1. Rayitas rosadas. P, Final
Es el último partido de Christopher. A 19 años de su debut en la liga profesional de fútbol, con 4 Champions, 9 ligas inglesas y 2 Eurocopa sobresaliendo en su palmarés, ha decidido colgar los botines y decirles adiós a las canchas. Precisamente, en otra final de la liga de campeones; la última de su carrera. La última que disfrutaré junto a los mellizos en el palco de honor.
Con la expresión fría de siempre y la mirada indescifrable adornándole la cara, nos espera apoyado en uno de los muros que están cerca al túnel de vestuario. La garganta se me seca mientras avanzo con los mellizos de la mano, porque la idea de que es la última vez que le veo con los botines blancos y la camiseta del Liverpool bien entallada antes de un juego me ha golpeado más de lo que esperaba.
Hasta entonces no era consciente de lo mucho que disfrutaba verle antes, durante y después de un partido. Y una parte de mí ruega en silencio para que no pase el tiempo, pues se aterra al pensar en que es el último fin de semana en un estadio junto a los niños.
Y eso me afecta aún más. Porque creo que mis hijos no le han visto jugar lo suficiente. No han gritado muchos goles, no han llorado tantas derrotas y no le han visto levantar más trofeos.
Y no es justo para ellos.
No es justo que después de cinco años yendo constantemente a entrenamientos a puerta cerrada, todos los fines de semana a ver partidos a cualquier lugar donde juegue tengan que aceptar que este va a ser el último.
–¡Papá! –Alessia se suelta de mi mano y corre hacia él, obligándome a apartar esos pensamientos de mi mente.
Soy la única que sabe que esa palabra aún le sigue moviendo fibras sensibles, como aquella primera vez que la escuchó, mientras le intentaba dar de comer. Su mirada, misteriosa y fría, parece titubear y deja a la vista una mezcla de felicidad y ternura.
Alessia se tira a sus brazos sin miedo, y cuando él la eleva sin problema, el pecho se me estruja.
Al final, yo he ganado.
Sé que no soy la única que puede hacerle flaquear. Y no es solo por mí que está dispuesto a poner el mundo a arder.
Alexander también se suelta de mi agarre, pero a diferencia de su hermana, no se tira a sus brazos a la espera de que lo cargue. Verle caminar con seguridad me hace tener indicios de cómo era Christopher de niño, y el que saque un pañuelo de su bolcillo y se arrodille para limpiarle los botines deja claro cuanto es que admira a su padre.
Porque es muy orgulloso como para arrodillarse a limpiarle los zapatos a cualquier persona.
Porque es la primera y quizá, la última vez que lo hace.
Me doy la vuelta para limpiarme las lágrimas sin que me vean, y la escena que tengo cuando termino me rompe un poquito más.
Pese a que quiere llorar, Christopher fuerza una sonrisa arrogante mientras abraza a Alexander en el suelo. Le susurra algo en el oído, el niño asiente y chocan los puños.
–¿Qué te ha dicho? –le pregunta su hermana, con las cejas arqueadas y la mano en la cintura.
–No te importa –responde volviendo a mi lado–. ¿Me arreglas el cabello? Quiero estar como él.
Pongo la mochila en el suelo y saco un peine pequeño. Me acomodo a su altura y desordeno su cabello un poco, consiguiendo que ruede los ojos.
–¿Qué le dijiste? –ahora mira a su padre.
–Nada.
–¡Sí! Dime ¿qué le dijiste?
–Que me va a dedicar un gol y a ti no –le responde su hermano mirándole de reojo.
–¡eso no es cierto! a mí siempre me dedica goles...
–Pero hoy no.
–¡papá!
–¿MHMH? ¿Ya has visto la luna? Está muy linda hoy.
–¡Eso no me importa! Dime qué le dijiste.
–Nada, cariño. Más bien, dame un beso porque ya va a empezar el partido.
–No quiero –le dice antes de girarse a verme–. ¡mamá! Ellos no me quieren decir nada. Dile a Alexander que te diga qué le dijo papá.
Furiosa, se acerca a su hermano y le vuelve a desordenar el cabello que ya había arreglado.
No sé quién es más parecido a Christopher, porque mientras Alexander es una copia física de su padre, con la misma actitud egocéntrica y arrogante que estoy intentando dosificar, Alessia, más parecida a mí, se ha acostumbrado a que el mundo gire a su alrededor, y es igual o más caprichosa que los dos juntos.
