Capítulo 2

Me desperté porque me dolía la espalda y antes de abrir mis ojos, escuché una queja. Giré mi cabeza y al abrirlos, Fausto dormía abrazado a su hermano Francisco y Federico estaba hecho una bola pegado a mi espalda.

Seguía ahí.

Mi sonrisa apareció. Me di vuelta y acaricié su pequeña nuca cubierta por una suave pelusa. Mi amor. Tan chiquitos, tan perfectos, tan inocentes. Lo besé en la mejilla y se despertó. Su sonrisa fue más grande que la mía, su sorpresa me deslumbró y su felicidad se apoderó de todo mi cuerpo.

— Buen día, mi amor— susurré.

— Buen día, mamá. Sigues aquí.

— Sigo acá— repetí.

— ¿Vamos a hornear galletas?

— Por supuesto.

La puerta se abrió e Isabel entró con la pava. Cuando nos vio, su sonrisa también fue de alegría. La siguieron las tres mujeres que cuidaban a mis hijos, pero al verlas les sonreí y negando con mi cabeza, entendieron que yo me iba a hacer cargo de ellos. Como entraron, salieron. Ni siquiera escuché murmullos, solo sus risas de satisfacción.

— ¿Puedo despertarlos, mamá?

— Sí, podés.

Juntos, despertamos a Francisco y a Fausto.

— Es la primera vez que duermen una noche entera sin despertarse— me contó Isabel, y me las imaginé a las cuatro mujeres atrás de la puerta durante toda la noche.

— Qué suerte la mía.

Minutos después, les estaba lavando las preciosas caritas y esos dientes pequeños que mordían más de lo que podían. Después de vestirme con un vestido bordo claro de tela fresca y liviana, sin corset porque me molestaba, Isabel me hizo un recogido a la altura de la nuca para no sufrir tanto el calor, fuimos a las habitaciones de los pequeños para ponerles conjuntitos idénticos de pantalón por las rodillas y camisa manga corta.

— Estaba pensado que hoy, como hace tanto calor, podríamos jugar con agua.

— ¿Jugar con agua?

— Sí. Creo que van a divertirse.

— En el parque de atrás, hay una cascada, mamá— Federico estaba más contento que el día anterior.

Mientras caminábamos por el lujoso y enorme pasillo para ir hacia la cocina y hornear galletas, Federico iba saltando a mi lado, contándome diez cosas al mismo tiempo y dando vueltas a mí alrededor, como un niño de su edad. Solo un niño. Francisco vivía en mis brazos, jamás lo dejaba en el piso, por eso siempre estaba luchando por desarmar los peinados que me hacía Isabel. Y Fausto iba siempre tomado de mi mano, fiel a mi lado, como si me estuviera cuidando todo el tiempo; me apretaba con fuerza cuando reía y cuando se enojaba, también. Es más, Fausto era el más celoso de los tres. Más protector.

Hicimos las galletas y una vez que estuvieron cocinadas, Isabel nos las trajo al parque atrás, donde había pedido que nos armen una carpa justo al lado de la cascada. Desayunamos sin seguir un protocolo, éramos solo nosotros cuatro. Fue en ese preciso momento cuando el duque vino a mi mente. Me pregunté ¿por qué odiaba al hombre que me había dado todo lo que siempre quise? ¿Por qué no teníamos una relación de amistad? Quizá no era alguien de mi agrado y yo del suyo, tampoco. Pero no entendía por qué no podíamos llevarnos bien, aunque sea por nuestros hijos. Recordé el diario íntimo y por más que me pesara leerlo, debía hacerlo. Tal vez había algo más y yo no lo sabía. Quizá el duque no era una buena persona y...

— ¡Mamá!— el grito de Federico me interrumpió.

