Capítulo 13: El lago

Hola ^^ Después de una semana de tremendas emociones en las que me he estrenado como escritora en Amazon, os traigo un capítulo nuevo de Lobo. Espero que os guste tanto como  a mí y le deis cariñito al capítulo.

Os mando un besito.




Capítulo 13: El lago



Después de la visita a la comisaría regresamos al lago, donde descubrimos que varios excursionistas aprovechaban la tranquilidad de la zona para comer. Las horas habían pasado y el mediodía ya cubría de una película dorada el cielo de Lycaenum.

Era un buen día para salir de excursión. Al bajar del coche, que aparcamos cerca de donde anteriormente se había encontrado el de Tyara, sentí la calidez del día en las mejillas. Hacía frío, estábamos en febrero, pero la temperatura era aceptable: suficiente para adentrarnos en los bosques y explorar sus misterios. Lástima que fuera una idea pésima. La naturaleza era un reclamo innegable: su frondosidad y belleza te susurraba al oído como canto de sirena, pero conociendo su historia negra costaba creer que nadie se atreviese a entrar.

Desafortunadamente, no nos iba a quedar otro remedio.

Tal y como bajó del coche, Tyara acudió a la orilla, donde se apresuró a hundir las manos en las aguas. Diría que eran cristalinas, pero no era cierto. El agua era oscura, producto de la enorme cantidad de vegetación que cubría el fondo.

—¿Estás bien?

Contemplaba el escenario cuando la voz de mi hermana se coló en mis pensamientos, rompiendo mi paz mental. Se encontraba cerca de mí, a tan solo unos pasos, pero no hablaba conmigo. Estaba acuclillada junto a una Tyara cuyo silencio resultaba sospechoso.

No necesitaba verle la cara para suponer la respuesta.

—No me lo estoy inventando —respondió ella, mirando de reojo a Cat—. Te juro que es verdad lo que digo.

—Te creo —aseguró ella, apoyando la mano sobre su hombro—. Te creo, de veras.

—Mario es importante para mí y su desaparición me está destruyendo, pero por suerte aún pienso con claridad.

—Me lo puedo imaginar...

Tyara volvió la vista atrás, como si acabase de recordar que Thomas y yo seguíamos allí, y esbozó una sonrisa amarga.

—No tiene mucho sentido, y dudo que nunca pueda encontrar una explicación lógica a lo que siento, pero desde que Mario apareció en mi vida, algo cambió en mí. Es la pieza que me faltaba para entender quién soy. —Tyara negó con la cabeza, poniéndose en pie—. Lobo lo sabe: no tengo familia. Familia de sangre, me refiero. Soy adoptada, y aunque aún no sé cuál, sé que hay una conexión entre Mario y yo. Y no hablo solo por el don lo que compartimos, es algo más. Algo mucho más profundo. Es... —Sonrió con amargura—. Sé que suena estúpido, pero yo diría que somos familia.

—¿Familia? —repetí automáticamente, confuso—. ¿De sangre, dices?

Tyara se encogió de hombros.

—No lo sé. Me gustaría poder explicarlo, pero no sé cómo hacerlo. Sencillamente lo siento, al igual que siento que está aquí.

—Pero has dicho que nos lo podrías demostrar —intervino Thomas, que hasta entonces se había mantenido en segundo plano—. Yo ahora mismo no noto nada, la verdad. ¿Debería?

La respuesta vino en forma de caminata hacia los árboles. Tyara se adelantó, sin decir palabra, y recorrió el camino de piedras hasta la primera línea del bosque, donde se detuvo junto a uno de los troncos para apoyar la mano sobre él. Seguidamente, lanzándonos una mirada para asegurarse de que la seguíamos, se adentró en la naturaleza.

No quería entrar, no voy a mentir. Yo era un tipo de ciudad, alguien que se habría criado entre edificios y coches. Mi luz era la de los carteles de neón y mi aire el contaminado y lleno de los olores de los restaurantes y las fábricas. Era un urbanita, y como tal me sentía muy vulnerable en el bosque. Me sentía desprotegido... me sentía débil.

A Cat le pasaba algo parecido, aunque ella lo disimulaba mejor. Mentalizada en que a partir de aquel punto la investigación seguía en aquel paraje, mi hermana avanzaba con determinación entre la hierba, pisando con fuerza el terreno para asegurar cada paso. Y tras ella, alerta pero mucho más confiado, iba Thomas, al que el entorno no parecía molestarle. Miraba a su alrededor con interés, viendo cosas que yo no veía. De vez en cuando asentía, comentaba algo para sí mismo y seguía, esquivando plantas y raíces. Parecía en su hábitat. Yo, en cambio, me chocaba con todo. Piedra que había, piedra con la que tropezaba. No llegaba a caer, pero sí que me hacía perder el equilibrio, y, sobre todo, la dignidad.

