N U E V E

Evan

Entierro con fuerza el tenedor en la inocente fresa de mi ensalada de frutas que se está llevando mi humor del carajo de esa mañana. La fresa queda cortada a la mitad y uno de esos trozos los llevo a mi boca y lo mastico casi con rabia.

«¡Que tengas un buen día!»

Recordar las palabras que ese tipo le dirigió a Bea esta mañana me hace masticar con verdadera rabia el otro trozo de fresa, de masticar con tanta fuerza me termino mordiendo la lengua.

—Auch —mascullo, adolorido, tomando un sorbo de la botella de agua fría a ver si anestesiaba el dolor.

Aunque no sirvió de mucho porque de igual forma seguía sintiendo el dolor, seguí comiendo de mi ensalada, torturando cada fruta solo por recordar esas simples palabras de esta mañana.

No tenía idea de porqué estaba rabioso a tal grado por una tontería de desearle un buen día a alguien, y no entenderlo también me hace sentir molesto, además de la falta de respuesta a mis montones de preguntas; ¿Quién es ese tipo? ¿Qué demonios es él de Bea? ¿Él es su...?

Ni siquiera podía formular la pregunta, ¿Qué si él es su...? ¡Arg, por favor! Ni complementarla puedo y eso me molesta más. Entre tantas preguntas que me frustran había una que me estaba matando: ¿Por qué me molesta el hecho de que ella salga con alguien?

Es un sentimiento inmaduro y posesivo de mi parte, ¡Ella no es más que mi amiga! Desgraciadamente... Pincho con fuerza otra fresa porque ya me quería golpear a mí mismo por todo lo que sentía.

—¿Qué me estás haciendo, Beatríz Ferguson? —expreso en voz alta, viendo el trozo de fresa cortado a la mitad muy cruelmente antes de comerla.

—¿Pero qué te ha hecho esa pobre fresita para ser maltratada así? —cuestiona Aidan, sentándose frente a mí.

—Nada.

Mi mejor amigo rueda los ojos con hastío y suspira dramático.

—Oh, no, aquí vamos con el Iceberg Ross —murmura lo que aún conseguí escucharle.

—¿Iceberg Ross? —repito, aguantando la risa. Los apodos que se puede inventar Aidan nunca los puedo predecir, cada uno es muy diferente al otro.

—Sí, es que cuando estás en tu modo de «idiota frío» ni un iceberg se compara con tu maldita frialdad —dejo salir libre a una carcajada limpia que causa confusión en el pelirrojo—. Pero, ¿Qué te pasa? —yo sigo riendo—. Que yo sepa padeces de ansiedad, no de bipolaridad.

—Quizá sea un nuevo trastorno al que agregar a la lista de «Problemas de Evan Ross» —comenté, calmando mi risa.

—¿Por qué asesinas a esa fresa? —quiere saber Aidan a la vez que destapa el cartón de su leche achocolatada.

Pincho el otro trozo de la fresa con un trozo de manzana y banana. Me encojo de hombros en respuesta, masticando.

—No es nada.

—Sí sabes que es inútil mentirme, ¿verdad? —dijo, sarcástico, algo que sé bastante bien. Aidan es una de las pocas personas que me conoce perfectamente, sabe al instante cuando trato de ocultarle algo. Por eso me es casi imposible mentirle. Deja su sandwich de lado y me mira interrogante—. A ver, ¿Qué pasa?

—Que no es nada, Aidan —tomo otra fruta de mi desayuno.

—Vale, si no me quieres decir, tendré que usar mis superpoderes —me río de mi amigo, en definitiva él nunca madurará. Aidan se acoda sobre la mesa y masajea sus sienes, cerrando los ojos—. Muy bien, estás así por... por... ¡una chica!

Arqueo una ceja sorprendido hacia mi mejor amigo. Venga ya, él no puede leer mentes, eso es literalmente imposible.

—¿Pero cómo lo sabes?

Aidan se ríe satisfecho, bajando los codos de la mesa y dando un trago de su leche achocolatada, una de sus tantas bebidas favoritas.

—No lo sabía, solo adiviné. No estaba seguro hasta que me lo acabas de confirmar. Inteligente, ¿No? —baja el cartón de su bebida, revelando su nuevo bigote de chocolate.

—Idiota —murmuro, dedicándole mi mejor mirada amenazadora.

—Un idiota inteligente —me corrige—. Ahora, ¿Quién es?

—El supuesto idiota inteligente que tiene un bigote de leche achocolatada sobre la boca

Aidan se limpia la boca rápido con una servilleta y vuelve a dirigirme la mirada.

—No me cambies de tema ahora, ¿Quién es?

—No es nadie, Aidan —desvío la mirada a mi comida.

—Es alguien cercano —lo veo a él—. Haces esa cosa de desviar la mirada cuando se trata de alguien cercano.

—No sé de qué hablas.