Dejo de prestarle atención a la discusión que han iniciado y me acerco a mi marido, que me atrae de la cintura para besarme despacio, como casi nunca suele hacer. Paso los brazos por sus hombros tensos, que reflejan cuan difícil está siendo este día para él. No tiene ningún interés por mostrarse afectado ante el resto, pero hay cosas que he ido aprendiendo con el tiempo.
–¿Listo?
–Siempre estoy listo –me dice antes de besarme otra vez.
–¿y si te lo piensas mejor...? Todavía tienes la propuesta de renovación abierta, quizá...
Vuelvo a insistir con cautela, esperando que mis ojos suplicantes o el tono en mi voz hagan efecto. Lamentablemente, tal cual ha pasado en los últimos seis meses, desde que me contó que se retiraría al finalizar la temporada, todo es en vano.
A fin de cuentas, siempre va a ver algo en lo que no estemos de acuerdo. Y pese a haberle echo cambiar de opinión a cerca del amor, a cerca de la vida y de sus prioridades, nunca le había visto tan firme en una decisión.
Ni cuando se enteró que estaba embarazada y no quería ser papá.
–No volvamos con lo mismo. Ya he tomado una decisión y no pienso cambiarla.
–Tú amas jugar, estás en lo más alto de tu carrera y no sé, con un año más podrías ganar nuevos títulos...
–Tengo 37 años, Dulce. No quiero ser suplente, no quiero que la gente me recuerde por haber terminado mi carrera desde una banca, o con un rendimiento de mierda.
–¡Eso no tiene que pasar! Eres uno de los mejores del mundo y...
–Y así tiene que seguir siendo. Vamos a por esta Champions y por el balón de oro y ya está.
–No quiero que te deprimas –le confieso poniéndome de puntillas–. Estás acostumbrado a entrenar todos los días, a jugar los fines de semana, y...
–Voy a seguir entrenando, y no tengo porqué deprimirme.
–Cuando te lesionaste estabas desesperado por salir de casa, no sabías qué más hacer y tu genio empeoró aún más. No la pasaste bien aún sabiendo que volverías a jugar, no quiero que ahora, que has decidido no volver a pisar un campo de fútbol nunca más la historia se vuelva a repetir. Quizá yo pueda soportarlo, pero los niños...
–Todo va a estar bien, confía en mí.
Y así como pasa siempre, le creo.
Le creo porque siempre ha cumplido sus promesas.
Le creo más porque desde ese día, que me juró traer a Alessia sana y salva a casa, me hizo la mujer más feliz del mundo. Porque la trajo, y porque ahora está aquí, peleando con su hermano.
–Y pensar que es la última vez que te voy a desear suerte antes de un partido –le digo, luego de haberle abrazado una vez más.
–Es la última vez de muchas cosas, Dulce –le resta importancia, haciéndome rodar los ojos–. Voy a salir con los niños a la cancha, te los llevarán al palco luego.
–Te amo –le susurro.
–Te amo.
Hoy es la última vez de muchas cosas, pero también es la primera vez de otras tantas.
Es la primera vez que me dice "te amo" antes de un partido, delante de los niños, con una sonrisa genuina en el rostro.
Me doy la vuelta con el alma pendiendo de un hilo, porque las despedidas siempre me han sabido mal y porque el "último partido" de Christopher me ha afectado más de lo que pensé.
Conmocionada, me acomodo en el palco y rompo en llanto cuando la gente clama el nombre de Christopher, que entra de la mano de los mellizos. Saben que es su último juego, y él, aunque no lo demuestra, sabe que es la última vez que la gente coreará su nombre antes de un partido.
Sus compañeros y contrincantes le hacen un pacillo lleno de aplausos, porque reconocen que hoy se va uno de los jugadores más desequilibrantes de la historia.
Aplaudo con toda la gente cuando recorre toda la cancha con los mellizos, y mi mundo se para en cuanto se detiene a mirarme fijamente, con adoración y una pisca de miedo.
Deja que los niños lo abracen antes de irse, besa sus cabezas y creo que les dice algo, porque ellos me señalan y dejan que los guardias los escolten hacia donde estoy, sonriendo con nostalgia.
El partido termina con un cuatro a tres a favor del Liverpool, con un triplete de Christopher y eso, significa un título más no solo a las vitrinas del equipo, si no también para las suyas. Sus compañeros se hacen a un lado para que levante la copa, y uno de ellos sorprende a todos llamándonos para celebrar a su lado.
