas y unos cuantos con sacudidas de sus manos. Escuché el suspiro de unas cuantas chicas y varios toques por mi espalda baja hasta llegar a un punto no permitido fue la principal razón por la que apuré el paso para salir de ahí. No quiero que me sigan toqueteando.
La cosa de ser uno de los chicos «populares» es bastante extraña, sobretodo para mí porque ni siquiera sé cómo llegué a tales alturas. Un día era solo el chico nuevo de octavo grado y al siguiente ya todo el mundo sabía cómo me llamaba. Hasta hoy día no sé cómo todos se enteraron de cómo me llamaba, ni porqué empezaron los tratos especiales, tampoco el porqué los callados de la clase, que se suelen sentar en la parte de atrás, les sorprendía que les hablara, conviviera con ellos o si quiera me sentara en la misma fila de asientos que ellos.
¡Venga ya, chicos! También soy como ustedes.
Luego el semestre pasado terminé como el capitán del equipo de hockey y fue ahí que mi «fama» de por aquí, subió más de lo que hubiera deseado. Aidan insiste en que lo aproveche, yo quisiera volver a octavo grado y evitar que mi nombre se regara por las bocas de otros. Así no recibiría toqueteos no permitidos.
—Te encuentro al fin —me dijo una voz y la reconocí por su acento—. ¿Estás bien? No fuiste a la última clase.
—Estoy bien, solo que hace un rato no me sentía muy... bien. Tú me entiendes —le digo a Briana, girando a verla.
—Eso le dijo Aidan al profesor de literatura.
Suspiro con alivio. Gracias, Aidan.
Estuve a punto de preguntarle a Briana qué fue de lo que me perdí de la clase cuando, de repente, unos brazos morenos me rodean por atrás. Por un momento me quedo congelado, ideando una excusa amable para soltarme de quién me rodea la cintura, hasta que su voz llega a mis oídos:
—¿Estás bien? Dime qué estás bien, por favor. Siento mucho haberte hecho pasar un mal rato —habla un poco rápido que logré entenderla por poco.
Sonrío empezando a disfrutar su improvisado abrazo. Claro que Bea vendría a disculparse, pero me sentía mejor. No estaba molesto. Nunca lo estuve.
—Está bien, Bea. Estoy bien.
Ella me suelta lentamente, sus ojos viéndome tímidos, su cabello castaño oscuro le cae a los lados de la cara, dándole un aspecto adorable con esa mirada.
¿Ya dije alguna vez que ella solo podía transmitir un aura adorable? Porque si no, lo digo ahora: ella es tan malditamente adorable. Por poco no resisto de picarle las mejillas.
—¿En serio?
Asentí, seguro.
—En serio.
—Gracias —murmura aliviada—. Pensé que estarías molesto pues... por... ya sabes.
—Estoy bien, en serio. Debería ser yo el que te pida una disculpa. Por haberme ido así... otra vez.
Bea ladea una media sonrisa.
—Mientras tú no estés molesto conmigo, yo no lo estoy contigo.
¿Cómo podría estar molesto con ella? Lo considero imposible.
—Beatríz, que lindo verte otra vez —dijo Briana, por un momento la había olvidado.
—Lo mismo digo —Bea le sonríe—. Oye, por cierto, Ari te está buscando.
—¿En serio? —frunce el ceño.
—Así es, está en la biblioteca.
—¿Sabes para qué me busca?
Bea piensa unos segundos, recordando. A veces su memoria es muy mala.
—Creo que necesita ayuda para estudiar, en unos días tenemos un tremendo examen de italiano.
—Bueno, iré a ver en qué me necesita.
—Espera, voy contigo. También necesito estudiar y un poco de ayuda no me vendría mal. Remo, mi tutor, me avisó que no podía. Se sentía algo mal.
He ahí esa punzada de celos. No puedo creer que con tan solo la mención de su nombre me moleste.
Los efectos de estar enamorado, amigo mío.
Es casi tonto como una pequeña sonrisa se asoma por mis labios. Aún sigo pensando que es un sentimiento bastante intenso, pero que... vale la pena si es por la chica indicada. En esa parte, Dave tiene razón, lo vale siempre por la persona indicada.
—¿Esa sonrisa significa un sí? —de la nada pregunta Bea.
Desvío mi atención a ella.
—¿Qué?
