Capítulo 3

Como todas las mañanas, cumplí con mi parte favorita del día, nos sentamos en el parque de atrás a desayunar. Pero si tengo que ser sincera, no me sentía muy bien. Mi felicidad se había opacado un poco... bueno, mucho. Bastante. Conocer al duque, caer en la realidad, darme cuenta de cómo éramos, me destruyó. Las esperanzas que tenía por crear una alianza, una buena amistad y ser padres comprometidos, se había destruido. Nunca había visto a una persona tan enojada, rencorosa y triste. "He tenido que soportar que jamás hayas querido cargarlos en tus brazos al nacer y acepté el odio que habéis sentido por ellos. Los odias más que a mí y cargo con esa culpa día tras día". Se me llenaron los ojos de lágrimas al recordar sus palabras, sus espadas, sus flechas, sus bombas molotov.

Me sequé las lágrimas, respiré. Abracé a mis hijos y les di besos, para tratar de borrar la culpa que sentía y comenzamos a desayunar. Ese día habíamos sumado una especie de budín de vainilla con chocolate, las mismas galletas que hacíamos todas las tardes y jugos de frutas. Fausto y Francisco jugaban con unos trenes y autos de madera, mientras que Federico y yo nos entreteníamos haciendo números en un cuaderno que le había armado con su nombre.

— Es fácil. Debe y haber, es la regla principal que mueve el mundo entero. El juego preferido de un contador. Sabemos lo que hay y lo que se debe, es tan simple como el agua. Lo que entra y lo que sale en un negocio.

— ¿Negocio?

Los dos sonreímos y besé su mejilla, mientras que sus bracitos apretaron mi cuello y sentí su olor. Tan sano, tan puro, tan real. Lo acosté sobre mis piernas y empecé a hacerle cosquillas porque le encantaban. Enseguida, Fausto y Francisco se me tiraron encima como queriendo salvar a su hermano. Entonces, tenía a los tres pequeños sobre mí, ni siquiera me dejaban respirar. Empezaron a hacerme cosquillas y el hecho de que yo no podía controlar la risa, hacía que ellos rieran más. El sonido más maravilloso del mundo, el que sanó mi corazón y me hizo olvidar al duque, aunque sea, por unos segundos.

— ¡Padre!— gritó Federico y salió corriendo, saltando a los brazos de su papá que lo atajó sin dudar.

El duque lo apretó contra su pecho y fue ahí cuando me di cuenta de que, Federico, mi hijo, no era tan grande como yo pensaba. En los brazos de su papá parecía tan pequeño y frágil. Lo siguió Fausto que, en su intento de corrida, se cayó, pero enseguida su papá lo levantó. Y Francisco se quedó encima de mis piernas, observando la situación al igual que yo. Me acomodé el pelo, la ropa y... me miró, dejando de sonreír. Era evidente que conmigo no era el hombre más feliz del mundo, me odiaba. Él sentía asco por mí. Ni siquiera le agradaba que estuviera desayunando con nuestros hijos afuera. Había tanto rencor y enojo en su mirada, que era imposible tratar de disimular lo incómoda que me hacía sentir. Caminó hasta nosotros con Fausto y Federico en sus brazos y...

— Puede desayunar con nosotros, señor— lo invité mientras le alcancé una copa con jugo de frutas.

Federico III le pidió que se sentara y el duque aceptó tratando de disimular el enojo. Francisco aprovechó la oportunidad, gateó hasta él y lo llenó de besos, literal. Le baboseó toda la cara y le metió su galletita en la boca, que el duque comió sin chistar. Y yo sonreí, mientras observaba como mis hijos se mataban entre ellos para llamar la atención de su papá.

— Pero qué rico— dijo entusiasmado.

— Las hemos cocinado con vuestra madre— le contó Federico y el duque me miró de reojo.

— Lo han hecho muy bien. Fausto, hijo, ¿quieres darme otra galleta? ¿Te han gustado a ti también, no?

