Capítulo 14: Flores en el agua

Capítulo 14: Flores en el agua



No pude dormir en toda la noche. Diría que era por los ronquidos de mi compañero de habitación, que cayó a plomo en la cama, pero el motivo era mi obsesión con lo que había visto y oído en el bosque. Aquella mezcla de sonidos y de imágenes se había clavado con tanta fuerza en mi mente que me estaba volviendo loco.

Había sido escalofriante.

Me había sentido tan vulnerable bajo el amparo de los árboles y los señores del bosque que, de regreso al hotel, no me había atrevido a cerrar los ojos, temeroso de que viniesen a por mí. Era un sentimiento infantil, pero incontrolable.

Aquel bosque era la mayor trampa mortal en la que había estado jamás.

Curiosamente, Thomas no compartía la sensación. Antes de dormirse me había confesado que las marcas de los árboles y la sorpresa del río le había dejado bastante desconcertado, pero poco más. Para él, los misterios del bosque no habían sido más que una prolongación más de su contacto con lo sobrenatural.

—He visto demasiadas cosas raras en Escudo como para asustarme de unos cuantos árboles, te lo aseguro —había dicho, con una sonrisa gélida en los labios.

Aunque tenía razón, en Umbria había vivido cosas peores, el bosque se había clavado en mi alma de tal forma que no podía quitármelo de la cabeza. Gracias a ello, mientras Thomas dormía a pierna suelta, yo trabajaba. Indagaba más sobre su historia negra y su mitología, sobre su extensión y ecosistemas. Sobre el lago, sobre sus ríos...

Y gracias a ello descubrí algo que me dejó totalmente helado.




—Hay un segundo lago —anuncié a la mañana siguiente, plantando el teléfono en la mesa.

Era el último en sumarme al desayuno. A pesar de mi insomnio, había tardado más de lo habitual en ducharme y vestirme, lo que había provocado que llegase tarde al restaurante.

Por suerte, había un buen motivo.

—¿Un segundo lago? —preguntó Tyara con curiosidad, asomándose al móvil.

Cat y Thomas, que en aquel entonces estaban bebiendo de sus tazas de café, tardaron unos segundos en reaccionar. Creo que les interrumpí en mitad de una broma privada, o algo por el estilo. A saber, ese par hacían cosas extrañas. No les presté atención.

—Fíjate, es una fotografía aérea de la zona. En ella casi no se ve, lo cubren las copas de los árboles, pero me he estado informando. Existe una página web de excursionismo especializada en esta zona en la que los participantes hablan de las rutas que hacen y cuelgan fotos. Bueno, hablan de todo, desde las condiciones climatológicas hasta la dieta de los putos mapaches. Por suerte, entre toda la paja encontré una entrada que hablaba del Lago Rojo.

—Según las leyendas, el Lago Rojo es donde la bruja hacía los sacrificios en honor al Señor del Bosque —explicó Tyara—. Es curioso, pensaba que era solo parte del folklore. Es impactante.

Lo era, sí. Incluso a mí me había impactado.

—¿Y pone cómo se puede llegar? —preguntó Thomas, dejando la taza en la mesa—. Podríamos acercarnos.

—Está bastante metido en el bosque, cerca de uno de los saltos de agua: no indica las coordenadas exactas, pero han colgado el recorrido entero de la expedición, así que podríamos llegar si lo seguimos.

Acordamos ir aquella misma mañana, tras acabar el desayuno y revisar en mayor profundidad la ruta. Al igual que el día anterior, para poder alcanzar el segundo lago íbamos a tener que hacer una buena caminata a través del bosque, así que cogimos provisiones. El Lago Rojo no estaba demasiado lejos del principal, pero su acceso complicado. El sendero delimitaba con varios de los barrancos de gran altura, algo que nos iba a obligar a ser especialmente cuidadosos. Por suerte, era pronto y el día se prometía tranquilo y luminoso.




Tardamos tres horas en llegar. Siguiendo las indicaciones de la web, iniciamos una compleja travesía a través de los barrancos del este de Lycaenum. Una zona con importantes desniveles y estrechos caminos de piedra a través de los cuales se podía disfrutar de unas impresionantes vistas de los montes de los alrededores.

No era un camino muy transitado. De hecho, a pesar de formar parte de una ruta de senderismo, la zona era poco conocida. El paso estaba sucio, con la naturaleza muy crecida, y marcados por el impacto de las tormentas y las nevadas. A pesar de ello, no tardamos mucho en localizado. Nos pusimos en marcha y paso a paso fuimos adentrándonos en un profundo valle.

Fue una travesía llena de humedad, insectos y penumbra en la que no me separé de Tyara en ningún momento. Iniciamos el viaje juntos, el uno junto al otro, pero lo acabamos de la mano, encontrando en el otro la seguridad y la luz necesaria para completar el viaje sin sorpresas.




Llegamos al Lago Rojo a medio día, con el cielo ligeramente encapotado. En aquella zona la temperatura era más baja que en Lycaenum: la falta de luz solar provocada por las altas copas de los árboles generaba un ambiente frío y húmedo que pronto empezó a calarnos en los huesos.