—Te preguntamos si quieres venir con nosotras. Beatríz —ella le murmura un «Dime Bea, no hay problema»—. Bea. Me dijo que eres bueno en el italiano, ¿Te parece si nos acompañas?
Vuelvo a mirar a Bea, que tiene esa sonrisa infantil que utiliza para intentar convencerte.
—Claro, andando.
—¡Sí! —festeja ella—. Mejor vamos antes de que empiecen otra vez las clases.
—¿Se puede aprender algo en diez minutos? —cuestiono, empezando a caminar con las chicas.
Ellas se encogieron de hombros.
—Al menos algo —contesta Briana.
En el pasillo de camino a la biblioteca, habían varios estudiantes sentados en el piso hablando y otros venían saliendo de la cafetería. En el día hay solo dos almuerzo; el de las primeras dos clases del día y el que estaba intercalado entre las dos últimas. Es más un descanso que tenemos merecido por tantas horas de clases desde la comida en la mañana.
—Esta chica de pelo rosa...
—Ariadna —responde Briana.
—Ella, ¿Está en tu clase, Bea?
—Ah, sí, vamos en la misma sección, aunque antes no hablábamos mucho. Solo ahora que hemos venido teniendo las mismas horas de estudio para el examen de italiano. Es buena onda, te caería bien.
Cabello rosa, extrovertida, mirada divertida. Sí, no lo dudo, pero sería como tener a un Aidan versión femenina y con el pelo algodón de azúcar.
—Tiene un nombre... particular.
Las chicas se ríen, viéndose.
—Su nombre es normal comparado con su apellido —señala Briana sin perder esa sonrisa divertida—. Ariadna es de Heraklion, Creta.
—¿Griega?
Bea asintió.
—Así es, su apellido es... —hace varias muecas acompañadas de balbuceos hasta que logra decir—: Apostolidis.
—Como notarás, para nosotros es más raro que su nombre. ¿Para ella? Es un apellido griego común —agrega Briana—. Le habrán puesto Ariadna por la famosa leyenda de Creta.
—Teseo y el Minotauro —digo, recordando el viejo cuento—. Que loco, no imaginé que habría una chica griega estudiando aquí.
—¿A qué sí? —reconoce Briana—. Las historias de mitología que se sabe no tienen límites. Ella en conjunto con mi mejor amigo me tienen la mente saturada de dioses y héroes.
—Igual son bastante entretenidas —dijo Bea—. Claro que yo solo he visto Hércules, así que no puedo objetar mucho.
—Si te adentras en ese mundo, créeme que no podrás salir —asegura ella, por lo que le tomé la palabra.
Cuando llegamos a la biblioteca noté que el lugar estaba lleno, algo que me pareció raro porque los alumnos no suelen venir a estudiar seguido aquí. De camino a la mesa donde estaba la amiga de Briana, varios chicos saludan a Bea y ella les devuelve el saludo con su gran amabilidad.
Internamente cuento hasta diez. Una, dos y tres veces. Estaba ya en la tercera cuenta cuando la oigo reír.
—Está tan loco —menea divertida la cabeza.
—¿Lo conoces?
—Es Félix, un chico de mi clase. Está más loco que Aidan.
Solo asentí, sé que si abro la boca diré algo estúpido y hoy ya he cumplido mi cuota de estupideces.
—¿Estás bien? De pronto estás... distante.
Piensa bien lo que vas a decir, no seas impulsivo, no seas impulsivo. Piensa, piensa.
—Estoy bien, no es nada —me repito eso mismo internamente hasta convencerme de ello.
—Hum, vale.
Llegamos junto a la mesa donde está la chica de pelo rosa rodeada de diccionarios de italiano-inglés, lapiceras, hojas sueltas y una libreta de apuntes. Sus murmullos de lamentos y repitiendo frases en el idioma que estudia son más claros.
—Hey, Ari —saluda Briana.
—¡Gracias a Atenea que por fin llegas! —exclama por lo que después se lleva un sonoro «¡Shhh!» de las otras personas en la biblioteca silenciosa.
Ahí noté algo que esta mañana pasé por alto, Ariadna tiene una forma diferente de pronunciar las palabras. No es un acento marcado como el de Briana, es algo más ligero que noté por como resaltó las «r's» en sus palabras.
—Una chica de ojos verdes me a dicho que necesitas mi ayuda.
—Sí, y gracias Bea —ella hace un gesto de «no hay problema»—. Sé que te vas más por el francés, pero necesito tu ayuda, por favor.