Lo miré, se estaba sacando la camisa blanca, el pantalón y dejándose un calzón bastante extraño, salió corriendo hacia la base de la cascada. Su risa era increíble, como si estuviera cometiendo una travesura. Me acerqué a él con sus hermanos, que empecé a desvestirlos. Me quité el vestido y quedando vestida solo con la enagua, me metí con ellos. No era profundo, a Francisco, el más pequeño, le llegaba a la cintura. Empecé a tirarles agua, escuchando sus risas y gritos desesperados por seguir jugando, por simplemente divertirse como niños que eran. Me arrodillé y hacía ruidos con mi boca como si fuera un dinosaurio o una especie de tiburón. Le hacía cosquillas debajo del agua y salían corriendo, volvía al ataque y así fue como terminé corriéndolos por toda la base de la cascada, que obviamente, era artificial.

Me di vuelta para apoyar sobre el borde el broche de piedras que tenía en el pelo y vi a todos los empleados o, mejor dicho, sirvientes, mirándonos divertidos, sorprendidos y sonrientes. Algunos se animaron a asomarse desde la puerta y otros, desde las ventanas. No me miraban a mí, observaban a los niños reír y jugar como nunca lo habían hecho. Mi felicidad era mayor a la de todos ellos, incluida la de mis hijos. Cuando se dieron cuenta, se metieron adentro, menos Isabel y las tres mujeres que los acompañaban siempre.

Dejé escapar un suspiro, y que, con ese suspiro, se fuera el miedo de dormir y tener que irme otra vez. No era un sueño, estaba segura de ello. Era mi vida. Eran mis hijos y... creí que la vida me estaba regalando una nueva oportunidad para ser feliz.

Los días pasaban y yo solo deseaba quedarme atrapada en el tiempo. Que los relojes del palacio dejaran de dar vueltas y que los calendarios dejaran de pasar los días. Repudiaba a todo aquello que me daba una pequeña señal de que la vida seguía. Quería quedarme ahí, en ese lugar, para siempre.

Ver crecer a mis hijos... no podía vivir tranquila si todas las noches los despedía como si nunca más fuera a verlos. Es más, no dormía, solo los observaba descansar y quería cuidarlos por si algo malo les pasara mientras descansaban. Estaba enloqueciendo. Por eso, traté de no pensar demasiado. De dormirlos y mantenerme ocupaba. Y si me daba sueño, dormirme tranquila sabiendo que, al día siguiente, iba a despertar con ellos.

26 de Marzo de 1857

Hoy los vi desde la ventana. Están grandes. Son idénticos a él. No se parecen en nada a mí. Ojalá que sean tan buenos como él. Ojalá que saquen su bondad, su inteligencia y su paciencia. Ojalá que no se parezcan a mí. Ojalá que el Duque se enamore y sea feliz.

4 de Abril de 1857

Volvimos a pelear. No me agrada discutir con él, pero es que no me entiende. Han pasado siete años y aún, no comprende que sigo amando al Coronel, que mi corazón le pertenece. No puedo, si quiera, imaginar besar otros labios que no sean los de él.

26 de Abril de 1857

Me ha pedido otro hijo. Uno más. El cuarto. No imagino, otra vez, estar embarazada. No puedo. No quiero. No lo deseo. Me repugna la idea. La irracionalidad del Duque lo enloquece, lo ciega. No le alcanza. Nada le alcanza. Siempre desea más. Y yo, cada vez, deseo menos. Deseo menos vivir.

15 de Mayo de 1857

Lo he perdido. Ha muerto. El Coronel ha muerto. Para siempre. Y yo aquí, en otro mundo. En cualquier parte, menos allí. Ya no van a llegar sus cartas, se acabó todo. Se terminó la vida. Mi vida. Mis sus recuerdos. Su vida. Todo.

