Capítulo 23: El ansia de la bestia
Capítulo 23: El ansia de la bestia
—Llegamos a Lycaenum a media tarde. Nos costó muchísimo orientarnos, estábamos perdidos, pero nos cruzamos con un grupo de chavales del pueblo que regresaban, así que decidimos seguirlos. Creo que eran conscientes de que estábamos ahí, pero no dijeron nada.
Mientras Thomas explicaba lo ocurrido, Cat me abrazaba como si realmente hubiese muerto, cosa que no era del todo falsa. Al escuchar los disparos, ambos habían salido en nuestra búsqueda a toda velocidad. Creían que nos habían ejecutado, y encontrar charcos de sangre donde el comisario nos había abandonado no había sido precisamente tranquilizador.
Así que Cat me abrazaba con todas sus fuerzas, como si acabase de recuperar a la persona más importante de su vida, y yo le correspondía. Admito que yo no me había planteado la posibilidad de perderla, pero volver a verla había sido una inyección de adrenalina.
—¿Cómo están las cosas por el pueblo? —preguntó Tyara—. ¿Habéis podido ver a Mario?
—Hay una calma tensa —confirmó Thomas—. A simple vista parece que todo va bien, pero tan solo tienes que fijarte un poco en los detalles para notar actitudes extrañas. Parece que todos contengan la respiración.
—¿Por qué? ¿Para qué?
De nuevo el aullido de la bestia, esta vez aún más desgarrador aún si cabe, resonó por todo el bosque, levantando bancos de pájaros y despertando el aullido de cientos de lobos. La primera vez que lo había oído Tyara había creído que era el motor de una moto, pero ahora el sonido era inconfundible. Aquel era el grito del Señor del Bosque, y no parecía feliz precisamente.
De hecho, parecía hambriento.
Era escalofriante.
Nos miramos los unos a los otros, con un muy mal presentimiento taladrándonos el cerebro. No necesitaba estar en Lycaenum para saber que el rugido había llegado hasta el pueblo, llenando las casas y las calles del ansia de la bestia.
El Señor del Bosque reclamaba su sacrificio.
Reclamaba su pago y Lycaenum estaba en posesión de tres ejemplares con los que intentar saciar su voracidad.
—Los van a sacrificar hoy —comprendí con amargura—. Puede que me equivoque, pero...
—No creo que te equivoques —murmuró Cat—. Yo sí que vi a los niños. Al menos a dos de ellos. Lo siento, Tyara, no vi a Mario, pero sí a los otros dos. Los estaban metiendo en una furgoneta en la comisaría. ¿A qué hora fue eso, Thomas? Poco antes de que los sacasen a ellos, ¿verdad?
El policía asintió con gravedad.
—Media hora como mucho. Los llevaban a la fuerza, atados. Fue una imagen desoladora, cuando los vi pensé que quizás iban a devolvérselos a la bruja, pero lo que dices tiene más sentido, Lobo. Es posible que pretendan sacrificarlos.
Nuestras sospechas cayeron como una bomba entre los presentes. Estábamos todos al límite de nuestras fuerzas, confundidos y cansados, además de muy asustados, pero no teníamos tiempo para dejarnos llevar por el pánico. Si realmente iban a matar a esos niños, y todo apuntaba a que así era, teníamos que actuar. Teníamos que detenerlo de una vez por todas... pero ¿cómo?
Sabíamos dónde se celebraban los sacrificios, éramos cuatro y teníamos las pocas armas que Thomas y Cat habían logrado recuperar del coche: dos pistolas y un par de cuchillos. ¿Suficiente para hacer frente a lo que fuera que nos esperaba aquella noche? No, por supuesto que no, pero tampoco teníamos muchas más opciones.
—Iremos al Lago Rojo —sentencié—. Y si realmente están allí, los detendremos. —Desvié la mirada hacia Tyara, cuyo silencio se me clavaba como una aguja envenenada—. Y eso probablemente implique muerte. Sé que no estás acostumbrada, pero...
—Ni que fueras tú el soldado estrella —respondió ella, cruzándose de brazos—. Que vienes de Umbria, Lobo, no de la guerra.
—Tú no has leído mucho las noticias los últimos años, ¿no? —bromeé, agradecido por su muestra de valentía. Podría haber dicho cualquier otra cosa, pero aquel desafío había bastado para dejar clara su posición—. Ah, y por cierto, no es Umbria, es...
—¡Te juegas la vida! —me advirtió, sin dejarme acabar la frase—. Tú sabrás lo que haces, pero como acabes esa frase te juegas la vida, te lo aseguro. Y sobre lo de que hoy va a morir gente, no hace falta que lo digas, sé perfectamente lo que hay. Te aseguro que no tienes más ganas que yo de ponerle la mano encima a Gadot. Él y todos los que han permitido esto son unos malditos degenerados: no merecen otra cosa.