—No soy una experta, Ari, pero veré en qué te puedo ayudar —se sienta en el puesto vacío junto a su amiga.
—¿Se quedan, chicos? —propone Ariadna.
—Estaremos en la de allá atrás —dijo Bea, señalando con su pulgar una mesa vacía no tan lejos de la chicas.
De la nada, ese cosquilleo en mi estómago aparece. Ese pensamiento de «Los efectos de estar enamorado» vuelve a mi cabeza. La idea me pone nervioso y emociona a la vez, son sentimientos para nada iguales que ella siempre logra crear en mí.
Y que loco como lo hace.
Vamos a la mesa vacía dónde corrimos dos sillas y nos sentamos, Bea saca de su mochila su libreta de apuntes y un libro mediano que reconocí como un diccionario de italiano.
—Tengo que meter muchas cosas en italiano a mi cabeza, así que espero puedas ayudarme, Ross —me apunta con su dedo.
—Estoy para eso —le devuelvo el gesto, chocando la punta de nuestros dedos, lo que la hace sonreír.
—Empecemos.
-
—Es hora de irnos —le digo a Bea, viendo la hora en mi teléfono. Teníamos unos cinco minutos para ir a la última clase del día.
—Ya casi... ya casi... —dice, anotando algo en su libreta—. ¡Ya está! Con esto será suficiente.
Recoge sus cosas y las guarda en su mochila. Briana y Ariadna se habían ido hace unos minutos, apresuradas porque si no llegarían tarde cada una a sus clases. La biblioteca estaba casi vacía, solo algunos chicos que recogían libros a última hora.
—Gracias por ayudarme, Ross —dijo, ambos yendo por los pasillos casi solos.
—No hay de qué, cuando quieras ayuda, solo dime —doy un suave empujón con mi brazo al suyo.
—No sé qué le pasó a Remo, desde la cafetería no lo veo —comenta, confundida.
—A ese chico... ¿Lo conoces desde antes?
—¿A Remo? —asentí—. Si hablamos de tiempo, pues sí, lo conozco de antes. Si hablamos de conocimiento, de saber más de él, no, solo desde que empezó con sus tutorías.
Y eso, en algún sentido, me tranquilizó.
El camino a los salones no fue tan tardío como me lo esperaba, quizá fue porque venía hablando con la chica más increíble que nunca haya conocido. Mi conocimiento sobre la mitología griega es bastante básico, pero estoy seguro que Afrodita me a echado bastante de su magia de amor con esta chica. Pensar en ellos me hace reír, que tonto.
—¿De qué te ríes?
—Afrodita a tirado mucha magia de amor en mí —las palabras salen por sí solas.
Le sigue un raro silencio, creí que Bea se reiría de la tontería que dije, pero no fue así, ella de pronto está... pensativa, triste...
—Es por esa chica que te gusta, ¿No es así?
Me puse nervioso al pensar que ella ya sepa lo que sentía.
—¿Qué chica? —pregunto antes de cometer una babosada.
Ya lo dije, gasté mi cuota de estupideces por hoy.
Bea se ríe sin muchas ganas.
—Hay una chica que "te llama la atención" ¿Verdad?
¿Ella me llama la atención?
Oh, claro que sí. ¡Vamos! ¡Estoy enamorado de ella! Eso es más que «llamarme la atención»
—Sí, es por ella —sonrío inconscientemente.
Bea suspira.
—Vale... —musita, desviando la mirada.
De pronto su estado de ánimo había decaído. Eso fue un bajón tan repentino. ¿Qué pasó? ¿Dónde está esa sonrisa que me gusta? ¿El brillo en esos ojos verdes que hacía perderme en ellos? La expresión de Bea es todo lo contrario a eso.
—¿Estás bien?
—Sí... sí.
—Vamos, Bea, te conozco lo suficiente como para saber que en realidad no lo estás.
Ella sonríe, pero no es de esas sonrisa que tanto me gustan. Es una irónica, triste.
—Sí, tienes razón, no estoy bien, Ross —el tono duro de su voz hace que frunza confundido y sorprendido el ceño. ¿Pero qué rayos?—. Según tú, me conoces, si realmente lo hicieras... —menea la cabeza—. Perdón por ser tan... estúpida contigo.
No sé si fue una obra del destino o una gran salida dramática de su parte, pero justo después de soltar sus últimas palabras, entró al salón que le correspondía a su clase.
—Pero... ¿Qué?
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