Siempre escribía tres renglones, y en esos tres renglones, resumía una historia que yo la hubiese escrito en cinco hojas. Esa mujer estaba tan triste. Me pasaba algo extraño con ella... quizá, encerrada en su habitación y mirándolos de lejos, sí los quería. Tal vez, por eso no podía amar al duque, porque amaba a alguien más, porque su corazón no le pertenecía ni siquiera a ella misma, sino al Coronel. Qué triste. Me pregunté por qué el duque la habría obligado a vivir en España, a irse con él. Quizá, ella hubiese deseado tener a Federico, Francisco y Fausto con otro hombre y por eso, no... ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué trataba de justificarla? ¿Por qué? Porque era yo. Porque no quería creer que, en otra vida, podía a ser tan egoísta con mis sentimientos. ¿Y si era eso lo que me estaba tratando de enseñar la vida? ¿Y si en el futuro también lo tuve todo y no me di cuenta y ésa era mi oportunidad para cambiarlo todo?

Hasta que una noche, todo lo que tenía ordenado, se derrumbó. Me despertó un ruido. Abrí mis ojos y levantándome un poco, miré a mis hijos que dormían a mi lado. Ninguno se había despertado, estaban bien. Le corrí el pelo de la carita a Fausto y le acomodé el brazo a Francisco. Y entonces, me di cuenta de que había alguien más en la habitación, una sombra. La luz de la vela alumbraba muy poco porque la había dejado en un mueble lejos de nosotros, pero aún así, lo vi. En los pies de la cama había un hombre... estaba de brazos cruzados y nos observaba. Me senté y tragué con fuerza porque no sabía quién era. No quería gritar, no quería despertar a mis hijos... ¿Por qué Isabel lo dejó entrar? Yo sabía que ella se quedaba detrás de la puerta por si llegaba a necesitarla. Entonces, ¿por qué estaba ahí?

— Es cierto, Camila— afirmó sin quitarme los ojos de encima y yo no sabía de qué estaba hablando.

Pero nunca jamás ocurrió que, al escuchar mi nombre en los labios de otra persona, me provocara dolor de estómago. Mi pecho subía y bajaba con rapidez ante sus ojos, como si estuviera agitada, como si hubiera corrido una maratón de diez kilómetros. Mi corazón me golpeaba y...

— Debía verlo con mis propios ojos y esto... no es lo pactado, duquesa— dijo con voz ruda y acento español, en un tono como si me estuviera marcando un error.

¿Era el duque? ¿Por eso había tanta confianza?

Era el duque.

Me hice tantas preguntas al mismo tiempo. ¿Quién le había contado algo de mí? ¿Cómo le llegó tan rápido si viajaban a caballo? ¿Dónde había estado? ¿Por qué necesitó vernos? ¿Por qué sonaba tan enojado? ¿Por qué me dijo Camila? ¿Cómo debía tratarlo después de todo lo que había leído?

Me levanté de la cama muy despacio y caminé hacia él para enfrentarlo, no se me pasó por alto la manera en que miró mi cuerpo vestido solo con un camisón. Recordé haber leído en el diario que le temía al duque. Y quizá, a ella no le importaban sus hijos, pero yo no iba a dejar que él me separara de todo lo que siempre había querido en la vida. Llevaba casi cuatro semanas con mis pequeños y él había estado de viaje en todo ese tiempo... entonces, ¿de qué estábamos hablando? ¿Qué carajo era lo que habíamos pactado?

— Es que, ahora, todo es diferente, señor— susurré.

— ¿Diferente? — repitió—. ¿En qué te has metido? ¿Eh?

No sabía si debía tratarlo de usted o tutearlo.

— Va a despertarlos— lo reté en voz baja.

— ¿Y desde cuándo te ha importado?— sonaba tan enojado. De verdad, estaba tan enojado conmigo.

Lo agarré del codo para sacarlo de la habitación. Cuando salimos, Isabel estaba sentada con una vela sobre una mesa y bordeaba algo. Acaso, ¿no quería dormir un rato?

— Isa, dejanos solos, por favor— le pedí.

Isabel se puso de pie y sin chistear, se alejó de nosotros hasta desaparecer en la oscuridad del enorme pasillo.

— ¿Isa?— repitió él y lo miré—. Duermes con mis hijos, entras en confianza con la doncella, le pides a sus cuidadoras que te dejen a solas con ellos y... has estado actuando de una manera que... de verdad, desconozco y...