Me da la copa unos segundos, antes de ayudar a que cada mellizo la tenga un ratito. Pesa, así que tiene que sostenerla para ellas, pero eso es nada comparado a las sonrisas de satisfacción que le regalan.
No lo esperamos, pero Alessia, conmocionada desde que el árbitro dio el pitazo final, se echa a llorar cuando todo el estadio corea, por última vez, el nombre de su padre.
Y lloro yo, y él no puede evitar romperse también.
Hasta entonces había estado manteniendo la calma, pero no hay que ser adivina para saber que el llanto de su hija lo ha destrozado. Me mira interrogante, como preguntando en silencio si está haciendo bien, y asiento, también destrozada.
–no llores, mamá –me dice Alexander, mientras acompañamos a su padre a zona mixta para dar declaraciones–. Ya me vas a ver jugar a mí, y vamos a levantar muchas copas juntos, pero en el Madrid.
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Me hago fotos con Alessia frente al tocador del cuarto de hotel. Ella adora posar, y yo me muero de ganas de compartir lo linda que ha quedado para la gala de esta noche. Ha costado, pero finalmente, he conseguido peinarla tal cual me imaginé cuando le elegí el vestido.
Hoy es un día especial. Es la última vez que Alexander está nominado al balón de oro, su última oportunidad para llevárselo una vez más. Y no nos la podíamos perder.
Llegamos a París dos días antes como en los últimos cinco años, para pasear con los mellizos y comprar alguna que otra cosa antes de la noche de gala. Los vuelos son distintos, porque los niños tienen mucha energía y suelen aburrirse con facilidad. Así que desde que nacieron, le he tenido que decir adiós a las buenas series dramáticas con galletitas de coco y jugo de naranja, y también a las largas horas de paseo por las tiendas de moda más importantes.
Y no me quejo, porque no cambiaría por nada los ratos sentados en el piso del jet viendo caricaturas, o cuando intentamos dibujar todo lo que vemos desde el cielo, o cuando dejan todos los juguetes para ir a fastidiar a Christopher, o cuando se quedan dormidos esperando impacientes el momento del aterrizaje.
Incluso, puedo anticipar que la misma gala será agotadora, porque por la misma energía y ganas de estar de un lado a otro, dudo mucho que se queden quietos en toda la ceremonia de premiación.
En los años anteriores, Christopher insistía mucho con que se quedaran, decía que no era lugar para ellos. Nunca le hice caso, pero hoy, cuando insinué que era mejor dejarlos a cargo de una niñera, se negó rotundamente.
No solo se negó, sino que, además, prometió que ayudaría a alistar a Alexander.
–Quiero que me hagas eso también –me dice Alessia, cuando dejo el celular a un lado para retocarme el maquillaje.
–eres muy pequeña, mi amor. Además, estás preciosa así, vas a ser la niña más linda de toda la fiesta.
–Van muy pocos niños, mamá. Creo que los futbolistas no tienen hijos.
–No todos, pero hay muchos que sí tienen. Solo que a veces prefieren dejarlos en casa.
–Mejor..., esas ceremonias son tan aburridas...
–¿Quieres quedarte aquí y perderte la foto con papá y el balón de oro?
–El año pasado no ganó –se recoge el vestido con cuidado antes de acercarse a susurrar en mi oído.
–Porque hubo alguien que ganó todos los títulos posibles de la temporada. Pero esta vez, papá hizo un año brillante. Lo ganará.
–Papá dice que siempre gana, pero ¡qué feo es ser futbolista! A veces por culta de tus compañeros no ganas los partidos, y si lo haces, puede que alguien halla metido más goles que tú.
–No siempre se gana, cariño.
–¡Por eso! Qué feo es ser futbolista. Que feo es ganar a veces, pero no siempre. yo no voy a jugar fútbol, mami –saco de joyero dos pendientes de esmeraldas que me regaló Christopher el mismo día que logró sacar a Alessia de la clínica–. ¡yo quiero esos!
–Eres muy pequeña para usarlos, y, además, papá me los regaló a mí.
–Quiero unos así. quiero verme igual de bonita que tú.
–Eso es imposible. mamá es la más linda del mundo mundial –los ojos se me iluminan cuando veo a Alexander acercarse por el espejo, totalmente listo y con una rosa blanca en las manos–. Esto es para ti, mami.
Termino de acomodarme los pendientes y giro rápido para recibir la rosa.