—Vamos, mantener esta mentira no te durará mucho. Te conozco muy bien —hace una mueca rascando su pelirrojo cabello—. Diría que mucho.

Me vuelvo a reír, esta vez un poco más suave. Estoy empezando a considerar eso de que este cambio abrupto de humor no es normal.

—No es nada importante.

—A ver... usaré otra vez mis poderes... ¿Esa chica no es una llamada... —Aidan ignora mis palabras, toma su mentón como si pensara—, mmm, no lo sé... Beatríz Ferguson?

Por un momento mi mano queda congelada en la taza plastica dónde está mi ensalada, con el tenedor con un trozo de manzana entre sus dientes. Observo por unos largos segundos a mi mejor amigo que espera una respuesta de mi parte.

Meneo la cabeza para espabilar y comerme ese trozo de manzana.

—¿Qué tiene que ver ella?

Aidan resopló.

—He notado como la miras mucho, es más que obvio que te gusta.

Me encontraba tragando ese trozo de manzana cuando escuché su declaración, lo que causó que me ahogara al instante y empezara a toser como perro atragantado, llamando la atención de las personas cercanas a nuestra mesa. Aidan me pasa preocupado la botella de agua, a la que doy un gran trago.

—¿Qué? —mi voz sale ronca y aún sigo tosiendo un poco.

—Que te gusta Bea —repite con tanta tranquilidad, pareciendo no importarle que tal declaración casi me mata cinco segundos antes.

—Ella no me gusta.

Aidan vuelve a resoplar y rodar los ojos, notaba que mis rodeos empezaban a molestarle quizá un poco.

—Amigo, ¡Es algo muy obvio! Por la forma en la que la miras siempre. Ella te gusta.

—No sé qué carajo me estás hablando, Aidan —murmuro volviendo a jugar con mi comida, sintiéndome totalmente descubierto por mi mejor amigo.

Maldito sea el día en que Aidan López me conoció perfectamente bien.

—¿Qué ganas con engañarte a ti mismo? —el tono con el que hace su pregunta me molesta, él sabe que detesto cuando me hablan así.

—Yo no me engaño a mí mismo —afirmo, seguro por fuera, dudoso por dentro—. Ella. No. Me. Gusta. No hagas eso del psicólogo paciente, quiero un mejor amigo, no otro psicólogo. Y preferiría que dejes este tema de lado.

—No estoy haciendo nada de eso, Evan. ¡Y soy tu mejor amigo! —exclama con un tono casi ofendido. Hace una pausa para suspirar—. Hermano, yo sé que para ti la confianza es un tema delicado por lo de hace siete años, lo de tu...

—No, no lo digas, Aidan. Solo limitate a no decirlo.

—Vale, vale... Sé que te cuesta confiar, conocer personas nuevas, creer en ellas, pero si nunca superas tu miedo, lo que pasó... en verdad te quedarás solo.

Me quedé viendo las sobras de mi ensalada, pensando en sus palabras. Oh, como odio cuando tiene razón. Todas las situaciones que me envuelven siempre tienen que hacerme frustrar y pensar de más. Me estaba cansando de ello.

—Lo sé, pero...

—No hay «peros», Evan. Si no lo superas, no sanarás y si no sanas, vivirás atado a un pasado que siempre te va a doler. No dejes que eso siempre te persiga, Bea no es como ella.

Sobre pienso las palabras de Aidan más de lo que hubiera resultado sano para mí. Sé que tiene razón, pero dejar ir las cosas que duelen no es fácil, aún con todo este tiempo, se me hace difícil. Quiero, claro que quiero dejar ir todo ese desastre, pero... nunca es sencillo, y mucho menos en el desastre que es mi vida.

—Yo entiendo que no es como dar un paseo —agregó—, pero si no lo intentas, ¿Cómo sabrás que puedes?

Aidan es una de las dos personas en mi círculo de amigos que saben las cosas difíciles que pasaron hace siete años y cómo eso afectó a mi familia. Él estuvo ahí conmigo, a los diez y a los quince. Ambos lo estuvieron, de hecho, y son de los pocos que tienen mi plena confianza.

Y solo por eso, sé que este pelirrojo que tengo al frente tiene toda la razón. Odio cuando tiene razón.

—Ahora, dime, ¿Desde cuándo? —interroga con un yono juguetón.

Sonrío negando con la cabeza, agradeciendo también el cambio de tema.

—Odio tu maldita y jodida persistencia, Aidan López.

Se encoge de hombros, mordiendo su sandwich.

—La persistencia es una de mis mayores cualidades, Evan Ross —gesticula con la boca llena—. Y bien, cuéntame, ¿Desde cuándo te gusta?

—Ella no me gusta, gusta, solo... me llama la atención. Es todo.

—Claro —pronunció, sarcástico, con medio sandwich a tragar—, y yo soy bueno en literatura.