Ya no lo escuchaba porque la luz de la vela en medio de tanta oscuridad lo alumbraba de tal forma que mi piel reaccionó convirtiéndose en la de una gallina. Me dolía... me dolía la piel de mis brazos y de mis piernas. Mi corazón golpeaba con más fuerza que antes, como si quisiera salirse de mi cuerpo, como si fuera a romperme los huesos. La forma en que movía sus labios al hablar. Cómo se rascaba el cuero cabelludo. El precioso color de sus ojos... era más amarillo que el de los niños y el cobrizo de su pelo, brillaba más. De repente, quise verlo a la luz del sol.

— ¿Camila?

Otra vez.

— ¿Sí, señor?

— Acaso, ¿no has escuchado nada de lo que te he dicho? ¿Y desde cuándo me llamas señor?

— No— y sonreí, sintiendo un poco de vergüenza—. Perdón, no te estaba escuchando.

— ¿Me has pedido perdón? ¿Qué ocurre contigo?

— Es solo que...

La forma cuadrada de su mandíbula. El ancho de sus hombros. Su altura. Los botones de la camisa que estaban desabrochados... el labial corrido en la tela blanca. Por un momento, sentí que me estaba engañando a mí. Y más allá de que no lo conociera, me invadió una tristeza enorme. Esa no era mi vida, entonces ¿por qué me hacía cargo de sentimientos que no me pertenecían y de consecuencias por actos que yo no había cometido? ¡¿Era o no mi vida?! ¿Eran mis hijos? ¿Era mi marido?

Di un paso atrás, cruzándome de brazos, levantando un muro entre nosotros porque... él no era mi propósito. Yo no quería enamorarme, no había llegado hasta ahí para enamorarme de alguien así. No era justo perder tiempo.

— Antes de venir a espiarme, estuviste con una mujer. ¿Cómo se te ocurre hacer algo así?

Me alejé un poco más porque mi estómago ya no dolía por atracción, dolía por vergüenza. Me dolía y ni siquiera lo conocía. Quizá, sentí que le estábamos enseñando mal a nuestros hijos. ¿Qué estábamos haciendo? ¿No iban a creer en el amor?

— Dime desde cuándo te ha importado lo que yo haga con mi vida. Di... dime— y se le cortó la voz.

Levanté mis ojos y lo miré. Su pecho también subía y bajaba... tal vez, estaba tan inquieto como yo.

— ¿Estás enamorado de ella?— me animé a preguntar.

— No— contestó de inmediato—. No, Camila.

— Mirá si te veían nuestros hijos... si te abrazaban y te sentían el olor, si se daban cuenta de la marca roja del cuello... Federico es muy inteligente, demasiado. ¿Le hubieras mentido? ¿Le hubieras dicho que te manchaste al comer?

Apretó los dientes y con sus brazos me empujó contra la pared, aplastándome con su cuerpo, apretando mi cuello entre sus dedos, queriendo matarme. Me tiró la cabeza hacia atrás para que pudiera verlo a la cara, justo cuando sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a temblar, haciendo más presión. Puso sus labios en mi oído y en voz baja, dijo:

— He soportado que jamás hayas querido cargarlos en tus brazos al nacer y acepté el odio que has sentido por ellos. Los odias más que a mí y todos los días cargo con esa culpa. Me trago el asco que sientes cada vez que te he tocado porque lo único que te he pedido a cambio de todo lo que te he dado sin medir, son mis hijos...— respiró con fuerza y soltó mi cuello, me clavó los dedos en mí mandíbula para estudiar mi rostro mientras se alejaba unos centímetros. Siguió las lágrimas que caían sobre mis mejillas, se detuvo en mi labio inferior que temblaba, en mi respiración... se dio cuenta de mi angustia, pero no sintió compasión, no secó ni una lágrima—. He mentido toda la vida cuando Federico me ha preguntado por ti. Se me han acabado los engaños... por favor, Camila, por favor, no me hables de mentiras... por favor. Estoy cansado de mentir... dime qué estáis queriendo hacer con ellos, pero no los lastimes.