Federico II Alcorta de Las Rosas, duque de Parvia, cumpliendo la función de papá, era lo más feliz que había visto. Era una imagen enamorable. No sabía si esa palabra existía, pero así me sentía cuando estaba cuando él estaba con ellos. Que podía enamorarme en cualquier momento... es más, los pequeños brillaban cuando estaban con él y los adornaba como una especie de aro luminoso que no había visto nunca.

Y al estar en plena luz del día, podía verlo mejor. Su sonrisa era más blanca, pero tenía un colmillo torcido y un poco elevado que le daba un aire rebelde y pícaro. Un par de arrugas en la frente y alrededor de sus ojos también. Su pelo caoba bien cortado y sin barba, como si recién se hubiese afeitado. El recuerdo de nuestro beso vino a mi mente, me toqué los labios y alrededor, sabiendo que me había raspado un poco. Lo miré otra vez, su cuerpo grande y robusto, hacía que los niños se vieran chiquitos. Demasiado pequeños a su lado. ¿Cuántos años tendría?

— Mamá, ¿podemos jugar con el agua?

Le sonreí a Federico y enseguida, se estaba quitando la ropa. Sus hermanos lo copiaron, al igual que yo. Como todos los días, quedé vestida solo con la enagua. Nos metimos en la base de la cascada como si fuera una piscina y empecé a querer atraparlos como siempre. Gritaban mezclando sus risas perfectas y yo me convertía en una niña más. Como en mis viejos sueños de pequeña.

— Mamá, ¿cuánto es cuatro mil por ciento cincuenta?

— Seiscientos mil— le contesté rápido y sin dudar, sabiendo que, si le dijera que era dos, también me creería. Pero no era mi intención engañarlo.

— ¡Es demasiado!

— Mucho. ¿Y la raíz cuadrada de cien?— le pregunté.

— Diez, mamá— me respondió, sonriendo.

— ¡Muy bien!

Le tiré agua a Fausto porque empezó a chapotear y agarré en mis brazos a Francisco porque tenía miedo de que se tropezara y cayera. Le di muchos besos en el cuello y le soplé aire con mis labios haciéndole cosquillas y un ruido que le gustaba y lo hacía reír.

— Camila, me urge hablar contigo. ¿Nos reunimos luego del almuerzo?

Lo miré. Estaba de pie al lado de la cascada, observando la escena de brazos cruzados y se lo veía un poco desencajado. No me percaté de que mi enagua estaba empapada, marcando mi cuerpo. Era algo normal para mí, pero a él le afectaba. Trataba de quitar la mirada de disgusto.

— Después veo— contesté, haciéndome la desinteresada, cuando en realidad, necesitaba hacerlo. Quería que hablemos.

— Camila— me reprochó.

— No sé, nos gusta pintar después de comer. Quizá puedo hablar con sus cuidadoras a ver si pueden mirarlos un rato... o tal vez cuando se duerman en la siesta. No sé.

Frunció la frente y respiró con fuerza.

Alguien se aclaró la garganta detrás de él y se dio vuelta.

— Excelencia, ha ocurrido algo.

— Dime.

— Alberto ha fallecido.

— ¿Quién es Alberto?— pregunté.

— El administrador— respondió Federico, mi hijo, en voz baja.

— Pobre señor.

— ¿Ha dejado a alguien en su lugar?— preguntó el duque.

— No, excelencia.

— Si quiere, puedo ayudarlo.

El duque me miró.

— ¿A qué?

— Hasta que encuentres a alguien, puedo darte una mano.

— ¿Con qué?

— Ay, excelencia, qué ganas de subestimar la inteligencia de una mujer.

— ¿Perdón?

— Lo perdono.

Y sonrió. De verdad, estaba sonriendo y elevando las cejas como si se estuviera divirtiendo con mi comentario.

— No he pedido perdón.

— Sí, lo hizo.

Inclinó un poco la cabeza hacia la derecha y achinó los ojos.

— De acuerdo— accedió.