Era un lugar perfecto para una excursión rápida y volver.

—Es aquí —anunció Cat, unos metros adelantada con Thomas. Ellos habían encabezado la marcha a muy buen paso—. Pero ojo, no estamos solos.

El Lago Rojo recibía aquel nombre por la tonalidad de sus aguas, producto de los tintes que emanaban de su vegetación. Sus dimensiones eran más reducidas que las del lago de Lycaenum, pero incluso así seguía siendo muy grande. Calculaba que de punta a punta se superaban los quinientos metros, y si bien el fondo no se veía, pues la tonalidad de las aguas no lo permitía, era de suponer que no era tan profundo. Al menos según las leyendas, claro. Al fin y al cabo, se suponía que era allí donde la bruja Beatrix se adentraba con sus sacrificios...

Tyara y yo nos quedamos observando la superficie desde cierta distancia mientras que Cat y Thomas se acercaban a la orilla. El ambiente estaba muy cargado, y no solo por la enorme cantidad de mosquitos. El aura en aquella zona era diferente, y en parte se daba por los cientos de marcas rituales que cubrían los alrededores. Marcas que, incluso grabadas siglos atrás, seguían muy visibles, como si el polvo no se atreviese a posarse sobre ellas.

—Tu hermana tiene razón, no estamos solos —comentó Tyara, señalando la orilla opuesta del lago con el mentón—. Y creo saber quiénes son. Ven, acompáñame.

Al otro lado del lago había dos jóvenes de poco más de quince años. Un chico y una chica que, con los rostros serios, estaban haciendo una ofrenda floral. Esperamos a que lanzasen las últimas plegarias y empujasen el ramo sobre la superficie roja para acercarnos.

—Hola, Elisabeth —saludó—. Soy Tyara, no sé si habrás oído hablar de mí...

—Sí, claro, estás en boca de todos —respondió la chica—. Sobre todo, en boca de mi padre. Y tú debes ser otro de los nuevos visitantes, ¿verdad?

Reconocí ciertos rasgos familiares en el rostro de la muchacha. Sus ojos eran castaños y su cabello largo y negro. Una chica de cara muy bonita que desentonaba por su imponente altura de casi dos metros. A su lado, su acompañante parecía su hermano pequeño.

—Elisabeth es la hija de Marc Gadot —me explicó Tyara mientras les estrechaba la mano—. El primer día que llegué nos cruzamos en el despacho.

—Estábamos discutiendo —admitió la chica—. No sé hasta qué punto escuchaste, pero siempre que se acerca esta fecha aumenta la tensión.

La joven desvió la mirada hacia la ofrenda floral, a la que las aguas ya arrastraban hasta el centro del lago, y permaneció unos segundos en silencio. Parecía pensativa.

Parecía triste.

—Supongo que sigues buscando a ese niño, a Mario.

—No me voy a dar por vencida.

—Y haces bien... aunque si no ha aparecido ya... —Elisabeth negó con la cabeza—. Mi padre dice que no debo meterme en los asuntos de los extranjeros, pero me rompe el alma veros aparecer por aquí buscando a esos niños. Niños que, por desgracia, nunca aparecen vivos. Ojalá me equivoque en tu caso, pero...

El acompañante de Elisabeth le dio un toque en el hombro para que no siguiese. A veces había cosas que no era necesario decir.

Tyara se esforzó por mantener una sonrisa cordial.

—No perdemos la esperanza —intervine, cruzándome de brazos—. Hay mucha leyenda negra sobre esta zona, y el vayan aparecido varios niños muertos no juega a nuestro favor. A pesar de ello nos mantenemos firmes: si está vivo, lo encontraremos.

—Y yo rezo porque así sea —aseguró Elisabeth. La joven volvió la mirada hacia el lago, pensativa, y se acercó a la orilla—. No sé si lo sabéis, pero mi hermana también desapareció. Hoy se cumplen diez años, por eso estoy aquí. A mi padre no le gusta, lo considera una falta de respeto hacia el bosque, hacia el Pacto, pero yo reniego de él.

—¿El Pacto? —pregunté con sorpresa—. ¿De qué pacto hablas?

El chico volvió a dar un toque a su amiga, que no dudó en volverse hacia él para recriminarle el gesto con la mirada. No tenía que seguir hablando, era consciente de ello, pero llegado a aquel punto se resistía a seguir viendo a padres dolientes perdidos por el bosque.

Respiró hondo.

—Mirad, no puedo deciros nada, mi padre me mataría, y más porque dice que han cambiado mucho las cosas, pero tenéis que saber que eso que dicen las leyendas, lo de las ofrendas al bosque, es cierto.

—Elisabeth... —advirtió el muchacho.

La joven cerró los ojos para coger aire. Seguidamente, se encaró con él.

—¿¡Qué!? ¡Es verdad!

—¡No, no lo es! —aseguró él—. ¡Ojalá fuese verdad! Al menos le darían sentido a tanta muerte, ¡pero no lo es! ¡Simplemente son accidentes, nada más! ¡A veces hay accidentes!