Me sentía como pez fuera del agua.

Me quedé atrás. Mientras que mis compañeros avanzaban con paso ligero, yo lo hacía con torpeza, aturdido por la enorme cantidad de olores y sonidos que me rodeaban. Seguíamos muy cerca del lago, pero el cambio de escenario era tan brusco que era fácil olvidarlo. De repente nos encontrábamos en mitad de un denso bosque, con las copas de los árboles devorando la luz y la humedad taponándonos la nariz. La naturaleza se abría paso con salvajismo a nuestro alrededor, cubriéndolo todo de plantas, maleza y todo tipo de insectos a los que el frío no parecía molestar. Zumbaban alrededor de mi cabeza, se posaban en mis manos y revoloteaban frente a mis ojos, como si les obsesionase mi olor.

Como si notasen mi miedo.

Era un pensamiento absurdo, pero tenía la sensación de que la naturaleza percibía mi debilidad. Me sentía vigilado por pájaros e insectos, pero también por los árboles y los arbustos. Por las alimañas que aguardaban ocultas entre la maleza. Por las piedras, la tierra, el barro.

Por absolutamente todo.

El bosque me miraba, me estaba vigilando, y cuanto más nos adentrábamos en él, mayor era mi aturdimiento. Era como si aquel lugar me embrujase... como si me hechizase.

Como si me arrancase la voluntad.

Me quedé aún más atrás. No sé cómo pasó, ni cuándo, pero de repente algo chocó con mi pierna derecha y tropecé. Mi rodilla se enterró en el suelo embarrado, y en los pocos segundos que tardé en incorporarme, mis compañeros desaparecieron de mi vista. Fueron devorados por los árboles y el camino... por la penumbra entre las ramas.

Inquieto, miré a mi alrededor. Los troncos se multiplicaban, dibujando un laberinto de oscuridad por cuyos entresijos el ruido trotaba con vida propia. Era el sonido del bosque: el aullido de la naturaleza.

Respiré hondo, tratando de mantener la semilla del nerviosismo a raya, y miré a mi alrededor. Notaba un bicho trepar por mi mano derecha. Un mosquito enorme que aplasté de un manotazo. Sacudí la cabeza, repugnado ante la mancha negra que acababa de dejarme en la piel, y volví a mirar a mi alrededor. Trataba de ver a mis compañeros, pero también de captar el sonido de sus pasos. El roce de sus botas contra las plantas, el crujido de las hojas... pero no había ni rastro de ellos. Lo único que oía era un zumbido: el susurro del bosque. Un sonido desagradable y crepitante que poco a poco fue instalándose en mis oídos, ensordeciendo todos mis sonidos.

Dejé de oír los pájaros.

Dejé de oír el viento.

Dejé de oír el propio latido de mi corazón...

Y entonces, hubo un alarido. Un grito desgarrador, propio de una bestia hambrienta, que resonó por todo el bosque y retumbó en mi mente, llenándola del color de la sangre.

Llenándola de miedo.

Llenándola de terror.

Presa del pánico, empecé a correr. No sabía hacia dónde, simplemente corría hacia delante, adentrándome más y más en el bosque, tratando de escapar del dueño del sonido. De aquella bestia que, desde las profundidades de la montaña, me amenazaba...

Me advertía.

Me perseguía.

La bestia volvió a rugir y sus pasos resonaron a mi alrededor, marcando el inicio de mi caza. Me perseguía... me buscaba entre los árboles. Olfateaba mi olor para seguir mi rastro, tratando de alcanzarme, y aunque yo escapaba, él me seguía a la zaga.

Y cada vez estaba más cerca de mí.

Me pisaba los talones.

Podía notar su aliento en la nuca...

Y de repente, su mano cogiendo la mía. La mano de la bestia...

La mano de Tyara.

Tyara entrelazó nuestros dedos y los presionó en un gesto protector. Había aparecido de la nada. Me volví hacia ella, profundamente agradecido por su aparición, y ella me respondió con una sonrisa tranquilizadora. Seguíamos en el bosque, en el mismo lugar en el que había escuchado el rugido, pero ya no estaba solo. Ella estaba a mi lado, y a cierta distancia, mirando con interés un árbol en lo que parecía ser un claro en el bosque, Cat y Thomas.