Luego, caminó hacia el palacio con la copa de jugo de frutas en una mano y una galleta en la otra, y antes de desaparecer, se dio vuelta y nos miró. Lo desafié hasta que retomó la charla con el hombre que le había dado la noticia y entraron.

— Quiero saber qué hacía el administrador.

— Lo siento, mamá. Pero no sé todo.

— Lo imaginé... pero ¿qué hay? ¿De qué trabaja la gente en este lugar?

— Sé que hay tierras que cultivan y, además, animales que se venden a otros lugares y se comen. Muchos puertos donde hay barcos que llevan y traen y... no sé mucho más.

Cuando mis hijos se durmieron, fui hasta el despacho del duque. La puerta estaba abierta y lo vi sentado al escritorio con una pila de papeles delante de él. Los estaba acomodando en varias filas, como si estuviera dividiéndolos por fechas. Bueno, por algo se empezaba, iba bien. Me tiré el pelo mojado hacia atrás y entré. El duque levantó la mirada, respiró hondo y volvió su atención a los papeles.

— ¿Ordenando, señor?

— ¿Qué sabéis de estadísticas?

— Mucho— contesté y me ubiqué a su lado para poder ver lo que hacía. Los estaba dividiendo por clientes, a su vez por fechas, por cosecha y por puerto—. ¿Qué hace todo el día, señor?

Dejó de separar papeles y me miró.

— ¿Qué hago?

— Sí, para tener un administrador que maneje todo, ¿qué hace usted? ¿Por qué no se toma varias horas al día y lo maneja antes que lo haga otra persona?

— Pero el administrador no está aquí todo el día... gran parte del trabajo es mi prioridad, él solo colabora.

— Colaboraba— lo corregí, porque ya estaba muerto.

— A ver, ¿a qué vienen estos juegos?

— No estoy jugando, era una mala broma. Lo siento. Lamento muchísimo que se haya muerto.

Se puso de pie, volvió a respirar hondo y pasándose una mano por el pelo, se ubicó de frente al ventanal que daba a la entrada principal del palacio.

— ¿Qué queréis, Camila? Dime... ¿Qué hacéis con ellos? ¿Qué queréis? No voy a tolerar que los lastimes...

— Dame una oportunidad para cambiarlo todo... sé que no confiás en mí, pero las personas cambian.

Bueno, cambiaban las almas.

— ¡Las personas no cambian y menos tú! ¿Qué te ha caído un ángel del cielo? ¿Habéis hablado con Dios y te has vuelto una mejor persona? ¿Has tenido una visión de la Virgen?

Sonreí por su comentario.

— ¿Cómo puede ser que una persona diga tantas incoherencias juntas? ¿De verdad creés que pude haber hablado con Dios?

— Entonces, dímelo tú. ¿Qué coño has hecho con la mujer que he traído desde Argentina hace siete años atrás?

No lo sabía. No tenía ni idea en dónde estaba el alma de la verdadera Camila.

— No sabría qué contestar a eso. Solo me di cuenta de...

— ¡¿De qué?!

— De que tengo todo para ser feliz.

— No me la creo, Camila. No te creo... no confío en ti.

— Eso es problema tuyo.

Abrió tanto los ojos que me causó gracia y volví a sonreír.

— ¿De qué te ríes?

— Perdón.

— Nunca me habéis pedido perdón por nada. Nunca me has besado... jamás.

Ahí estaba su problema.

— ¿Nunca?

Tiró la cabeza hacia atrás y se tapó la cara con ambas manos.

— Has perdido la memoria o... no sé qué coño queréis de mí, de mis hijos.

— Nuestros hijos.

— No— me clavó los ojos—. Mis hijos, lo habéis dejado en claro desde el primer día.

— ¡Nuestros hijos, Federico II!

— Nuestros hijos...— repitió—. Tan tuyos como míos. Mira que me cuesta creerlo.

— Ya te lo dije, la confianza que me tengas, es un problema tuyo. O podés hacer borrón y cuenta nueva, o seguir así, peleando todos los días.