No quería leer más ese diario íntimo porque lo que acababa de decirme el duque, me destruyó. Sí, me destruyó para construirme mejor. Y sentí tanta pena por él... me dio tanta lástima que no podía parar de llorar. Quería demostrarle que no sentía asco por querer tocarme, porque juro que deseaba que lo hiciera más que nada en el mundo. Solo con sentir su cuerpo aplastándome contra una pared, alcanzó. Subí mi mano derecha para colocarla en su cuello y despacio, la moví hasta apretar su nuca, esconder mis dedos entre su pelo para atraerlo hacia mí. Hizo fuerza contraria para alejarse, no quería que lo besara, pero lo atraje y nuestros labios entreabiertos apenas se tocaron.

Cerró los ojos.

Sí, ya sabía que había estado con otra mujer antes de venir a mi habitación, pero no podía soportar que sintiera que era despreciable para mí. Porque no lo era. El duque era el padre de mis hijos.

Tampoco se movió cuando abracé con mis labios su labio superior. Se quedó quieto, sin hacer un movimiento. Entonces, agarré su mano izquierda que estaba apretando mi mandíbula y la llevé hasta debajo de mi cola, subí el camisón e hice que me tocara la piel de mis piernas. Cerré los ojos cuando hundió la yema de sus dedos y se me escapó una queja de mis labios... sí, me estaba quejando porque, quizá, en el futuro, ya hubiéramos cogido.

Cuando sentí que su mano quería meterse entre mis piernas, me ahogué. Respiré con fuerza contra sus labios y...

— ¿Qué quieres, Camila? ¿Volverme loco?— preguntó sin alejarse.

— Volverte loco sí... sentir asco por vos no. No siento asco— dije en voz baja.

Abrí otra vez mis labios y, sorprendiéndome, me respondió violentamente, ahogándome, quitándome el alma. No podía creer la forma en que nos estábamos besando, manoseando, buscando y... jamás había sentido tanta locura por alguien. Sí, enloquecí. Quería tocarlo por todas partes, abrazarlo, besarlo, sentirlo...

— Aaah— se me escapó un gemido.

Y entonces, me di cuenta de que había frenado. Ya no me besaba, no me tocaba... ni siquiera respiraba. Me soltó, se alejó y me sentí desprotegida. ¿Por qué nos había cortado de esa forma? ¿Y si estaba pensando en ella? No podía correr ese riesgo.

— No quiero que vuelvas a verla— me enojé y sorbí mi nariz, secándome las lágrimas—. No quiero que vuelvas a tocarla... no quiero que vuelva a besarte. Te lo prohíbo.

— Camila...

— Me importa un carajo lo que habíamos pactado. Te prohíbo que vuelvas a engañarme— y me largué a llorar otra vez. Quizá, si seguíamos besándonos no me ponía así. Tal vez, aproveché la oportunidad para descargarme—. Dejaste de besarme porque estás pensando en ella...

— No, te equivocas— respiró muy hondo—. Es en ti en quien pienso cuando estoy con ella.

Él, a pesar de todo, estaba enamorado de Camila, de esa mujer que no podía siquiera tocarlo y besarlo. Pero yo tenía que terminar con eso.

— No quiero que vuelvas a verla...

Negó con su cabeza, como si estuviera loca por prohibirle algo a él.

— Pero si tú me lo has pedido— dijo riendo con sarcasmo y se le cortó la voz, demostrándome que estaba tan lastimado como estaba yo de feliz por estar con mis hijos.

Y dando media vuelta, sealejó de mí para entrar en su habitación. Me dejó hablando sola, en medio de unenorme y lujoso pasillo de un palacio que no conocía, y que, ni siquiera estabasegura de que iba a quedarme para siempre. 

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