—Me parece a mí que te has despistado un poco —me dijo Tyara con dulzura—. No estás acostumbrado a salir de tu madriguera, ¿eh?

Paseé la mirada a mi alrededor, sintiendo el nerviosismo calmarse en mi pecho, y asentí con suavidad. El alarido seguía muy presente en mi mente, pero ahora que todo parecía volver a estar en calma, empezaba a sospechar que me había dejado llevar por el pánico.

Y sí, no estaba acostumbrado a salir de mi madriguera.

Dibujé una sonrisa tensa.

—Soy de ciudad.

—Intenta no alejarte demasiado, anda.

Tyara me soltó la mano, dispuesta a seguir, pero yo lo impedí. Me aferré a ella como si fuera la última esperanza en mi vida, como un niño desvalido al que la madre iba a abandonar, y ella cedió sin mediar palabra. Juntos nos encaminamos hacia el claro.

—¿Has oído el aullido de antes?

—Sí, claro, ha sonado con fuerza.

—Parecía un oso, ¿no?

—¿Un oso? —Tyara rio—. A mí me ha sonado a moto, la verdad. Hay varios circuitos para cuads y motos de montaña, así que habrá sido eso. —Negó con la cabeza, quitándole importancia—. Mira, ven, tienes que ver esto.

Nos reunimos con Thomas y Cat más adelante. Ambos se encontraban frente al tronco de un árbol especialmente grande en cuya corteza había inscritos a cuchillos símbolos geométricos. Triángulos y cuadrados que se unían entre sí a través de líneas rectas y puntos que, juntos, componían un grabado de lo más perturbador. Diría que era exótico, incluso, pero iba más allá. En realidad, ni tan siquiera parecían de este mundo.

No tardamos en descubrir que no era el único árbol con aquellas marcas. Tanto en el suelo como en algunas de las piedras de los alrededores había más símbolos parecidos. De hecho, a partir de aquel punto, eran cientos los lugares en los que se podían ver más ejemplos. Marcas que trazaban distintos caminos por el bosque hasta perderse en sus profundidades.

—¿Qué es esto? —pregunté, deslizando los dedos por varios de los grabados—. No parecen nuevos precisamente.

—Uno de los grandes motivos por los que hay tanto curioso por esta zona —explicó Tyara—: son marcas de bruja. Las marcas de Beatrix. Dentro del folklore de esta región, entre muchísimos otros mitos, se habla de ella y del Señor del Bosque como seres mágicos que velaban por el bienestar de la montaña y sus habitantes. Las marcas son bastante antiguas, no sabría datarlas, pero las hay por todo el bosque. Incluso hay cuevas con las paredes repletas de ellas.

—Dan un poco de miedo —murmuró Cat, aprovechando la ocasión para tomar unas cuantas fotografías con su teléfono—. Este sitio es perfecto para escribir una novela de terror.

—La verdad es que sí —la secundó Tyara—. Es un bosque muy especial. De hecho, toda la zona lo es, y sí, no me mires así, Thomas: no solo quería enseñaros esto.

Sin soltarme la mano, Tyara siguió caminando, dejando atrás el claro para adentrarse de nuevo en el bosque. Avanzamos durante varios minutos, internándonos en una zona donde las copas de los árboles impedían la entrada de luz, hasta alcanzar un imponente desfiladero al final del cual pasaba un riachuelo. Tyara se acercó hasta el borde, para asomarse, y seguidamente empezó a descender por el lateral, por una escalera natural cuyos peldaños estaban repletos de inscripciones. Los bajamos con mucho cuidado, aprovechando las raíces que sobresalían del suelo para sujetarnos, y una vez abajo nos acercamos a la orilla del río.

Tyara me soltó para arrodillarse junto al agua. Se sujetó la larga cabellera con una coleta y, sin más, hundió la cabeza en el canal del río.

Perplejo, me apresuré a sacarla, cogiéndola por los hombros.

—¿¡Qué haces!? —le grité.

Pero ella no respondió. Volvió a mirar el agua y repitió la acción. Seguidamente, Thomas hizo lo mismo. Incluso Cat la imitó... y no me quedó más remedio que hacerlo. Cogí aire, sintiéndome terriblemente estúpido, y yo también metí la cabeza en las aguas cristalinas.

Aguas gélidas.

Aguas que, al fin, me hicieron entender a Tyara.

El río arrastraba el nombre de Beatrix.




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