Caminó hacia mí.

— La última vez que conversamos, me habéis dejado en claro que preferías estar muerta antes de darme otro hijo.

Di un paso atrás, tocándome el pecho, horrorizada.

— ¿Dije eso?

— Te despediste, Camila.

— ¿Me despedí?— tenía que terminar de leer ese puto diario y llegar al día antes de desaparecer—. Había tomado unas pastillas y...

— Vivías tomando píldoras.

— Sí... — eso era cierto, no podía mentirle—. No voy a volver a hacerlo. Lo prometo.

— ¿Debo creerte?

— Para ser sincera, no creo que tengas muchas posibilidades.

— ¿Desde cuándo me desafías así?

Tal vez, eso también le molestaba. El hecho de que le retrucaba cada cosa que decía, lo enloquecía.

— Ya te dije... las personas cambian.

Estaba tan confundido, horrorizado e incómodo.

Y entonces, asintió con la cabeza y dijo:

— Necesito estadísticas de estos últimos seis meses. Qué hemos vendido, que tuvo mayor perdida, cuáles fueron nuestras ganancias...

— Pero eso no puedo hacerlo en una tarde, me llevaría dos o tres semanas. Ni siquiera sé qué información tenemos para empezar.

— No voy a subestimar tu inteligencia.

— Muy bien, señor. ¿Y qué gano yo trabajando para usted?

— Ese es su problema, duquesa. Me ha dicho que iba a ayudarme y estoy aceptando.

Sonreí porque estaba entrando en mi juego. Respiré y mi sonrisa se hizo más grande. Pensé en que, quizá, si hacía bien mi trabajo, él podía confiar en mí.

— Muy bien. Tenemos un trato— y estiré mi mano para estrecharla con la suya.

— Es la quinta vez que me sonríes. La primera ha sido anoche— y estrechó su mano con la mía.

Mi corazón empezó a bombear muy rápido... tuve que separarme de él. Llevé una silla muy pesada al lado de la suya y me senté. Se me quedó mirando como si hubiera tallado su cuerpo desnudo en una estatua de hielo.

— Vamos a trabajar a la par, ¿no?

— Por supuesto— accedió dudando y se sentó a mi lado.

Enrosqué mi pelo mojado haciéndome un rodete, sabiendo que él me observaba. Después, agarré una pila de papeles y empecé a separar en pérdidas y ganancias. A medida que leía, iba escribiéndolo todo, hice un gráfico estadístico anotando fechas, el producto, el tiempo que se exportó y de esa forma, obteniendo el resultado. Era mucha información, mucho tiempo, pero podíamos hacerlo. Estuvimos trabajando a la par durante cuatro horas, intercambio ideas, aportando información, le preguntaba cuando no entendía algo y él, pacífico, me respondía. Yo era muy buena explicando y él muy bueno entendiendo. Por eso se nos pasó tan rápido el tiempo. Cinco tazas de café cada uno. Galletas que había hecho con mis manos. Y sirvientes que pasaban por la puerta del despacho y nos miraban, sin entender lo que estábamos haciendo. Seguramente, preguntándose quién era esa nueva mujer.

Se había hecho una rutina. Por la mañana, cuando nuestros hijos dormían, trabajábamos y cuando se despertaban, desayunábamos con ellos. Después de almorzar todos juntos, teniendo que obligar al duque, me quedaba con los niños caminando por el campo, buscando un nuevo juego para que no se aburrieran y a la hora de la siesta, volvía a trabajar con él. Era mi única condición, hacerlo cuando los niños no estaban despiertos porque sentía que verdaderamente estaba perdiendo tiempo si no lo usaba para conocerlos, divertirnos y estar juntos. Y por la noche, cuando el palacio estaba completamente en silencio y a oscuras, sus cuidadoras me reemplazaban e iba al escritorio para terminar con lo que había empezado en el día.

