27. Sin cadenas
El teléfono sonó en medio de la madrugada haciendo que la pequeña Frieda despertara de un susto y se pusiera a llorar. Carolina había olvidado ponerlo en silencio la noche anterior, sin embargo, era de madrugada. ¿Quién podía llamar a esa hora? Rafael despertó también y miró desconcertado a su mujer que observaba el número desconocido en la pantalla mientras Frieda lloraba y lloraba.
—Shh... ya, pequeña, ya —intentó tranquilizarla Rafael cargándola en sus brazos y caminando por la habitación. Ella tenía dos años recién cumplidos y dormía en medio de ellos.
—¿Hola? —preguntó Carolina consternada, no conocía el número pero las llamadas en plena madrugada por lo general no traían buenas noticias.
—¿Caro? ¿Eres tú? —La voz del otro lado era inconfundible.
—¿Alelí? —preguntó la mujer ahora sentándose en la cama. Frieda no paraba de llorar y con un gesto le pidió a Rafael que la llevara fuera.
—Sí... es el tío, Caro... Siento molestarte a esta hora pero él... está por morir y ha pedido que te llamáramos —dijo su prima con voz entrecortada.
—¿Papá? —preguntó ella consternada. Hacía mucho mucho tiempo que no sabía nada de su familia, había decidido apartarse de ellos por completo en busca de su nueva identidad. Sin embargo, era su padre, estaba muriendo... y pedía por ella.
—¿Puedes venir? Estamos en el hospital del norte, habitación quinientos cuatro, piso cinco —explicó—. Lo antes que puedas, no hay tiempo... —añadió.
Rafael ingresó de nuevo a la habitación ya sin Frieda en brazos, la había dejado con Taís al percibir que algo no iba bien.
—¿Todo en orden? —preguntó al ver a su mujer con la mirada perdida en el suelo.
—Es papá... está agonizando... quiere verme —respondió sin saber cómo sentirse al respecto.
—¿Vas a ir? —preguntó él acercándose para abrazarla.
—No lo sé... —murmuró.
—Si quieres mi opinión, debes ir... Si está muriendo y quiere verte... no puedes negarle ese deseo. —Ella asintió y se levantó para vestirse.
—¿Te quedarás con Frieda? —preguntó y él asintió.
—Claro, amor. No te preocupes por nosotros, estaremos bien.
Carolina subió al auto y manejó en medio de la madrugada. Por su cabeza llovieron imágenes de su infancia y adolescencia. No recordaba una sola vez en la cual su padre le hubiera dicho algo bueno, lo único que recordaba de él eran golpes, castigos y palabras hirientes, palabras que la marcaron por toda su vida. Por un instante sintió ganas de dar media vuelta y volver a su casa, donde se sentía a salvo y feliz... pero luego pensó que ella era su única hija.
Cuando su padre enfermó de cáncer, hacía ya unos cuantos años. Su tío contrató una enfermera para que lo cuidase. Ella lo sabía, sabía que estaba enfermo pero la brecha era tan inmensa entre ellos que no había forma de sortearla sin sentirse de nuevo dañada, lastimada, abatida. Cuando regresó al país lo vio, no se veía mal... estaba bien cuidado y atendido. Tenía dinero y eso siempre ayudaba en esos casos. Sin embargo ella no volvió, aquella noche había sentido que ya no pertenecía a ese lugar, que de hecho nunca había sido parte de ese mundo, y no quería nada de ellos, nada más de lo que ya le habían dado y de todo aquello que le habían quitado.
Le debía a su padre la recuperación en esa clínica cara, su viaje a Alemania y sus estudios. Pero también le debía a él la horrible vida que había llevado y las cicatrices en la piel y en el alma que ese hombre frío y cruel le había infringido. Una vez que se convirtió en una profesional nunca más recurrió a él ni a su dinero.