—Sí, ¿pero tantos? —Elisabeth volvió a mirarnos, con la frustración grabada en el semblante—. Mirad, yo no quiero que acabéis perdidos en el bosque: ni vosotros ni nadie más. Perder a un familiar es terrible, así que solo os daré un consejo: id al cementerio.

Sorprendidos ante el inesperado emplazamiento, Tyara y yo intercambiamos una rápida mirada.

—¿El cementerio? —preguntó ella.

—Sí, el cementerio... al de verdad.

Elisabeth Gadot quiso decir algo más, pero su acompañante consideró que ya había revelado demasiado. Los dos jóvenes se miraron, intercambiaron unas cuantas palabras en el dialecto de la zona, algo parecido al galo, y abandonaron el lago a través de uno de los caminos secundarios. Poco después, el rugido de una motocicleta resonó por toda la zona.

—Las leyendas hablan de ofrendas de los hombres al Señor del Bosque para ganarse su protección —reflexionó Tyara—. Vidas que Beatrix sacrificaba bajo sus órdenes, pero de animales y cosechas, no de niños. Además, es una leyenda, lo que esa chica ha insinuado es descabellado: no me lo puedo creer.

—Yo tampoco me lo creo —admití—, pero ha perdido a su hermana, es comprensible que busque una explicación. Sea como sea, ha mencionado ese cementerio, quién sabe, puede que allí encontremos respuestas.




Empezaba a anochecer cuando volvimos a Lycaenum y localizamos el cementerio a las afueras del pueblo. Se trataba de una zona delimitada por muros de piedra grisácea y cubierta por una densa capa de vegetación en cuyo interior residían cientos de lápidas ya ennegrecidas por el paso del tiempo. Había muchas, aunque menos de las que cabría esperar para una población tan antigua como aquella. De hecho, revisando las fechas de las losas no tardamos en descubrir que aquellas tumbas respondían a las pérdidas de los últimos dos siglos. Las anteriores, que seguro que las había, debían haber sido ya retiradas para dejar espacio a las muertes más recientes.

Me sentí como un intruso revisando fechas y nombres. De hecho, lo hacía con reticencia, resignándome a cumplir con un papel que no me gustaba. Tyara quería localizar la tumba de la hija de Marc Gadot, convencida de que encontraría algo en ella, pero no había ni rastro.

—¿Seguro que estáis buscando en el cementerio correcto? —me preguntó de repente alguien desde la entrada.

No me sorprendió descubrir a un par de chicas junto a la verja, observándonos con curiosidad. Se dirigían a mí porque era el que estaba más cerca de la salida, pero también porque era el único que había respondido a sus miradas anteriormente.

No era la primera vez que nos veíamos, ni seguramente fuese la última.

Miré por encima de sus cabezas para comprobar que no había nadie más con ellas. Seguidamente, me acerqué unos metros.

—Elisabeth nos ha dicho que vendríais —dijo una de ellas, una jovencita de no más de catorce años con trenzas pelirrojas—. Buscáis a un niño, ¿verdad?

—Todos buscan a niños —respondió su amiga, con el ceño fruncido—. ¿Para qué iban a venir aquí, sino?

—Ya, bueno... —La pelirroja se encogió de hombros—. Si se ha perdido en el bosque, ahí no lo vais a encontrar, eso seguro.

—¿A qué te refieres? —pregunté con sorpresa—. ¿No los entierran aquí?

Las dos niñas se miraron.

—Esta tierra es sagrada: las almas de los muertos regresan con sus dioses. —La pelirroja señaló al fondo del cementerio—. En el bosque, sin embargo, las almas quedan libres y moran para siempre entre los árboles.

—Se unen a la corte del Señor del Bosque —dijo la otra—. Si buscáis a alguien que se haya perdido en el bosque, estará allí, en el otro cementerio. Pero si lo hacéis, id rápido: he oído que hoy va a pasar algo.

—¿En el otro cementerio? —inquirí, confuso—. ¿Dónde está? ¿Cómo puedo localizarlo?

Las chicas señalaron la tapia del fondo del cementerio. Seguidamente se alejaron sin despedirse, dando por finalizada la conversación. Había sido breve, pero muy fructífera.

—¿Qué querían? —preguntó Cat desde la lejanía.

Pero yo ya no la escuchaba. Las palabras de las niñas se me habían clavado en el cerebro y no podía pensar en otra cosa. Atravesé el cementerio hasta alcanzar el fondo del recinto, allí donde, tras una pequeña cripta, había una puerta de metal abierta. Al otro lado un camino de tierra se adentraba en el bosque.

Una fuerte ráfaga de viento atrajo a mis oídos el aullido del bosque. Cerré los ojos, sintiendo su rugido recorrer todo mi cuerpo y mente, y al abrirlos comprendí que iba por el buen camino.

—Hay otro cementerio —anuncié a mis compañeros cuando se acercaron—. Otro lugar donde entierran a los críos que se pierden en el bosque.

—¿Otro cementerio? —repitió Thomas con inquietud—. Mierda, eso suena muy mal.



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