Entré y dejé la vela apoyada sobre una pequeña mesa en la entrada. Ya tenía puesto el camisón, una bata muy suave de seda y el pelo suelto. Cuando me vio entrar, dejó de leer y escribir y me siguió con la mirada hasta que me senté a su lado.

— Ya se durmieron. Federico me preguntó por qué tenía que dormir sola en una habitación y no con ellos...— lo miré y enseguida, comenzó a observar todo mi rostro—. No es que no quiera dormir con mis hijos, es solo que, no veo bien que sea tan grande y duerma con su mamá. ¿No? No está bien.

— Estoy de acuerdo contigo.

— No puedo creerlo.

— ¿El qué?

— Qué pensemos igual.

Lo escuché reír, mientras volvió a trabajar.

Isabel me había contado que los chismes corrían tan rápido que todo Parvia y el reino de España, estaban enterados de que, la duquesa, ayudaba al duque con el comercio y las finanzas. Es que, además de ser padres de tres preciosos niños, también nos habíamos convertido en una especie de amigos. Él ya aceptaba mis chistes y trataba de meterse en mi juego, y eso me gustó. Creí que él estaba confiando en mí. Qué ilusa.

— ¿Y eso?

— Es más que una estadística. Es un balance de todo lo que ha ocurrido en Parvia en los últimos seis meses. Más, este último mes que, todavía, no terminó.

— Por lo que veo, le habéis perdido la mano a la pluma— admitió mi desastre con la tinta.

— Mmm— me quejé—. Es que, no sé cuánto poner y durante cuánto tiempo mojar y...

— Voy a enseñarte. ¿Puedo?

Asentí con mi cabeza y sonreí cuando se ubicó a mi espalda, puso su mano encima de la mía y mojó apenas la punta de la pluma en el tintero, llevó mi mano hasta el papel y comenzó a escribir muy despacio, apenas apoyando la punta sobre el papel.

— Suave... si aprietas demasiado, se mancha.

Tragué con fuerza porque hablaba en voz baja y mi cuerpo estaba reaccionando. Es que, era el duque. Y tenerlo tan cerca, significaba que mis síntomas de enamoramiento, comenzaban. Dolor de estómago, piel de gallina, el corazón que se me salía por la garganta, se me iba la voz, me ponía tímida, quería caerle bien y... estaba hecha un desastre. Él ni siquiera se fijaba en mí. Era lo mismo que le hablara una sirvienta a que le hablara yo, básicamente.

— Está bien, entiendo...

— Inténtalo.

Lo hice y como me salió bien, se separó y comenzó a caminar por la habitación, como cuando tenía algo en mente y recorrer el lugar, lo ayudaba a terminar con la idea. Y por supuesto que extrañé su contacto. Las pocas veces que nos rozábamos por accidente, mi piel quedaba electrizada.

— Camila, me he dado cuenta de que habéis cambiado la letra— su acento todavía me impactaba, el tono de su voz, mi nombre en sus labios... ¿Había dicho algo de mi letra?

— ¿Sí? Para mi es la misma.

— No, no lo es. Y, además, no sabéis usar la pluma. ¿Desde cuándo?

Como una tonta, había caído.

— Ay, es que llevaba tiempo sin escribir.

Dejó de caminar justo delante del escritorio, frente a mí. Apoyó sus manos sobre la madera y era tan robusto y grande, que casi alcanzaba las dos puntas.

— Sabéis... Federico me ha dicho que el deseo de su cumpleaños se ha cumplido.

Me mordí los labios porque creí que él nunca iba a enterarse de eso. Creí que era un secreto entre mi hijo y yo.

— ¿Qué deseo?

— Recordad la conversación con vuestro hijo, por favor.

Me agité. Me costaba respirar. Apoyé mi espalda contra el respaldo y...

— Yo...

— No lo lastimes, por favor. Sigue haciendo lo que habéis hecho hasta ahora y va a creerte. Va a creer en los deseos, va a creer que se pueden cumplir.

Y entonces, me di cuenta de lo que verdaderamente pasaba.