Puse los ojos en blanco, divertido y fastidiado a partes iguales por su insistencia. De verdad que quiero a Aidan, muchísimo, es como un hermano para mí, pero su lado entrometido no me agrada tanto. Claro que, no debo negar que yo también tengo uno, y que ese mismo se ha estado haciendo una pregunta que me ha estado matando toda la mañana: 

—¿Quién era el chico de la entrada?

Por la sonrisita satisfecha que se asoma en sus labios, supe que estaba esperando el momento de oírme preguntar aquello. Aidan y yo estábamos juntos en el jardín esperando por ella cuando la vimos llegar aunque Bea a nosotros ni nos notó.

—¿Recuerdas al tipo que en el cumpleaños quince de Bea le estrelló la cara contra el pastel? —asentí riendo por el recuerdo. Aún tengo el vídeo—. Bueno, ese es su hermano mayor. Al parecer, ya volvieron de ese viaje arqueológico en el que estaba Bea hace un mes.

—Oh... —murmuro, luego frunzo el ceño—. Oh...

Rasqué mi cabello, formando una mueca incómoda. Ahora me sentía mal, y otra vez raro. No debí de ser un idiota suponiendo cosas que no son. Que asco.

—Aún no creo que ella te guste, es... —sacude con cierta delicadeza su mano, como si no encontrara la palabra justa—, sorprendente.

—Aidan, ya te dije que no me gusta, es pura atrac...

—Uh, a Evan le gusta alguien, ¿Quién es? —interroga Bea con una sonrisa entusiasta, ocupando el asiento junto a Aidan.

Hay un ruido ronco en nuestra mesa, Aidan se estaba atragantando con la risa. Mientras tanto yo, siento el calor en mi rostro concentrado en mis mejillas, una señal clara de que me había sonrojado y ahora debía de parecer un camarón.

—Y bien, ¿Quién te gusta?

—Yo... eh... yo... —más incoherencias salen de mi boca. Es absurdo lo nervioso que me siento por una chica que mide 1,60. Me sentía como un Evan de catorce años, y yo no quiero volver a ver a ese sujeto.

El muy maldito de Aidan seguía disimulando las ganas de carcajearse que se traía, no tengo dudas de que está disfrutando en la situación en la que estoy metido.

Que me las cobraré, Aidan Manuel.

—Es que, pequeña Bea —Aidan acaba con mis balbuceos—. Nuestro querido amigo aquí presente le gusta —recibe una mirada de advertencia mía—. Me corrijo: le llama la atención una chica.

Bea sonríe pareciendo entusiasmada con la situación, aunque no sé si fueron ideas mías o es que en verdad esa bonita sonrisa suya se veía un poco forzada. Quizá sí soy yo haciéndome ideas tontas.

—¿En... en serio? ¿Quién es? ¿La conozco?

—Eh, no, no es nada importante. Solo es una tontería mía.

—Claro —murmura Aidan, lo que Bea parece no escucharle.

—Yo me tengo que ir —anuncio, cerrando el envase con las pocas frutas de mi ensalada y prácticamente huyendo de mis amigos.

O mejor dicho: huyendo de Bea y los nervios que solo tenerla cerca me causa.

Salgo de la cafetería y camino entre los pasillos con pocos alumnos hasta llegar al auditorio vacío de la preparatoria, un lugar donde suelo venir cuando huyo como cobarde de situaciones como la anterior. Recorro el pasillo que separa una brecha de asientos del otro hasta llegar al escenario.

Subo la escalinata que está del lado izquierdo para llegar a la plataforma, dónde me siento en la orilla, dejando que mis pies se balanceen en el aire. El único que hay es el de los aires acondicionados y los miembros lejanos de los salones que viajan a través de la ventilación.

En la soledad de ese lugar, las palabras de Aidan se repiten en mi cabeza:

«¿Qué ganas con engañarte a ti mismo?»

Es una muy buena pregunta. ¿Qué demonios gano con engañarme a mí mismo?

Se supone que Bea solo llama mi atención, me parece linda, bastante guay, pero... ¿Pero por qué cada vez que la tengo cerca me hace sentir nervioso y acelera mi corazón cada vez que me sonríe a mí? ¿Por qué me fascina tanto su sonrisa y su fragante he hipnotizante aroma a fresas? Me aterraba un poco la magnitud y lo mucho que puede llegar a crecer esto que siento por ella, me aterra más el imaginar que ya no pueda estar. No quiero pasar otra vez por el abandono. Pero Bea... Bea no es mamá, ella es increíble, buena, linda.

Es... simplemente ella, y eso me encanta.

Tallo frustrado mis ojos con las palmas de mis manos y las asciendo después a mi cabello, que desordenan con enojo por todo los pensamientos y sentimientos mezclados.

—¿Qué demonios me estás haciendo, Beatríz Ferguson? —vuelvo a cuestionarme en voz alta.


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