Puedo decir que soy la única mujer en el mundo a la que la copia física y de personalidad de Christopher le regala rosas. Porque, aunque su padre no lo hace con frecuencia porque considera que es patético, él lo hace cada que puede.
y me siento la mujer más afortunada del mundo.
Incluso hasta en el porte se parece a su padre. La misma expresión neutra, la misma mirada indescifrable, el mismo aire egocéntrico e intimidante.
Solo tiene cinco años. Pero es Christopher Von Uckermann en miniatura.
–Muchas gracias, cariño. Tú también estás muy guapo.
–¿Te gusta mi traje? Es igual al de papá.
–me encanta.
–Y mi corbata es del mismo color que tu vestido –sus ojitos se iluminan y mi corazón se estruja al recordar que soy la única que le hace romper su mecanismo de defensa, igual que a su padre.
–Mi vestido también es... –intenta Alessia.
–Pero tú te ves mal –le dice arrugando la nariz.
–¡Eso no es cierto!
–Pareces un payazo –continúa Alexander–. Todo el mundo se reirá de ti, y vas a conseguir a un sapo, no a un príncipe como yo.
–mamá...
No termina de quejarse cuando la puerta se abre, y ese aroma amaderado que llena el ambiente me vuelve a encoger como en aquella primera vez.
Mis ojos chocan con los suyos de manera inmediata, y una corriente eléctrica me recorre de pies a cabeza.
Creo que mi corazón se salta un latido, porque no recuerdo haber visto a alguien más atractivo que él, y aunque despierto todos los días a su lado, todavía me parece un sueño.
Me parece un sueño que estemos en París juntos, con dos niños maravillosos, a punto de ir a su última gala de balón de oro.
–Estás preciosa –susurra, dedicándome una mirada que me desnuda el alma.
Se acerca hacia donde estamos y me estrecha despacio en sus brazos, admirándome como si fuera el premio deportivo más importante de su vida. ese que ha querido por tanto tiempo y que tanto se ha demorado en conseguir.
Entiendo, en esa mirada cargada de adoración y amor, que ni los balones de oro, ni las copas de Europa, ni las botas de oro, ni los premios de platino son tan especiales como lo soy yo.
No firmó con el real Madrid pese a que era su sueño porque no estaba dispuesto a aceptar todas las condiciones, pero sí renunció a sus prejuicios estúpidos para hacerme feliz. Se convirtió en el mejor papá que pudieron haber tenido los mellizos solo por mí.
–¡papá! Alexander dice que parezco un payazo.
–Eso no es cierto. Eres la niña más hermosa de todo el mundo, pareces una princesa –le dice mirándola con adoración sin dejar de abrazarme.
–me faltan unos pendientes como los que tiene mamá, papi.
–¿A, ¿sí? Vamos a ir a comprar mañana todos los que quieras.
–Pero yo quería ir a la gala con esos.
–Tus aretes son muy bonitos, mi amor. Y ya te dije que los que tengo son muy grandes para ti –intento razonar.
–Mañana iremos a buscar unos para ti –me contradice Christopher y le miro mal–. Hoy quiero que uses esto.
Del bolcillo del saco saca una cajita de terciopelo blanco que abre despacio, dejando a la vista dos medallas idénticas. Cuando se arrodilla a la altura de Alessia, puedo distinguir que se trata de una que tiene la misma cantidad de piedras que todos los trofeos que ha ganado en su carrera.
Se toma un buen rato para colocársela, y tras besar su cabeza, se pone de pie para que me coloque, con la misma paciencia, la otra medalla.
–Todo lo que he ganado en mi carrera es por y para ustedes –empieza con un hilo de voz–. Y si esta noche consigo el balón de oro, le vamos a aumentar una piedra más al collar. Y de aquí a... ¿20 años? Este campeón va a duplicar las que tienen ¿verdad? –mira con detenimiento a Alexander, que está concentrado colocándose un reloj.
¿Un reloj?
Es el reloj, el mismo que hacía algunos años, luego de ganar su segundo balón de oro, Christopher se mandó a fabricar en Rolex.
"Soy el mejor" –dice en la cara interna de la joya.
–Sí. En el Madrid.
Esa noche, mi hija y yo aseguramos una piedra más en el collar, porque Alexander se lleva el balón de oro y un reconocimiento especial.
Diez años más tarde, Christopher firma un acuerdo con el Real Madrid, pero no como jugador, si no como padre de la nueva promesa del fútbol.
Tres años después, Alexander, con el reloj y con los botines blancos favoritos de su padre, es presentado por todo lo alto en el Santiago Bernabéu.
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