Al llegar al hospital se quedó unos segundos en el auto, sintiendo la brisa de la noche y la oscuridad colarse por su piel. Tenía miedo de lo que al estar con esa gente —que solía ser su familia— podría sentir, ante ellos ella no podía ser fuerte, ante ellos ella perdía todo lo que había logrado... ante ellos ella se sentía nada.
Ingresó tomando fuerzas y vio a su tío y a Aleli esperando en el pasillo. Esta corrió a abrazarla y Carolina se dejó enredar en sus brazos. En algún momento de su vida ella había sido como una hermana, sin embargo en ese instante ya no eran nada, ni conocidas siquiera... unidas por un lazo de sangre que no se sentía bajo la piel.
—Pasa... te está esperando —susurró.
Carolina ingresó a la habitación para encontrarse a un hombre tendido sobre la cama. Ese hombre no parecía su padre, de hecho no quedaba nada de él en ese sitio. Su piel arrugada y blanquecina estaba adquiriendo una ligera tonalidad azulada, sus ojos estaban cerrados y su cabeza casi pelada aun guardaba algunos mechones despeinados de cabello blanco. Por unos instantes le pareció que no respiraba, sin embargo al acercarse percibió el ligero y casi nulo movimiento de su pecho.
—Caro —llamó el hombre con voz pastosa y abriendo los ojos con esfuerzo. Los cables entraban y salían de todo su cuerpo. El hombre movió una mano para que ella la tomara, Carolina lo pensó pero terminó por complacerlo, estaba frío...
Un destello le vino a la memoria, recordó cuando él la hamacaba por los aires en aquella hamaca que tenían en el jardín. No sabía de donde salía ese recuerdo pero ella no tendría más de dos o tres años. Reía y saltaba de la hamaca cayendo en los brazos fuertes de su padre, brazos que creía nunca le fallarían, nunca le dejarían caer. Brazos que la soltaron una y mil veces, que la lastimaron.
—Hola... —saludó. El hombre hizo un esfuerzo para mirarla.
—Eres una bella mujer, hija. Te pareces a tu madre —añadió y eso no le gustó a ella. No quería parecerse a esa mujer sin sentimientos que la había aborrecido desde niña. Que la había rechazado como si ella no fuera su hija.
—No, soy mejor que ella —dijo entonces con firmeza. Debía luchar o los fantasmas del pasado la harían caer allí, presa del miedo y de los recuerdos que la hacían perder fuerza ante aquel hombre incluso en su lecho de muerte.
—Lo sé... eres mejor que todos nosotros, Carolina. Eres mejor que todos nosotros... —repitió—. Escúchame, por favor —pidió el hombre con gran esfuerzo. Ella solo asintió—. No es justo pedirte perdón por todo el daño que te causé, no podría obligarte a que me perdonaras solo porque estoy por morir, hija... Solo... quiero que sepas que lo sé... sé que me he equivocado contigo y eso ha matado mi alma mucho antes que esta terrible enfermedad haya acabado con mi cuerpo. Yo no sabía cómo, Carolina... no sabía cómo hacer para que tú no terminaras como tu madre... no quería que fueras infeliz como ella, que te terminaras matando como casi lo hiciste... y pensé que poniéndote todo lo lograría... Cuando te tomaste esas pastillas me sentí el peor ser humano en la tierra. Sé que piensas que solo... —respiró con dificultad, hablar le costaba demasiado—. Sé que piensas que solo me importaba lo que iba a decir la gente, pues ya se había muerto tu madre... pero no era así. Yo te amaba, siempre lo hice, no quería que tú acabaras igual que ella y pensé que siendo fuerte, rudo, castigándote, te haría entrar en razón. Esa era la forma que yo entendía, la única que conocía para criar a los hijos... así me habían criado a mí. Yo... —tosió—, yo sé que no es excusa para lo mal que te traté, sé que no tenías la culpa de que tu madre muriera y yo en su momento te la eché a ti... sé que por mí caíste al abismo... Pero entonces te vi salir, te vi brillar al salir de esa clínica y seguí tus pasos. Vi cómo te convertiste en una mujer talentosa y hermosa... por dentro y por fuera... y estuve orgulloso de ti. No porque yo lo haya logrado, sino porque tú lo habías logrado por ti misma —volvió a toser, Carolina sentía que las lágrimas le quemaban en los ojos y pujaban por salir.