Sentí un escalofrío al ver el modo en el que se ensombrecían sus ojos. Nunca la había visto tan furiosa. Por desgracia, no era suficiente. No para lo que iba a pasar.
—No hablo de ponerle la mano encima, Tyara —aclaré con frialdad. Cogí la pistola del suelo y la alcé, para mostrarle el cañón—. Hablo de volarle la cabeza. A él y a todo aquel que se me cruce por el camino. Sé que suena duro, pero...
Tyara no me dejó acabar la frase.
—Como ellos mismos dicen: no nos han dejado otra opción.
Aclaradas las cosas con Tyara, miré a mi hermana, cuya respuesta conocía, y me centré en Thomas. Al ser un policía, aquella cuestión era especialmente delicada con él. Por suerte, no había necesitado más que una noche de terror para olvidarse de todo.
Aquello era pura supervivencia.
—¿No es un pueblo libre? ¡Pues a la mierda, la ley no llega hasta aquí! Ya ha muerto demasiada gente: ha llegado la hora de hacer justicia.
Tardamos una hora en llegar al Lago Rojo. Sesenta minutos de infarto en los que los rugidos del Señor del Bosque no pararon de repetirse, cada vez con mayor fuerza. Estaba hambriento y Lycaenum estaba respondiendo a su llamada.
Poco a poco, el bosque empezó a encenderse. Primero fueron luces de coches en la lejanía, voces y plegarias. Farolillos colgados en los árboles, destellos verdes en la lejanía. Después, la propia naturaleza. Las nubes abandonaron el cielo y la luz de la luna cayó sobre la montaña como un torrente de energía, bañando con su magia las runas de los árboles y los caminos.
Llenándolas de luz.
Y entonces, el bosque despertó, llenando sus caminos cambiantes del poder de la brujería de Beatrix. Sus árboles se alzaron como torres, cubriendo el firmamento, y sus plantas se transformaron en enormes macizos de flores multicolor. Las aguas de los ríos se tiñeron de sangre y las sombras de los animales devoraron a sus dueños, convirtiéndolos en figuras sombrías que se movían entre la penumbra. Las runas empezaron a refulgir, bañando de una poderosa luminiscencia verde al bosque, y todos acudimos a la llamada.
Absolutamente todos.
El Lago Rojo estaba iluminado. Decenas de antorchas bañaban de luz ambarina una de las orillas, allí donde se dibujaban las sombras de varias personas. A simple vista era complicado reconocerlas, pero había una de ellas que destacaba sobre todas.
Marc Gadot.
Marc Gadot estaba allí, y como pronto descubriría, el comisario Luis Meira también. Pero no eran los únicos. En la orilla había un total de ocho hombres y mujeres de Lycaenum que, con las caras pintadas con marcas tribales y las manos empapadas de sangre, contemplaban la escena que se estaba desarrollando en el lago, no muy lejos de donde se encontraban.
Y lo hacían con la mirada fija en la bruja, que en aquel entonces se encontraba en las aguas, hundida hasta las rodillas, con los niños sujetos de la mano...
Y lo hacían con cánticos surgiendo de sus gargantas. Rezaban para que el ritual se completase con éxito.
Estábamos lejos. Habíamos alcanzado el lago por el extremo opuesto, lo que nos ofrecía una amplia visión de lo que allí estaba aconteciendo. Mientras que la bruja avanzaba con los niños, que no parecían resistirse, cientos eran las miradas que observaban el ritual desde el bosque. Había humanos, sí, pero sobre todo había animales. Bestias salvajes que asistían al evento desde la primera línea de árboles, con los ojos clavados en la bruja. Parecían totalmente concentrados en lo que estaba pasando en el agua, hechizados por los cánticos humanos, pero incluso así era aterrador tener que pasar por delante. Estaba convencido de que, de un momento a otro, saltarían a por nosotros para acabar lo que no habían podido en el árbol...
Pero por desgracia, no teníamos muchas otras opciones. El tiempo jugaba en nuestra contra, así que, tal y como vimos la escena, empezamos a correr. Thomas y yo íbamos al frente, armados con las pistolas, mientras que Tyara y Cat iban detrás, cada una de ellas con un cuchillo en la mano. El motivo era sencillo, nosotros teníamos más experiencia con armas de fuego, por lo que confiábamos en que nos serviría de algo.
Teníamos que hacer justicia.