— No confiás en mí, después de todo lo que hice todo este tiempo, no confiás en mí.

Me levanté y acomodé rápidamente todos mis papeles.

— No. No lo hago, iría en contra de mis principios. Eres mi enemiga, lo has dejado en claro desde el principio.

Odiaba cuando me insultaba. Que pensara que yo era igual a ella. Que no notara el cambio. Que no se diera cuenta de lo que diferente que éramos. Que no reconociera que había empezado a quererlo... todo lo que había hecho en ese mes y medio, trabajando a su lado, no había servido de nada. Tardó un mes y medio para decirme que mi letra no era la misma. Está bien que era mi alma la que había cambiado de cuerpo, pero parecía que a él le llegaban las cosas un poco tarde.

— Siempre faltando el respeto, señor. Que no se le vaya la costumbre.

— Camila...

— ¡Estoy cansada!— le grité y me arrepentí. Traté de tranquilizarme—. Estoy cansada de que no te des cuenta de nada. De que no valores lo que hago... de que para vos, todo sea igual. Sinceramente, pensé que... nada, me voy a dormir. Hasta mañana, señor.

Di media vuelta y quise salir de la habitación, pero su mano envolvió mi muñeca derecha y me detuve.

— Dime qué habéis pensado.

— No vale la pena.

Cerré los ojos cuando lo sentí detrás de mí. Su cuerpo casi rozaba al mío. Por poco. Su mano dejó de apretar y empezó a acariciarme, subiendo poco a poco.

— Cuéntame, Camila.

Susurró y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Incliné mi cabeza hacia la derecha porque su mano se detuvo en mi cuello y tenía miedo de que quisiera ahorcarme otra vez.

— No vuelvas a querer ahogarme, Federico.

Su cuerpo se pegó completamente al mío.

— Repite mi nombre.

— No voy a jugar... a esto.

Los dos estábamos respirando como si hubiéramos jugado una carrera desde el palacio hasta el portón de entrada, que eran como dos kilómetros. Sí, así estábamos. Yo peor que él, por supuesto.

— Prométeme que no vas a volver a ser la misma.

Apreté mis ojos porque, sinceramente, lo que menos podía prometer, era eso. Es que, yo no sabía en qué momento de la historia se había quedado ella. ¿Dónde estaba su alma? ¿Qué le había ocurrido? ¿También había viajado a otra época? ¿Y si estaba en mi cuerpo, en el futuro? ¿Cómo sabía yo que no íbamos a intercambiar cuerpos otra vez? Por favor, estaba volviéndome loca. No tenía la más mínima idea de lo que iba a pasar con nosotras. Quizá, ella estaba en mi vieja vida, en la que solo viví para sufrir. Crecí cuidando a mi mamá y soportando al cáncer, tratando de hacerme amiga de la enfermedad para no tenerla de enemiga y fue en vano; quise formar una familia con alguien que amaba y no pude porque mi cuerpo no estaba preparado para eso, ni siquiera tenía la condición de cualquier mujer; una familia que ni siquiera estuvo en el velorio a cajón cerrado, solas las dos como siempre, en una sala fría con una lámpara blanca... y como viví una vida que nunca quise, podía elegir morir dignamente, dormirme para siempre. Y ahí estaba, haciendo mis sueños una realidad.

Me di vuelta y subí mi cabeza para mirarlo. Había esperanza en sus ojos. La vi. Juro que la vi. Quería convencerse a sí mismo de que yo era buena... le toqué la mejilla y sonreí tristemente.

— No puedo prometerte eso porque no lo entenderías. No me creerías. No confiás en mí, Federico.

Me alejé de él, agarré la vela y siguiendo los pasillos del palacio, fui hasta la habitación de mis hijos. No quería despertarlos. Así que, me acomodé en el sillón y antes de quedarme dormida, pedí que el duque de Parvia confiara en mí. Ese era mi nuevo sueño... que el papá de mis hijos, simplemente confiara en mí. 

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