—No sigas... —pidió pero el hombre negó con la cabeza.
—Mil veces quise acercarme a ti, para pedirte perdón, para hablar... para conocer a la mujer en la que te habías convertido... Pero no me animé, no tenía el valor suficiente para enfrentarme a tu rechazo y tu desprecio... Y sabía que era lo que me merecía de ti... Cuando volviste pensé que al menos podríamos tener cierto contacto, pero no fue así. Tú ya no eras nada de nosotros y nosotros no éramos ya nada para ti, y eso estaba bien, porque nosotros fuimos los que te hundimos. Sin embargo me dolió, eras mi única hija y había equivocado todos los caminos, y ya era tarde. ¿Sabes, Carolina, lo horrible que se siente ver tu vida desde la vejez y encontrar errores y más errores? ¿Sabes lo doloroso que es encontrarse en una soledad que uno mismo ha buscado, que uno mismo ha construido?
»No te juzgo, hija, yo estuve solo porque me la busqué... porque yo te dejé sola primero... me lo merecía. Pero han sido años horribles de contemplar mis errores como viviendo dentro de una pesadilla que se repetía una y otra vez en mi cabeza incluso si estaba despierto... y esta enfermedad ha tardado demasiado en finalmente acabar con mi cuerpo, como si quisiera hacer todo más doloroso aún... más lacerante...
—Está bien, papá... Si lo que quieres es oír que te perdono, lo hago —dijo ella sintiendo mucho dolor en las palabras de su padre. Un hombre al que en realidad sentía nunca haber conocido y que estaba allí ahora mostrándole una persona que ella pensó no existía.
—No, no quiero que me perdones, Carolina... no si no lo sientes. Solo quería decirte que lo siento, que siento haber pasado por esta vida de esta forma, tan triste, tan solitaria, tan patética... sin haber dejado nada bueno en ti, nada que te lleve recordarme con cariño... Solo quiero decirte que estoy orgulloso de la mujer que eres, mi rubita... —Carolina sollozó al escuchar aquel apodo que su padre utilizaba con ella cuando era muy muy pequeña y otro recuerdo vino a su mente, habían salido a cabalgar, él la llevaba adelante y ella abría los brazos mientras sentía la brisa chocar por su rostro y se sentía segura en los brazos de ese hombre tan guapo y fornido que era su padre.
—Papá... —sollozó.
—Me voy, rubita... te dejo todo lo que tengo porque aunque no lo quieras, es tuyo y te pertenece. Sé que no compra el amor que no te di, ni cura el dolor que te causé... pero quizá con eso tú puedas de alguna forma redimir mis errores haciendo feliz a alguien o siendo feliz tú... Aunque no lo creas... te amo, rubita —dijo aquello y entonces cerró los ojos, inspiró, expiró... y ya no hubo movimiento en su pecho.
Carolina se quedó allí viendo a su padre partir... sintiendo que algo dentro de ella se rompía... Eran unas cadenas, que habían sujetado parte de su corazón por mucho tiempo... se soltaban y se convertían en palomas que iban volando al lado del alma de su padre. Cerró los ojos y recordó su sonrisa, la que ella amaba cuando tenía cuatro o cinco años, sus manos grandes envolviendo la suya pequeñita... Lo escuchó llamarla «rubita» una vez más y entonces levantó la vista.
—Adiós, papito... te perdono... —sollozó.
¿Lloraron? Yo lloré al escribir este cap... y eso no suele pasar.
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