Temí que nos descubriesen, pero tal era la concentración de los presentes en el ritual que nadie pareció darse cuenta de que cuatro figuras avanzaban junto a la orilla en la oscuridad casi total. Los cánticos absorbían el sonido de nuestros pasos, arrastrándonos al silencio absoluto.
Además, solo veían a la bruja y a los niños...
Solo sentían el poder que emanaba de sus palabras...
Solo existían por ella.
Era brujería oscura. Una brujería tan poderosa que, cuando al fin alcanzamos la mitad del lago, empezó a quemarme. Sus palabras se clavaban en mis oídos, llenándolos de los sonidos del bosque. De aullidos, de gritos, de lamentos... No podía apenas pensar, solo podía ver.
Podía ver a la bruja.
Podía ver su rostro lívido y su vestido rojo extendiéndose como una mancha de sangre alrededor de sus piernas.
Podía ver sus labios negros formar palabras de poder...
Y podía ver a los niños, aterrorizados más allá de la máscara de paz que ocultaba su auténtico rostro. Beatrix los había hechizado para que no fueran conscientes de lo que les iba a pasar, pero en lo más profundo de su mente sabían que iban a morir.
Sabían que iban a ser devorados...
Y lo sabían porque estaba allí.
Porque de repente, la bestia apareció en el lago.
Los perros aullaron, los ciervos enarbolaron los cuernos, los cuervos graznaron, el fuego de las antorchas relampagueó... y él apareció. Se materializó entre las aguas... frente a los niños.
Frente a la bruja.
Y su mera presencia logró que las estrellas dejasen de brillar. El firmamento se apagó, la luna se escondió, y en mitad de la noche, tan solo la terrorífica figura del Señor del Bosque refulgió a la luz de las antorchas.
Y era una figura impresionante...
Aterradora.
Todos aguantamos la respiración. Con su aparición, nuestras piernas habían quedado paralizadas, incapaces de seguir avanzando. Tal era la magia que emanaba de aquella bestia mágica que nuestras mentes no eran capaces de concebirla.
Era como ver un ser de otro mundo... como ver el mal personificado.
Como entrar al infierno y ver al mismísimo Demonio hecho carne.
El Señor del Bosque era un ser colosal, de casi tres metros de altura, ancho de espaldas y con unos largos y retorcidos cuernos que se alzaban hasta el cielo en forma de espiral. Se mantenía erguido sobre dos patas musculosas, semejantes a las de un caballo, lo que le aportaba un toque de distinción. Resultaba elegante, incluso. Tenía la cabeza alargada y peluda, parecida a la de un ciervo, con grandes ojos blancos en mitad de un pelaje gris moteado. Tu torso, por contra, era humano. Musculado y marcado por cientos de runas que se unían entre sí dibujando un inquietante trazado en el que se podía entrever la silueta de varios animales del bosque. Aves, mamíferos, reptiles...
Y árboles.
Ramas entrelazándose entre sí.
Sin lugar a duda, era el ser más imponente e increíble que había visto jamás. Un monstruo surgido de las profundidades del bosque que, con su mera aparición, provocó que todos los allí presentes se postraran ante su presencia. Los humanos plantaron la frente en el suelo mientras que los animales agachaban la cabeza en señal de respeto.
Beatrix, sin embargo, no se movió. Ni ella ni los niños. La bruja se mantuvo frente a su Señor erguida, con las dos presas firmemente sujetas, y aguardó el silencio hasta que el monstruo acudió a su encuentro. Avanzó los pocos metros que los separaban por el agua, dibujando amplias ondas alrededor de sus piernas, y una vez frente a los niños, acercó sus enormes zarpas hacia sus cabezas.
Las apoyó sobre sus rostros...
Y no necesité más para despertar. Los ojos de los niños se pusieron en blanco con un lamento ahogado en la garganta, y algo en mi estalló. Lancé un grito de rabia, luchando conmigo mismo para reactivar mis funciones motrices, y tumbando todos mis miedos a base de determinación y furia, reanudé la carrera, convirtiéndome en el primero y único capaz de vencer al embrujo del Señor del Bosque.
Siendo el único loco capaz de enfrentarse a él. Porque tenía miedo, por supuesto, pero la rabia me superaba. La rabia me cegaba. Ya había visto demasiados monstruos destruir humanos como para permitir que volviera a pasar. No. No lo iba a permitir. No después de lo de Solaris.
Nunca más.
No podría soportarlo.
Corrí, alcanzando ya la zona del ritual, y alcé el arma. Ni tan siquiera me lo planteé. Sencillamente dirigí el cañón hacia la figura colosal, sintiendo ahora sí el terror tratar de apoderarse de mí ante su mera cercanía, y apreté los dientes. Los apreté con todas mis fuerzas.
Disparé.
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